9

Un buen día y sin previo aviso su mundo se partió por la mitad. Ésa fue la forma en que lo asumió, ésa fue la frase que se repitió sin descanso para sus adentros: El mundo se ha partido por la mitad. Al principio pareció que el día iba a ser igual que cualquier otro. Cierto que Billy apenas le había dicho una sola palabra, cierto que desayunó por su cuenta en la cocina y que se marchó sin decir adiós siquiera, cargado con el maletín lleno de muestras. O se había aplicado demasiada loción para después del afeitado o estaba colorado, como tendía a estar cuando se enojaba. Pero no le pareció que estuviera enojado, sino sólo malhumorado, o con un extraño humor. Cuando se fue de la cocina quedó el humo de su cigarrillo que ascendía en lentas volutas, entre grises y azuladas, a la potente luz del sol que penetraba por la ventana, junto a la puerta de atrás. Se había servido una taza de té tibio de la tetera de cerámica marrón y se sentó ante la mesa sin recoger, escuchando un rato la radio. Billy había dejado una mancha de mermelada en el mantel blanco, que brillaba como una esquirla de cristal. En el jardín trinaba un pájaro con todas sus fuerzas. Se acordó de que antes de ir a trabajar tenía que poner en marcha la lavadora, la máquina recién estrenada que había sido, qué cosas, otro de los pequeños lujos que el Silver Swan, que iba viento en popa, le había permitido disfrutar.

Sí, un día como cualquier otro, o al menos eso parecía.

Cuando sonó el teléfono se llevó un sobresalto. ¿Quién podía llamar a esa hora tan temprana? Fue corriendo al recibidor. Al principio no entendió quién preguntaba por ella. Hardiman, dijo que se llamaba. Se paró a pensar. ¿Conocía a alguien llamado Hardiman? Acto seguido, le dijo que llamaba del banco. Se le resecó la boca y notó que sus latidos de pronto bajaban de ritmo, que eran un golpeteo apagado, trabajoso, como si algo le subiese con esfuerzo por dentro. Los tratos con el banco habían sido la parte del negocio que ella más odiaba, así fuera en secreto. Los bancos la aterraban, nunca había pisado uno solo hasta que tuvo veintimuchos años. Eran demasiado grandes, con techos demasiado altos, con demasiados mostradores y demasiada gente tras ellos, todos con corbata, o las chicas con conjuntos de suéter y chaqueta de punto a juego, mientras que los hombres que se veían al fondo, o en sus despachos acristalados, llevaban todos trajes de mil rayas. Le aterraba incluso el olor, un olor seco, a papel, como el olor del despacho de la directora del colegio de monjas. Hardiman le estaba diciendo algo sobre unos asuntos, sobre unas cifras, sobre unos cheques firmados por el señor White. Le pidió que se acercara por el banco, que pasara a verle. Sin saber cómo, logró ella que le saliera la voz de dentro y dijo que ese día estaba muy ocupada, y que si le iría bien que se acercase a verle el lunes. Se hizo entonces un silencio en la línea, un silencio más alarmante incluso que la voz de aquel hombre y al cabo le oyó ella toser —aunque no lo conociera en persona lo vio en ese momento, gris, preciso en todos sus movimientos, con motas de caspa en el cuello de la chaqueta, sentado ante una mesa, con el teléfono en una mano y el nudillo del dedo índice apretado contra los labios fruncidos— y dijo que no, no, que no era posible esperar hasta el lunes, que lo mejor sería que fuese cuanto antes a verle. Ella quiso protestar, pero él la cortó en seco, de un modo más contundente.

—De veras, señora Hunt, creo que lo mejor, en interés de todos, es que venga usted ahora mismo y que veamos si hay forma de encontrar entre todos una solución.

Nada más colgar tuvo que subir al piso de arriba, al cuarto de baño y se sentó en el retrete y la orina salió de ella a espuertas, a chorros, tanto que no alcanzó a imaginar cómo podía haber retenido tal cantidad dentro. Cuando se tocó la cara se la encontró seca como las hojas caídas, no, no como las hojas caídas, sino como la ceniza, eso era, y notaba tal constricción en la garganta que a duras penas podía tragar, y le ardían los párpados y le dolía hasta el cabello, si es que tal cosa era posible. A pesar de todo, a pesar del susto, del pánico, de la orina incontenible, no se sorprendió. Esto, lo entendió de golpe, era algo que había estado esperando que sucediera en todo momento, desde el primerísimo día en aquel pub de Baggot Street, cuando se sentó en la barra y oyó a Leslie White indicar al camarero cómo quería que le preparase exactamente los whiskys calientes —«Con agua caliente, ojo, que no esté hirviendo, y no más de tres clavos en cada uno»—, y estuvo tan excitada de encontrarse en un pub a media tarde, tomando una copa con aquel ser tan bello, de cabellos plateados, que le dio miedo que fuera a caerse del taburete y desmayarse entre sus brazos. Lo que había dado tantísima emoción a todo, aunque fuese de un modo horrible, y ahora lo entendió, no era que el salón de belleza fuera viento en popa, ni que entrase el dinero en cantidades, ni las charlas juguetonas de Leslie, ni la embriagadora sensación que la invadía al notar sus dedos en la piel, no, y ni siquiera el amor, sino la perspectiva, no reconocida aún, de que llegara la hora en que recibiera esa llamada telefónica a las nueve de la mañana de un día laborable, de un día como cualquier otro, con la cual llegó el anuncio de que había sobrevenido la catástrofe. Y eso era extraño.

La entrevista con Hardiman para ella pasó en un visto y no visto, en un manchurrón acalorado y desdibujado. Se había equivocado con respecto a él, no era el palo reseco y estirado que se imaginó, sino un hombre de gran envergadura y cabello blanco y rostro colorado, preocupado, con un traje azul, que se inclinaba muy atento con los codos sobre la mesa y las manos enormes y carnosas, unidas delante de él, diciéndole con una voz en la que resonaba la tristeza que Leslie White había arruinado el negocio. Ella no lo entendió, no lo supo asimilar. Al parecer, por cada libra que hubiese ganado ella Leslie había gastado dos. Había recurrido al salón de belleza como aval para pedir una hipoteca que le fue concedida, pero que se había gastado en su totalidad. Había cheques cuyo importe no había sido posible hacer efectivo, dijo Hardiman. Ella lo miró con la boca abierta, sin entender nada, y él se miró las manos y la volvió a mirar y suspiró.

—Devueltos, señora Hunt. Los cheques han sido devueltos.

Pero… ¿y el dinero? ¿Qué había sido del dinero?, preguntó, suplicando una aclaración que la ilustrase. ¿En qué se lo había gastado Leslie?

El señor Hardiman irguió sus hombros voluminosos, envueltos en el traje azul, y los encogió de nuevo, como si con ellos sujetase el peso del mundo.

—Eso es algo sobre lo cual el banco carece de información, señora Hunt —dijo, y como ella siguió mirándole sin entender nada y sin saber qué hacer, parpadeó y frunció el celo—. Es decir —añadió con aspereza—, no sabemos en qué lo ha gastado. Tal vez ésa sea una pregunta —se contuvo, y suavizó el tono—… Tal vez ésa sea una pregunta que debería usted hacerle a él, señora Hunt.

Salió caminando a la mañana de verano, sintiéndose como si fuera la única superviviente de un descomunal desastre, que sin embargo no había hecho el más mínimo ruido. La luz del sol tenía una nitidez cortante, amarilla, que le hizo daño en los ojos. Pasó de largo un carro de un carbonero, y el carbonero de rostro renegrido iba de pie sobre el pescante, con las riendas en una mano y el látigo en la otra, al tiempo que los dos caballos grandes abrían al máximo los ollares y la espuma les volaba de las comisuras de la boca. Un autobús tocó el claxon, un chico que vendía periódicos dio una voz. El mundo parecía un sitio nuevo, un sitio que ella nunca hubiera visto, que sólo con mucha maña recordaba algo al mundo familiar, al mundo de antaño. Entró en una cabina de teléfonos y rebuscó en el bolso unas monedas sueltas. No llevaba cambio. Se acercó a un quiosco y le dieron las vueltas en monedas grandes, con lo que pidió al quiosquero cambio más pequeño, y éste masculló algo y la miró con mala cara, pero a pesar de todo le dio las monedas. Llamó por teléfono al salón de belleza, pero no hubo respuesta. Tampoco es que contase con encontrar allí a Leslie, claro está, aunque encontró un pequeño consuelo en el acto de marcar números conocidos, en oír que sonaba el teléfono en aquel espacio desierto. Y sin saber qué estaba haciendo llamó a casa. A casa. La palabra se le había encajado en el corazón como una esquirla de acero. A su casa, a la de él. A su esposa. A su otra vida, a su vida real.

Kate White contestó a su llamada. Su marcado acento inglés fue una sorpresa, aunque no debiera haberlo sido. En ese momento le resultó extraño que no se hubieran visto nunca ella y la esposa de Leslie. Al principio no pudo decir nada. Se quedó mirando por los cristales sucios de la cabina, a la calle y a los coches y autobuses que pasaban sinuosos al trasluz de los defectos del cristal.

—¿Hola? —dijo Kate—. ¿Quién llama?

Su voz era de mando, la de una persona acostumbrada a que los demás la obedecieran, a que saltaran al oír una palabra suya.

—¿Está Leslie? —preguntó, y a ella misma su voz y su pregunta se le antojaron las de una niña pequeña, una colegiala temerosa de las monjas, temerosa del cura en el confesonario, temerosa de Margy Rock, la abusona del colegio, temerosa de su padre. Hubo un silencio. Se dio cuenta de que Kate sabía quién era.

—No —dijo Kate por fin, y lo dijo con frialdad—. Mi marido no está aquí. ¿Quién llama? —volvió a preguntar.

No fue capaz de decir su nombre.

—Soy su socia —dijo—. Es decir, trabajo con él en el Silver Swan.

—¿En serio? No me digas… —se burló Kate.

Siguió un nuevo silencio.

—Necesito hablar con él —dijo—, es urgente. Se trata del negocio. He ido al banco. El director ha hablado conmigo. Todo esto es… —¿qué iba a decir? ¿De qué forma podría describirlo? Aquello era de una dimensión inabarcable, era terrible, era irremediable y era una vergüenza.

—Así que de nuevo se ha metido en un buen lío, ¿es eso? —dijo Kate con una nota de emoción en la voz, una mezcla de amargura y de ira y en el fondo de sorna, como si aquello le hiciera gracia—. A mí no me extraña. ¿A ti te extraña? Sí, yo diría que te ha pillado completamente por sorpresa. No tienes tanta experiencia de él como la que tengo yo acumulada, no importa lo que te empeñes en pensar. En fin, pues espero que no le haya dado por suponer, a él me refiero, que otra vez voy a sacarlo del atolladero —hizo una pausa—. En esto vais juntos los dos, tú y él. Por lo que a mí se refiere, o nadas o te ahogas. ¿Y tú sabes nadar, Deardree? —dicho lo cual, colgó.

Cuando llegó a casa decidió comer algo, así fuera por conservar las fuerzas, aunque no tenía ni pizca de hambre; pensó de hecho que nunca más volvería a tener hambre. Se preparó un sándwich de jamón, pero cuando sólo había comido la mitad tuvo que subir corriendo al cuarto de baño y lo vomitó todo. Se sentó en el canto de la bañera, temblando, con un sudor frío en la frente. Se le pasó la náusea y bajó y sacó la aspiradora y la pasó por la alfombra de la sala de estar, empujando con el escobón de un lado a otro con violencia, como un marino al que se castiga a fregar el puente. Hasta ese instante no se le había pasado nunca por la cabeza que no es posible limpiar nada y dejarlo completamente limpio. Por mucho tiempo que pasara limpiando la alfombra, siempre quedarían cosas que se pegasen con terquedad al nudo, pelos, pelusillas, trozos minúsculos de comida, millones y millones de ácaros, que imaginó como si fueran una masa en movimiento, una miríada de seres vivos, tan diminutos que resultarían invisibles aun cuando se arrodillase y pegase la cara a la alfombra hasta meter la nariz entre sus fibras.

Se acordó de la botella de whisky que alguien les había regalado por Navidad. Nunca la llegaron a abrir. La había guardado en el último estante del armario de la ropa, donde estaban los cepos para los ratones y la sosa cáustica y la vieja máscara de gas, de caucho, de los tiempos de la guerra, cuando todo el mundo contaba con que se produjera de un momento a otro la invasión de los alemanes. Apagó la aspiradora y la dejó en medio del suelo, que los ácaros se paseasen por encima de ella si es lo que les apetecía.

El whisky le pareció que tenía una coloración marronácea. ¿Se estropeaba el whisky con el tiempo? Pensó que no; siempre había oído decir que mejoraba cuantos más años tuviera. Éste ya tenía doce años cuando fue embotellado, la misma edad que tenía ella cuando se rebeló por fin contra su padre y le amenazó con ir a contarle al párroco de St. Bartholomew todas las cosas que le había hecho desde el día en que ella aprendió a andar. Las cosas nunca volvieron a ser iguales en aquel piso de los Bloques. Lo más raro fue lo mucho que su madre se enfureció con ella, ¡su madre, que debiera haberse encargado de protegerla durante todos aquellos años! Cuánto deseó saber entonces dónde estaba Eddie, el hermano que se escapó del colegio y se hizo al mar cuando todavía era poco más que un chiquillo. De noche, en la cama, con el oído atento al paso de su padre en el rellano, sintiéndose a morir, se inventaba historias acerca de Eddie, imaginaba que por fin volvía a casa convertido en un hombre, con un chaquetón de marino, con pantalones de campana y un gorro como el de Popeye, sonriente, musculoso, y que le enseñaba sus tatuajes y le preguntaba cómo estaba y ella le hablaba de su padre, con lo que él se plantaba ante el padre y le mostraba el puño cerrado y le amenazaba con darle una buena tunda si alguna vez se le pasaba por la cabeza ponerle sólo un dedo encima a su hermanita. Historias, historias inventadas. Bebió un trago de whisky a gollete. Le quemó en la garganta y le dio una arcada. Volvió a beber otro trago más largo. Esta vez le quemó menos.

A última hora de la tarde se presentó Kate White. Cuando oyó el timbre creyó que tenía que ser Leslie, y fue corriendo a abrir la puerta, con el corazón desbocado por el whisky que había bebido y por la excitación y la repentina esperanza que sintió dentro. Había ido a pedirle disculpas, a dar explicaciones, a decirle que todo había sido un malentendido, que él lo arreglaría todo con los del banco, que todo volvería a ir como la seda. Cuando abrió la puerta, Kate la miró casi con compasión.

—Dios mío —dijo—, bien se ve lo que te ha hecho —la condujo a la sala. Kate miró la aspiradora, y Deirdre la recogió, enrolló el cable y lo colocó detrás del sofá. No era capaz de hablar. ¿Qué quedaba por decir?

Kate anduvo de una pared a la otra, con los brazos cruzados sobre el pecho, fumando un cigarrillo al que daba caladas rápidas, enojadas. Había descubierto las fotografías, y las cartas. Leslie las había dejado en un bolso debajo de su cama, debajo de la cama de ambos. Se rió enfurecida.

—¡Debajo de la puta cama, por Dios! —suponía que en el fondo su deseo era que ella las encontrase, le dijo. Quería encontrar una excusa para marcharse y abandonarla, y de ese modo habría sido ella la que a la fuerza lo echase. Volvió a reír—. Siempre le ha gustado dejar que sea otro quien tome las decisiones —no sabía adónde podía haber ido. Dijo que, según suponía, los dos tendrían un nido de amor, y que era probable que se hubiera instalado en él. Dejó de pasear de un lado a otro de repente—. ¿Tenéis un nido de amor, sí o no? —ella le dijo que sí, que tenían una habitación, pero que no le iba a decir dónde estaba. Kate resopló—. Oye, ¿a ti te parece que a mí me importa algo dónde follarais los dos? Por cierto —añadió mirando al techo—, ¿no lo hicisteis nunca aquí? Me gustaría saberlo.

Deirdre, cabizbaja, hizo un mínimo gesto de asentimiento. Sí, dijo, Leslie se había quedado una noche en que su marido estaba de viaje, en Suiza. Kate se quedó mirándola y tuvo que explicarle que a veces Billy tenía que viajar a Ginebra para asistir a los congresos en la sede central de la empresa para la que trabajaba.

—¿Congresos? —dijo Kate con otro resoplido—. ¿Tu marido iba a congresos? —la sola idea pareció hacerle gracia—. Pobre idiota.

Sin embargo, Deirdre se fue dando cuenta de que Kate no estaba ya tan enojada como cuando llegó. Supuso que Kate le tenía lástima, o tal vez fuese cierto sentimiento de solidaridad entre las dos. A fin de cuentas, Leslie las había engañado a ambas, a ella tanto como a Kate. Como si acabara de tener ese mismo pensamiento, Kate dejó de pasear de una pared hasta la otra y la miró a fondo por vez primera.

—Oye, ¿estás borracha? —le preguntó.

Dijo que no, que no estaba borracha, pero que había bebido whisky, y que no tenía costumbre.

—Te voy a dar un consejo —dijo Kate—. No te des a la bebida —se sentó con brusquedad en el sofá, con las rodillas juntas y los puños cerrados encima de las rodillas—. Dios todopoderoso —dijo—, mira qué pinta tenemos las dos, engañadas por esa… rata.

Y por pasmoso que fuera Deirdre sintió en ese instante que una protesta se abría paso por su garganta, un grito de negación y de defensa. En ese instante, y por vez primera en todo el día, un largo día, la traspasó la ineludible comprensión de todo lo que estaba perdiendo en esos momentos. No sólo el dinero, no sólo el negocio, no sólo el coche nuevo y los vestidos nuevos y el abrigo de armiño que pensaba comprar al año siguiente; todo eso ya no importaba nada. No: estaba perdiendo a Leslie, a quien amaba de una manera tal como nunca había amado a nadie, tal como jamás volvería a amar a nadie. Notó que algo se encogía en ella, que se encogía y se desmoronaba y se hacía ceniza, como se habían hecho ceniza las fotografías cuando ella las quemó aquel día en la pequeña chimenea de Percy Place.

Kate se puso de pie.

—Lo lamento —dijo—. No sé por qué tendría que lamentarlo, pero lo lamento. Vine aquí a gritarte, a vilipendiarte por haberme robado a mi marido. Tuve la fantasía de golpearte, de arrancarte los ojos con las uñas, de todas esas cosas que una se imagina que hará en un momento como éste, pero todo lo que siento es… es tristeza —dio un paso adelante y alzó la mano como si en efecto fuese a golpearla, pero en cambio se limitó a rozarle ligera y fugazmente la mejilla con las yemas de los dedos—. Pobre puta estúpida —dijo. Y con eso se marchó.

El día siguió su curso con una lentitud exasperante. En la casa, el aire la sofocaba, si bien no se atrevió a salir, ni siquiera al jardín de la trasera, sin saber bien por qué, con la particularidad de que todo lo que se hallara fuera de la casa en esos momentos le parecía hostil, humeante, sulfúrico. Entró en la cocina todavía abrazada a la botella de whisky, sacó un vaso del armario y se sentó en la mesa, donde llenó el vaso hasta el borde, tanto que tuvo que agachar la cabeza para dar el primer sorbo sin levantarlo de la mesa. Tenía los ojos como dos carbones al rojo, y el interior de los labios en carne viva, hinchados, cuarteados. Siguió bebiendo. Durmió después un rato, aún sentada a la mesa, con la cabeza apoyada en los brazos. Cuando despertó anochecía. ¿Qué había sido del día? Pareció que hubiera pasado una eternidad desde que estuvo en el banco viendo al señor Hardiman. La casa estaba antinaturalmente silenciosa. Permaneció sentada, sin moverse, durante un largo rato, a la escucha, pero no le llegaron otros sonidos que los que ya estaban circulando por su cabeza. Le picaba la piel bajo la ropa. No se sentía limpia; no es que se sintiera sucia tampoco, sino que no se sentía limpia. Tomó la botella y subió al piso de arriba con el vidrio apretado contra el pecho, apoyándose con un codo que fue deslizando sobre la balaustrada. En lo alto de la escalera se vio en el espejo de cuerpo entero, en la pared, frente al cuarto de baño, con el codo extendido y el puño cerrado en el cuello de la botella, vuelta sobre el pecho, como si tuviera una apoplejía o fuese minusválida o algo así.

En el cuarto de baño, dejó con cuidado la botella sobre el estante, en la cabecera de la bañera, y tomó el vaso del lavabo. Cuando se inclinó para poner el tapón en la bañera estuvo a punto de caerse de cabeza. Se desnudó, despojándose de la ropa como si fueran otras tantas fundas de piel abandonada, como la muda de una serpiente. El penetrante olor a vapor, que a nada olía, le picó en la nariz. Se introdujo en el agua —estaba tan caliente que a duras penas pudo soportarlo— y se tendió con un suspiro. Se miró el cuerpo pálido debajo del agua, sus líneas móviles, sus planos en constante transformación. Se arrodilló entonces y se sirvió el final de la botella en el vaso del lavabo —¿era posible que se hubiese bebido la botella entera?—, arrellanándose de nuevo en la bañera, con el agua hasta el cuello, sujetando el vaso entre los pechos que se le mecían con lentitud, flotando en el agua. Se devanó los pensamientos con una inconcreta inquietud repasando escenas de su pasado, la Navidad en que su padre le llevó de regalo una bicicleta, el día en que le saltó un diente a Tommy Goggin, la gloriosa mañana en que se presentó en la botica y le dijo al sucio, al viejo, al bruto de Plunkett que se olvidara de ella para siempre, que renunciaba al empleo, que iba a emprender un negocio propio.

Se adormiló un rato, hasta que se hubo enfriado el agua de la bañera y despertó con un temblor. Se envolvió en una toalla y se dirigió al dormitorio tambaleándose al pasar por la puerta, donde se golpeó el hombro contra la jamba y se hizo daño. Ya era de noche, pero no se tomó la molestia de encender la luz. Había aminorado su temblor, aunque le castañeteaban los dientes. Retiró la colcha y la sábana y, envuelta todavía en la toalla húmeda, se tumbó y se subió la sábana hasta la barbilla. La luz de la luna llena entraba por la ventana, y la propia luna la miraba como un ojo gordo, que se refocilara. Lloró un rato, y el temblor dio un acusado hipido a sus sollozos. ¿Por qué estaba llorando? ¿De qué le iba a servir el llanto? Todo se había partido por la mitad.

Miró a la luna y de pronto se vio con toda claridad, envuelta por la luz radiante, de pie en aquellas noches de verano en la ventana del piso, cuando era niña, disfrutando del delicioso olor que llegaba desde la fábrica de galletas y escuchando el trinar del mirlo posado en un negro alambre. Había dejado de llorar. Tal vez todavía quedara alguna posibilidad, tal vez todavía fuera posible salvar algo del desastre que había causado Leslie en todo cuanto la rodeaba. «Sí —se dijo en voz alta—, a lo mejor todavía podemos salvar algo». Se acordó entonces de cómo le había rozado Kate White la cara con los dedos, con tanta delicadeza. Le había caído bien a pesar de los pesares. Podrían haber sido amigas si las cosas hubieran sido de otro modo. Podrían incluso haber iniciado un negocio juntas, podrían haber montado otro salón de belleza, sin necesidad de Leslie. Con estos pensamientos por todo consuelo suspiró, y sonrió mirando la negrura que iluminaba la luna y cerró los ojos. Y cerró los ojos.