Epílogo

Quirke despertó en un grisáceo amanecer. Estaba a la intemperie, bajo los árboles. Tenía frío, tenía la cara húmeda por el rocío. Notó un vago dolor, una vaga inquietud. Se preguntó si se había visto envuelto en un accidente, si había sufrido una caída, si le había dado alguien un golpe con el que perdiera el conocimiento. Había una figura oscura y de gran tamaño encima de él. No logró descifrar lo que estaba diciendo. Tenía el cerebro envuelto en una bruma densa. Se hallaba tirado sobre una especie de asiento, un banco de hierro parecía ser. Sí, era un banco, y se encontraba junto al canal, reconoció el lugar, pues era Huband Bridge, envuelto en la grisura. La figura que tenía delante extendió una mano blanca y pálida y lo agarró por el hombro y lo zarandeó, y la cabeza en el acto empezó a retumbarle como si algo muy pesado se acabara de soltar en su interior y rodase de un modo descontrolado de un lado a otro. «¿Se encuentra usted bien?», le estaba diciendo la figura. Era un número de la Garda, enorme, imponente, con una cara redonda, exangüe, normal y corriente, no muy distinta a la del inspector Hackett. Quirke se enderezó en el banco y el guardia le retiró la mano del hombro y dio un paso atrás. «¿Se encuentra bien?», volvió a preguntarle. Quirke tenía la boca seca, reseca, y le ardía, y tuvo que mover las mandíbulas unos momentos para que se le formase un poco de saliva bajo la lengua antes de responder. Dijo que sí, dijo que estaba bien, y que debía de haberse quedado dormido. «Ha bebido usted más de la cuenta», dijo el guardia con evidente malhumor. «Por la pinta que tiene…» ¿Cómo era posible, se preguntó Quirke a su pesar, que los guardias parecieran estar siempre agraviados? Incluso si uno se limitaba a preguntarle a uno de ellos por una calle, el tipo le miraría con ese sobresalto molesto, frunciendo el ceño, como si el mero hecho de que se hubiera dirigido a él constituyera una afrenta personal. Para librarse de él, Quirke cerró los ojos y, en efecto, cuando los abrió un momento más tarde, o le pareció que había sido un momento más tarde, ya no tenía a nadie allí delante. También había cambiado la luz, que era más intensa. Seguía despatarrado en el banco. Debía de haberse vuelto a dormir un rato, o había perdido el conocimiento.

Se incorporó, se buscó el tabaco en los bolsillos, pero no lo encontró. Poco a poco iba volviendo a él todo lo ocurrido. El día anterior fue martes, y esa noche debería haber cenado con Phoebe, como hacía todas las semanas, sólo que Phoebe estaba en casa de Mal, y no se atrevió a llamarla. Fue en cambio solo al Russell, donde cenó solo, y se bebió una botella de vino, y entonces fue a McGonagle, y se ventiló unos cuantos whiskys, imposible que recordara cuántos. Lo que sucediera después de eso, cómo pudo llegar a ese banco a la orilla del canal, todo eso era un paréntesis en blanco. Se puso en pie con dificultad, tambaleándose, con ese peso rodando todavía dentro de su cabeza, como una bola de hierro. Había algo urgente que debía hacer, pero ¿qué era? Phoebe, sí, era algo relacionado con Phoebe. No sabía qué podía ser, pero tenía que hacerlo. Salvarla. Era su hija. Era preciso que encontrase la forma de hacerla regresar a la vida. Así fue como lo pensó, ésas fueron las palabras que tomaron forma en sus pensamientos: Debo hacer que regrese, debo traerla de nuevo a la vida. Miró a uno y otro lado del canal. No se veía un alma. Pensó en el dilatado y ceniciento día que le quedaba por delante. Intentó moverse, caminar, marcharse, pero fue en vano: su cuerpo se negó a obedecerle. Permaneció en pie, paralizado. No supo adonde ir. No supo qué hacer.

FIN