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Leslie White no acertó a entender por qué había abandonado un alojamiento perfecto, como era el que encontró en el piso de la chica, pasada tan sólo una semana, para meterse en cambio en aquel agujero que era la habitación de Percy Place. ¿En qué pudo estar pensando al tomar esa decisión? En primer lugar, eran demasiadas las cosas de la habitación de Percy Place que le recordaban a Deirdre —empezando por la cama—, a la pobre y difunta Deirdre, y eso era algo sin lo cual podría haberse pasado perfectamente. La echaba de menos, sin ninguna duda la echaba de menos. Había sido una buena chica, y una calentona de miedo por añadidura. Al final, lógicamente, hubo que pasarse sin ella, y así fue. No podía engañarse, no podía decirse que se había quedado destrozado. A fin de cuentas, y hablando de alojamientos, ella había sido la causa de que a él lo echaran a patadas del mejor alojamiento que había tenido en su vida, cuando Kate encontró las fotos y, peor incluso, las cartas guarras. Tenía gracia, sin embargo, que después de que aquellos cabrones le dieran la paliza fuese por puro instinto a casa de la chica, sin poner nunca en duda que ella le daría cobijo y que cuidaría de él. Tal como habían ido las cosas no pudo haber hecho nada mejor, pues si bien se las dio de doncella de hielo y actuó con absoluta frialdad, no tardó apenas nada en derretirse. Lo cierto es que había demostrado ser una pequeña calentona también ella, a pesar de que saltaba a la vista que apenas tenía experiencia, situación que sin embargo él había remediado en gran medida al cabo de los cuatro días que pasaron juntos, a despecho de las magulladuras y de las costillas doloridas. Así pues, ¿por qué se había marchado?

Sabía a pesar de todo que no podía haber seguido mucho tiempo con ella. Era de ese tipo de mujer, con hambre de sexo, con nervio, con demasiada inteligencia para su propio bien, y para el de cualquiera que estuviera cerca de ella, que con sólo encontrar motivo de aliento se sujetaría a él con uñas y dientes, y que en un visto y no visto estaría gimiendo palabras de amor y todo lo demás. En sus buenos tiempos había conocido muy bien a más de una de ese mismo estilo, y era dificilísimo quitárselas de encima cuando uno se quedaba a tiro durante más de unos cuantos días. Por eso resolvió salir zumbando cuando aún estuvo a tiempo, y por eso se encontraba ahora en Percy Place —vaya nombrecito, todavía le daban ganas de reír cada vez que lo pensaba—, escondido tras las polvorientas cortinas de redecilla, tratando de recuperar la salud y el vigor por sus propios medios y lo mejor que pudiera. No iba a ser fácil.

Lo primero que tuvo que hacer, antes que nada, fue echar mano de una provisión de medicina, y no perdió el tiempo en ir de ronda a donde debía, sin perder de vista su entorno más inmediato, no fuera que le estuvieran esperando en cualquier esquina los tipos de las cachiporras —alguna especie de hachas de madera, le parecieron en su momento—, decididos a darle otro repaso. No le llevó mucho tiempo localizar lo que estaba buscando. Maisie Haddon nunca le había fallado si se trataba de conseguir un chute, y cuando aquella noche decidió darse una vuelta por el garito en el que se dedicaba ella a dar unos cuantos tijeretazos a quien se lo pidiera, en Hatch Street, no le decepcionó. Sin embargo, al darse ella perfecta cuenta de lo mal que se encontraba, de lo acuciante que era su necesidad de meterse algo en las venas, quiso cobrarle lo servido, y él tuvo que amenazarle con darle un toquecito en caso de que no le proporcionara ella de inmediato lo que había ido buscando. No es que Maisie no se hubiera llevado unos cuantos toquecitos a lo largo de su vida, a veces de cierta consideración; lo malo era que sabía muy bien de qué clase de asuntos podía Leslie delatarle, y sabía que no dudaría en buscarle la ruina caso de que ella se resistiese, todo lo cual fue mucho más convincente que la perspectiva de quedar con un ojo amoratado y unos cuantos dientes rotos.

La señora T fue mucho más acomodaticia. Su marido era un médico que la había echado a patadas, y que ahora se negaba a verla, a hablar con ella, aunque la mantenía bien provista, no fuera que le diese por presentarse en su trabajo y pedir a gritos la droga en la puerta de su vistosa consulta, un lujoso local de Fitzwilliam Square. Leslie resolvió encontrarse con ella en la librería, como de costumbre. Aunque ella se quedó visiblemente trastornada al ver en qué estado le habían dejado la cara, con las magulladuras y el ojo amoratado, él pasó los primeros minutos temeroso de que ella pudiera echársele al cuello allí mismo, sobre la marcha, en plena librería, por lo mucho que lo había echado de menos, según le dijo sin esperar a más. Quiso, le dijo, que se la llevase con él a donde fuera y que se la llevase cuanto antes, así que él tuvo que estrujarse los sesos, deprisa, y decirle que era imposible que fuesen juntos a ninguna parte, ya que el salón de belleza estaba cerrado y él había hecho las paces con Kate y estaba de nuevo viviendo con ella, lo cual era mentira, cómo no; Kate, él tenía una total certeza en esto, jamás aceptaría su regreso. Se dio cuenta de que la señora T no le creía; había cometido el error de llevársela a Percy Place un par de veces sin que Deirdre llegara a saberlo, de modo que conocía la habitación, por lo que tuvo que jurarle que ya la había dejado, si bien tenía en esos momentos preocupaciones de mayor envergadura que la decepción de la señora T, desilusionada al no haber sido capaz de atraparlo entre las sábanas. Por fin pudo escabullirse y huir de ella, una vez le dio ella el cargamento, prometiéndole que la vería esa misma noche en el Shelbourne —«Yo tomaré una habitación para los dos», ronroneó la mujer, mirándole con los ojos entornados, como una gata, y sujetándolo con suavidad por las solapas de su chaqueta de lino; «Podemos registrarnos con nombres falsos»—, promesa que no tenía la menor intención de cumplir.

Cuando arrancó para embocar Baggot Street, ella se quedó en el puente, bajo la intensa luz del sol, y lo vio partir con sus gafas de sol de montura blanca y su vestido de flores, demasiado juvenil para ella, y al mirar él por encima del hombro levantó una mano enfundada en un guante blanco y la agitó con flojera, con tristeza; él supo entonces que no la volvería a ver, a no ser que Maisie Haddon y el resto de sus contactos se encontrasen de pronto con el grifo cerrado. La señora T era otra de las que iba a echar de menos, la verdad era que sí. Tendría cuarenta y cinco años, día arriba o día abajo, y era flaca como un galgo, pero algo tenía, algo que se le notaba en las muñecas huesudas y en los tobillos tan delgados, algo tan frágil, tan aparentemente fácil de romper, que a él se le metió bajo la piel a pesar de tenerla gruesa y correosa. Recordó qué fácil había sido siempre hacerla llorar. Desde luego, la echaría de menos. Joder, con todas esas dichosas mujeres locas por pasar un rato con él, con todas esas malditas mujeres diciéndole a todas horas que lo amaban, y que de pronto se convertían en un engorro, ¿qué otra cosa podía hacer él? ¿Qué habría hecho cualquiera en su lugar?

Tuvo gracia, pero cuando salió por la puerta de Percy Place a la mañana calurosa, neblinosa, gris, se detuvo en seco debido a una sensación que en un primer momento no supo identificar, una suerte de pesadez en el pecho, como si le hubiera caído algo a plomo en el corazón. Con precaución subió al Riley, atento a no rozarse el costillar, que llevaba vendado. No arrancó el motor de inmediato, sino que permaneció al volante empeñado en reconocer qué le estaba pasando. Llevaba un tiempo pensando en Kreutz y en Deirdre, y en la foto comprometedora que Kreutz le había hecho, la foto que él mismo había enviado por correo con mero ánimo de broma. Cerró los ojos un momento. Joder. ¿Qué había hecho? Y entonces comprendió que lo que sentía era la culpa. Sí, la culpa. Eso era lo que le había detenido en seco cuando estaba caminando, ése era el peso que le oprimía el corazón. Abrió de nuevo los ojos y miró la calle desierta como si estuviera aturdido. Leslie White se sentía culpable… Eso sí que era una novedad. Arrancó entonces el motor y dio unos cuantos pisotones con fuerza en el acelerador. A lo hecho, pecho. Las cosas se habían puesto serias, pero ¿acaso era culpa suya? Lo peor de todo, pensó cuando ya se internaba por Haddington Road, era que la gente no le comprendía, y menos que nadie le comprendían las mujeres. Ellas querían tal o cual cosa de él, cosas que no estaba en su mano darles. Sí, eso era lo malo, que la gente esperase cosas que él no tenía y no podía dar.

Se saltó un semáforo en ámbar al llegar a Baggot Street y enfiló veloz por Mespil Road envuelto en una humareda del escape. A la orilla del canal, los árboles relucían entre verdes y grises bajo el cielo nublado. El agua tenía el aire de una lámina de hojalata bruñida. Se pasó una mano por el pelo, palpando con placer su textura sedosa. La brisa le resultaba grata y fresca, reconfortante en la cara magullada. A fin de cuentas, ¿no había sido en el fondo una broma inocente enviar la fotografía? No se había propuesto hacer tanto daño. Ésa era otra de las cosas que nadie entendía con respecto a él: su inocencia esencial, su carácter irreprochable en el fondo. Nada de lo que pudiera hacer lo hizo nunca con mala intención.

Empezaba a sentirse nervioso, y pensó en detener el coche y en meterse en un pub tranquilo para encerrarse en el servicio de caballeros y administrarse una dosis de zumito de bienestar, pero decidió en cambio esperar un poco. Tenía cosas que hacer, y necesitaba estar alerta hasta que las diera por hechas. Para empezar, tenía que ocuparse del viejo Kreutzer. No le cabía ninguna duda de que fue Kreutz quien dio la orden a los matones para que le propinasen una paliza, así que eso era preciso aclararlo cuanto antes, y tomar las represalias debidas. El viejo Kreutz tampoco se había portado bien con la chica cuando él se la mandó justo aquella noche de la paliza para que recogiera su medicina. Ella había sido su ángel de bondad y Kreutz la había despreciado, la había echado de la puerta de su casa. Ojo, que eso siempre sería mejor que haberle administrado una taza de su té especial y haber realizado un estudio artístico con ella, tal como había hecho con la pobre Deirdre. ¿De dónde había sacado el maldito guiri los arrestos necesarios primero para intentar chantajearle y después para contratar a una pandilla de maleantes que le diera una paliza? Desde luego, el Doctor empezaba a estar muy necesitado de que le pusiera los puntos sobre las íes.

Esa tarde, Adelaide Road estaba desierta, como de costumbre. Qué extraño, qué poco movimiento había siempre en esa calle, tan sólo algún coche aislado, prácticamente nunca un solo peatón. ¿Por qué sería?, se preguntó. Cuando menos, tendría que pasar el tráfico del hospital, y en la calle había casas en abundancia, y viviendas de pisos, así que… ¿dónde se metían sus ocupantes? No le importaría tener allí un sitio, un cubil, un refugio en medio de toda aquella paz, de aquella quietud frondosa. De un tiempo a esta parte, desde la ruptura con Kate y la desaparición de Deirdre, la cuestión del lugar en que vivir ocupaba gran parte de sus pensamientos. La habitación de Percy Place estuvo bien para el propósito con el que la pidió prestada, pero no le serviría para anidar allí a largo plazo. Había que considerar el problema de los fondos, por descontado, de los que se hallaba inequívocamente corto desde que el salón de belleza entonó su canto del cisne y se hundió. Sería preciso obligar a Kreutz a que reanudase los pagos, pues de lo contrario algunos maridos, personas respetables, en breve recibirían por correo algunas instantáneas cuando menos muy interesantes de sus señoras esposas. En esto, la complicación, cómo no, era que Kate, maldita fuese, había quemado las dichosas fotos. No quedaba más remedio que agenciarse los recambios del propio Kreutz, cosa para la cual imaginó que iba a ser preciso recurrir a algún que otro forcejeo.

Sonreía para sus adentros cuando se arrimó al bordillo y aparcó junto a la acera. Sería la pera obligar a Kreutz a entregarle el material con el que Leslie se dispondría entonces a apretarle las tuercas para que aflojase la mosca. «Chantaje» era por cierto una palabra, al menos cuando era él quien lo practicaba, que desde luego no le parecía que revistiera ninguna fealdad, a pesar de lo que todo el mundo decía siempre en las historias de detectives; muy al contrario, a él le olía a las siniestras hazañas del riesgo asumido con elegancia, a las proezas que mejor parado podían dejarle. Empujó la cancela, que chirrió al abrirse, y recorrió el corto trecho que lo separaba de la puerta con una mano en el bolsillo de la chaqueta, removiendo las ampollas que la señora T le había facilitado. Rodaban entre sus dedos como dados de cristal, y le reconfortó ese tacto frío, el soniquete agudo, la promesa de felicidad que encerraban.

Una vez más, Kreutz no pareció dispuesto a abrirle la puerta, por lo que sacó del bolsillo la ganzúa hecha de alambre con la mayor precisión, y tras echar un vistazo a la calle se puso a trabajar la cerradura. En el pasillo, en penumbra, se percibía un olor tenue, pero preciso y claramente desagradable. Echó a caminar con sigilo. Se preguntó dónde se habría escondido Kreutz. En fin, eso era lo de menos: ya lo encontraría.

Cuando sonó el teléfono, de alguna forma que no supo precisar Quirke adivinó, un segundo antes de coger la llamada, quién estaba llamándole. Se encontraba en su despacho, en el sótano, junto a la sala de disección, en la que estaba trabajando Sinclair, preparando un cadáver para proceder a la autopsia. Eran casi las seis de la tarde de un ajetreado día laborable, y el teléfono parecía que hubiera estado sonando toda la tarde sin descanso, agudo, exigente, como un bebé que pide a gritos su biberón; así pues, ¿qué podía tener aquella llamada en concreto, se preguntó, para que él adivinase con toda certeza quién le llamaba? Sin embargo, cuando el policía anunció quién era —«Inspector Hackett al habla»—, tuvo el palpito habitual del presentimiento. Hackett se tomó su tiempo antes de ir al grano. Le habló de la climatología, tema que era para Hackett lo que los chistes a cuenta de las suegras para los comediantes necesitados, ya que siempre lo tenía a punto; le dijo que el calor lo estaba dejando aplatanado, aunque en la radio había oído anunciar lluvias, que para él serían un gran alivio, a pesar de que bien sabía que no debería decir tal cosa, habiendo tanta gente que disfrutaba con el sol, los había visto en el Green cuando iba a dar un paseo, y estaban por todas partes, tumbados en la hierba, quemándose al menos la mitad de los ociosos, no le cupo ninguna duda, cosa que cada uno de ellos bien podría percibir en cuanto cayera la noche… ¿En dónde estaba y qué podía ser, se preguntó Quirke con un punto de impaciencia, aquello con lo que había «tropezado» el inspector en uno de sus paseos? Cuando le dijo en dónde estaba, y le comunicó una dirección de Adelaide Road, Quirke experimentó otro instante de reconocimiento telepático, y supo cuál era el nombre que estaba a punto de pronunciar.

—Yo diría que se ha encontrado con algo un poquito accidental —dijo el inspector—. En realidad, más que un poquito, y si no me equivoco mucho ha sido bastante más que accidental. ¿Tendría usted un rato libre para venir por aquí a echar un vistazo?

—¿Oficialmente?

Por el hilo del teléfono le llegó una risa contenida.

—Señor Quirke…

En cada uno de los escenarios de una muerte violenta con la que se las había tenido que ver Quirke a lo largo de su trayectoria profesional pendía un silencio de una clase muy particular, esa clase de silencio que se forma cuando se han extinguido los últimos ecos de un grito portentoso. Había algo traumático en todo ello, y había un respeto reverencial, y había indignación, la sensación de que habían sido muchas las manos que se habían levantado veloces para cubrir otras tantas bocas, pero había asimismo algo más, una especie de regocijo, una impresión sobresaltada y feliz, como la de quien a duras penas lograba creer la suerte que había tenido. Las cosas, reflexionó Quirke, incluso los objetos inanimados, al parecer tenían afecto por un asesinato.

—Un desastre, un desastre de padre y señor mío —dijo el inspector Hackett, empujando cautelosamente con la puntera del zapato un cuenco de cobre volcado sobre el suelo, salpicado de sangre.

El hombre, de tez morena, yacía en una postura curiosa delante del sofá, boca abajo, con los brazos alzados sobre la cabeza y los pies, descalzos, apuntando al suelo. Era como si hubiera rodado, o como si alguien lo hubiera hecho rodar por la sala, hasta encontrar allí su posición de reposo. La muerte suele ser un cliente de trato difícil. Una de las manos del hombre se hallaba cubierta por una venda gruesa y no muy limpia.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Quirke.

El inspector se encogió de hombros.

—Parece que quiso esconderse —dijo—. O protegerse. Puñetazos, patadas. La mano vendada parece que tiene una quemadura, como si se hubiera escaldado —vestía su traje azul, la chaqueta abotonada en el centro del torso, pero el cuello de la camisa ya se lo había desabrochado y se había aflojado el lazo de la corbata, puesto que allí dentro hacía calor y no corría el aire. Llevaba el sombrero en una mano, y tenía una tenue marca de tonalidad sonrosada en la frente, donde la badana le había oprimido la piel suavizada por el sudor—. Ha tenido que haber una trifulca. Sorprendentemente, o no tanto, en las casas de los alrededores nadie ha oído nada. Si algo han oído, nadie informó de nada —dio unos pasos y se paró ante el cuerpo, tirándose del labio inferior con el índice y el pulgar. Miró de reojo a Quirke—. ¿Le importa si le pregunto cómo lo conoció?

—¿Cómo sabe que lo conocía?

El detective sonrió y se mordió el interior de la mejilla.

—Ah, señor Quirke. No hay forma de cazarlo —giró el sombrero en la mano—. Billy Hunt me dio su nombre.

—Entonces es de suponer que también a mí me lo tuvo que dar, claro.

Hackett asintió.

—Eso es —dijo—. Eso es. Parece ser que su esposa lo conocía. La esposa de Billy, claro está. Y ahí hay una coincidencia, ¿no? Primero muere ella y ahora a este pobre tipo lo asesinan. Y… —meneó un dedo de un lado a otro, como si contase las partes— aquí estamos usted, y yo, y el apenado viudo, y sabe Dios quiénes más, y todos nos hallamos de alguna manera conectados unos con otros. ¿No se le hace extraño?

Quirke no respondió.

—¿Qué ha ocurrido? —volvió a preguntar.

—Tuvo que ser alguien conocido. Ninguna cerradura forzada, ninguna ventana rota, al menos por lo que alcanzo a ver.

A Quirke se le pasó algo por la cabeza.

—¿No ha llamado usted a los forenses?

El inspector le dedicó una sonrisa ladina.

—Me pareció que era preferible cambiar antes impresiones con usted —dijo—, al ver que fue usted quien vino a verme por lo que le había ocurrido a Deirdre Hunt, y más ahora que este amigo de Deirdre Hunt ha entrado de pronto en el más allá.

—Yo de todo esto no sé nada —dijo Quirke con llaneza—. A este hombre jamás lo había visto. ¿Cómo me ha dicho que se llama?

—Kreutz. Hakeem Kreutz. Está escrito en la placa de la barandilla, ahí fuera.

—¿Sabe algo más de él?

—Pues sí, he hecho un poco de investigación rutinaria. Afirmaba ser austriaco, o decía que su padre era austríaco, y que su madre era una especie de princesa oriunda de la India. Lo cierto es que era natural de Wolverhampton. Su familia tenía una tienda de comestibles, la típica tienda de la esquina.

—¿Y cómo es que llegó a ser Kreutz?

—Sólo se hacía llamar así. Imagino que le gustó cómo sonaba, «el doctor Kreutz». Su apellido real es Patel.

Quirke se agachó junto al cadáver y le tocó la mejilla; estaba fría y rígida. Se puso en pie, se frotó las manos como si quisiera quitarse todo residuo del contacto.

—No veo qué conexión puede existir entre esto y el suicidio de Deirdre Hunt —dijo.

Hackett se lo tomó a pecho.

—¿Suicidio? —aguardó, pero Quirke no dijo nada—. ¿Está seguro, señor Quirke, de que no hay alguna cosa que haya preferido no decirme? Usted es un hombre que guarda ferozmente sus secretos, eso lo sé desde hace tiempo.

Quirke no quiso mirarlo.

—Como ya le he dicho antes, yo de todo esto no sé nada —estaba observando un charco de sangre seca, que despedía un brillo oscuro, como si fuera una laca china sobre los tablones del suelo, pintados de rojo—. Si supiera algo, se lo diría.

Se hizo un silencio dilatado. Los dos permanecieron inmóviles, un tanto apartados el uno del otro.

—De acuerdo —dijo el inspector suspirando al fin, con el aire de un ajedrecista que reconoce su derrota—. Le creo.

Leslie White estaba tan nervioso, tenía tal canguelo que ni siquiera uno de los buenos chutes del zumito de bienestar que le había proporcionado la señora T, administrado en los lavabos del sótano del Shelbourne, había sido suficiente para devolverle el aplomo. Anduvo un buen rato conduciendo el cochecito en medio del tráfico, a última hora de la tarde, aferrado con todas sus fuerzas al volante y pestañeando deprisa, al tiempo que meneaba la cabeza como si tratara de quitarse algo del oído, a saber qué, que se lo tenía obstruido. Había dado vueltas y más vueltas alrededor del Green durante lo que le pareció que eran horas. No sabía qué hacer, y tampoco era capaz de pensar con claridad. La dosis le había colgado fulares de gasa verduzca delante de los ojos, como el musgo colgante de las ramas de un bosque entero, tras el cual aún veía sangre, y el cuenco de cobre en el suelo, y Kreutz allí muerto. Tenía un anhelo desesperado de estar a cubierto, lejos de las calles y de los coches y del gentío que caminaba con prisas. ¿Era la luz del día tan tenue como le parecía? ¿Era tal vez más tarde de lo que suponía? Anhelaba que cayera la noche, ansiaba la cobertura que pudieran prestarle las tinieblas. No es que tuviera miedo exactamente, sino que su incapacidad de decidir qué iba a hacer a continuación empezaba a resultarle angustiosa. Giró el volante y se cruzó por delante de un autobús que tocó el claxon como si un elefante barritase, de modo que lo giró al punto en sentido contrario y por poco chocó contra un Humber Hawk de los grandes, que avanzaba despacio a su lado. Se dio cuenta de que debía detenerse y aparcar el coche y entrar en un pub y tomarse una copa, tratar de sosegarse, tratar de pensar con claridad. Y de pronto supo qué era lo que tenía que hacer y adonde tenía que ir. ¡Por supuesto! ¿Cómo no lo había pensado antes? Aceleró hasta la esquina de Grafton Street y dobló allí con un chirrido de los neumáticos para poner rumbo al oeste.

Phoebe había tomado por costumbre detenerse en el portal y mirar con sumo cuidado a uno y otro lado antes de aventurarse a salir a la calle. La sensación de que estaba siendo vigilada, de que alguien la espiaba y la seguía, era más intensa que nunca. Habría dado en suponer que todo eran imaginaciones suyas —y su imaginación, a fin de cuentas, había sido desde hacía muchísimo tiempo una casa de los horrores—, y lo habría dado por cierto de no ser por las llamadas telefónicas. Sonaba el teléfono a cualquier hora del día o de la noche, pero cuando atendía la llamada no se encontraba con nada, sólo un silencio que crepitaba en la línea. Trató de captar el sonido de una respiración —había oído alguna vez a otras mujeres relatar sus experiencias en llamadas semejantes, y quien llamase siempre respiraba con fuerza, o jadeaba incluso—, pero fue en vano. A veces tenía una sensación de voz ahogada, aunque guardase silencio, y entonces suponía que quien la llamase, y estuvo siempre segura de que era un hombre, debía de haber puesto la mano sobre el micrófono. Una vez, sólo una vez, llegó a captar algo, un «clinc» muy lejano, apenas perceptible, como si fuera la tapa de una caja pequeña y de metal que se abría y se cerraba continuamente. Le resultó enloquecedoramente familiar ese ruidito, pero no acertó a identificarlo por más que se esforzase. Se había llegado a acostumbrar a esas llamadas, y aunque sabía que era una perversidad por su parte a veces las recibía con agrado, muy a su pesar. Ya eran a esas alturas una constante en su vida, alfileres fijos en el tejido blando de sus días. Sentada en el banco, bajo la ventana abierta de par en par, con el teléfono en el regazo y el auricular pegado a la oreja, olvidaba el sentimiento de estar amenazada, y se dejaba hundir casi con languidez en ese breve intervalo de silencio sosegado y compartido. Había renunciado a gritar a quienquiera que le hiciese aquellas llamadas; ya ni siquiera preguntaba quién era, y mucho menos exigía que se identificase, tal como sí había hecho con insistencia en las primeras ocasiones. Se preguntó qué pensaría él, qué sentiría ese espectro, cuando escuchaba a su vez los dilatados silencios de ella. Tal vez fuera eso todo lo que deseaba, un momento de quietud, de vacío, de alivio, de lejanía del incesante estruendo que resonaba en su cabeza. Y es que estaba convencida de que tenía que tratarse de un demente.

Esa noche, en la calle, se encontró con el viejo que sacaba a pasear al perro, al cual había visto en infinidad de ocasiones —dueño y perro eran llamativamente semejantes, los dos bajos, los dos rechonchos, los dos con un idéntico pelaje gris— y con una pareja que caminaba, cogidos del brazo, en dirección al Green; la chica le sonreía al hombre, enseñando los dientes superiores hasta las encías. Un chico encorvado sobre una bicicleta de carreras pasó de largo, los neumáticos siseando en la carretera asfaltada, reblandecida aún por el calor del día. Se detuvo un autobús pero no bajó nadie. Salió al ocaso. Una vaharada fragante le llegó desde los arriates de flores del parque. ¿Por qué sería que las flores difundían tan intensamente su aroma al anochecer?, se preguntó. ¿Era ésa la hora a la que salían los insectos? Cuántas cosas desconocía, cuántas cosas.

Subió a un autobús en Cuffe Street, y por muy poco no vio el deportivo de silueta baja, verde manzana, que cruzó en ese momento y aceleró en dirección hacia la calle por la que ella acababa de llegar.