nter A Different World, en letras de oro sobre el costado de este nuevo autobús de dos pisos que pasa por el puente de Hammersmith. Este reiterado anuncio o leyenda dorada de Harrods me hace pensar que quizás el sábado entré en un mundo diferente, en un laberinto de espejos y sombreros multiplicados, cuando creí verte o entreverte en aquel sube-y-baja tumultuoso de rebajas. ¿Eras tú la morena juncal de la cabellera suelta con chaleco y pantalones negros que se probaba un sombrero hongo ((¿alucinógeno?)) o fue un espejismo? Aún tengo mis dudas en este atardecer nubloso, mientras sigo a contracorriente por uno de nuestros paseos favoritos, Lower Mall, mirando cómo baja rápido el Támesis. Descubre sus tesoros ahora en la orilla. Una zapatilla de baloncesto semienterrada en el fango enseña su puntera con polvo de estrellas.

El puente colgante de Hammersmith, que siempre me recuerda vagamente al de Brooklyn, me hace caer en la cuenta de que Emil estaba aún en Nueva York (:¡No hagas como los niños! —ya sé, te fastidia que hable de mí en tercera persona), aunque no con la de ayer. La bella de turno era entonces pelicobriza, de largas pestañas cobrizas, grandes ojos grises, esbelta como una bailarina (me la imagino convertida finalmente en una figurita de porcelana bajo un fanal), con una figura (la reveo en la habitación 108 del Hotel Breevoort admirándose desnuda ante el espejo mientras se sujeta sus senos pequeños y duros como manzanas —otros frutos, ay, ya disfrutados… Quisiera que tu cuerpo fuera una fruta comestible, le repetía aquel amante mordedor) y una sensualidad calculada para volver loco a cualquiera, según reconoció uno de sus pretendientes frustrados, capaz incluso de hacerle perder el juicio al maduro abogado que acabaría siendo su tercer marido.

La marea baja dejando pozas grasientas. El espeso espejo de esta orilla apresa nubes, sombras que pasan. Tres gaviotas revolotean sobre cajas rotas, botellas vacías, cáscaras de naranja, envoltorios, tronchos de repollos, colillas que flotan junto al embarcadero de tablas aquí a dos pasos, frente a la terraza de The Blue Anchor, desde donde hice el primer alto para empezar a escribirte.

(La madura pelirroja de la mesa de al lado, un aire con Lauren Bacall y una bolsa de la TWA, debió de pensar que yo también era turista al verme sacar de mi zurrón el bloc de papel de cartas de avión Belles Lettres —¡marca registrada!—. Bastante descocada con esa blusa de nylon verde Nilo. Y mira de reojo cómo te escribo.)

En lo alto del pilote del embarcadero una gaviota vigila con ojo fijo el ramo de rosas herrumbrosas depositado ahí en el fango. ¿Cavilará sobre si la ofrenda es comestible? El ramo mustio aquí en la orilla baldía (¿dónde están las rosas de antaño?) me llevó de nuevo junto a ella, allá en Nueva York, a su cuarto en la calle 105, Este: sus bragas rosas de seda y una media y el sujetador y la otra media tirados en sillas, con las que voy a tropezar al abrirme paso en la penumbra, y aspiré de nuevo la atmósfera cargada del dormitorio suavizada por el aroma algo marchito de un ramo de rosas amarillas que había sobre la cómoda. ¿No las hay sin espinas? El ramo de rosas que le llevó a su padre aquel domingo tormentoso en que le anunciaría que iba a divorciarse de su primer marido. «Son rosas, como le gustaban a tu madre», recordó el viejo. Conocía sin duda la causa (y ciertos chismes que se referían a su amante tarambana), pero estaba demasiado chapado a la antigua para explicarle en detalle. Que Jojo era homosexual, y que en realidad se había casado con este actor/actriz para hacer carrera en el teatro. Antes de conocerlo, durante dos años, había levantado demasiado la voz y las piernas en cafetines y teatruchos off-off-off Broadway. Se inclinó a oler las rosas, que acababa de poner en un jarrón, y se distrajo mirando una oruguita verde que avanzaba por una hoja. La fragancia empezaba a refrescar el aire cargado y polvoriento. Ciertos muebles de la casa de su infancia, allá en la calle 100, volvían familiar el nuevo piso de su padre en Passaic, New Jersey. Se dejó caer en un diván y mirando fijamente las marchitas rosas rojas de la alfombra se trasladaría, como en una alfombra mágica, a uno de sus primeros recuerdos de infancia: otra tarde de domingo su padre toca el piano y ella baila, pisando cuidadosamente entre las rosas rojas de la alfombra soleada, cada vez más rápida, hasta que sus pies se enredaron en el periódico que se acababa de caer de la mesa, aún más rápida, desgarrando las hojas del periódico con sus pies ágiles.

Se casó y divorció para hacer carrera —un curriculum que ella resumiría así en aquella época: casada a los dieciocho años, divorciada a los veintidós. Suma y sigue.

Una rosa es una rosa es una —no la toquéis más que así es la rosa de aquella pieza, Secondhand Rose, que el que había de llegar a ser su segundo marido escuchaba tendido encima de una colcha, aquella noche bochornosa, quizás imaginando cómo ella hacía el amor en la habitación contigua con Stan, el estudiante juerguista. Su amigo Stan le había pedido que le prestara un cuarto por una noche, para refugiarse allí con ella, porque el marido actor/actriz empezaba a tomarse demasiado en serio el papel de cornudo ofendido. Y de pronto, a las tantas, empezó el vodevil: ella irrumpió en el cuarto de Jimmy envuelta en una sábana y le pidió que le pidiera a Jojo que se largara a dormirla, empeñado aún en entrar desde la escalera de incendios lanzando incendiarias proclamas por una ventana, mientras el amante se retorcía de risa desnudo tras dos divanes acoplados que hacían la cama del adulterio. Mientras tanto ella se había escondido en el ropero del cuarto del que había de ser años después su segundo marido. (Sí, hay que hacer números…)

Al fin el marido volvió a la noche, ella al abrazo del amante, y él a la soledad de su cuarto en donde aún permanecería —me huelo— el olor a cedro de su espesa mata.

Hundía la nariz en su pelo, inhalando/anhelando sus perfumes, en aquella luz rosácea, mientras bailábamos y sentía las puntas de sus senos, la lisura de su vientre, sus muslos firmes ciñéndose en un perfecto engranaje. Comprendí entre sus brazos qué erótico puede resultar un frío artefacto de Duchamp o de Picabia.

El frescor y suavidad y tersura de su cuerpo rosa recién bañado.

Dos pétalos de carmín en el pañuelo, tras el beso.

Respirándola entrecortadamente en el beso. Me había tomado de la mano, al bajar las escaleras, y en el corredor sórdido del portal, ante los buzones, dejó que le echara hacia atrás la cabeza y la besara. Respirando aún entrecortadamente mientras bajábamos por la calle 105, Este, hacia Broadway.

La rosa de sus mejillas que ella contempla en la luna de un escaparate, poco después de salir de la consulta del Dr. Abrahams. ¿Le habría puesto también Stanwood? Decidió no guardar ese hijo de un padre muerto. (El amante tarambana, en uno de sus delirios alcohólicos, acabó achicharrándose vivo, suicidio por amor a la muerte, una horrible muerte por fuego.) Yo creo que era necesario que estuvieran muertos el padre y el hijo, porque ella reconoció que sólo podía amar perdurablemente a los muertos. Acababa de abortar pero el cristal le devolvía una máscara impecable: carmín en los labios, bien empolvadas las mejillas…

(Dr. Abrahams… La progenie de nonatos es innumerable como las arenas del desierto… El cuchillo del Dr. Abrahams en aquella clínica de King’s Cross que tú podrías marcar con una cruz.)

El Times de Miss Rose aquí en la mesa despierta la curiosidad de la turista solitaria, yanqui sin duda, que le dirige miradas aceradas a la foto de Mr. Kissinger estrechando manos de niños en St. James’s Park. Supongo que no correrás los Sanfermines de Pamplona: ayer hubo cuatro heridos graves. Ni tampoco estarías ayer en un edificio de cinco pisos incendiado en Montmartre: hubo cinco muertos (cuatro por tirarse de las ventanas) y trece heridos… Si la turista sigue mirándome así, acabaré contándole lo que te escribo aquí. Sigo componiendo el ramo amoroso.

Su vida no fue precisamente una senda de rosas, pero unos cuantos pétalos más podrían situarnos en otro momento culminante de su carrera.

(Cuando levanto los ojos hacia el Woolworth Building también la veo con los ojos del amante muerto; en el pináculo del rascacielos, en un cuarto de cristal tallado entre flores de cerezo.)

Abandonó hace tiempo una carrera prometedora en el teatro, pero sigue haciendo a la perfección su papel de dama de buena planta trepadora. Va a divorciarse de su segundo marido, el periodista desempleado Jimmy, con el que tuvo un hijo, y es redactora de una revista de moda. Pero es evidente que pica más alto. Acaba de llegar al Seaside Inn escoltada por el abogado que se ocupó de sus dos divorcios y acabará siendo fiscal del distrito y su tercer marido. Imagina que nosotros estamos en una mesa vecina tomándonos unas almejas al vapor. Al ir a dejar los guantes sobre la mesa su mano rozó bruscamente las rosas del florero y cayó una lluvia amarilla y herrumbrosa sobre los guantes, sobre el mantel. Las órdenes de ella eran deseos para él: «Haga que se lleven estas rosas, George…». La explicación hacía juego con su lozanía: «Odio las flores marchitas». Resultó que en aquel restaurante de Long Island tampoco la langosta era fresca.