ngeles?, dijo en inglés la morocha mofletuda de blusa blanca de lunares tan azules como sus ojos inclinándose junto a la fina amazona de pelo gris muy corto que acabó de desdoblar —muy pecosas sus manos— un folleto turístico de Niza, en la mesa vecina, hizo sí con la cabeza y leyó en francés con acento yanqui: bahía de los Angeles, aunque pareció de los Monos, y ambas inclinaron aún más sus cabezas juntas sobre el azul desdoblado en el que alcancé a divisar en todo lo alto unas diminutas alas pardas. Está muy alto, muy alto, repetí, quizás en voz alta.

Como si estuviera en las nubes de ese cielo de Francia o más bien en la luna aún casi llena (¿fue ella, anteayer, ay, la que te hizo fugarte?) que brilla tan decorativa ahí arriba como un globo de luz tras los ramajes de estas vidrieras, las que dan a King’s Road, y no simplemente en uno de nuestros dos pubs de este fin del mundo, The Man in the Moon, a donde vine traído quizá por un impulso lunático o por el pálpito de que si estabas en Londres a lo mejor podría encontrarte aquí esta noche. El hombre en la luna. Lo miro con curiosidad (un larguirucho de barba y pelos negros, quevedos negros, casaca negra y saca en bandolera) como si no fuera mi triste figura (el Feo Tenebroso, me embromabas) la que se refleja en el espejo orlado de botellas tras la barra. El arañazo como una jota bajo el ojo izquierdo me cambia algo la cara. En ese espejo ebrio te vi tantas veces, acodada a mi lado. Pero no fue tu recuerdo sino el de la primera fugitiva el que vino primero traído por los ángeles tentadores. Recordé entonces con rencor aquella expresión en vuestro idioma, tan suya, «Ah! tu me mets aux anges…», como si dijéramos en el mío me transportas al séptimo cielo o a la gloria, ¡por todos los cielos y celos!, Dios mío, porque a mí nunca me soltó eso, que se quedaba sólo para la chiquita de la lavandería, ¡lavanderilla clavada en mi alma!, y quién sabe si también para Andrée y para Elisabeth y para Esther y para Léa, para sus más íntimas, para todas sus compinches de retozos, aunque sería capaz de negarlo con su habitual desfachatez por más que su tez al rojo la estuviera desmintiendo a las claras. Pero sus mentiras se disfrazaban a veces de verdades, y viceversa. Con ella nunca estuve seguro de nada. Ni siquiera de sus gatuperios. La reveo ovillada en mi cama, rodando, ronroneando, jugando conmigo como una gataza, olisqueándome con su naricilla rosa. Y en cierto modo su amiga Andrée también jugaría conmigo a la gata y el ratón, todo el rato, afirmando primero que nunca había tenido relaciones íntimas con ella (en el espejo de mi memoria aún se reflejan ambas muy apretadas, senos contra senos, girando lentas en el casino de Incarville, y Andrée con los ojos entornados la sigue besando en el cuello), que eran sólo juegos y efusiones inocentes entre amigas, para acabar reconociendo mucho después, ya en mis brazos, que a mi prisionera le gustaban tanto como a ella esas damas de Gomorra, aquellas chicas de la misma playa… ¡Ah, libertina!, sin importarle mis agonías y la incesante búsqueda de mi infierno perdido. Pero Andrée también mentía como quien respira y a lo mejor acabó confesándome aquello para excitarme, porque yo le había pedido que me hiciera lo que hacía con la gran acariciadora. Según Andrée, no sólo con ella, mi apasionada buscaba también el placer con un chico guapo llamado Morel. ¿Invención, lo de Morel? Aquel mancebo se ofrecía para que picaran pescadoras, lavanderas, muchas chicas del pueblo, que compartía con ella en una playa alejada. Por temor a perder a su seductor cada una de aquellas jovencitas acababa aceptando las caricias suplementarias de la intrusa y, por otro lado, no tendría muchas oportunidades de hacer remilgos porque la renovaban a las primeras de cambio. En la variedad está el gusto. Una vez incluso llegaron a llevarse a una de aquellas pobres incautas a una mancebía de Couliville donde la compartieron con cuatro o cinco voluntarios. Pero luego, según Andrée, los remordimientos la devoraban. Trataba de dominar su vicio y, según Andrée, yo era el clavo ardiendo al que agarrarse para no caer en el fuego de tal pasión. Esclavo ardiendo en el mismo infierno. Y ella sabía que si me dejaba volvería a las andadas. ¿Por qué se fue entonces? O por qué no me dijo nunca éstas son mis inclinaciones. Yo me habría rebajado a aceptarlas, a dejar incluso que las siguiera satisfaciendo, y sellaría con un beso ese pacto de amor. Y pensar que sólo tres días antes de dejarme me juró que nunca había tenido relaciones con la amiga de cierta señorita que yo me sé, y ella también, sin darse cuenta de que al ponerse como un tomate estaba reconociendo su persistente perjurio.

Con qué frecuencia se ponía colorada. ¡Desde siempre! Hace varios años, por ejemplo, en la época de la playa, cuando hablábamos de su albornoz de baño. O, mejor dicho, de ducha. Nunca llegué a preguntarle por qué había enrojecido entonces, acaso porque era notorio que a aquellas duchas del establecimiento balneario iban ciertas damas y jovencitas, por ejemplo, las dos amiguitas de Léa, no sólo para recibir las caricias del agua. Y juraría que también había enrojecido, en aquella lejana época estival, cuando le manifesté, ingenuo de mí, mi aversión a los sofismas del safismo. Pero también podía adoptar un aire angelical (¿le era más fácil hacerse la seráfica que la sáfica?) para mentir impunemente. Podía mirar fijamente al vacío, sin parpadear, para reconocer al fin que había hecho mal en ocultarme un viaje de tres semanas que hizo con Léa. ¡Y aquella mañana misma me había dicho que no conocía a Léa! Léa y otras muchas de la misma ralea…

Los celos hacen que relea una y otra vez el informe que me envió Aimé, mi investigador y espía privado, detallándome las actividades de ella, Mlle. A, como él la llamaba, o más bien entre paréntesis (Mlle. A), que era su versión tan particular de la cursiva y de las comillas. Empezando por las duchas: ¿quién era la alta dama de gris con la que Mlle. A se encerraba durante siglos en la cabina? La encargada de las duchas no conocía el nombre de la dama pero la había visto muchas veces rondando a la busca de chicas en flor. Y al salir siempre daba diez francos de propina. Aunque Mlle. A también vino a veces con una mujer muy morena y muy miope, por lo general solía venir con chicas más jóvenes que ella, sobre todo una pelirroja. Y de las duchas pasaba a los baños a orillas del Loira, con la chiquita de la lavandería. Cómo me gustaría tener ante mí a Mlle. A y soltarle sé todo lo de la lavanderilla, sé que le decías toda excitada: «Ah! tu me mets aux anges…», y vi el mordisco que le diste en el brazo. Amor a mordiscos… Te ibas de mañana a bañarte al río y allí a la orilla, protegidas por las frondas espesas, te reunías con la chiquita de la lavandería y sus amiguitas, os secabais y os restregabais juntas, haciéndoos cosquillas, y la chiquita de la lavandería te pasaba la lengua a lo largo del cuello y de los brazos, incluso te lamía la planta del pie que le tendías en lúbrico equilibrio… Jugabais desnudas a chapuzaros y achucharos en el agua. Y puedo reconstruir la escena en unas bañistas de Renoir que me hacen rever todo negro y si continúo cerrando los ojos oigo tu voz ronca, Ah! tu me mets…, y con tu boca buscabas besuqueabas su boca. Ves, lo sé todo. Y si Mlle. A estuviera a mi lado me juraría que no era cierto, me aseguraría que Aimé no era muy veraz, que para justificar que se había ganado bien el dinero que le di, le tiró demasiado de la lengua a la chiquita de la lavandería hasta hacerle decir exageraciones sin cuento y yo mismo caería en la cuenta de que la encargada de las duchas tenía en el pueblo una reputación de mitómana y mentirosa empedernida, y recordaría que así me lo había dicho mi propia abuela muchos años atrás.

¿A qué carta quedarme? Nuestras visiones de la realidad son tantas veces ficciones, visiones informes o mal informadas, fracciones y refracciones que nos engañan, como cuando vemos un palo aparentemente roto en el agua, y todos estos fragmentos tenemos que completarlos con otros fragmentos a la postre tan engañosos e ilusorios como los anteriores. También Mlle. A, como la llamaba Aimé, es para mí una serie de fracciones que se descompone en nuevas fracciones y facciones, una serie tan discontinua como mis propios celos, ella es varias personas, máscaras, una serie de instantáneas, de siluetas, de visiones, divisiones fugaces… Vi a la viciosa, desde luego, pero también volví a ver a la que había sido buena, seria, inteligente, llena de cariño, a la que me leía tantos libros, los comentaba conmigo, jugaba conmigo a las damas, me tocaba como un ángel su música (aún brillan sus chinelas doradas sobre los pedales…), hacía deporte, volvía a pedalear por el muelle hacia el mar celeste.

Cambiante como la luna, su cuerpo también cambiaba de formas, y yo mismo me engañaba a veces al querer fijar ciertos detalles particulares. Recordaba, así, un pícaro lunar en su barbilla que en realidad estaba en su pómulo. Sus rasgados ojos azules, brillantes, reidores, se oscurecían a veces en una mirada morena. Sus mejillas llenas y sensuales me parecieron de cera la primera vez para ir coloreándose de rosa, de rojo a veces, de un tono violáceo otras. Su constitución robusta y deportiva se fue retinando cuando era mi prisionera en París y se revestía para mí sólo con aquel manto azul oscuro con ornamentos de escritura cúfica y de arabescos que le daba un aire tan majestuoso mientras se paseaba por mi cuarto seguida por mis ojos rendidos.

La muchacha sana y colorada podía transformarse por magia de un vestido de satén negro en una pálida parisiense, refinada y algo fané por la atmósfera viciada de la ciudad y por su vicio secreto. Semejaba a veces a una maja de Goya con aquella peineta alta, o a una infanta de Velázquez, con aquella coca de cabellos negros en forma de corazón sobre la oreja, y otras a una madonna que resplandece toda rosa entre puntillas blancas. También parecía rosa, a la luz de la lámpara de mi cuarto, su cuello moreno, lleno y fuerte, que me gustaba tanto desnudar con manos febriles. Entreabría su camisa y sus dos manzanas, altas y perfectamente redondas, se ponían más duras y sin embargo maduras ya para que yo las tentara antes de caer en la tentación de morderlas. También le hinqué el diente a sus mejillas carnosas, como aquella vez en la oscuridad del coche, y luego aparté hacia atrás sus cabellos para examinarlas, lisas y brillantes, a la luz de la luna.

Aquel verano, en los alrededores del pueblo, me pedía con frecuencia que parara el coche para ir a buscar sidra, que siempre resultaba demasiado espumosa y acababa por empaparnos. No corríamos, no, el riesgo de deshidratarnos. Después de rociarnos de sidra, apretaba sus piernas a las mías y su mejilla, llena, cálida y roja, a la mía. Y su voz cambiaba tan rápida como su personalidad, se hacía ronca, atrevida sin rebozo, al acariciarme. La veo aún, con su blusa de lunares azules, saltando ágil al auto. Si no salíamos a pasear de noche por el bosque, con una botella de champán bajo el brazo, nos refugiábamos al pie de las dunas, su cuerpo contra mi cuerpo bajo la manta, al claro de luna sobre las dunas y el mar inmóvil…

Hubo otros claros de luna en nuestro romance, uno, por ejemplo no totalmente edificante, al regresar de un paseo por Versalles y después de que ella intentase atraer en vano la mirada de una robusta pastelera que tenía otros gustos. Los faros de nuestro auto descubrían de cuando en cuando a las parejas tendidas en las cunetas. Y de pronto, pasada la puerta Maillot, París apareció como un cuadro. A la luz de la luna, los monumentos eran líneas, dibujos sin espesor. También recuerdo aquella luna, tan llena como la de hoy, al regreso de un paseo por el Bois, cuando nuestro auto se acercaba al Arco de Triunfo y de pronto la vimos allí suspendida sobre París como la esfera de un reloj iluminado.

Y al claro de luna cuántas noches no había pasado en claro mirándola dormir. Mirándola dormir podría pasarme toda una vida. Sobre la blancura de la almohada brillaba de noche la diadema azabache de sus cabellos.

Me sentaba primero en la silla junto a la cama y después de cerciorarme de que su sueño era profundo iba a sentarme al borde de la cama y finalmente ya del todo en la cama para inclinarme a auscultar su sueño que fluía con el murmullo de su respiración.

Al tocarla suavemente su respiración iba cambiando de tonos como si de un instrumento musical se tratara.

Así dormida me parecía más mía que cuando estaba despierta. A veces se toqueteaba el pelo, posaba la mano sobre el pecho o hacía un ligero movimiento de cabeza que producía un cambio sorprendente, como cuando damos un toque al tubo de un caleidoscopio, que ofrecía cada vez una mujer nueva, abandonada a mí, que se transfiguraba en sueños a cada nuevo gesto.

Cuando su respiración se hacía más profunda, descendía yo también al abismo y me embarcaba en su sueño tendiéndome sigilosamente a su lado. Su boca entreabierta alentaba junto a la mía y contra mi lengua anhelante latía su vida.

A veces alargaba todo el cuerpo rozando el suyo, en un vaivén que era como un leve estremecerse, mecerse y adormecerse, y el ruido de su respiración se hacía más fuerte dándome la ilusión de un ahogo de gozo profundo cuando el mío tocaba a su fin.

Mientras ella dormía acababa fijándome siempre en su quimono, tirado sobre el brazo del sillón, porque sabía que en un bolsillo interior estaban todas esas cartas delatoras que podrían sacarme definitivamente de dudas. Me acercaba a paso de lobo al sillón, me quedaba mirando el quimono casi tanto tiempo como había estado extasiado admirándola; pero nunca me decidí a meter la mano en aquel bolsillo, ni siquiera toqué jamás el quimono. Me daba vuelta y volvía a mirarla dormir. A veces hablaba en sueños, en lenguas y dialectos de noche como tú (¡hubiera podido bautizarla también Babelle au Bois Dormant!), murmullos incomprensibles que trataba de descifrar aguzando la oreja. Cuánto no habría dado por captar su sentido o sinsentido. A veces pronunció claramente en sueños algún nombre que avivaba mis celos. Una noche en que medio se despertaba o se dormía con los ojos cerrados, me dijo tiernamente: «Andrée». Traté de disimular mi turbación echándome a reír: «Yo no soy Andrée, ni que lo sueñes». «Claro que no», dijo risueña, «quería preguntarte qué habías dicho a Andrée hace un rato al teléfono». Tenía la certeza, y se lo dije, de que se había acostado así alguna vez junto a ella. «Claro que no, nunca», pero antes de contestarme había ocultado su rostro entre las manos.

Mirándola dormir la vi también muerta, las sábanas arrolladas a su cuerpo, como un sudario, petrificándose toda ella, como estatua ya yacente, y su cabeza echada hacia atrás parecía sobresalir de una tumba.

Ese cuello tenso y potente, cuando echaba hacia atrás la cabeza, que ya no volveré a morder. (Morder, Mörder.) Camino de aquí, al pasar por Sloane Square, la cartelera del teatro Royal Court que anuncia TOOTH OF CRIME, el diente del crimen, me hizo sonreír al recordar la noticia en el Times de hoy: un jovenzuelo bajo los efectos del LSD se coló en el dormitorio de una anciana de ochenta años, en Farnborough, Hampshire, la tiró de la cama al suelo y la mordió en la garganta tomándose por un vampiro. Efectos del LSD potenciados tal vez por la luna llena. Como te solía decir en inglés, más o menos: en julio el que no miente, se hace el durmiente… Julio es un mes más cruel que abril. (¿Me harás de verdad esperar todo un mes para decidir si vuelves o no a mi lado?) Si no te encuentras en Londres, espero que no estés ahora en Lahore, donde anoche un huracán —y sigo con las noticias del Times— se llevó por delante a once personas e hirió de gravedad a otras sesenta y cinco.

La luna encendida, ahí arriba.

Pero debería hablar más bien del sol que de la luna porque la Tierra hoy está en afelio —descuida, me explico: en el punto de su órbita más alejado del sol—. Al menos yo, espero, no estoy a ciento cincuenta millones de kilómetros de ti.

Al seguir por King’s Road hacia acá, la luna llena engastada entre dos nubarrones como alas negras de águila me hará recordar ahora que al irse Mlle. A dejó dos sortijas con la misma águila (¿quién se las regaló realmente?) que me picoteaba el corazón. Una se la regaló su tía al cumplir veinte primaveras. ¿De veras, o, como ella diría, c’est vrai?, c’est bien vrai? ¿Y el otro, con el rubí? El ruido de un avión me llenó de dudas y de nostalgia (¿también tú levantaste vuelo?, ¿a dónde?, ¿otro ataque de celos?), y decidí entonces empezar a contarte por orden alfabético, ya que al fin y al cabo también yo podía considerarme hombre de letras, quiénes fueron, antes de encontrarte, las mujeres de mi vida.

Tenía que empezar, claro está, por esta Fugitiva primera.

¿Se fue porque mis celos le hacían la vida imposible? ¿Para buscarse otra vida, con las otras? ¿Porque su tía le obligaba a buscar un partido mejor o más seguro? ¿Para darse a la mala vida que en vuestro idioma se llama bon temps?

Cuando recibí el telegrama de su tía con la noticia fatídica (cuántas veces la había presentido, como cuando le pedí que fuera prudente en París y que tuviera en cuenta que si sufría un accidente no me consolaría jamás) comprendí que ya no daría jamás alcance a la fugitiva.

Aunque a menudo trataba de engañarme, como al oír el ascensor pararse en mi piso y los latidos de mi corazón, y me decía va a llamar al timbre, vuelve.

Su caballo la lanzó contra un árbol.

¿Accidente fortuito? ¿O provocado por ella misma?, como llegó a aventurar Andrée.

Mis celos la resucitan, vuelve a la vida, para animarse bajo las caricias de la chica de la lavandería o para seducir a cualquier otra muchachita en la arena de la playa o bien en una cabina abandonada al pie del acantilado.

¿O todo eran figuraciones mías?

Capaz sería de recurrir al espiritismo, a la mesa giratoria, a la oui-ja, qué sé yo, para comunicarme con ella. Le preguntaría nuevamente por cierta lavanderilla de Turena. Pero lo más terrible es que muerta ya no era mi prisionera. Escapa a galope tendido, o conduciendo temeraria mi auto.

Pero ha de volver para sacarme y no sacarme de dudas, de este infierno, para revelarme y velarme su vida y misterios. Aquellas siete horas en blanco en Versalles, qué hizo realmente de once de la mañana a seis de la tarde. Qué hizo y con quién cuando se escondió tres días en Auteuil y se paseaba disfrazada de hombre para que no la reconocieran.

Tiene que venir como antes cada noche a darme la comunión de su lengua.

Me separa los labios. Cierro los ojos y su lengua se desliza luego por mi cuello, por el pecho, vientre abajo.

Acaban de levantarse la dama amazona y la morenota de la blusa de lunares (a esta luz ahora no son azules, sino violetas), y al pasar junto a la barra se detienen atraídas por la hucha-ruleta de la suerte. Recuerdo que casi te pusiste celosa aquella vez que me salió un Encuentro importante. Pero hoy no te encuentro. De bote en bote el pub en este primer viernes de julio. Y ahora, a las once ya, los grupos que se despiden en la puerta gritando sus adioses me traen sus últimas palabras, la última vez que la vi, al despedirme en la puerta de mi cuarto, «Adieu, petit, adieu, petit», me llamaba pequeño, ¿te das cuenta?, y con esa despedida que me despedaza yo también te digo adiós por hoy, tal como lo están repitiendo aquí desde la puerta a la hora del cierre, bye-bye.