Maisie Haddon llamó por teléfono a Quirke y le dijo que quería verle. Propuso que se reunieran en el Hotel Gresham para variar un poco. Él trató de que le dijera de qué se trataba, pero ella se negó.
—Allí nos vemos —dijo con su truculencia de costumbre—. En el bar.
Era media tarde cuando llegó al hotel, y nada más entrar, tras estar expuesto a la luz del sol, quedó unos instantes medio ciego, pero no por eso dejó de ver a Maisie Haddon. Habría sido imposible no reparar en ella. Vestía un traje blanco con hombreras de relleno y solapas anchas, unos zapatos blancos, grandes, de tacón alto, una blusa carmesí y un fular de gasa, de una seda verde limón. Además llevaba un sombrero, un artilugio en forma de barco, de fieltro verde, inclinado con picardía y desenvoltura, sobre las ondas de cabello amarillo intenso, cardado con una permanente. Estaba sentada en un taburete alto, en la barra, con las piernas cruzadas. En deferencia al lugar de la cita había pedido un brandy con oporto.
—Va bien para las tripas —dijo—. Son muy delicadas las tripas, ya se sabe.
Él le hizo un cumplido por su indumentaria, por el sombrero en especial, a lo que ella respondió con una carcajada iracunda.
—Más le vale ser bonito —dijo—. Me ha costado una fortuna, maldita sea. Ya sabes tú cómo se sale con la suya esa merluza vieja, la tal Cuffe-Wilkes, que así se hace llamar, no te lo pierdas. Maison des Chapeaux, cómo está usted. Maison de la Gorra Gorrona, más bien —a pesar de sus estridencias de costumbre, parecía más bien sosegada.
Quirke sospechó que la intimidaban los grandiosos accesorios del hotel, las lámparas de araña, los espejos altos, relucientes, los suelos de mármol abrillantado, las camareras de blanco delantal y medias negras y pequeñas cofias con puntillas.
—Aquí se alojó Mickey Rooney, no sé si lo sabías —dijo Maisie, y miró en derredor con gesto de apreciación—. Y Grace Kelly.
Quirke enarcó una ceja.
—¿Juntos?
Ella le dio un codazo en las costillas.
—No, so payaso —le dijo riendo—. En cambio, aquí vi una vez al Aga Kan y a Rita Hayworth cuando eran marido y mujer.
—Alí Kan —dijo Quirke. Ella lo fulminó con la mirada—. Era Alí el que estuvo casado con Rita Hayworth, no el Aga Kan.
Molesta, ella torció el morro.
—Alí, Aga, ¿qué más dará? Si tantas cosas sabes, listillo, dime una cosa: ¿de qué otra estrella de cine era prima Rita Hayworth?
—No tengo ni idea.
Ella esbozó una sonrisa triunfal, mostrando la mayoría de sus dientes grandes, ligeramente amarillentos.
—¡Ginger Rogers!
—Maisie, eres una enciclopedia andante.
Frunció el ceño. Maisie tendía a ser picajosa, sobre todo cuando le invadía la sensación de que alguien le estaba tomando el pelo. Pidió otra copa para ella, y para él pidió un vaso de agua del grifo.
—¿Sigues sin probar la priva? —le preguntó—. ¿No piensas tomarte un traguito aunque sea, para hacerle compañía a una chica?
Él negó con un gesto.
—Si me tomo sólo uno, luego me tomaré otro, y después de ése caerá otro, y entonces, digo yo, ¿adónde iré a parar?
—Joder, Quirke, ya no tienes ni pizca de gracia, ¿lo sabías?
Quirke se preguntó sin ánimo de hallar la respuesta cuándo se lo habían pasado Maisie y él tan bien como ella había dado a entender.
—Aquella chica por la que me preguntabas el otro día —dijo Maisie—. La que puso fin a sus penas.
—¿Sí?
Había hecho una pausa antes de dar muestra de interés. A Maisie le gustaba que todo el mundo fuese despacito. Escrutaba las honduras de su segunda copa, ya a medio despachar.
—He hecho pesquisas por ahí —dijo—. Nadie sabía nada, o nada al menos que pudiera ser de algún interés para ti. Y un día hablé por pura casualidad con una vieja clienta que vive por Clontarf. Antigua monja, mejor dicho, que vive con un antiguo cura. ¿No te lo crees? Se vinieron de Inglaterra los dos, escapando de los obispos y toda la pesca, digo yo, o de los polis, a saber. Se compró un anillo, o se quedó con uno que le tocó en un rosco de Halloween, y se montaron una casa juntos. Son todo lo respetables que se pueda pedir.
—¿Y cómo es que la llegaste a conocer?
Ella lo miró como si fuera lerdo.
—¿Y a ti qué te parece? Una cosa es un anillo, pero otra muy distinta es un niño revoltoso. De todos modos, y a lo que iba, mira tú qué coincidencia. Cuando le pregunté por la tal Deirdre Hunt, que si la conocía, que si había oído hablar de ella, va y se echa a reír y me dice: «¿Deirdre Hunt, me dices? Caramba, pues claro que la conozco. Vive al otro lado de la calle, enfrente de mí».
—En Clontar —dijo Quirke.
—No sé qué de St. Martin: avenida, jardines, travesía… No me acuerdo. ¿No te parece rarísimo, que yo le llamase por teléfono para preguntarle por alguien que va y resulta ser la vecina de al lado?
Quirke volvió a aguardar, y dio un sorbo de agua.
—¿La conocía? —preguntó al cabo—. Quiero decir… ¿tanto como para hablar con ella?
—Eran muy suyos, no se relacionaban con nadie.
—¿Quiénes? ¿La monja y el cura, o los Hunt?
Ella se volvió y lo estudió largo tiempo, meneando la cabeza muy despacio de un lado a otro.
—Quirke, a veces me pregunto si eres tan lerdo como pareces o si sólo te lo haces.
—Oh, soy muy lerdo, Maisie. La verdad es que soy muy lerdo.
—Ya lo creo —dijo con una risa hiriente—. Ya lo creo.
Tenía la copa vacía, y la agitó con intención.
—Pero esa monja amiga tuya… Por cierto, ¿cómo se llama?
—Philomena.
—Digo yo que algún contacto habría tenido con los Hunt…
—Sólo para darse los buenos días y saludar, esas cosas. «Una pareja muy agradable», dijo Philomena que le habían parecido. Cuando le dije que la mujer se había ahogado, que se había suicidado así, vaya, no se lo pudo creer. «Ha tenido que ser un accidente», dijo. «Segurísimo». —Maisie se volvió de nuevo, esta vez para mirar a Quirke muy a fondo—. Me pregunto si lo fue.
Él la miró con ojos inexpresivos.
—¿Que si fue el qué?
Maisie asintió como si supiera la respuesta.
—De haber sido un accidente, no estarías tú tan interesado —dijo—. Te conozco, Quirke. Por cierto —le golpeó con un dedo en la muñeca—, tú igual ya no le pegas al jarro, pero aquí algunos nos estamos muriendo de sed.
Así pues, le pidió otro brandy con oporto y aguardó a que el camarero lo sirviera, los dos muy atentos a todos sus movimientos. Era joven, llevaba el pelo corto por atrás y por los lados, y tenía un cuello con abundantes pústulas. Vestía camisa blanca y chaleco negro. Quirke reparó en que uno de los puños se le había deshilachado por el desgaste, en que tenía un brillo grasiento en los bolsillos de los pantalones. Clásico de este país. Alguien, no hacía mucho, había ofrecido a Quirke un trabajo en Los Angeles. ¡Los Angeles! ¿Estaba dispuesto a ir? Un hombre podía perderse en Los Angeles con la misma facilidad con que se pierde un gemelo de camisa.
Maisie empuñó la copa recién servida y se volvió a acomodar con contento, como una gallina, encaramada en lo alto del taburete.
—La noche en que murió Deirdre Hunt —dijo Quirke—, ¿se fijó Philomena en que hubiera pasado algo fuera de lo común?
Maisie Haddon se tambaleó visiblemente.
—Hablas como un detective de cine. Humphrey Bogart. Alan Ladd. «¿Ha reparado usted en algo sospechoso, señora?» —riéndose, se llevó la copa a los labios con el meñique extendido y dio un sorbo melindroso—. ¿Quieres saber dónde se empeñó Philomena en que nos viésemos? —preguntó—. En la iglesia de Westland Row. No te lo pierdas. ¿Qué te parece, eh? Cualquiera habría dicho que se iba a morir de vergüenza sólo con asomar la jeta por la casa del Señor. «¿Y por qué no nos vemos en Bewley’s?», le dije, «¿o incluso en el Kylemore?». Y ella, que no. En St. Andrew tenía que ser. Estaba terminando la misa, nos tuvimos que sentar en el último banco y hablar en susurros. Philomena no paraba de santiguarse y de dárselas de piadosa, la muy santurrona. ¡Será hipócrita!… Le va la ropa de moda, es muy estilosa ella, ¿no sabías? Para ser un piloto que conduce a las almas al cielo le tiene que sobrar la pasta al curilla, ya te digo… Medias de nylon, maquillaje, perfume y toda la pesca. ¿Y sabes qué es lo peor del caso? —hizo una pausa para dar más efecto a sus palabras—. Pues que sigue oliendo a monja, en serio. Ese olorcillo enmohecido no hay un dios que se lo quite.
Quirke se estaba aburriendo, y le dolía la rodilla mala, y, como siempre que pasaba un rato con Maisie, empezaba a tener unas ganas locas de beber. Maisie no tenía nada que contarle. ¿Por qué le había dicho que se reuniese allí con ella? Tal vez también ella estaba aburrida. Pensó en largarse sin despedirse de ella, como hacía siempre, y ya había hecho ademán de deslizarse para bajar del taburete, disponiéndose a huir, cuando Maisie, mirando al vaso, con los ojos borrosos, le dijo, como si tal cosa y con total despreocupación, aquello por lo que le había citado.