ometas en el cielo azul celeste, flotando sobre el Estanque Redondo (que siempre nos pareció más bien cuadrado) en esta tarde verdaderamente de verano. Un hexágono carmesí atraía mi atención, con riesgo de tortícolis, cuando me distrajo el frufrú y las esfericidades en movimiento que no lograba camuflar un amplio chador negro. «¡Lo he dicho en broma!», le ha dicho en italiano un calvo mostachudo a la morenucha de gafas a lo Moskouri, y con cara de pocos amigos, ambos tras la monumental tapada del chador. A la orilla del Round Pond pondero, calculo, especulo, busco analogías, trato de imaginar en italiano la broma sobre las moles de la ponderosa velada, ya no tan poderosa allá, ante la regordeta reina Victoria que empuña el cetro sentada en su trono. Desde aquí no se distingue su real cara descascarada. Muchos turistas hoy en los jardines de Kensington; pero esos dos italianos, emigrantes lo más probable. Como el joven moreno del banco de al lado que se parapeta tras un muro de caracteres extraños. Su periódico paquistaní o indio seguramente contará como mi Sunday Times que un tifón barrió ayer la costa oeste de Japón y se llevó por delante a sesenta y dos personas. Supongo que no te habrás ido tan lejos. Y sin duda hablará también en primera plana de la final Alemania occidental-Holanda que veré en casa de Miss Rose esta tarde. Tampoco te imagino en Munich. Ahora pasa un corredor albino y un perro salchicha metido en la orilla lo mira sacudiendo la cabeza. ¡Nelly!, llamó una voz de mujer, espectral o demasiado lejana. Bonito nombre dickensiano. Desde este banco al borde del agua, sigo todo este desfile multicolor, multirracial, las carreras de niños y de perros, de este otro viejo de blancas melenas que parece que va a dar la última boqueada, los zigzagueos de las cometas (¿dónde está la carmesí?), la navegación entre gaviotas tempestuosas de los barquitos en el estanque (ahora, acuclillado ante mí, un cincuentón en calzón corto vigila su clíper), los amerizajes y despegues de gaviotas y patos, más revoloteos aquí entre las largas piernas de las dos minifalderas que se conoce que hacen buenas migas con las palomas en el otro banco vecino. «Si hay mucha gente, nos vamos», acaba de decir en francés la espigada rubia que empuja al viejo en silla de ruedas, con gorro de yachtsman, que aprieta con sus manos enguantadas contra su regazo una cometa negra como un féretro. Una ráfaga le moldeó la falda sobre las bien esculpidas nalgas y la visión de ese alto relieve me hizo recular nostálgicamente en el tiempo y en el espacio, hasta una noche de San Juan en Chelsea, hacia otra rubia de culo escultural, una irlandesa de la calle que encontré o me encontró en el cruce de Cremorne Road y Stadium Street. Como si estuviera aún en aquella bocacalle, veo su redonda cabecita rubia, sus ojos verdes, la blancura de su piel, su cuerpo bien proporcionado, de un metro sesenta y tres de altura y cincuenta y cinco kilos de peso con novecientos gramos. También conservo otras medidas que tomé (contorno de pecho, noventa centímetros y dos milímetros; de caderas, noventa y dos centímetros) pensando que en ratos libres podría pasar de la acera a posar de modelo para algún fotógrafo. En el fondo todo es figura. Muestra tu buena figura, le aconsejé, porque a nadie le va a interesar tu buen fondo. Tenía cuatro años cuando se fue de Irlanda y sólo recordaba de la tierra natal un cielo claro. Pero seguía unida a ella a través de su único familiar, su abuelo paterno, que vivía no lejos de allí, y últimamente también a causa o por culpa de su futuro sin futuro, un dublinés apático de treinta años y ojos de gaviota que se pasaba las horas muertas en su mecedora adormecedora buscando el nirvana en un vano vaivén, sin buscar trabajo ni pretender retirarla de la calle al hogar, un dulce hogar, su máximo objetivo en la vida. Ella lo plantó poco después de conocerlo y se plantó hasta que él por fin encontró trabajo de enfermero para todo en una casa de locos a las afueras de Londres, lo cual no mejoró su equilibrio mental, haciendo aún equilibrios en su terca mecedora de teca, y habría de tener consecuencias funestas para sus relaciones. La verdad es que últimamente no había tenido buena estrella. Dos años atrás sus padres perecieron en un naufragio y ella, su única hija, se arrojó entonces al arroyo. Aunque más de una vez estuvo a punto de arrojarse desde el puente de Battersea. Y del de Albert. El agua era una gran tentación, y quizá la solución final. ¿Se tira o se retira, la tirada? Pero mientras tanto se esforzaba en ser ella la tentadora. Hacer la carrera en Londres no resultaba fácil. Su abuelo no se llevó las manos al delicado bulbo de la cabeza, que aún conservaba pese a sus casi noventa años, y pronosticó que saldría adelante. En realidad era su confidente, paño de lágrimas y consejero hidráulico: Más vale tirarse al arroyo que al Támesis. Pero ella no siguió su exhortación, «Chuck him», de plantar a esa nulidad de novio. Poco después de la primera ruptura, al poco de conocerse, ella aceptó volver, a instancias suyas, pero impuso sus condiciones. Ella dejaría la calle y él saldría a la calle en busca de trabajo. Mientras tanto vivirían de sus cuatro cuartos ahorrados y con la asignación que a él le pasaba mensualmente un tío de Holanda para pagar el alquiler de la habitación: ella quiso cambiar no sólo de costumbres sino también de barrio. Del oeste se mudaron al norte, a Islington. Había encontrado en Brewery Road, cerca de la cárcel de Pentonville, un cubo enorme y destartalado en el que la mecedora del novio parecía de juguete junto a dos butacones balzaquianos de alto respaldo sin tapizar. Las paredes, altísimas, eran de un amarillo de Vermeer que hacía juego con la corbata limón del novio. Y el linóleo azul, gris y color ladrillo también hacía juego con aquel bric-à-brac cubista. Allí, creía ella, iban a cambiar de vida. Encima de su cuarto estaba el de un mayordomo retirado que se paseaba incansablemente como león enjaulado. En el techo resonaba el rumor apagado de sus pantuflas. Quizás halló al fin reposo, tras rebanarse la garganta con una navaja barbera. Tragedia bárbara con gran efusión de sangre, sobre el linóleo color Braque, que alborotó a toda la casa. Haciendo de tripas corazón y para sobrevivir con sus escasos medios, ella se mudó al cuarto del mayordomo, más pequeño pero también más barato. Eso fue cuando el novio dublinés ya se había largado con la mecedora a otra parte, al manicomio de las afueras, aunque ella aún conservaba la esperanza de que volvería a mecerse a su lado. El novio loquero parecía pasarlo bien en Mercyseat custodiando a sus pares y jugando al ajedrez. Fin de partida. Ella lo encontró sin trabajo y lo perdió con trabajo. También el trabajo lo perdió a él. Así es el destino. Su fuga acabó con otra fuga. De gas. Y la explosión consiguiente de un calentador (chapuceramente arreglado en aquel manicomio) mientras se mecía en la sempiterna mecedora.
Ella volvió a la calle. A hacer las aceras de Chelsea. Su silueta familiar, en un impermeable rosa pálido, por Lots Road. ¿No mirar atrás? Todas estas desventuras me las contó en un pub de West Brompton tomándose un sandwich de gambas con tomate y un vaso de oporto blanco. Había recibido la noticia con entereza y acudió al depósito a reconocer el cadáver. Irreconocible. La madera de este banco está ya demasiado fría. Es hora de levantarse, de ir a ver el partido. ¿Señas particulares? Ella recordaba un gran lunar morado que el enamorado tenía en una nalga. No hubo quid pro quo. El angioma seguía en la nalga (¿derecha?) del difunto.