Quirke nunca había visto tan solicitada su atención, nunca se había encontrado con tantas cosas pendientes de resolver. Todavía de madrugada, después de que se fuesen los hombres de la ambulancia y los de la Garda detuvieran a Billy Hunt, se llevó a Phoebe de su piso, envuelta en una manta, y tomó un taxi para llevarla a casa de Mal. Éste bajó a abrir la puerta en pijama, rascándose la cabeza, pestañeando. Pocas palabras cambiaron. Phoebe se quedaría con Mal, al menos por el momento. Los dos podrían cuidarse mutuamente. A fin de cuentas, ésa había sido su casa, su hogar; allí creció de niña. Quirke, al marcharse, hizo un alto en la cancela del jardín y permaneció unos momentos en la húmeda oscuridad, recargada por el olor empalagoso de la alheña, y se volvió a mirar la casa y vio en la ventana iluminada del salón la silueta de los dos, Phoebe encorvada en un sillón, Mal con su absurdo pijama de rayas, de pie ante ella, hablándole. Entonces emprendió camino y echó a andar en plena noche.
Creyó que no iba a dormir, pero en cuanto llegó a su casa y se estiró en la cama se precipitó de inmediato en el mar tempestuoso del sueño. Oyó gritos, oyó que lo llamaban, vio cuerpos que se precipitaban a plomo desde el cielo, silbando en su caída. A las siete despertó como si tuviera una resaca severa. Quiso taparse la cabeza con la manta y no despertar, no levantarse, pero fue consciente de que debía realizar dos visitas. No le supo bien de antemano ninguna de las dos. Decidió ir primero a Clontarf.
La mañana era gris, húmeda —había pasado ya el tiempo balsámico del verano en todo su apogeo—, y una bruma fina ensuciaba la luz sobre la bahía. Estaba la marea muy baja, y a pesar de ir con las ventanillas del taxi cerradas le llegó el hedor bilioso de las algas. Dejó el taxi en el paseo marítimo y subió a pie por Castle Avenue. Los ladrillos de las casas ante las que fue pasando parecían ese día de un color sangre de buey más oscuro que otras veces, y en los jardines exuberantes crecían las dalias húmedas, con los pétalos y toda la corola abatida, como si las agotase el esfuerzo de alcanzar una floración tan prodigiosa. Dobló al llegar a la cancela y tocó el timbre y aguardó, contemplando aquellas flores violentas. Se quitó el sombrero y lo sujetó en ambas manos; el fieltro oscuro estaba enjoyado por la bruma.
¿Qué iba a decirle?
A ella no pareció sorprenderle su aparición.
—Ah —dijo con llaneza—, si eres tú —vestía como la otra vez, pantalones negros y suéter negro de cuello alto, tal como estaba después de quitarse aquel llamativo vestido con que lo recibió en su primera visita—. Adelante, pasa.
Le abrió el camino hacia la cocina. Había una taza de café en la mesa y un ejemplar del Irish Times abierto por la página de las esquelas.
—Estaba estudiándolas —dijo—. Cuando les llamé, me preguntaron qué clase de fórmula era la que prefería. Me quedé sin saber qué decir. ¿Qué demonios se puede decir de alguien como Leslie? «Amado esposo» no parece adecuado del todo. ¿Tú qué piensas?
Se había quedado en el centro de la estancia, acariciando la badana del sombrero.
—Lo lamento —dijo—. Lamento todo lo ocurrido.
Ella le preguntó si le apetecía una taza de café. Él dijo que no. El ambiente se tensó otra vuelta de tuerca. Ella se llevó la taza al fregadero y vació los restos del café antes de aclarar la taza y colocarla del revés en el escurridor. Él se acordó en ese momento de cómo se había hecho un corte en el pulgar con los cristales rotos, de cómo le corrió la sangre sobre la muñeca mojada, tan veloz, cuando la sacó empapada de agua jabonosa.
—No contaba con volver a verte —dijo ella—. No contaba con que vinieras otra vez.
—Lo lamento —volvió a decir—. No se me dan nada bien estas cosas.
Ella lo miró por encima del hombro cubierto de negro.
—¿A qué clase de cosas te refieres? —le preguntó—. ¿A dar una muestra de simpatía a la desolada viuda? ¿O estás pensando en cosas sucedidas con anterioridad? ¿Al sexo, tal vez? ¿Al amor?
Eso pudo él pasarlo por alto como si no lo hubiese oído.
—He venido —empezó a decir—, he venido a decir que… —y calló.
Ella se había vuelto del todo hacia él y estaba secándose las manos con un trapo de cocina. Lo miró con una tenue sonrisa, a un tiempo frágil y sardónica.
—¿Sí?
Se acercó a la mesa y dejó el sombrero encima, estudiándolo un instante. Parecía incongruente, el sombrero negro sobre la superficie de plástico blanco.
—He venido a preguntarte —dijo— qué estabas tú haciendo en casa de Deirdre Hunt el día en que murió —ella ladeó la cabeza sin perder la sonrisa, una sonrisa tenue, aunque ahora era como si se hubiese olvidado de ella—. Te vieron allí. Una mujer que vive enfrente. En todas las calles hay un metomentodo, ya se sabe.
Frunció el ceño con la misma tenuidad con que había sonreído.
—¿Y cómo supo que era yo esa mujer de enfrente?
—Ella no lo supo. Te describió a otra persona, que a su vez me facilitó a mí la descripción. «Alta, de buen ver, cabello negro, corto». Te reconocí.
—Qué listo por tu parte.
—No creas. Yo sabía quién era esa visitante, con esas características. Sabía quién tenía que ser.
Ella rió de repente, una risa fugaz, sin calor.
—Y ahora has venido a tener un cara a cara conmigo —dijo—. ¿Quién te crees que eres? ¿Sherlock Holmes? ¿Dick Barton?
No dijo nada; se limitó a seguir en donde estaba, con su traje oscuro arrugado por efecto de la bruma, la cabeza encajada entre los hombros, lúgubre, como un toro, intratable. Fuera, la bruma se había tornado llovizna, y en el silencio se oía el rumor apagado en los cristales, como un murmullo confuso que llegara desde lejos. Kate se dirigió a la mesa y tomó el periódico; volvió a la primera página, lo dobló y lo dejó sobre la mesa.
—Nunca llegué a conocerlo, ¿sabes? Me refiero a ese tal Hunt. ¿Cómo se llamaba?
—Billy.
—Eso es. Billy. Nunca llegué a conocerlos a ninguno de los dos —estaba tocando todavía el periódico con las yemas de los dedos, apretándolo suavemente contra la mesa—. No era precisamente la situación en la que podríamos haber socializado, quiero decir los cuatro, Laura Swan con su maridito y yo con el mío. ¿Nos imaginas a los cuatro aquí mismo, compartiendo una ensalada improvisada y una botella de Blue Nun? No, no es creíble, ¿verdad? No encaja.
Hubo un silencio.
—¿Por qué fuiste a verla? —volvió a preguntar Quirke—. La primera vez que vine me dijiste que la habías llamado por teléfono. Pero no la llamaste por teléfono. Fuiste a verla en persona, ¿sí o no? Quiero saber por qué.
Ella levantó la cabeza y lo miró de frente.
—¿Quieres saber por qué? Fácil. Para decirle a la cara que era una puta y una guarra imperdonable. Había visto las fotografías, no sé si te acuerdas; había visto las guarradas que había escrito ella por divertir a Leslie —hizo una pausa y respiró hondo, abriendo bien las ventanas nasales—. Quería ver qué pinta tenía.
—¿Y ella?
—¿Ella qué?
—¿Qué dijo ella?
—Poca cosa. Estaba borracha cuando llegué… Se había ventilado casi una botella de whisky entera. Parece que todo se le había desencuadernado. Leslie había metido mano en el dinero, para variar, y los del banco estaban a punto de proceder al cierre de ese negocio que tenían juntos. Estaba la pobre que daba pena, hecha un flan. No pude más que echarme a reír. Había confiado en él… ¡Había confiado en Leslie! Casi me dio lástima. Y supongo que me da lástima todavía ahora, me da pena que se quitara la vida.
—No lo hizo.
Lo dijo en voz tan baja que por un instante ella pensó que tal vez no había oído bien. Frunció el ceño y meneó un instante la cabeza, como un nadador que acaba de salir a la superficie.
—¿Qué quieres decir?
—Murió de una sobredosis de morfina. También había bebido, como dices. Tenía alcohol en sangre. Me imagino que eso facilitó las cosas a quien le inyectara la sobredosis.
Kate había fruncido más el ceño; tenía el aire de una persona que se ha perdido en un lugar a oscuras y que busca a tientas la salida.
—Ella no se inyectó la morfina. ¿Es eso lo que me estás diciendo? Yo creí que murió ahogada.
—Con tal cantidad de alcohol y de droga en el cuerpo, prácticamente tenía que estar en coma —dijo—. No podría haber levantado siquiera un dedo, y menos aún conducir un coche.
—¿Qué? ¿Conducir? ¿Qué coche?
—Su coche apareció abandonado en Sandycove. Allí también estaban sus prendas de vestir, todas ellas bien dobladas, como las doblaría una mujer —él la contemplaba con tal atención que fue como si estuviera viendo sin estorbos lo que había detrás de sus ojos, lo que hubiera en el interior de su cráneo—. No se ahogó: ya estaba muerta entonces. Alguien la llevó hasta allí, llevó hasta allí su cuerpo, y la echó al mar, y dejó sus prendas de vestir y el coche allí aparcado para que pareciera un suicidio.
—Alguien —dijo ella tan bajo que pudo haber sido un suspiro.
—¿Ahora me vas a decir qué estuviste haciendo aquella tarde en su casa?
Llevaban de pie tanto rato que de pronto los dos tomaron conciencia de una molesta rigidez en las piernas. Kate se sentó con brusquedad en una de las sillas de metal, ante la mesa, y apoyó los codos en la fórmica de la superficie, mientras Quirke, con la boca reseca, fue al fregadero, tomó la taza de café y la llenó de agua fría para bebérsela de un trago.
—Ya te he dicho lo que pasó —dijo ella con la voz apagada—. Fui a verla porque estaba cabreada. Pero ella estaba hecha una pena. Daba pena, vaya. Estaba hecha un flan, estaba bebida del todo, tanto que no pude decirle ni la mitad de lo que fui allí a decirle a la cara —él se volvió y ella lo miró allí de pie ante el fregadero, con la taza en la mano. A su espalda, la ventana estaba impregnada por una luz acuosa, borrosa, azul—. ¿Quién la mató? —le preguntó a bocajarro.
—Dímelo tú.
—¿Cómo te lo voy a decir yo?
—Fuiste la penúltima persona que la vio con vida. A no ser…
—¿A no ser que qué? —él no respondió, y apartó la mirada—. ¿A no ser —dijo ella—… que yo fuese la última? Dios mío, Quirke. Dios mío —con un movimiento extraño, como si participase en un ritual, dobló los brazos sobre la mesa y apoyó la frente en ellos, y meció la cabeza de un lado a otro, despacio, curvando todo el cuerpo. A pesar de todo, él sintió en ese momento una urgencia incontenible de acercarse y de ponerle la mano en la nuca, tan pálida, tan vulnerable. Cuando al cabo de un tiempo ella levantó la cabeza, él vio que estaba llorando, aunque no pareció darse cuenta, y se secó las lágrimas de las mejillas con un gesto de angustia—. Dime qué fue lo que pasó —le pidió con una voz distinta, que sonó hueca.
Quirke, en quien la sed había ido a más, volvió a llenarse la taza de agua y la bebió.
—¿Qué pasó… cuándo?
—Con Leslie. Con Billy Hunt.
—Estaba en el piso de mi hija.
—¿Quién?
—Leslie.
—¿Y qué estaba haciendo en el piso de tu hija?
—Sospecho que fue el único sitio al que se le ocurrió ir.
—¿Por qué? ¿Qué pasó?
—Un hombre, un conocido suyo, había sido asesinado.
Ella se volvió en la silla para mirarlo de frente con los ojos muy abiertos. Ya no le manaban lágrimas.
—¿Qué hombre?
—Kreutz. Colega de Leslie. Se hacía pasar por sanador espiritual. Además, hacía fotografías comprometedoras de sus clientas, aunque en su inmensa mayoría, parece ser, con consentimiento de esas mujeres. O con algo más que consentimiento.
—¿Son las fotografías que yo encontré?
—Supongo que sí. Cuando Leslie dio con ellas, comenzó a chantajear a Kreutz.
—¿Y qué podía querer Leslie de ese hombre?
—Dinero, por supuesto —calló un momento—. Drogas. Tú estabas al tanto de que Leslie consumía drogas, ¿no? Se inyectaba morfina. ¿Sabías que era un adicto?
—¿Un adicto? Yo sabía que consumía morfina, sí, y también todo lo que pudiera encontrar, todo lo que pudiera probar. Tenía —sonrió con tristeza, con amargura—… tenía ansia de experiencias nuevas. Eso es lo que él decía: «Tengo ansia de nuevas experiencias, Kate, y eso es algo que no se cura». ¿Eso es lo mismo que ser adicto?
—¿Tú tomabas morfina?
Pareció que estuviese esperando la pregunta.
—¿Y entonces utilicé mis provisiones para inyectarle una dosis a Laura Swan? ¿Es eso lo que me estás dando a entender? —le dio la espalda y volvió a sentarse recta en la silla, cuadrando los hombros como si de pronto se sintiera envarada—. Qué retorcido eres, Quirke —dijo casi con admiración—. Qué mentalidad la tuya.
Se levantó y se dirigió a la cocina, y tomó la kettle y la llevó al grifo, obligándole a él a moverse a un lado. Llenó la kettle y la llevó de vuelta, para ponerla en uno de los fuegos, cuyo gas encendió. Tomó una lata de café y encontró una cucharilla en un cajón, con la que añadió café a la tapa de la cafetera.
—Ésta es mi adicción —dijo—. Café —se volvió hacia él—. Me estabas contando qué sucedió entre Leslie y Billy Hunt.
—Él creyó que Leslie iba a hacerle algo malo a mi hija. Lo interceptó. Se lo llevó por delante. Leslie cayó por la ventana. Fue un accidente.
—¿Y qué estaba haciendo ése en el piso de tu hija? Me refiero a Billy Hunt. Debe de ser una chica muy hospitalaria, con todos esos hombres que entran y salen a su antojo…
—Había estado vigilando el piso —dijo Quirke—. Había visto entrar a Leslie. Mi hija no sabía quién era. Lo atacó, quiso apuñalarlo.
—¿Apuñalarlo?
—En el hombro. Con un bolígrafo, un bolígrafo metálico, de rosca. Bastante afilado, por cierto. Resulta que era mío. Ella lo llevaba por casualidad en el bolso —dejó la taza en el escurridor—. Es posible que le salvase la vida.
—¿Que le salvase la vida? ¿Del ataque de quién? ¿De Leslie?
Él no respondió.
Ella entendió de pronto.
—Tú crees que Leslie y yo los matamos a los dos, ¿no es eso? A Laura Swan y a ese Doctor. ¿Es eso?
—Tu marido se había inyectado morfina. No sabía qué estaba haciendo.
Ella se rió a carcajadas, una risa despectiva.
—Leslie siempre sabía perfectamente bien qué se traía entre manos, sobre todo si se traía entre manos alguna de sus maldades.
El aire de la estancia a Quirke de pronto le pareció pesado, espeso, y se dio cuenta de que estaba agotado.
—Me mentiste —dijo.
Kate estaba vertiendo el agua de la kettle en la cafetera, midiendo el nivel con cuidado, a ojo.
—¿En serio? —dijo como si tal cosa—. ¿Y en qué te mentí?
—Mentiste en todo.
Ella lo miró un instante y volvió a concentrarse en la cafetera y en el fuego de gas que acababa de abrir. Encendió una cerilla rascando la cabeza despacio contra el papel de lija, y el sonido que emitió le dio dentera.
—No entiendo qué quieres decir —dijo.
Él la sujetó por la muñeca, obligándole a soltar la cerilla. Ella miró la mano con la que Quirke la tenía sujeta como si no supiera qué era eso, qué era esa especie de gancho de carne y hueso y sangre.
—Sabes perfectamente qué quiero decir —dijo él—. Fingiste estar desconsolada porque tu marido te había abandonado, porque se había ido con otra y todo eso. Pero era puro fingimiento.
—¿Por qué?
—¿Por qué… qué?
—¿Por qué iba yo a fingir?
—Porque… —no lo sabía. Había creído que sí, pero no lo sabía. Su ira empezaba a dejar paso a la confusión.
¿Qué era lo que había ido a decirle? ¿Qué significaba ella para él? ¿Qué le importaba aquella mujer endurecida, herida, deseable? La soltó. Ella se sujetó la muñeca con la otra mano y se examinó las huellas blancas que sus dedos habían dejado, y a las que la sangre volvía veloz. Todo vuelve atropelladamente, todo se sustituye.
—Lo lamento —dijo, y se dio la vuelta.
—Sí —dijo Kate—, yo también lo lamento.
En la puerta, ella se quedó apoyada en la jamba y lo vio marchar veloz bajo la lluvia, con el sombrero encasquetado hasta las cejas y la chaqueta cerrada para protegerse del frío aire del mar. Había gaviotas en el cielo, en la masa grisácea e indiscernible, que daban gritos desacompasados. Cerró la puerta. Cuando volvió al vestíbulo, el vacío de la casa se abalanzó sobre ella, como si fuese ella un vacío hacia el cual todo era engullido de una manera imposible de detener.
En los últimos seis meses nunca estuvo tan cerca como entonces de saltar en marcha del carro de la abstinencia. A la orilla del mar incluso cambió de rumbo y se encaminó hacia los chiringuitos que hay al pie de Vernon Avenue, pero al cabo se obligó a girar en redondo. Le dolía el gaznate, le pedía a gritos una copa. A pesar de la lluvia y el frío repentino, le pareció que por dentro estuviera en ascuas, como un árbol alcanzado por el rayo. Aguardó en la esquina, en el paseo marítimo, por espacio de casi media hora, pero no encontró un solo taxi libre, y al final se vio obligado a tomar un autobús. Permaneció en la plataforma exterior, sujeto a la barra de hierro. Pasó de largo por el trecho triste y mojado de playa, las palmeras desmochadas y relucientes bajo la lluvia. Dublín, ciudad de palmeras. Quirke sonrió sin alegría.
En Marlborough Street, un caballo había caído entre las varas de una carreta de Correos, y se había formado en ambos sentidos una cola de autobuses y coches a la espera de que se despejase el tránsito. El caballo, grande y gris, estaba tendido en el suelo con las piernas separadas, y daba la impresión de mantener una extraña calma, como si aquello no fuera con él. Nadie sabía qué hacer. Un número de la Garda había sacado la libreta y el lápiz. Unos cuantos chiquillos, sin nada mejor que hacer a la hora del almuerzo, permanecían atentos, contemplando con respeto al animal caído. Quirke se bajó del autobús y echó a caminar a lo largo del río, para tomar después el muelle y cruzar el puente de D’Olier Street, por donde volvió a cruzar y se dirigió a la comisaría de la Garda. En el mostrador de recepción preguntó por el inspector Hackett y le indicaron que esperase.
Pensó en el caballo, caído entre las varas del carro, con un relumbre intenso en los grandes ojos negros.
Hackett, como siempre, pareció encantado de verle, deleitado casi. Se estrecharon la mano. Por iniciativa del inspector se fueron a Bewley’s, apresurándose los dos bajo la lluvia, cabizbajos, hasta pasar por delante de la entrada de la sede del Irish Times y embocar Westmoreland Street; cruzaron la calle esquivando los coches que pasaban levantando agua de la calzada y ganaron la entrada rococó del café. Ocuparon una mesa al fondo, desde donde Quirke descubrió, con vaga desazón, que disponía de una visión directa del banco aterciopelado en donde estuvo sentado Billy Hunt el día en que se vieron por vez primera en un plazo de veinte años, el día en que Billy vertió ante él su lacrimosa letanía de penas y de súplicas.
—Bien, señor Quirke —dijo el inspector en cuanto hubo pedido el té a una chica de aire anticuado, que llevaba un delantal lejos de ser impecable—, esto es un embrollo tan confuso que no hay por dónde cogerlo. ¿No cree?
Quirke había sacado la pitillera y el encendedor.
—Pues sí —dijo—, es una manera de formularlo, digo yo.
En medio del miasma del humo azulado que se acumulaba encima de la mesa, el inspector lo escrutaba con una mirada velada.
—Una cosa le diré, señor Quirke, aunque tengo la sospecha de que usted sabe mucho más que yo en torno a este penoso asunto. ¿Dice que razón no me falta? —Quirke bajó la mirada y se concentró en los dedos, con los que enredaba sin soltar el encendedor—. Por ejemplo —siguió diciendo el inspector—, hay que tener en cuenta que la señorita Griffin, su sobrina, ha tenido una curiosa implicación en ciertos acontecimientos recientes, y trágicos, de los que ambos estamos sobradamente informados. ¿Qué estaba haciendo Leslie White en el piso de su sobrina, y, en ese mismo sentido, qué estaba haciendo allí Billy Hunt?
Quirke siguió dando vueltas y más vueltas al encendedor entre los dedos; pensó que Phoebe había hecho aquel mismo gesto, pero ¿dónde había sido, y cuándo?
—Mi sobrina —dijo, y poco faltó para que se trabucase con la palabra—, mi sobrina conoció a White por azar. Coincidieron un día a la entrada del Silver Swan, después de que Deirdre Hunt hubiese muerto. Imagino que tuvo lástima de él —alzó la mirada y se encontró con los ojos entornados del policía—. Es joven. Tiende a tratar con simpatía a los demás. Él la llevó al Grafton Café a tomar un té por la tarde. Así se conocieron e iniciaron una relación de amistad. Cuando Kreutz ordenó a estos tipos que le dieran una paliza…
—Por cierto, ¿tiene usted idea de por qué razón hizo eso? —preguntó el inspector con un tono de interrogación sumamente suave.
—White le estaba extorsionando. Kreutz se encontraba con la soga al cuello. Quiso hacerle a White una advertencia.
El inspector agitó con violencia el cigarrillo hacia donde se encontraba el cenicero, pero falló, y la ceniza cayó en la mesa. Con la culpa de un colegial, y presuroso, la apartó con el canto de la mano.
—Todo esto lo sabe con certeza absoluta, ¿es así?
—No, claro que no. Son suposiciones, pero se trata de un cálculo basado en informaciones fidedignas.
—Y fue esta sobrina suya la que le facilitó la información en que basa sus cálculos, ¿me equivoco?
Quirke vaciló.
—Ella no sabe por qué estaba Leslie White en su piso. No lo sabe con seguridad. Supuso que necesitaba ayuda, o dinero, o algo así. Kreutz había sido asesinado, no lo olvide, y Kreutz había tenido relaciones con White, cosa que ella sí sabía.
—¿Y cómo es que lo sabía? —de nuevo ese tono blando, de nuevo esa mirada de taladro.
—¿Que cómo lo sabía? Se lo dijo el propio White. Le gustaba contar cuentos, hablar de la gente tan divertida que conocía, se le daba bien. A ella le hacía gracia, se reía con él. Tenía ese don.
Llegó la anticuada camarera con una bandeja en la que llevaba la tetera y las tazas, que dejó sobre la mesa haciendo ruido. El inspector aguardó a que se fuera.
—Así que Kreutz —dijo— le echa encima a White esa banda de bestias, con lo que White se indigna tanto que en cuanto recupera las fuerzas se planta en donde vive Kreutz y le da una paliza tal que éste se desangra hasta morir en el sofá del cuarto de estar. ¿Y luego qué?
—Presa del pánico, va a refugiarse al piso de Phoebe, pues ella le había dado una llave, con la intención, digo yo, de esconderse allí.
El inspector echó cuatro terrones de azúcar en su taza de té y lo revolvió despacio. Añadió unas gotas de leche, pero seguía estando demasiado caliente, de modo que vertió un poco en el platillo y se lo llevó a los labios con trémulo cuidado, para bebérselo de un sorbo.
—¿Y Billy Hunt? —preguntó secándose los labios—. ¿En dónde entra en danza Billy Hunt? Mejor dicho, cómo entra en danza, con lo que quiero decir… ¿cómo entró en la casa en la que se encuentra el piso de la señorita Griffin?
—Convenció a la anciana medio loca que vive en la planta baja de que era el tío carnal de Phoebe. Había visto a White entrar, y…
—¿Lo había visto otra vez por casualidad?
Quirke tendió al otro la pitillera abierta, pero esta vez el inspector rechazó el ofrecimiento con un seco movimiento de cabeza. A Quirke le pareció que tenía los ojos afilados como el pedernal.
—Lo cierto —dijo Quirke, y carraspeó—, lo cierto es que llevaba mucho tiempo vigilando la casa. A estas alturas estaba convencido de que Leslie White había asesinado a su mujer. Sabía que mi sobrina una vez le había dado cobijo en su casa, después de la paliza que le dieron los hombres de Kreutz. No sabía quién era Phoebe. Cuando vio entrar a White, lo siguió. Entonces llegó Phoebe, Billy aguardó a que hubiese abierto la puerta y…
—… y entró a la carrera y empujó a ese pedazo de cabrón por la ventana.
—Perdió la cabeza.
—¿Cómo?
Quirke tuvo que carraspear de nuevo.
—Él al menos dice que perdió la cabeza.
—Pues sí. Eso es lo que también a mí me ha dicho.
—Ni siquiera sabe qué pensaba hacer con Leslie White, pero su intención no era matarlo.
—¿Usted le cree?
—Sí —respondió Quirke con firmeza, y con firmeza aguantó la mirada del otro.
Por fin el policía se recostó en el respaldo, y sonrió.
—Admiro su benevolencia —dijo. El té se había enfriado, por lo que ahora pudo beber directamente de la taza; cada vez que la levantaba, según vio Quirke con cierta fascinación, caía del fondo una gota al platillo, formando una corona en el charquito de líquido de color caqui que había quedado en él, y provocando unas salpicaduras al azar que caían en la mesa—. Así pues, señor Quirke —dijo el policía—, ¿qué es lo que quiere que haga yo?
—No quiero que haga nada.
Hackett asintió como si ésa fuera la respuesta que estaba esperando. Meditó unos instantes y al cabo suspiró. Entonces rió discretamente.
—Dios santo, señor Quirke —dijo—, es usted un hombre imprevisible. Me dice que no haga nada. Y resulta que hace dos años vino a verme cargado de información acerca de todas las formas posibles de los trapicheos y los tejemanejes que se daban en esta ciudad, y quiso que procediera yo a toda clase de acciones, a detener a tal o cual persona, a destruir la reputación de tal o cual otra, a echarles el guante a personas respetables, algunas incluso de su propia familia, y a demostrar que eran todos unos villanos sin remedio, tal como me había dicho usted.
—Sí —dijo Quirke con aplomo—. Lo recuerdo bien.
—Los dos lo recordamos. Lo recordamos muy bien.
—Pero a usted se le retiró del caso.
Hackett rió.
—Lo cierto, como usted y yo sabemos, es que el caso me fue retirado de mis atribuciones, el caso fue colocado a buen recaudo, envuelto y retirado de la circulación, y marcado con un «No tocar» aplicable a todo el que pudiera estar interesado. Éste no es un buen mundo, señor Quirke, y está lleno de mala gente. Y no hay justicia, o no al menos que yo llegue a ver.
—Aquí sí se ha hecho justicia.
—Una justicia más bien tosca, si quiere saber mi opinión.
—Pero es justicia pese a todo. Leslie White no es una gran pérdida para nadie. Envenenó a una mujer y mató a un hombre a palos. Billy Hunt ahorró al Estado la necesidad de imponer el castigo debido por esos dos crímenes.
El inspector se encogió de hombros como si en el fondo lo dudase.
—Billy Hunt —dijo—. Billy Hunt se designó él mismo juez, jurado y verdugo. ¿Vamos a permitir que se salga con la suya como si no hubiera pasado nada?
—Mire, inspector —dijo Quirke—. A mí lo que sea de Billy Hunt me importa un comino, la verdad. Mi única preocupación es la chica.
—¿Su sobrina?
Quirke miró al otro extremo de la sala, a la mesa en la que había estado sentado con Billy Hunt.
—No es mi sobrina —dijo—. Es mi hija —el policía, que estaba arrellanado, con el mentón sobre el pecho, no le miró—. Es una historia complicada, viene de muy lejos. Algún día se la contaré, descuide. Pero entenderá usted por qué me importa. Lo ha pasado mal. Le han pasado cosas malas, algunas de ellas por mi culpa. Mejor dicho, muchas de ellas, puede ser, por mi culpa. Ahora, mi deber es protegerla. Lo que ella vio ayer por la noche, las cosas que han ocurrido… Usted tiene hijos, ¿no es cierto? Seguro que su deseo sería protegerlos si hubieran pasado por lo que ha pasado mi hija. Si tuviera que comparecer como testigo en un juicio, no sé qué consecuencias podría tener en ella.
Hackett cambió el peso de sitio, irguiéndose a medias, y alcanzó un cigarrillo de la pitillera de Quirke, que estaba sobre la mesa. Quirke le dio fuego.
—Me está pidiendo —dijo despacio el policía— que no haga ruido con este asunto, que lo silencie del todo, para que esa muchacha, hija suya, según dice, no tenga que prestar testimonio ante un tribunal. ¿Es así?
Quirke vaciló antes de contestar, pero se limitó a decir que sí.
El policía hundió de nuevo el mentón en el pecho y se le formó una papada, un grueso pliegue de carne tan pálida como el vientre de un pez.
—Es mucho lo que me está, pidiendo, señor Quirke.
—Creo que me lo debe. Y, si no a mí, al menos se lo debe a mi hija.
Se volvió a ver dos años atrás, en una sórdida cocina, en donde el cadáver ensangrentado de una mujer yacía en el suelo atado a una silla con cable eléctrico y con sus propias medias de nylon. ¿Qué justicia hubo entonces para ella?
El policía se palpaba los bolsillos en busca de dinero, pero Quirke dejó una moneda de un florín sobre la mesa, en donde giró unos instantes sobre el canto antes de caer.
—Pues sí —dijo al cabo—, nos lo debemos uno al otro, digo yo —miró a Quirke largo y tendido, sopesando sus palabras, calibrando algo mentalmente. Tomó una decisión—. Creo que me está diciendo la verdad, señor Quirke —dijo—. Quiero decir que me dice la verdad tal como usted la ve. Al principio no me lo pareció. Si quiere que le sea sincero, llegué a pensar que estaba usted tratando de engañarme.
Quirke estaba muy quieto, con la vista clavada en la mesa, un puño apoyado junto a la taza de té, que ni siquiera había tocado.
—Pero lo cierto es que usted no termina de verlo, ¿es así? —siguió diciendo el inspector—. Ya me parecía que usted no es tan crédulo como puede parecer. También pensaba yo que tiene usted una visión del ser humano y de sus actos que no podía ser tan de color de rosa.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Quirke sin levantar los ojos de la mesa.
El policía se levantó con brusquedad y tomó el sombrero. Aguardó. Al cabo de unos instantes también Quirke se puso en pie, y juntos atravesaron la sala del comedor, que estaba llena de clientes, y el café de la entrada, para salir a la calle, en donde hicieron un alto.
—Lo lamento —dijo Hackett—. No puedo hacer lo que me pide. Quiero decir… no puedo hacer nada. Lo que ocurrió no es lo que usted cree que ocurrió. Es algo mucho más simple y en cierto modo es mucho peor. Hay cierto caballero que está convencido de que nos la ha dado con queso a todos —se volvió, esbozó su sonrisa de sapo y miró a Quirke, y le guiñó un ojo—. Pero a mí no ha conseguido engañarme, señor Quirke. No, a mí no me ha engañado.
—¿Quién es ese caballero? —preguntó Quirke—. ¿De quién está hablando usted?
El policía entornó los ojos en la puerta del café, contemplando la grisura de la mañana.
—No sé qué puede ser —dijo—, pero es que el clima de este país puede sacar de quicio al más pintado.