Billy Hunt era plenamente consciente de que la gente lo consideraba un poco bobo, pero no lo era ni de lejos. No era que se hubiera hecho grandes ilusiones sobre su capacidad intelectual. En el colegio había sido un poco lento en aprender, o eso le habían dicho al menos, pero esto fue sólo porque no se le daba bien la lectura, y por eso había ocasiones en las que no lograba mantenerse al mismo ritmo del resto de la clase. Por eso había renunciado a estudiar Medicina tantos años antes; nunca supuso que fuera preciso leer tantos libros. Quirke y aquella pandilla que lo despreciaba visiblemente, claro está. Quirke. No estaba muy seguro sobre qué pensaba en realidad de él, cuáles eran sus sentimientos hacia él. Pero hablando de ser un poco bobo… El gran señor Quirke, que se imaginaba más listo que el hambre, no había entendido nada de nada. En cualquier otra circunstancia habría tenido su gracia, desde luego, lo errados que anduvieron todos sin siquiera suponerlo.
No, Billy Hunt no tenía un pelo de tonto. Sabía lo que valía un peine, sabía cómo abrirse paso por el mundo. Se había pasado muchos años tratando con soltura a los peces gordos en sus visitas a la sede central de Suiza —tipos que harían trizas en un visto y no visto a Quirke y a sus semejantes—, por no hablar de las putas de lujo que abundaban en los hoteles de Ginebra. Y era capaz de vender lo que se propusiera; podría haber vendido crema bronceadora a los negros. No es que se le respetase por ello. La mayoría de la gente, cuando él decía a qué se dedicaba, lo tomaban de inmediato por un pobre botarate que iba de puerta en puerta tratando de engañar a las amas de casa, de engatusarlas para que le comprasen una aspiradora. No tenían ni idea de a qué se dedicaba un auténtico vendedor, cuánto era preciso pensar en su trabajo, qué cantidad de psicología había que manejar. Eso era lo crucial en la profesión de vendedor: era preciso leer los pensamientos de los demás, penetrar en su manera de pensar. Tampoco es que la gente pensara gran cosa. La gente, los clientes, los compradores, eran todos unos bobos.
Nunca contó con enamorarse tan perdidamente de Deirdre Ward. A sus años, había supuesto que ya había superado esa clase de emociones. Las putas de Ginebra habían sido más que suficientes para tener debidamente rascado el picor de siempre. Y así fue hasta que conoció a Deirdre. Sabía que él era demasiado mayor para ella. A duras penas pudo creer que ella accediera a vivir con él. Qué imbécil había sido, qué lerdo, al jactarse de su trabajo, de los grandes negocios que andaba siempre cerrando, de los viajes a Suiza y todo lo demás. Había dado por hecho que ella en realidad contaba con que él cumpliera su palabra y la llevase con él allá, que se la presentase a sus jefazos, a Herr no sé qué y a Monsieur no sé cuántos —Llámeme Fritz, gnädige frau! Llámeme Maurice, chère madame!—, que se la llevase a cenar a lo grande, que la alojase en hoteles de lujo, que le enseñase el Matterhorn, que la llevase a esquiar. Qué morrocotuda sorpresa se llevó cuando ella demostró ser la que tenía ambiciones, y la que tenía una cabeza bien amueblada para los negocios, y resolución para hacerlas realidad. Y qué lástima, en efecto, que ella, al contrario que él, fuese tan deficiente a la hora de juzgar a los demás. Desde el primer día supo él que Leslie White era lo que era en realidad. Pero a ella no hubo forma de hacérselo ver. Terca, era terca como una mula.
Sin embargo, en cierto modo había sido todo un alivio que hubiera decidido formar equipo con ese tal White. El verdadero miedo que tuvo Billy desde el principio fue que ella se cansara de él, que se hartara de su edad, que se buscase a un tipo más joven. No quería él ser como esos vejestorios de las canciones de antaño, los que terminaban por ser el hazmerreír de todos porque no sabían cómo satisfacer a sus jóvenes esposas. ¿Cómo era aquello que tantas veces cantó él?
Con mucho tuétano y bien de huevos
tu viejillo se quedará ciego…
Sí, eso nunca hubiese podido soportarlo, que la gente se diera codazos mutuamente y que se riera de él a su espalda. Antes que eso habría preferido cualquier cosa, o casi cualquier cosa.
Según se sucedieron los acontecimientos, resultó que estaba tan ciego como cualquier bobo encariñado que saliera en una balada. Tenía las pruebas delante de sus propios ojos, y las habría visto con claridad con sólo permitirse verlas. Los cambios de estado anímico que eran tan patentes en ella, las risas seguidas de las lágrimas sin razón aparente, los ramalazos de tensión salidos de ninguna parte, la mirada soñadora, casi apesadumbrada… Todas estas cosas tendrían que haberle servido de indicio de que algo estaba pasando. El factor decisivo fue que de pronto se pusiera tan cariñosa y acaramelada con él, que le hiciera cenas especiales, precisamente los platos que a priori más le gustaban, y que se sentase con él a la mesa mientras él cenaba, con el mentón apoyado en la mano y los ojos relucientes y clavados en él, dándoselas de estar fascinada por alguna historia que él le contase, alguna venta complicada que había sacado adelante, un ingenioso acuerdo que había logrado cerrar contra todo pronóstico. No quiso ella que él la tocase; se lo permitía, claro está, pero no lo deseaba, o no al menos como cuando estaban juntos al principio, cuando se abalanzaba encima de él como si fuera ella una manta barata, y luego como si no consiguiera quitarse las bragas a la velocidad apetecida. Dos veces había visto él que tenía marcas, unos rojos verdugones en la cara posterior del muslo, como si alguien la hubiese azotado, y otra vez le vio unos rasguños en los omóplatos: cualquiera, salvo él, se habría dado cuenta de que eran arañazos. Desde luego, a la vista estaba, claro como el agua, aunque él no lo vio, y no lo vio porque no quiso verlo, ahora lo entendía. Había querido que no fuera verdad.
¿Cuánto tiempo podrían haber seguido las cosas así?, se preguntó. ¿Cuánto pudo haber durado su ceguera, su mentecatez, si White no le hubiese enviado la fotografía? ¿Y por qué se la había enviado White? ¿Por puro afán de broma? Aquella mañana, cuando llegó por correo, le puso enfermo, le puso literalmente enfermo: tuvo que ir al retrete y vomitó los huevos con beicon y pan frito que se había preparado para desayunar. Se sintió como un animal que hubiera sido envenenado. Nunca le había ocurrido una cosa así; nunca había experimentado nada semejante, ese espantoso embrollo de dolor y de angustia y de furia, y de algo más, algo más sintió al mirar la foto, algo peor, una palpitación, un amortiguado espasmo en las tripas, más abajo que las tripas, un dolor de huesos y un calor repentino en la horca de sus piernas, igual que el que sintió una vez de pequeño, en el colegio, cuando se asomó entre los hombros de un grupo de chicos mayores, en los aseos, y vio que estaban en torno a una fotografía arrancada de una revista de las guarras, en la que aparecía una cualquiera tendida en una cama, con las rodillas en alto, enseñándolo todo. Pero aquello que le había llegado por correo no era una cualquiera: era su mujer tirada en un sofá, con la falda subida hasta la cintura y enseñándolo todo.
Nada más verla supo quién la había hecho. Nunca había llegado a conocer a Kreutz, nunca lo había visto siquiera, pero por el modo en que Deirdre le habló de él y, de manera aún más significativa, por el modo en que de pronto había dejado de hablar de él, le bastó para estar alerta y saber con certeza que aquel tal Kreutz era mala gente. De todos modos, una vez tomada la fotografía de Deirdre, ¿por qué se la había enviado Kreutz a su marido? A esas alturas pensaba que tenía que haber sido Kreutz el que se la envió. Al principio, Billy dio por hecho que Kreutz se había propuesto sacarle algo de dinero. Había visto que era una cosa habitual en las películas de gánsteres, los tipos que emborrachaban o drogaban a las mujeres y luego les hacían fotos comprometedoras —nunca salían esas fotos en pantalla, claro está—, y se las enviaban a los maridos de las susodichas para chantajearlos y obligarlos a pagar. Esas películas siempre terminaban a tiros, con unos cuerpos demasiado bien compuestos, sin una sola arruga, tirados por todas partes, cada uno en medio de su correspondiente charco de sangre negra.
No pudo imaginar por qué no se le ocurrió de entrada que había sido Leslie White, y no Kreutz, quien le envió la foto, quitando que ni siquiera existía una razón de peso por la cual White pudiera haber tenido la foto en su poder. Tampoco le quedó nada claro por qué, después de muerta Deirdre, no se fue derecho en busca de Kreutz, prefiriendo en cambio concentrarse en Leslie White. Lo había seguido durante mucho tiempo, había registrado cada uno de sus pasos, pendiente de él en todos los detalles. Lo había visto con la chica. No supo que era la hija de Quirke. Tampoco supo nada de ella, aunque le gustó. Tal vez no fue exactamente que le gustase. Incluso desde la distancia que siempre se aseguró de mantener entre ellos, percibió que ella le inspiraba simpatía, o que le caía bien; eran en cierto modo, ella y él, muy semejantes. Ella era una solitaria, y en eso era igual que él; él era un solitario, de eso no le cabía ningún género de duda. Comenzó a estar más pendiente de la chica, a estudiar cómo se las arreglaba, a verificar cómo le iban las cosas, aunque era muy cierto que no tuvo nunca ni idea de cómo podría echarle una mano. Incluso le dio por telefonearla de vez en cuando, sólo por comprobar que se encontraba bien, aun cuando nunca dijo nada, por supuesto, limitándose a escuchar su voz, hasta que ella al final también empezó a contestar en silencio a sus llamadas, y así se quedaban los dos, cada uno a un extremo de la línea, callados, escuchándose, escuchando más bien juntos el silencio.
Tal vez fuese por ella, tal vez pensó en la chica, y no en Deirdre, cuando mandó a los tres muchachos a darle a White una buena tunda. Eran buenos muchachos, Joe Etchingham, Eugene Timmins y su hermano Alf; Joe estaba con él en el equipo de fútbol, un defensa fornido y siempre oportuno, mientras los otros dos jugaban al hurling; los tres militaban en el Movimiento, y habían hecho algún que otro trabajito en la frontera; los tres sabrían mantener la boca bien cerrada, de eso podía estar seguro. Sí, tal vez fue… ¿Cómo se llamaba? Tal vez fue a Phoebe a quien quiso proteger al indicar a los muchachos que fuesen a por White con los bastones de jugar al hurling a darle un buen repaso.
Y fue a ellos, a Joe Etchingham y a los hermanos Timmins, a quienes debiera haber enviado para que le ajustaran las cuentas a Kreutz, y no haberse ocupado él en persona. No fue su intención sacudirle ni tan fuerte ni tantas veces como le sacudió; nunca tuvo la intención de matarlo. Kreutz no era precisamente un héroe, y en menos de cinco minutos le había dicho alto y claro todo lo que deseaba saber sobre Leslie White y sobre el envío de la foto, sobre el dinero que le había sacado a él y sobre el dinero que se había quedado en el salón de belleza; en un abrir y cerrar de ojos se lo contó todo entero, toda aquella saga de mezquindades, e incluso le mostró dónde escondía la morfina, en una fiambrera, en la cocina, nada menos, de modo que… ¿por qué siguió zurrándole? Algo había en Kreutz, algo que pedía a gritos una buena paliza, una zurra de las buenas, a puñetazos, a codazos, a punterazos, a taconazos, sin olvidar nada. No fue sólo que se tratara de un moreno de pelo alborotado. Tenía una debilidad muy de mujer, y una vez empezó Billy a sacudirlo le resultó imposible parar. Fue como si hubiera entrado en una especie de trance. Con cada sordo puñetazo que descargaba en ese saco de huesos y de pellejo, le entraban unas ganas irresistibles de asestarle otro, y ése a su vez exigía uno más. No estuvo de más que se acordase de llevar un buen par de guantes de cuero grueso; de lo contrario, se habría hecho añicos los nudillos. Y dejó todo encharcado de sangre.
Pobre Deirdre. La habría perdonado, estaba seguro de que la habría perdonado, con sólo que ella le hubiera pedido perdón, con que se lo hubiera suplicado una sola vez. Qué extraño que hubiera sido ella la primera en desaparecer. En su fuero interno a veces reinaba ahora la confusión, se le desmandaba el orden cronológico de los hechos, de modo que le parecía que primero fue Kreutz, e incluso Leslie White, y luego fue Deirdre, después de los otros dos. Pero no. Aquella noche regresó exhausto a casa, la noche del día en que recibió la foto por correo. Tenía previsto ir ese día al oeste, a Galway y a Sligo, a hablar a sus clientes del nuevo fármaco para la artritis que acababa de salir, un producto milagroso, uno más de tantos, pero se había pasado el día entero en cambio vagando por la ciudad, sin saber apenas adonde encaminaba sus pasos, caminando, caminando sin descanso, pateando las calles, tratando de quitarse la imagen de la cabeza, la imagen de Deirdre tumbada en aquel sofá con las piernas abiertas, enseñándoselo todo al mundo entero de un modo que nunca hubiera consentido ante su marido, ante él.
Al final no le quedó más remedio que volver a casa. ¿A qué otro sitio habría podido ir? Percibió el olor a whisky en cuanto entró por la puerta, un hedor agrio, intenso. La ropa de ella estaba tirada por el suelo del cuarto de baño, la falda, las bragas, todo. Verla así le produjo náuseas, de hecho se le revolvió de nuevo el estómago. Era una locura pensarlo, y lo supo, pero estaba convencido de que de no haber sido por esas ropas tiradas por el suelo, lo que ocurrió quizá no habría llegado a ocurrir. Habría llamado a un médico tal vez, tal vez incluso a una ambulancia. La habría obligado a beber un té caliente, le habría dado un masaje en las sienes, la habría tomado de la mano, la habría hecho volver a la vida. En cambio, aquellas prendas de vestir, aquellas prendas sucias, tiradas de cualquier manera, fueron otra parte más del enorme, sofocante peso de la suciedad que la fotografía había precipitado sobre su mundo. Fue por aquellas prendas de vestir.
Nunca había puesto una inyección a nadie. Lo había visto hacer, sabía más o menos cómo hacerlo, pero ésa fue la primera vez. No había contado con que tuviera la piel tan parecida al caucho, que fuera tan resistente. Tuvo que pellizcarle la vena entre los dedos y forzar la entrada de la aguja con cierta inclinación. Y entonces sucedió algo extrañísimo, una lenta, enorme oleada de sosiego que refluyó desde su mano, desde la mano en la que empuñaba la jeringuilla, que avanzó por su brazo y le inundó el pecho, frenando su latido cardiaco, bálsamo para su sangre, como si lo que inyectó, ese elixir transparente, fresco, no hubiera penetrado en ella, sino que reingresara en él. Cuando retiró la aguja, Deirdre soltó un largo y tembloroso suspiro y eso fue todo. La observó un rato a la luz de la lámpara de la mesilla. Rebuscó en su interior, en busca de algún sentimiento de culpa, de pesadumbre, de arrepentimiento aunque fuese, pero no halló nada: estaba en paz. Había sido necesario deshacerse de ella: de lo contrario, él no habría sido capaz de seguir viviendo. Ella había pasado a ser un repentino veneno en su vida, no era ya la Deirdre que él conocía, o que creía haber conocido, sino aquel ser de la fotografía, aquel monstruo. Sí, no tuvo elección. Un veneno por otro.
Guardó la jeringuilla y las ampollas vacías en su maleta, con el resto de las muestras, y la cerró; procuró hacer memoria, para que no se le olvidase disponer de ellas en sitio seguro. ¿Y qué hacer a continuación? Ella tenía una toalla de baño debajo del cuerpo, en la cama, todavía húmeda. Con ella la envolvió. Notó un olor desagradable. Tendría que cambiar la ropa de cama y deshacerse de la toalla, pero eso sería fácil. Todo iba a ser fácil. Si una cosa había aprendido en el campo de fútbol era a no vacilar, a seguir adelante, sin que importase quién pudiera estar en medio, ni la fuerza con que el árbitro soplase el silbato. Se trataba de agachar la cabeza y cargar como un toro.
Fue a pararse delante de la ventana con las manos en los bolsillos, a mirar la luna enorme allí suspensa. A su espalda, en la cama, no había ningún ruido, ningún movimiento, nada, sólo una ausencia ensanchada, cada vez mayor. En la franja más baja del cielo un banco de nubes permanecía agazapado, jorobado, azul como una ballena, con un filete en el borde tan brillante como el metal fundido. Lo que había que hacer era sacar el coche, el coche de ella, a la entrada de atrás, y llevarla luego por el jardín y pasar la puerta junto al cobertizo donde estaba un retrete que no se utilizaba. Era suficientemente tarde, no le vería nadie. Estaba sin embargo muy iluminado todo por el brillo de la luna. El cobertizo proyectaba una sombra negra en diagonal sobre la hierba grisácea. Se la llevaría a Sandycove, donde a veces habían ido a pasear en aquellas semanas anteriores a la boda. Sería una maravilla estar allí en una noche tan espléndida, la luz de la luna en el mar, las luces de Howth titilando en la bahía. Su último viaje juntos, el de ella con él. Cuántas cosas iban a ser las últimas. Tuvo una intensa sensación de que todo cuanto había acontecido fue debido al destino, fue inevitable. Tal vez si uno estudiase algo, cualquier cosa, cualquier suceso, suficientemente a fondo, tal vez sería posible ver el futuro apiñado dentro, plegado, apretado, como el relleno elástico, enmarañado y apretado, de una pelota de golf. Aquel primer momento en que la vio en la farmacia de Plunkett contenía en su interior este otro momento, él delante de la ventana, mirando la luna, y Deirdre quieta en la cama, o lo que quedaba de Deirdre. El destino. Era eso.
Le llevó un buen rato encontrar la llave de su coche. No estaba en su bolso de mano. Rebuscó en su ropa, pero sin suerte. Tuvo un trallazo de angustia, como la primera llama que lame un rincón y que muy pronto se habrá adueñado de la casa entera, pero entró entonces en la cocina y allí estaba el llavero, en el cenicero de la mesa, donde lo dejaba siempre: ¿por qué no había ido a buscar allí antes que nada? Quizás estaba más alterado de lo que podía reconocer. Tendría que ir con cuidado: no era ésa la ocasión propicia para cometer un error. Apagó la luz del vestíbulo antes de abrir la puerta de la calle y se plantó a la sombra, atento a lo que pudiera percibir allí fuera. Había unas cuantas luces encendidas en los pisos superiores, pero todo estaba en calma. En Clontarf, los vecinos se acostaban temprano. Escrutó en particular la casa de enfrente, donde vivían la antigua monja y el cura renegado. La Reverenda Madre, como él la llamaba, era una metomentodo de cuidado. Observó las cortinas de las ventanas iluminadas por ver si alguna de ellas aleteaba, pero no se movió nada. Salió a la oscuridad —también allí la luna proyectaba una sombra— y empleó la llave para cerrar, de modo que pudiera accionar el pestillo e impedir que hiciera ruido. Nada, todo en silencio. También la cancela del jardín logró abrirla y cerrarla sin hacer ruido. No le importó el ruido que pudiera hacer el Austin cuando lo arrancase, puesto que nadie, ni siquiera la Reverenda Madre, llegaría a precisar en la oscuridad si era él quien conducía.
En el coche, el olor del perfume de ella le alcanzó como un suave golpe en todo el corazón.
Agacha la cabeza, a la carga. ¡Adelante!
Qué peso el suyo. La última vez que la había llevado así, en vilo, en sus brazos, fue el día en que volvieron de la boda y él insistió en que traspasara de ese modo el umbral de la casa. Ella quiso resistirse, riendo y diciéndole que no fuera tan jodido bobo, pero él se colocó de lado y la tomó en brazos, y entonces no le pareció que pesara más que una brazada de trigo. Pero de aquello hacía ya mucho tiempo, tanto que era como si hubiera ocurrido en otra vida. En la entrada de la trasera abrió la puerta de atrás del coche y la colocó tendida sobre el asiento, y cuando estaba cerrando la puerta la nube grande, azul oscura, que había ido aumentando de continuo sin que él se percatase, astutamente envolvió la moneda de plata de la luna. Se sentó al volante y, despacio, respiró hondo. Su ropa, toda la ropa que encontró tirada por el cuarto de baño, estaba perfectamente doblada en el asiento del copiloto. Pensó de nuevo en la carretera de la costa, que ahora estaría oscura, sin luna, y pensó también en la negrura del mar, y aquel banco de nubes fue en ascenso, cada vez más alto, extendiendo su sombra sin cesar sobre el mundo.
Arrancó el coche y se marchó.