Desde hacía mucho tiempo Maggie, la criada, había ocultado un hecho irreversible, y era que se estaba quedando ciega. Estaba convencida de que el señor Griffin se libraría de ella tan pronto como se enterase, pues ¿de qué podía servirle una criada ciega? Ésa era una de las razones por las que fingía no oír el timbre de la puerta, pues le daba miedo que al abrir no fuera capaz de distinguir quién era, y caso de que fuese alguien cuyo deber era conocer de vista se le notaría la ceguera. Así pues, esa noche se escondió en la despensa del sótano y dejó que fuera el señor Griffin quien atendiera la puerta, y no salió hasta que contó la llegada de los tres invitados. Eran el señor Quirke y Phoebe, además de esa mujer de Estados Unidos, la vieja bruja que trataba de hacerse pasar por una mujer todavía joven, Rose… como se llamase. Iba a ser una ocasión más bien nada festiva. Nada que ver con las cenas que se celebraban cuando la señora aún estaba viva y ella se ocupaba de todo con suma atención. No es que la señora fuese la vitalidad en persona, pero al menos se encargaba de comprar viandas decentes, y bebidas, y se vestía con buen gusto y con animación cuando recibía invitados en su casa.
Estaba deseosa de ver al señor Quirke. Le tenía afecto, siempre se lo había tenido, incluso cuando bebía como un descosido. Ahora había dejado la bebida, o eso decía al menos. Una lástima, porque cuando estaba medio beodo le tomaba el pelo y bromeaba con ella y le hacía reír. De un tiempo a esta parte se habían acabado las risas en la casa.
Poco le faltó para tropezar con el perro cuando subía cargada con la bandeja de los sándwiches. Atinó a propinar una patada al animal, que se alejó veloz y gimoteando. Un día de éstos tenía la intención de comprar una lata de veneno para ratas en la farmacia de Rathgar Road y así poner fin a las desdichas del perro. Allí no lo quería nadie, ni siquiera el señor Griffin, quien supuestamente era su dueño. La joven Phoebe se lo había regalado para que le hiciera compañía cuando él regresó de Estados Unidos, después de que falleciera la señora. ¡Compañía, qué ocurrencia! Aquel bicho era más un incordio que otra cosa. Esta familia tenía propensión a dar acogida a los descarriados del mundo. Primero, muchos años antes, había sido aquella Dolly Moran a la que después asesinaron, y luego aquella otra, Christine no sé qué, aquella fresca que era pura desfachatez y que también había muerto. Y el mismo señor Quirke había sido un huérfano al que el viejo juez Griffin había rescatado del orfanato para llevárselo a vivir a la casa como si fuera de su propia familia. Maggie, arrastrando los pies por el pasillo en penumbra, con la bandeja en las manos, rió por lo bajo. «Pues sí —pensó—, como si fuera de su propia familia».
En el salón, Quirke tomó la bandeja de manos de Maggie y le dio las gracias y le preguntó qué tal estaba. Las puertaventanas se hallaban abiertas al jardín, donde una luz meditabunda, teñida por los tilos, encharcaba la hierba bajo los árboles de ramas encorvadas. Rose Crawford, con la copa de vino en la mano, estaba en la puerta, vuelta de espaldas a la sala, mirando al exterior. Mal, con un traje gris oscuro, fúnebre, y una corbata de lazo azul oscura, se encontraba con ella. No estaban hablando, nunca habían tenido gran cosa que decirse el uno al otro. Phoebe estaba sentada en un sillón frente a la chimenea vacía, pasando perezosamente las páginas de un álbum de fotografías encuadernado en cuero. Quirke depositó la bandeja en la gran mesa de caoba, donde había botellas y vasos y cuencos de frutos secos y fuentes con rodajas de pepino y tallos de apio y zanahorias partidas en cuatro. Era el segundo aniversario de la muerte de Sarah.
Llevó su vaso de agua con gas al otro extremo de la sala y se sentó en el brazo del sillón que ocupaba Phoebe, a la que miró mientras ella pasaba las páginas del álbum.
—Qué triste —murmuró ella sin levantar los ojos—. Qué rápido pasa todo.
Él no dijo nada. Se había detenido ella en una página que contenía fotografías de Sarah en el día de su boda, fotografías formales, envaradas, que había tomado un profesional. En una aparecía con su vestido blanco, de cola, y su velo de novia, junto a una columna dórica en miniatura, sujetando un ramillete de rosas en la mano y mirando a la cámara con una sonrisa levemente dolorida. A pesar de la evidente falsedad del decorado, el fotógrafo había logrado dar una impresión muy real de antigüedad. Phoebe tenía razón, pensó Quirke, en lo rápido que, desde luego, había pasado todo. Recordó el día en que se tomó aquella fotografía, lo cual fue motivo de asombro, teniendo en cuenta hasta qué profundidades había ahogado sus penas aquel día, al ver desbaratadas definitivamente todas las posibilidades que le pudieran quedar con ella.
Rose Crawford se dio la vuelta y caminó hacia la mesa para servirse otra copa. Llevaba un vestido ceñido, de seda azul noche, que rebrillaba en formas angulosas como el metal con cada uno de sus movimientos. Llevaba el cabello negro y reluciente —se lo debía de teñir, pensó Quirke— muy corto y retirado de la cara en dos alas onduladas, que subrayaban la belleza clásica de su perfil y le daban a la vez un aire de ferocidad, de halcón. Dejó su sitio en el brazo del sillón y se acercó a ella. Había dado un mordisco a una esquina de un sándwich triangular, sin corteza, y en el momento en que él se aproximaba dejó de masticar y dejó la copa en la mesa y con los dedos se extrajo de la boca un pelo largo y gris.
—Oh, ay —gimió de un modo apenas audible—. Es de la criada, lo sé.
—¿De Maggie? —dijo Quirke—. Está medio ciega la pobre.
Rose suspiró, dejó el sándwich mordido y tomó la copa.
—No os entiendo —dijo—. Aceptáis las cosas como si no hubiera nada que hacer y nada tuviese remedio.
—¿Te refieres a mí o a nosotros en general?
—Me refiero a esta sociedad, a este país. No he dejado de asombrarme desde que estoy aquí.
—¿Qué es lo que te asombra en concreto?
Ella negó con la cabeza, moviéndola despacio.
—La quietud de todas las cosas —dijo—. La manera que tenéis de ir por ahí en silencio, acobardados, sin protestar, sin quejaros, sin exigir que cambien las cosas, que se arreglen, que se hagan de nuevo —lo miró—. Josh no era así.
—Tu marido —dijo él— era un hombre notable.
Ella se echó a reír, aunque fuese poco más que un resoplido.
—Tú no le admirabas.
—No he dicho que fuese admirable.
Con eso, y sin razón aparente, los dos se volvieron a mirar a Mal como si hubieran estado hablando de él, y no de Josh Crawford. Se encontraba de pie, un tanto encorvado, como si tuviera un ligero dolor, con una expresión vaga, de desamparo, y la luz del jardín le dotaba de una grisácea palidez. Rose concentró su atención en Phoebe, que seguía en el sillón, frente a la chimenea, con el álbum de fotografías en las rodillas.
—¿Qué tal está? —preguntó en voz queda.
Quirke frunció el ceño.
—¿Phoebe? Yo creo que está bien. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque no está bien.
—¿Qué quieres decir?
—Tiene un secreto. Y no es un secreto agradable.
—¿Qué secreto? ¿Cómo lo sabes? ¿Ha hablado contigo?
—La verdad es que no.
—En ese caso…
—Lo sé.
Quirke quiso que Rose le aclarase cómo era capaz de saber esas cosas, ya fuera sobre Phoebe, ya fuera sobre cualquier otro. Él nunca había llegado a saber nada hasta el momento en que lo desmantelaba del todo y examinaba sus partes.
—Tú eres su padre —dijo Rose—. Deberías hablar con ella. Necesita ayuda. Yo no puedo dársela. Tal vez nadie pueda dársela. Pero tú deberías intentarlo.
Él bajó la vista. ¿Qué podría decir a Phoebe? Phoebe no le haría ni caso.
—Sarah sí podría haberlo hecho —dijo.
—¡Oh, ya estamos con Sarah otra vez! —barbotó Rose—. No entiendo por qué seguís todos dando la lata así con Sarah. Era un encanto de mujer, nunca hizo mal a nadie, siempre se desvivió por resultar agradable. ¿Qué más tenía Sarah? Y no me mires así, Quirke, como si le hubiera dado una patada al gato. Me conoces de sobra, siempre hablo sin pelos en la lengua. Detesto los miramientos con que os andáis los irlandeses, la manera que tenéis de tratar a las mujeres. O las convertís en unas santas y las ponéis en un pedestal, o bien son unas brujas que os atormentan y os destruyen. Y precisamente tú no deberías obrar de esa forma. Estoy segura de que tu mujer… ¿Cómo se llamaba, Delia? Estoy segura de que nunca fue tampoco la Jezabel que tú pretendes que fue.
—¿Por qué dices precisamente yo? —preguntó.
Ella lo miró en silencio unos instantes.
—Una vez te lo dije, hace mucho tiempo —respondió—. Tú y yo somos iguales: tenemos el corazón frío y el alma caliente. No hay muchas más personas como nosotros.
—Seguramente es mejor que así sea —dijo Quirke. Rose echó hacia atrás la cabeza y le sonrió con los ojos entornados.
Mal se acercó a ellos. Se dio unos golpecitos con el dedo en el puente de las gafas.
—¿Habéis comido algo? —les preguntó a los dos. Miró dubitativo la bandeja de sándwiches que se iban poniendo mustios—. No sé muy bien qué ha preparado Maggie. Está cada vez más excéntrica —esbozó una sonrisa débil, desventurada—. En fin, ¿qué otra cosa podría esperar yo?
Rose lanzó a Quirke una mirada como si le dijera: ¿Ves lo que quería decir?
—Deberías poner en venta esta casa —le dijo de un modo cortante.
Mal la miró asombrado.
—¿Y dónde iba a vivir?
—Constrúyete otra. Compra un piso. No le debes tu vida a nadie, ¿eres consciente de ello?
Pareció que fuese a expresar una protesta, pero en cambio se volvió a un lado con un gesto casi furtivo, con un brillo en las lentes de las gafas, que en cierto modo le dio el aspecto de que estuviera llorando.
Fue pasando lentamente la velada. Maggie volvió a recoger la mesa hablando sola. No pareció darse cuenta de que nadie había probado apenas los sándwiches. Salieron al jardín de dos en dos, Mal con Rose, Quirke con Phoebe, como las parejas que van camino del baile.
—Dice Rose que tienes un secreto —dijo Quirke en voz baja a su hija.
Phoebe se estaba mirando los zapatos.
—¿Eso dice? ¿Y qué clase de secreto?
—Eso no lo sabe. Sólo dice que tienes un secreto. Cuando oigo a las mujeres hablar de un secreto, siempre tiendo a suponer que el secreto es un hombre.
—Bueno —dijo Phoebe con una sonrisa mínima, fría—, es natural que lo pienses.
El aire gris claro del crepúsculo era denso y granuloso. Anunciaba lluvia, pensó Quirke. Rose se había alejado unos pasos de Mal y en ese momento se volvió a encarar a los otros dos, y miró al suelo con la cabeza ladeada, haciendo girar el tallo de su copa de vino de modo que ésta diese vueltas sobre la palma de su otra mano.
—Supongo —dijo levantando la voz— que éste es un momento tan bueno como cualquier otro para anunciaros algo —alzó la vista y esbozó una sonrisa extraña. Los otros aguardaron a que siguiera. Se llevó la mano a la frente—. Me siento cohibida de pronto —dijo—. Lo cual es lamentable. Quirke, no estés tan alarmado. Se trata simplemente de que he decidido mudarme a vivir aquí.
Sobrecogidos, guardaron silencio.
—¿A Dublín? —dijo entonces Quirke.
Rose asintió.
—Sí. A Dublín —rió un instante—. Tal vez sea el error más grande que nunca llegue a cometer, y bien sabe Dios que he cometido muchos. Pero está decidido. No me hago —miró a Quirke— ilusiones sobre lo que me cabe esperar de la vida en Irlanda. Pero supongo que siento… no sé, una especie de responsabilidad para con Josh. Tal vez mi deber es devolver todos sus millones a la tierra en que nació —esta vez se volvió hacia Mal, como si fuera a suplicarle algo—. ¿Parece una locura quizá?
—No —dijo Mal—, no, no lo parece.
Rose volvió a reír.
—Os puedo asegurar que nadie estará más sorprendido que yo —pareció que le flaquease la voz, y de nuevo bajó la vista—. Mucho me temo que los muertos nos tienen bien sujetos por el pescuezo, incluso después de haber fallecido.
Y con eso, como si la hubiese invocado y ella hubiese respondido, Quirke oyó en su interior la voz de Sarah, la oyó decir su nombre. Se dio la vuelta sin decir palabra y entró en la casa. En los largos meses que llevaba de abstinencia, nunca había tenido tantas ganas de beber como las que le acometieron en ese momento.
Caminó con Phoebe por el camino de sirga, a la orilla del canal. Había caído la noche y el olor de la lluvia que se avecinaba ya era inconfundible, e incluso creyó notar un hálito de humedad en el rostro. Al lado de ellos, el agua brillaba muy negra, como el petróleo. Pasaron por delante de las parejas que se cortejaban o se abrazaban en los charcos de oscuridad que proyectaba el follaje de los árboles. En un banco dormía un mendigo barbudo, tendido de costado sobre una capa de periódicos, con una mano bajo la mejilla. Ni Quirke ni Phoebe habían dicho una sola palabra desde que salieron de la casa de Rathgar. El sobresalto que les causó el anuncio de Rose había permanecido en el aire y seguía en ellos, y la fiesta, si es que era una fiesta, tuvo un repentino final. Rose había tomado un taxi para volver al Shelbourne y se había ofrecido a llevar de camino a Quirke y a Phoebe, pero habían preferido caminar. Quirke todavía se encontraba bajo los efectos de la repentina presencia de Sarah, después de que las palabras de Rose la hubieran de algún modo conjurado para él, en un instante, en el jardín, a la luz del crepúsculo, bajo un sauce que ella misma había plantado.
—Hoy han matado a un hombre —dijo entonces—. Lo han asesinado.
Por espacio de media docena de pasos, Phoebe no dio ninguna respuesta.
—¿De quién se trata? —preguntó al cabo.
—Un tal Kreutz. El doctor Kreutz, se hacía llamar.
—¿Y qué le pasó?
A la luz de una farola, un murciélago aleteó como loco trazando un círculo sinuoso sobre la copa de un árbol antes de desaparecer.
—Tenía un local no muy lejos de aquí, en Adelaide Road. Era un curandero, o sanador, o como se llamen. Un matasanos, estoy seguro. Y parece que alguien lo molió a palos, hasta matarlo —la miró de reojo, pero ella caminaba con la cabeza gacha y él no pudo vérsela en la oscuridad—. Era conocido de Deirdre Hunt, o de Laura Swan, y de su socio, de Leslie White —hizo una pausa. El sonido de sus pasos asustó a un ave acuática que salió veloz, huyendo de ellos, sacudiendo los juncos secos—. Y tú últimamente le has visto alguna vez, ¿no es así? Quiero decir… a Leslie White.
Ella no dio muestras de sorpresa.
—¿Por qué dices eso?
—Os vi juntos un día en Duke Lane, cerca de donde tenía Laura Swan su salón de belleza. Fue por pura casualidad, yo pasaba por allí. Supuse que habías estado con él. En un pub.
Ella hizo un gesto de impaciencia, moviendo una mano de lado, como si cortase algo con el canto.
—Sí, ahora lo recuerdo.
Llegaron al Ranelagh Bridge y lo cruzaron. Abajo, el reflejo de una farola en el agua se cruzó con ellos.
—¿Él es tu secreto —preguntó Quirke—, Leslie White?
Pasó de nuevo un buen rato hasta que ella respondió.
—Yo no creo —dijo al fin— que eso sea asunto tuyo —él hizo ademán de hablar, pero ella se lo impidió—. Tú no tienes ningún derecho sobre mí, Quirke —dijo con llaneza, en voz baja, sosegada, dura, mirando al frente, por la calle desierta—. El derecho que pudieras haber tenido, fuera el que fuese, y toda tu autoridad, los perdiste hace muchos años.
—Pero tú eres mi hija —dijo.
—¿Lo soy? ¿Tú que me has ocultado esa realidad durante tanto tiempo cuentas con que la acepte ahora? —siguió hablando con ese tono ecuánime, casi con desapego, sin rencor posiblemente, a pesar de la fuerza de sus palabras—. Tú no eres mi padre, Quirke. Yo no tengo padre.
Doblaron la esquina y enfilaron por Harcourt Street. La oscuridad de la noche parecía más densa allí, en un cañón formado entre las casas altas de ambos lados.
—Me tienes preocupado por ti —dijo Quirke.
Phoebe se detuvo y se volvió hacia él.
—Pues no tienes ninguna necesidad de estar preocupado, y menos por mí —dijo con repentina fiereza—. Mejor dicho, te lo prohíbo. No es justo.
Un coche deportivo, de silueta baja, pintado de verde, pero negro en apariencia por la falta de luz, estaba aparcado al otro lado de la calle. Ninguno de los dos reparó en él.
—Lo siento —dijo Quirke—. Pero creo que Leslie White es un hombre peligroso. Creo que él mató a Deirdre Hunt. Creo que él mató también a ese tal Kreutz.
A Phoebe le brillaban los ojos en las sombras. Estaba sonriendo de un modo casi salvaje. Él le vio los dientes entre los labios.
—Qué bien —dijo—. A lo mejor también me matará a mí.
Se dio la vuelta y se marchó a buen paso. Él se quedó plantado en la acera, viéndola marchar. Se detuvo en la puerta de su casa y localizó la llave en el bolso y subió las escaleras y entró y cerró la puerta sin mirar atrás.
Él se quedó allí unos instantes hasta que resolvió seguir su camino hacia el Green. En el cruce, se detuvo a esperar que cambiase el semáforo, y oyó a su espalda el grito acelerado y un aleteo breve en el aire y el estrépito y se volvió y a la luz sulfúrica de la farola vio al hombre del traje blanco, lo vio empalado por el tórax en las lanzas de la verja negra, con los brazos y las piernas moviéndose aún, y la larga cabellera plateada colgando del revés.
Ella tuvo la sensación de que algo no estaba como debiera desde el momento en que cerró la puerta, y al subir las escaleras el sentimiento fue intensificándose casi con cada peldaño que pisaba. Supuso que debería estar asustada, pero en realidad se sentía extrañamente calmada, además de sentir curiosidad, de estar deseosa de saber qué era lo que le estaba esperando.
En el segundo rellano hizo un alto, sólo un instante, y aguzó el oído. Aquélla era una vivienda silenciosa casi a cualquier hora. El resto de los inquilinos eran una solterona ya mayor que vivía en la planta baja y que tenía varios gatos, cuyo olor impregnaba el portal, y en la primera planta una pareja huidiza, que ella sospechaba que vivían en pecado; en la segunda planta un artista tenía su estudio, aunque muy raras veces lo ocupaba, y nunca desde luego de noche, mientras la tercera planta llevaba meses desocupada. En esos momentos no oyó nada, ninguna señal de vida, por más que aguzara el oído. Una cisterna defectuosa regurgitaba en algún lugar, más arriba, y de la calle le llegó el gemir de una sirena de ambulancia. Miró hacia arriba por el hueco de la escalera, a la oscuridad. Allí arriba había alguien, estuvo segura. Siguió subiendo, evitando pisar los peldaños que, de sobra sabía, emitían más crujidos.
En la tercera planta encendió la llave de la luz que encendía una lámpara de pantalla amarillenta en el rellano de arriba, delante de la puerta de su piso. Volvió a detenerse, volvió a mirar arriba, pero no vio a nadie. A la entrada de su piso, a la derecha, había un oscuro recoveco en donde una portezuela daba paso a las escaleras del desván. No miró allí. Notó que se le erizaba el vello de la nuca. Estaba intentando al mismo tiempo acordarse del nombre de una compañera del colegio que una mañana salió de casa de sus padres con el uniforme del colegio y de la que nunca más se volvió a saber nada. Se contó por ahí que se había escapado. En la calle de al lado encontraron la mochila con sus libros, tirada en un jardín.
Abrió la puerta de su piso.
Lo primero que le llamó la atención fue lo extraño que era que Quirke, a saber cómo, hubiese logrado entrar en la casa por delante de ella, y subir a toda prisa las escaleras, para esconderse en el recoveco. Le pareció imposible, y sin embargo allí estaba, en el momento en que Leslie White salió a recibirla desde el cuarto de estar, con un cigarrillo entre el corazón y el anular, diciendo algo que no llegó ella a entender. Cuando vio a Quirke alzó ambas manos sin soltar el cigarrillo, y retrocedió por donde había venido. Quirke se abalanzó a por él de cabeza, como un jugador de rugby que cargase contra una melé. A Leslie se le escapó un chillido y los dos desaparecieron en la habitación, Leslie yendo hacia atrás con los brazos de Quirke a su alrededor, y Quirke doblado por la cintura. A ella le costó sacar la llave de la cerradura, pues se empeñó en tirar de ella en ángulo, así que renunció a extraerla y siguió a ambos hombres. Oyó que Leslie volvía a gritar, esta vez un grito mucho más penetrante. Cuando entró en la habitación había sólo un hombre, un hombre asomado a la amplia ventana, con las manos apoyadas en el banco.
—¿Quirke? —dijo, sintiendo más desconcierto que otra cosa.
Cuando el hombre se enderezó y se volvió a mirarla, comprobó que no era Quirke, sino alguien a quien ella no había visto nunca. Era casi tan grandullón como Quirke, y tenía una cabeza grande, cuadrada, y el cabello rojizo, ralo. Tenía la boca abierta como si fuera una máscara trágica, si bien el efecto no era trágico, sino cómico más bien, aunque lo era de un modo extraño, grotesco. Reparó en que tenía gotas de sudor brillando en el pelo, como minúsculos trocitos de cristal. En ese momento, simultáneamente, con una falta de lógica que le fascinó por lo inconsecuente, se acordó por fin del nombre de la compañera de clase que había desaparecido —se apellidaba Little, era Olive Little— y cayó en la cuenta de que el ruido que había oído aquella vez, tras el silencio del fantasmagórico autor de las llamadas telefónicas, era un «clinc» como el de la tapa de un encendedor al abrirse y cerrarse repetidamente.
Sonó entonces el timbre del portal, y siguió sonando durante diez largos segundos, y luego aún se prolongó el sonido, en timbrazos más cortos, espaciados, pero no menos insistentes. Se imaginó a alguien en el portal, subido al peldaño, con el dedo en el timbre, nervioso, impaciente, enfurecido, y eso también le pareció cómico, tanto que casi se echó a reír. El pelirrojo avanzó hacia ella con las manos extendidas como si quisiera mostrarle algo, aunque tenía las palmas de las manos vacías. Se detuvo, se quedó quieto, en una pose extraña, de súplica. Ella no tuvo miedo, sólo le invadía una sorpresa continuada, un desconcierto constante, y aún percibía el cosquilleo de la risa incipiente.
No se dio cuenta de qué era lo que había estado buscando en el bolso hasta que lo encontró. Echó a correr con ligereza, casi como si volase —«rauda» fue la palabra que acudió a su mente—, con un codo levantado, para protegerse de él, y entonces levantó del todo el brazo y hundió el punzón de plata en la oquedad que se formaba entre su pecho y su hombro izquierdo. El tejido presentó mayor resistencia de la que había esperado ella, y sintió que la hoja de metal entraba con dificultad y tropezaba con algo, hueso, tal vez tendón, y dejaba de penetrar. El hombre retrocedió con un sordo gruñido, si acaso más sorprendido que otra cosa, con los ojos fuera de las órbitas. Ella extrajo el arma del punto en que lo había apuñalado y la soltó sobre la mesa. Aterrizó con un tintineo metálico, rodó rápidamente hasta el borde y cayó al suelo, dejando una mancha de sangre sobre la mesa, una mancha en forma de abanico. El hombre se sentó de pronto, se dejó caer con pesadez en una silla de madera alabeada —que emitió un crujido sonoro, como si fuera de indignación—, y se miró la herida en el hombro y miró a la chica y volvió a mirarse la herida. Ella pasó velozmente a su lado y fue a asomarse a la ventana. La hoja inferior estaba levantada del todo, así la había dejado ella cuando salió. El timbre seguía sonando con insistencia. El aire de la noche le resultó húmedo y fresco en la cara. Seguía sin tener miedo, aunque no se le ocultaba que acababa de dejar herido a un hombre que podría estar acercándose a ella por detrás, sangrando, cegado por una rabia asesina, resuelto a matarla. No le importó. Escrutó la calle. Allí estaba Quirke, de pie en el peldaño de la entrada, mirándola. Era él quien tocaba el timbre. Tenía el brazo extendido y apretaba el timbre incluso en esos momentos, y eso también le pareció maravillosamente cómico, que fuera él quien apretaba el timbre allá abajo, el timbre que estaba sonando a su espalda. La llamó, pero ella no llegó a saber qué le estaba diciendo. Vio entonces aquello que estaba suspendido en la verja. Se volvió hacia el pelirrojo. Seguía sentado como antes, con una mano apretada en el hombro, y con los dedos llenos de sangre. Parecía atónito.
—¿Qué has hecho? —le dijo.