A veces Deirdre se decía que ojalá no le hubiera enseñado nunca Leslie aquellas fotografías. No era que le hubiesen causado asombro y desagrado; al contrario, le fascinaron. Y eso fue lo malo. Fue esa fascinación lo que la llevó a hacer otras cosas, cosas de las que nunca se habría creído capaz. Para empezar estaban las cartas que Leslie consiguió que le escribiera. No es que fueran cartas, en realidad eran más bien como los relatos de sus propios sueños que a menudo garabateaba en el papel cuando era niña, porque a alguien le había oído decir que se podía adivinar el futuro a partir de los propios sueños. Sólo que ninguna chica habría escrito la clase de cosas que ella escribió para Leslie. Él le dijo que pusiera por escrito cualquier cosa que se le pasara por la cabeza, cualquier pensamiento, con tal de que fuera guarro. Al principio se rió y le dijo que de ninguna manera iba a hacer una cosa así, pero él siguió insistiendo, y se negó a aceptar un no por respuesta. Lo que tenía que hacer, le dijo, era imaginar que él estaba prisionero y que ella era la novia de ese prisionero, y que le escribía para mantenerle animado. «Y no sólo para mantener animado su espíritu», le murmuró al oído, riendo en voz baja. Al final ella dijo que de acuerdo, que lo iba a intentar, pero que estaba segura de que no le saldría. Resultó que sí, que le salía con facilidad, que era perfectamente capaz.
¡Y qué cosas escribió! Llevaba siempre en el bolso un bloc de papel avión, papel azul claro, de Basildon Bond, y también llevaba sobres, pues Leslie insistía en que fueran como las cartas de verdad, y siempre que tenía ella ocasión sacaba el papel y se ponía a escribir con un bolígrafo de tinta indeleble y sin pensar en lo que estaba escribiendo, limitándose a dejar que saliera de ella, sonrojándose la mitad del tiempo, mordiéndose el labio, capaz a duras penas de escribir con renglones rectos, encorvada sobre el papel como hacía en el colegio, cuando la chica con la que compartía el pupitre intentaba copiarle. Asumió riesgos terribles, pareció que no conociera el miedo. Escribía en el tocador, en el dormitorio, mientras Billy estaba afeitándose en el cuarto de baño; escribía en su mesa, en el cuchitril del Silver Swan, cuando estaba esperando a una clienta después de que se hubiera marchado la anterior. Escribió en los bancos de los parques, en los cafés, en el autobús cuando nadie viajaba a su lado. Una vez se coló en la iglesia de Clarendon Street y se sentó en un banco, en la parte de atrás, con el bloc sobre las rodillas, jadeando casi en medio de aquel silencio sagrado, con el olor a cera de las velas votivas que ardían allí cerca y le recordaba otros olores muy distintos, olores de la noche, olores de Leslie. A la vez que escribía se excitaba cada vez más, y casi llegaba a darle miedo. Le hizo pensar en aquella ocasión en que estaba trabajando en la farmacia y fue a confesarse y le contó al cura una retahíla de pecados inventados, referentes a que le había chupado la cosa al señor Plunkett y a que lo había hecho con un perro alsaciano, todo ello sólo por espeluznar al vejestorio que estaba tras la celosía del confesonario y oír qué se le ocurría decir.
Las cosas que escribió aquel día en la iglesia… ¿fueron más subidas de tono que de costumbre, o sólo le parecieron peores debido al lugar en que se hallaba? Llegó a encontrarse en tal estado, mientras el bolígrafo volaba sobre el papel, que tuvo que parar de escribir y desatarse el botón del lateral de la falda para introducirse una mano dentro de las bragas, en la caliente humedad, allí en medio, y emplear el dedo para venirse. El placer fue tan intenso que tuvo que apretar los dientes y cerrar los ojos con todas sus fuerzas para no ponerse a gritar. Por suerte, era por la mañana, y allí no había nadie más que un sacristán viejo, calvo y encorvado, con una sobrepelliz color herrumbre, que iba de un lado a otro por delante del altar, deteniéndose siempre a hacer una genuflexión ante el Sagrado Sacramento, y que ni siquiera miró hacia donde estaba ella. Cuando ya se marchaba, con las bragas húmedas entre los muslos, percibió la luz roja del sagrario que la traspasaba por la espalda como si fuera un ojo acusador. ¡Pensar que había hecho todo lo que hizo en la iglesia! Tendría que estar avergonzada, pero no lo estaba; estaba exultante.
Todo esto fue un deleite para Leslie, cómo no. «Bien, bien —le dijo con una risilla de suficiencia—. No podía yo ni imaginar qué mente tan calenturienta tienes». Aunque fingiera que todo había sido una mera diversión que había ideado tan sólo para pasarlo bien, saltaba a la vista que realmente le impresionó lo mucho que ella había escrito y lo detallado que era todo. Ella se dio perfecta cuenta de que él casi no daba crédito ante la suerte que había tenido al encontrar a una persona que estaba deseosa —que estaba, a decir verdad, ansiosa— de hacerle saber todos los secretos, los más oscuros, los más repugnantes que se le pasaban por la cabeza. Yacían entrelazados y desnudos en la estrecha cama de Percy Place —el nombre a Leslie siempre le daba ganas de reír— y él leía en voz alta lo que ella había escrito desde la última vez que se vieron. Mientras él leía, ella enterraba la cara en el hueco que se le formaba entre el cuello y el hombro, poniéndose colorada hasta las plantas de los pies, pero cerciorándose de no perder una sola palabra, creyendo a duras penas que fuera ella quien había escrito tales cosas. Amaba la voz de Leslie, un acento como el que se oía en las películas, de modo que lo que él leía le sonaba a algo completamente distinto a como sonó en su cabeza cuando lo estaba escribiendo. En labios de Leslie aquello ganaba seriedad en cierto modo, y resultaban palabras revestidas de autoridad, ésa era la palabra; resultaban idénticas, a decir verdad, y le llamó la atención, al modo en que sonaba la voz de un actor de doblaje, sólo que no precisamente —rió para sus adentros— en la clase de película que se proyectaba en todas las salas de cine del país.
A Leslie le excitaba tanto como a ella lo que estaba leyendo, y a veces se detenía en medio de un pasaje particularmente picante y apoyaba la cabeza en la almohada y le retorcía un puñado de cabello de una manera muy semejante a como lo hacían sus hermanos cuando ella era niña, obligándole a apoyar la cabeza en su regazo. Qué sedoso era él en esa zona, qué duro y qué caliente y qué sedoso, cuando retiraba la piel de la cabeza en forma de yelmo, con la ranura tan graciosa encima, como si fuera un ojo que le hacía señas, y ella apoyaba los labios con delicadeza en ella. Le gustaba hacer eso, le gustaba que él se retorciera y que gimiera de gusto, por saber que era ella la que estaba al mando, la que tenía todo el poder.
Jamás hubiera soñado con hacer algo parecido con Billy.
Siempre que Billy acudía a sus pensamientos, se daba toda la prisa que podía en pensar en cambio en Leslie. ¿Querría eso decir que en realidad estaba enamorada de Leslie? En el colegio, años antes, una chica le había dicho, y ella se lo había creído a pies juntillas, que cuando una pensaba en un tío e inmediatamente pensaba en otro, eso significaba que estaba enamorada del segundo. Lo cierto es que no sabía a ciencia cierta cuáles eran los sentimientos que le inspiraba Leslie. Ni siquiera estaba muy segura de que le gustara, lo cual era extraño, pues ¿cómo era posible estar con alguien como estaba ella con Leslie si no le gustaba? Era apuesto, cómo no, a pesar de su delgadez. En la cama, cuando no había tomado nada era capaz de seguir en marcha durante toda una eternidad. Se le notaba a la legua que había estado con muchas mujeres, que sabía muy bien lo que se hacía. Y además era gracioso. Sabía hacer imitaciones del doctor Kreutz e incluso, aunque ella trató de impedírselo, de Billy, al cual había puesto diversos apodos, como Billy el Niño, o el Chicarrón, con lo que a ella la hacía reír hasta llorar. La pillaba en el suelo y se le sentaba encima y le hacía cosquillas como si fueran un par de críos. A veces, cuando estaba a punto de entrar en ella, se detenía un instante y se alzaba por encima de ella, apoyado en los brazos, y le preguntaba, poniendo una voz meliflua, la voz de una mujer que un día los abordó en la calle para preguntarles por una calle, «Oiga, ¿esto es Percy Place?». Pero a pesar de todo a veces le parecía —y esto sí que era extraño de verdad— que ella en realidad preferiría que él no fuese real, que fuese una parte de sus fantasías. De ese modo todo sería mucho más fácil. Billy, y la casita de ambos en St. Martin’s Drive, y su trabajo en el salón de belleza, y su madre, que estaba enferma, y su padre, del que aún tenía miedo, al igual que de sus hermanos, aunque nunca los viera, todo eso sí era la vida, la vida real, y aunque nada de todo ello pudiera compararse en cuanto a intensidad con lo que disfrutaba allí, en aquella habitación desangelada, bajo el nivel de la calle, con la media ventana cubierta por una cortina de redecilla que daba directamente sobre la acera, y el suelo de linóleo desgastado y el aseo en la otra punta del pasillo y el lavabo resquebrajado y la cama con un colchón que se combaba por el medio, seguía teniendo en muy alta estima la otra vida, la vida normal, y deseaba mantenerla al margen de todo aquello que vivía con Leslie, separado, sin que llegara a contaminarse.
No había nada que fuera sencillo, por más que Leslie se empeñase en hacerla pensar lo contrario. Ella no se creía que los dos se lo estuvieran pasando bien sin más complicaciones, que aquello fuese una juerguecita, como había dicho él. A veces se asombraba al reparar en los sentimientos contradictorios que tenía hacia él. Por ejemplo, en la ocasión en que él le dijo que no había el menor riesgo de que ella corriese peligro de quedar preñada, porque tanto su señora como él se habían hecho las pruebas de rigor y se descubrió con ello que él no podía engendrar descendencia. Él creyó que ella debería sentirse aliviada, contenta incluso, feliz, y ella supuso que así debería ser, cuando lo cierto era que no se alegró. Sabía que era sumamente improbable que llegase un día en que pudieran tener un hijo juntos, aunque el hecho de que no llegara a suceder, de que fuera imposible, le producía una sensación de vacío en el estómago, como si le hubiesen arrancado una parte de ella.
No, no había nada que fuera sencillo. Y para complicar todavía más las cosas, todas las cosas, además de su vida privada resultó que Leslie y ella tenían también una especie de vida pública, una vida en la que ella debía fingir que él no era más que un socio. El Silver Swan funcionaba bien, mejor de lo que ella o el propio Leslie se habían atrevido a esperar, sospechó ella a pesar de la confianza que transmitía él con sus chácharas. En la ciudad había más mujeres ricas y aburridas de lo que ella nunca hubiera supuesto. Tampoco podría haber imaginado cuántas mujeres, entre todas ellas, tenían tan curiosas inclinaciones: prácticamente no pasaba una sola semana sin que se viera obligada a plantar cara para frenar los avances de una víbora de uñas afiladas como cuchillas y cara de arpía y ojos como esquirlas de hielo. A su debido tiempo dio en pensar que esas mujeres —afirmaban ser mujeres, aunque eran más hombrunas de lo que nunca llegarían a ser muchos hombres— representaban simples gajes del oficio, por todo lo cual les añadía un recargo sustancial a sus facturas.
Y el dinero fue entrando a espuertas. Fue una gran sorpresa comprobar qué astucia tenía ella para los negocios, aunque más vale que fuera así, puesto que Leslie, como bien descubrió relativamente pronto, no tenía remedio: era encantador, pero no tenía remedio. A decir verdad, su único activo era su encanto, y eran muchas las clientas del salón de belleza, bien lo sabía, aunque no fueran como es natural las de ojos fríos como el hielo, que acudían a valerse de sus servicios con la esperanza de arrinconarlo a él y tener una grata charla como poco, y las charlas gratas a nadie se le daban tan bien como a Leslie. Hizo siempre todo cuanto pudo por no criticarle por su incompetencia o por su pereza. ¿Por qué iba ella a quejarse? Por vez primera en toda su vida se sentía plena, realizada. Tenía confianza en sus posibilidades y tenía seguridad, tenía dinero en el bolso y tenía un Baby Austin recién estrenado, que conducía con gran placer; al invierno siguiente, si las cosas siguieran tal como iban, podría comprarse un abrigo de armiño. Dicho de otro modo, ya no era Deirdre Hunt: se había convertido en Laura Swan. Y en el trato había salido ganando aún más, pues también tenía a Leslie.
Él le enseñó cómo hacer cosas que, antes de él, no habría pensado, no habría llegado a soñar siquiera en sus más secretas fantasías. Eran cosas que al principio la llenaron de vergüenza, lo cual por supuesto formaba parte importante del placer que sentía en ellas, pero que pronto también pasaron a ser casi motivo de orgullo para ella. Fue como aprender una nueva tarea y desarrollar su destreza, adiestrándose en nuevos estadios de osadía y de aguante. Siempre le había dado timidez su cuerpo, suponía que por haberse criado en los Bloques y haber tenido que dormir en el cuarto de sus padres incluso mucho después de haber dejado de ser una niña, sin tener la menor intimidad en ninguna parte, ni siquiera en el retrete, porque su padre nunca quiso reparar el pestillo, que estaba estropeado desde hacía tanto que ya nadie recordaba cuándo se estropeó. Ahora, toda aquella incomodidad casi violenta había desaparecido del todo, de eso se ocupó Leslie.
No le quedaba sino una preocupación, y era que Billy pudiera darse cuenta de que había cambiado. Una noche, en la cama, se olvidó de todas sus precauciones y lo guió a un lugar que probablemente él pensó que ella jamás le dejaría tocar siquiera —su fantasía, en esos momentos, era que estaba en la cama con Leslie—, y cuando él se quitó de encima de ella y se dejó caer sobre el vientre, jadeando, le preguntó con voz apagada dónde había aprendido esa clase de cosas. Presa del pánico, contestó que lo había leído en una revista que le había prestado alguien, a lo que él resopló y repuso que bonita clase de revistas las que leía de vez en cuando. A la mañana siguiente, cuando se miró en el espejo, por vez primera notó algo en su cara, una dureza nueva, una especie de brillo metálico; peor incluso, encontró en sus facciones una mirada que nunca había visto. Aunque le trastornase tener que reconocerlo, era la mirada de su padre.
Sí, ese sitio al que Leslie la había llevado era un sitio distinto, un sitio cuya existencia ella desconocía del todo, si bien en cierto modo no le resultaba extraño, sino todo lo contrario. Era como un lugar que hubiera visitado durante la infancia y que hubiera olvidado con el tiempo y que de pronto hubiera aparecido de manera inesperada. Lo que sentía cuando pensaba en Leslie era parecido al sentimiento que tenía cuando jugaba a la gallina ciega, por Navidad, en casa. Era una mezcla de anticipación emocionante y de terror delicioso, que le cosquilleaba en toda la piel y le espesaba la garganta. O tal vez fuera un sentimiento que había conocido incluso antes, cuando era bebé, sí, eso tenía que ser: con Leslie volvía a ser un bebé, una niña pequeña en brazos de otro. Quiso explicárselo a él un día, aunque él, cómo no, se echó a reír y se mofó de ella y le dijo que claro que sí, que era un bebé, era su bebé, y le pellizcó tan fuerte en el pecho, con las largas y nacaradas uñas del índice y el pulgar, que la dejó sin respiración.
También era extraño que no tuviera celos de la mujer del abrigo de zorros, de la mujer a la que vio citarse con Leslie en la librería del puente, la mujer que se había mostrado con tantísima desfachatez en la foto. Cuando preguntó a Leslie por ella, él le dedicó su sonriente encogimiento de hombros y le dijo que por supuesto que se la había follado —la palabra hizo que se le agolpase la sangre en las mejillas—, y luego tomó otras fotografías y las esparció delante de sus narices, como si fueran las cartas de una mano, y sonrió con la frialdad que a veces asomaba a sus ojos cuando quería hacerle daño y le dijo: «A todas ésas me las he follado yo, ya ves tú». Ella no supo si creerle o no, aunque eso tampoco tenía mayor importancia: le daba igual que dijera en eso la verdad o que mintiera con ánimo de tomarle el pelo. No, no le importaba nada; no tenía celos. En el sitio en que ella se encontraba ahora ya no tenían vigencia las reglas antiguas. No tenía la menor importancia que Leslie se hubiera acostado con la Zorra —ése fue el apodo que se inventó para la señora T, ya que Leslie seguía negándose a decirle el verdadero nombre de la mujer—, e incluso aunque se hubiera acostado con todas las mujeres de las fotos tampoco pasaría nada del otro mundo. Fuera como fuese, no tenía importancia, eran como las personas que poblaban las fantasías que ella elaboraba por escrito para él, no tenían existencia real. Leslie, por su parte, dijo que no le importaba que ella fuese con otros hombres. A decir verdad, quería que encontrase a otros con los que acostarse, hombres, mujeres, quien fuera, con tal de que luego se lo contase todo con pelos y señales. Sobre ese punto ella fue inflexible: nunca se iría con nadie, sólo quería estar con él.
—Ah, ya —dijo él—. Y entonces ¿qué hay de Billy, del Chicarrón?
Ésa, según había descubierto ella, era la gran debilidad de Leslie: ella tal vez no tuviera celos de sus mujeres, pero él sin ninguna duda tenía celos de Billy. Sólo de pensar que su marido pudiese siquiera tocarla montaba en cólera. Ella tuvo que fingir ante él, tuvo que jurarle que no permitiría que Billy se le volviese a acercar nunca más. La primera vez que él le exigió esa promesa ella le contestó, risueña, y casi a carcajadas, cómo iba ella a mantener a Billy a raya, si era un hombre fortachón e insistía en que ella satisficiera sus derechos conyugales. Leslie la miró de una manera que a ella le dio miedo, con la cabeza inclinada, los ojos como si se le juntasen más aún, y optó por no decir nada. Sólo algo más adelante, estando los dos en la cama, él le retorció un brazo a la espalda hasta que ella creyó que se lo iba a partir, y le susurró una sola palabra al oído: «Recuerda», le dijo.
Pero también sabía ser considerado e incluso gentil, y a veces muy amable. Ella detestaba las manos que tenía, siempre le habían parecido unas manos sin gracia, achatadas, toscas, aunque ahora las tenía nervudas, con unas venas en el dorso que parecían cordeles, manos de masajista, por más que Leslie siempre dijera que eran unas manos preciosas, y entretejía a la vez sus dedos esbeltos, pálidos, con los suyos, amorcillados, y se los llevaba a los labios para besárselos uno por uno mientras le sonreía con los ojos.
Le llevaba cosas para que se las tomase cuando estaban en la cama, píldoras, gotas de una sustancia aceitosa, de extraño sabor, que guardaba en pequeños frascos de cristal. Había un polvillo que mezcló con azúcar y que le engatusó para probar, que le produjo solamente un picor, y una sensación repugnante, como si tuviera náuseas que no tuvo, y que sólo más tarde le explicó que era mosca española. Una tarde sacó de improviso una funda forrada de terciopelo que contenía una jeringuilla hipodérmica y un puñado de ampollas de un líquido claro como el agua, y le ofreció un chute, así lo dijo. Ella trazó ahí una línea que no pensaba rebasar.
—Te sentará bien —le dijo con esa forma tan suya de canturrearle al oído, la que empleaba cuando quería seducirla o embaucarla—. Está hecho con amapolas. Es como un alimento saludable.
Oh, no, dijo ella; ni hablar. Eso sí que no. No había trabajado todos aquellos años de ayudante en una farmacia para no saber a la primera qué era una droga: la sabía reconocer nada más verla. Él insistió: no sabía ella lo que se estaba perdiendo. Con todo y con eso, cuando se remangó para administrarse la inyección, ella reparó en que él le daba la espalda y mantenía el brazo apretado contra el costado —qué desnudo lo vio de pronto, qué desnudo y qué blanco era aquel brazo—, y ella se acordó de un gato cuando trata de hacer sus cosas sin que nadie lo vea. Sin embargo, lo encontró bellísimo de aquella forma, medio vuelto de espaldas a ella, en la cama, con la pierna doblada delante de él y un solo pie en el suelo, la luz pálida y seca del día nublado sobre el lado de su rostro, con la mandíbula larga y aguda, el mentón afilado. Cuando aquello le hizo efecto, se tendió de costado en la cama y ella también se tumbó a su lado y lo rodeó con sus brazos, y así permanecieron largo tiempo, con tanta paz, él con una mano bajo su mejilla y mirando hacia la ventana, ella mirándole a la cara, que con la luz que penetraba por la ventana parecía que fuera de plata, de una plata distinta de la de su cabello, y muy parecida a la cara de un santo, de un santo mártir, en un cuadro antiguo. Durmió un rato respirando como un bebé, y cuando despertó hicieron el amor, y él se mostró tan soñador y tan tierno que ella por poco se echó a llorar en sus brazos.
—A la próxima —murmuró con la boca en su cabello, con una voz ralentizada, subacuática, con un ligero temblor—, a la próxima tú también probarás un chute de zumito de bienestar.
Supuso que en el fondo no debió permitirle que fuera a su casa. Supuso que eso era sin duda lo peor que podía haberle hecho a Billy, y a buen seguro lo habría sido si él se hubiese enterado, cosa que… Dios no quisiera. Billy estaba de viaje en Suiza, codeándose con los peces gordos, y tal vez lo hizo por resentimiento —antes de casarse él le hizo una y mil promesas, le aseguró que un día la llevaría con él a Ginebra, cosa que nunca llegó a suceder—, tal vez por eso le dijo que sí a Leslie cuando éste le preguntó si podía pasarse por Clontarf para verla un rato. Se moría de ganas de meter la nariz en su casa y de echar un vistazo, cómo no, bien que se había dado cuenta ella. Lo dejó pasar desde la callejuela de la parte trasera, temerosa de que alguno de los metomentodos que vivían en la calle pudiera llegar a verlo. Tomó la resolución de decirle que se fuese cuanto antes, pues ya cuando llegó empezaba a tener reservas sobre la idea, pero tan pronto apareció por la puerta de atrás la tomó en brazos y la estrechó y la besó tan fuerte en la boca que ella olvidó el peligro y el daño que podría causarle a Billy.
Leslie se paseó por toda la casa, con las manos en los bolsillos, de puntillas —su manera de andar a ella le recordó a un jugador de tenis—, sonriendo con deleite, diciendo qué fascinante le parecía todo, las fotos de la boda en el aparador, el servicio de té de plata que sus padres le habían regalado, el diploma de vendedor que tenía Billy en un marco dorado, la lámpara del Sagrado Corazón y la reproducción de la Monarca del valle encima de la chimenea. Ella fue tras sus pasos en silencio. En vez de sentirse encantada de que a él le hubiera gustado la casa, su casa, ya que a Billy tampoco le interesaba demasiado, al margen de que era un sitio donde comer y dormir y sentarse en una butaca toda la tarde del sábado, escuchando los partidos de fútbol por la radio, le invadió una duda creciente, una aprensión cada vez mayor. Después de que Leslie lo hubiese mirado, todo aquello le pareció cambiado, empequeñecido, como si al respirar sobre todas aquellas cosas las hubiera cubierto de una bruma fina y grisácea que, al contrario que la bruma de verdad, ya nunca fuera a disiparse. Pero entonces él le indicó que lo llevase al piso de arriba, al dormitorio, el suyo y el de Billy, y allí la desnudó de aquella manera lenta, soñadora, que a ella casi la hacía enloquecer de deseo por él, y se tendieron en la cama y ella perdió conciencia de todo salvo de sus labios y de sus manos, que la acariciaban sin cesar, y de su piel pálida, fresca, brillante y apretada contra la suya.
Después, cómo no, él tuvo que meterse un chute, y ella le pidió casi de rodillas que por favor no se olvidase de llevárselo todo, la jeringuilla y el frasco vacío y la bolita de algodón y el frasquito de alcohol con el que tanto esmero puso en desinfectarse el brazo antes de ponerse la inyección. Sería… Mejor ni pensar qué sería si Billy se encontrase algo de aquello cuando volviera a casa.
Aquélla fue la noche en que ella le habló de aquella ocasión en la consulta del doctor Kreutz, cuando tomó aquel té de hierbas medicinales y perdió el conocimiento. Le había dicho a Leslie mientras se estaba vistiendo que suponía que era allí donde conseguía todo aquello, la mosca española y la droga y todo lo demás, que lo conseguía gracias al Doctor —ya no le sorprendería nada de cuanto pudiera saber acerca de aquel hombre al cual había tenido en tan alta estima al principio—, y entonces se oyó sin casi darse cuenta barbotar todo aquello, contarle cómo despertó en el sofá aquel día, con la sensación de que se había llevado un golpetazo en toda la cabeza. Nada más decirlo lo lamentó. De repente, por vez primera vio con toda claridad qué era lo que había ocurrido, y vio lo que había sabido en el fondo, lo que le había ocurrido sin saber que ocurría, y se le heló el corazón. Aquélla era la razón por la cual tuvo la impresión de que llevaba la ropa como si se la hubiera puesto al revés. Caramba, qué guarro el muy… A pesar de estar medio drogado, Leslie la estuvo escuchando, e incluso oyó de sus labios más de lo que ella dijo, pues Leslie tenía un oído infalible para tales cosas. Aún estaba en la cama, tumbado boca arriba, con la sábana hasta la barbilla, como un paciente después de haber sido objeto de una intervención; a ella le produjo un escalofrío ver su cabeza exactamente allí donde tan acostumbrada estaba a ver la de Billy. Se le volvieron los ojos en las órbitas hasta que las dos grandes pupilas enfocaron y la vieron a ella, y esperó, y por supuesto que tuvo que seguir hablando en ese momento, aunque quiso tomárselo a la ligera y quitarle hierro. Algo debía de haberle echado en el té, dijo con una risita que incluso a ella misma le sonó un tanto histérica. Se sentó en la cama para abrocharse las ligas, los dedos nerviosos en los broches.
—Supongo que debe de ser algo relajante que da a sus clientes. Debo decir que dormí sin enterarme de nada.
Leslie no hizo ningún comentario, se limitó a seguir mirándola, y sólo entonces, y muy despacio, le sonrió. Ella conocía esa sonrisa. Le dio miedo, aunque procuró que no se le notase.
—Muy bien, caballero —le dijo, dándose una palmada con ambas manos en los muslos y poniéndose ágilmente en pie—. Ahora mejor será que se largue.
No hizo él ningún ademán de ponerse en pie, y sólo volvió la cara al lado contrario y suspiró. Sus pies, grandes y finos y blancos, sobresalían por debajo de la sábana.
Ella volvió a tener aquella heladora sensación en el pecho. Si Kreutz la había drogado para tomar fotografías suyas, ¿qué pensaba hacer con ellas?
No tardó en descubrirlo. Un par de días más tarde, cuando llegó el correo de la mañana al salón de belleza y vio el sobre grande, marrón, con una caligrafía cuadrada, que parecía del todo inocente, de alguna manera supo en el acto qué era lo que contenía. Tenía una clienta en la mesa —empezaba a ser francamente buena, realmente profesional en los masajes que daba, a pesar de carecer de preparación y de haber leído tan sólo un libro sobre la técnica—, pero tuvo que parar en ese mismo instante y secarse el aceite de las manos y abrir el sobre, por más que estuviera dirigido a Leslie. Cuando vio la fotografía fue como si la sangre le abandonara del todo el cerebro, y estuvo a punto de perder el conocimiento. Debió de respirar ruidosamente al intentar reponerse, puesto que la clienta, una vieja cascarrabias y asmática, se incorporó sobre los codos, con los ojos salidos de las cuencas, tratando de ver qué fotografía era aquélla. Se alejó y se coló deprisa en el cuchitril, tras la cortina, sentándose a la mesa y respirando hondo tres o cuatro veces seguidas. Había vuelto a colocar la foto en el sobre —¿era de veras ella?—, y por más que lo intentó no fue capaz de volver a mirarla. Primero se había puesto blanca, pero en ese momento notó que enrojecía y se ponía coloradísima de vergüenza. ¿Cómo había sido capaz el muy sucio, el muy bruto? Fue como si le hubiesen arrojado a la cara un orinal lleno de excrementos. Hasta las cosas que su padre acostumbraba a hacerle cuando era pequeña parecían muy poca cosa por comparación con la forma en que la había traicionado Kreutz. ¿Cómo había sido capaz?
Leslie tan sólo se echó a reír, por supuesto, y sostuvo la foto ante los ojos con el brazo extendido, fingiendo estudiarla como si fuera un cuadro de uno de los maestros antiguos o algo semejante, cerrando un ojo, ladeando la cabeza primero de un lado, luego del otro.
—No cabe duda de que tiene estilo el viejo Kreutzer —dijo—. Debería dedicarse a esto profesionalmente —sonrió—. A la fotografía, quiero decir.
Estaban en el cuarto de Percy Place, y estaba tumbado boca arriba en la cama, con la chaqueta puesta y una pierna flexionada, con el delgado tobillo de la otra apoyado encima. Caía una tormenta de verano y el viento venía cargado de lluvia que descargaba en láminas diagonales por delante de la luz de las farolas de la calle. Ella había comprado queso, un panecillo vienes y una botella de Liebfraumilch para cenar los dos. Leslie seguía riéndose. Ella le dijo que no tenía ninguna gracia, y le preguntó si acaso existía alguna cosa de la que él no se riera. ¿No podía quizás entender cuánta vergüenza le causaba verse así, con el vestido subido hasta el estómago y abierta de piernas y con todo a la vista?
—Yo creo que te ha sabido convertir en una muñeca de verdad. Un bombón —dijo Leslie—. Toda una chica de calendario.
Ella dijo que no parecía nada de eso, y que aquello no era más que lo que era: una fotografía guarra.
—Oh, yo no estaría tan seguro —dijo con astucia—. Seguro que podría encontrar yo a un experto conocedor, capaz de pagar un buen dinerito por una copia enmarcada.
—Leslie White, ¡eso ni lo sueñes! —gritó.
Supo que la idea de ponerla a la venta era una broma, pero a pesar de ser tan sólo una idea peregrina la puso enferma y se sintió acalorada. Cuando le estaba pasando a él una copa de vino cayeron sus ojos de nuevo en la foto, que él sostenía cerca de la luz para estudiarla, y tuvo un escalofrío. De un modo extraño, lo peor de todo, aunque no lo dijera, era que en esa foto estaba con los ojos cerrados. La foto le daba la apariencia de un cadáver.
—Me pregunto qué te pudo dar —dijo Leslie—. Tuvo que ser algo muy bueno, pues te quedaste así traspuesta mientras él montaba la escena —le lanzó una mirada diabólica, con la punta de la lengua asomada entre los dientes—. ¿Estás segura de que no estabas fingiendo?
Ella no se dignó contestar. Todo aquello era lisa y llanamente un asco, si bien en lo más profundo de sí, muy, muy al fondo, una llamita se inflamó cuando pensó en su imagen allí espatarrada, inconsciente, en el sofá, sobre la manta roja, y Kreutz con la cámara colgada del cuello, inclinado encima de ella, retirándole el vestido, quitándole las medias, separándole las piernas… Leslie la estaba mirando. Siempre sabía qué era lo que ella tenía en mente. Se dejó la fotografía posada sobre el pecho y tendió una mano hacia ella.
—Ven aquí —le dijo en voz baja. Ella quiso decir que no, que estaba demasiado molesta, que se sentía sucia y avergonzada. Pero al final, por descontado, no pudo resistirse. Cuando le desabrochó los botones del vestido tarareaba algo para el cuello de su camisa, igual que hacía siempre, como si ella fuese algún trabajo que él tenía pendiente y que se disponía a zanjar.
—Quiero esa foto —dijo.
—¿Mmm?
—La voy a hacer pedazos. La voy a quemar.
—Pero él tendrá otras copias. Tendrá el negativo.
—Tú podrías hacer que te lo diera. ¿Lo harás por mí? Anda, consigue las fotos y quémalas, quémalas todas, ¿quieres?
—Mmm.
A Leslie le pareció que no dejaba de ser gracioso que Kreutz tuviera la osadía de intentar chantajearle —de lo contrario, ¿por qué había enviado la foto de Deirdre desnuda?—, y habría desechado todo el asunto de no ser porque Deirdre le había insistido tanto. Al final, y sólo por hacerla callar, le dijo que se pasaría a la mañana por allí, a visitar a Kreutz y a endilgarle una buena bronca. No contaba con cumplir su promesa, pero al día siguiente, a primera hora —al menos, a lo que era para él la primera hora de la mañana—, se encontró rodando por Adelaide Road al volante del Riley. Había escampado del todo la tormenta de la noche anterior, y lucía el sol, y el olor de la lluvia secándose en la acera, además del aspecto de los árboles recién aclarados, y con todo su follaje limpio, le dio ánimos renovados. Había hecho un alto en un buzón de Fitzwilliam Square y había introducido el sobre por la ranura después de cambiar las señas para reenviarlo a otra dirección, y una chica con una blusa blanca que en ese momento pasaba por allí lo miró con avidez. Siguió su camino silbando entre dientes y sonriendo para sus adentros, mientras el viento despeinaba sus largas guedejas.
En casa de Kreutz aparcó pegado al bordillo y atravesó la cancela de hierro y aporreó la puerta con los nudillos y esperó a que le abriese. Cuando era preciso hacer una visita como aquélla tenía todas las trazas de ser, un buen puño aporreando la madera y haciendo ruido, consideró, era mejor manera de anunciar su llegada que simplemente tocando el timbre; así descolocaba a quienes se encontrasen del otro lado de la puerta, además de descargar su propia adrenalina. Volvió a aporrear la puerta, pero no le abrió nadie. Regresó sobre sus pasos hasta la cancela y miró a uno y otro lado. La calle estaba vacía a esas horas, a media mañana de un apacible día de verano. Volvió a la puerta y extrajo de un bolsillo con cremallera que llevaba en la cartera un instrumento hecho de alambre endurecido, pero flexible, e intricadamente doblado por varios sitios. Parecía tan inofensivo como una horquilla del pelo. Insertó el artilugio en el ojo de la cerradura y lo giró con delicadeza de un lado y de otro, pensando con ociosa satisfacción lo sabio que había sido al avezarse en tantos conocimientos de utilidad contrastada cuando era joven, y al cabo percibió, con una satisfacción casi sensual, dónde estaba el pasador engrasado, y sin embargo resistente, y notó cómo enganchaba los rodillos y el vástago y cómo cedían poco a poco con cada uno de sus giros. Empujó la puerta apenas el ancho de un palmo y entró de costadillo atento a lo que oyera, con la respiración contenida. Le gustaba allanar una vivienda ajena; le producía una auténtica emoción. En ese momento, el corazón le dio un brinco y poco faltó para que chillara espeluznado. Kreutz estaba de pie, inmóvil, envuelto en las sombras, al final del pasillo, y no le quitaba ojo de encima.
Nunca había entendido del todo a Kreutz. Tampoco es que contara con entenderlo —los guiris eran distintos, no tenían nada que ver, parecían de otra especie en todos los sentidos—, y tampoco es que le importase. Había algo en la manera de moverse que tenía el tipo, o de no moverse, más bien, que le resultaba extraordinario. Y además estaba su silencio, el hecho de que estuviera siempre tan callado. No era sólo que apenas dijera nada y que se moviera de un modo tan ágil y flexible, no; su sosiego era más bien una manera de no estar presente, es decir, de estar allí, pero como si al mismo tiempo no estuviera. Inescrutable, ésa era la palabra, ¿o esa palabra correspondía más bien a la manera de ser de los japoneses? En cualquier caso, Kreutz era un hombre realmente difícil de escrutar, si es que así podía decirse. Ese día estaba descalzo y llevaba una túnica sin cuello de una seda rojo oscuro, abotonada hasta el cuello, y una especie de pantalones voluminosos, de Alí Baba, o unos pantalones de pijama que parecían hechos también de seda. Para disimular el sobresalto inicial que se acababa de llevar, Leslie se rió sonoramente.
—Joder, Doc —dijo—. Por el modo que tienes de estar ahí parado pensé que eras alguien del que habías dado buena cuenta y al que habías disecado. ¿Y por qué no me has abierto cuando llamé?
Kreutz pareció meditar con gran seriedad la pregunta.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó a su vez.
Leslie suspiró y negó con un gesto ostensible de pena y de pesadumbre.
—Me pregunto, Doc, si ésta es manera de saludar a un buen amigo. ¿Qué ha sido de tu calor humano? ¿Adónde ha ido a parar tu hospitalidad? ¿Por qué no me invitas a tomar ese té especial que preparas? ¿Por qué será que no quieres invitarme, eh?
El Doctor parecía meditar de nuevo. Leslie se preguntó si estaría pensando en presentar resistencia. Si intentase llegar a las manos iba a ser una risa. Pero no, era imposible, claro está; siendo budista, o lo que fuese, eso estaba descartado. Leslie tuvo conciencia de que en cierto modo lo lamentaba. Tenía ese cosquilleo en las palmas de las manos que demasiado bien conocía de antaño, el cosquilleo de las ganas de golpear algo, o a alguien, siempre y cuando ese alguien, a ser posible una mujer, de ninguna manera fuese a repeler sus golpes y a tratar de asestarle otros, o no demasiado en serio de todos modos. Y Kreutz en ese sentido valía tanto como una simple mujer. Sin mediar palabra giró sobre sus talones, sus talones encallecidos de tanto andar descalzo, y se dirigió al cuarto de estar. Leslie lo siguió, pero se quedó en la puerta y se apoyó en la jamba con una pose negligente, las manos en los bolsillos y los tobillos cruzados. Se miró los zapatos y los admiró distraído: unos mocasines marrones con borla, algo viejos, pero de los buenos. Kate siempre se había burlado de su manera de vestir; le decía que si acaso parecía un vivales al que las cosas le fueran mejor de lo previsto. «Y no en cambio —decía él con una de sus risotadas— un vivales al que no le sale ni una a derechas, que es lo que tú consideras que soy en realidad». Y con eso se armaba la pelea. Sabía plantar pelea Kate en aquellas ocasiones, desde luego. En los viejos tiempos, sus peleas siempre terminaban en la cama; ya no era así. Movió los dedos del pie derecho dentro del zapato. Ay, la buena de Kate…
—¿Qué es lo que quieres? —volvió a preguntar Kreutz, y así lo arrancó de su ensueño.
—Ya te lo he dicho… Una buena taza de té.
La sala estaba iluminada intensamente, casi de un modo chillón, por el gran panel de luz del sol que caía inclinado desde la ventana y llegaba intacto desde encima del hospital de enfrente. Leslie se dio cuenta de lo muy preocupado que estaba Kreutz, lo notó en su manera de permanecer en pie, con los brazos rígidos y pegados a los costados, moviendo los dedos, y con un brillo intenso en el blanco de los ojos. Bueno, pues mejor que así sea; más le vale estar preocupado.
—Anda y ve a poner la kettle al fuego —dijo Leslie—, pórtate bien.
Kreutz no se movió. Siguió allí plantado junto a la mesita baja, con los brazos rígidos y pegados al cuerpo, como si fuera, pensó Leslie, un soldado raso que ha de ponerse firmes y que estuviera a punto de saludar marcialmente a un superior. No es que Leslie supiera gran cosa de la vida en el Ejército, pues en su día tuvo la inteligencia necesaria para escabullirse de la guerra y, más adelante, también del servicio militar. Kreutz respiró hondo casi como si engullese el aire.
—Ya suponía que ibas a venir —le dijo.
—Vaya, no me digas. ¿Y por qué lo suponías?
Kreutz parpadeó unas cuantas veces con velocidad.
—Te envié una cosa.
Leslie fingió que se esforzaba por recordar, dándose al final una palmada con blandura en la frente.
—Vaya, pues tienes toda la razón —dijo—. ¿Cómo es posible que se me haya olvidado?
—Voy a preparar el té —dijo Kreutz con un gesto de apocamiento, y se dio la vuelta para dirigirse a la cocina a pasos cortos, con sus piernas delgadas, de cigüeña. Incluso cuando estaba en terreno llano, pensó Leslie, Kreutz daba siempre la impresión de que al caminar ascendiera una pendiente inclinada. Oyó ruidos en la cocina, la kettle y el correr del agua, ruido de tazas y platos y cucharillas; el Doctor estaba nervioso, desde luego. Leslie se acercó a plantarse a la entrada de la cocina, de nuevo con las manos en los bolsillos de los pantalones y un tobillo cruzado sobre el otro. Kreutz vertía cucharadas de hojas secas de quién sabe qué en una tetera que tenía un pico alargado, curvo.
—Pues sí, aquella foto —dijo Leslie—. Muy bonita. Has conseguido que la buena de Deirdre salga bellísima. Está como de foto. Tienes auténtico estilo. Se lo dije a Deirdre, le dije que «el Doctor tiene auténtica destreza en esto de las fotos, se le da de maravilla» —sacó el tabaco y un encendedor—. Por cierto que ya la he echado al correo —dijo, y expulsó el humo hacia el techo.
Una especie de ondulación pasó por encima del rostro suave, oscuro y pulido del Doctor; a Leslie le costó un segundo reconocer que era un fruncimiento del ceño.
—¿Cómo? —preguntó.
—La foto. Ya la he enviado. A quien corresponde. Lo más probable es que te llegue luego a ti. Puse tu nombre en ella, además de esta dirección. Me pareció que podíamos hacer una especie de rueda. Tú me la envías a mí, yo se la envío a otro, y ese otro te la envía a ti. Ya sabes cómo va la cosa, ¿no?
Kreutz no le miró.
—¿A quién se la has enviado? ¿Por qué?
—Eso es lo de menos —se quitó una hebra de tabaco del labio inferior—. Dime tú por qué me la enviaste a mí en primer lugar. ¿O es que pensaste que me iba a causar inquietud saber que tenías una foto de Deirdre con el coño en primer plano, como las fotos que les haces a todas esas fulanas a las que finges dar tratamiento? —se rió—. Pensaste que me iba a preocupar por la honra de mi chica, ¿no es eso?
Kreutz no le miró.
—Ya no te puedo pagar más —dijo con tristeza—. Es demasiado para mí. Me resulta imposible mantener ese negocio que ella y tú tenéis en marcha. ¿Cuándo empezará a dar dinero? Se supone que me tienes que devolver todo lo que ya te he dado.
Hirvió el agua y sonó el pitido de la kettle, al principio tembloroso, luego cada vez más potente y más agudo.
—Deja, yo me ocupo —dijo Leslie, y dio un paso adelante y apagó la llama del gas. Levantó la kettle y retiró cuidadosamente la tapa del pitorro con el mecanismo del silbato. Entonces, con tal velocidad que lo hizo antes de saber que iba a hacerlo, agarró a Kreutz por la muñeca izquierda y se lo llevó de un empellón al fregadero, donde le vertió un chorro escaso de agua hirviendo sobre el dorso de la mano. Kreutz apenas tuvo tiempo de darse cuenta de qué estaba pasando cuando el agua cayó y le abrasó la piel. Soltó un chillido peculiar, ahogado, y dio un salto a la vez que levantaba al máximo la mano escaldada y la agitaba como si bailase en un ritual de vudú o fuese una especie de derviche raro, pensó Leslie. Éste soltó la kettle en el fregadero. Una gota de agua hirviendo le salpicó en la mano, así que abrió el grifo y puso la mano bajo el chorro de agua fría.
—Mira lo que has hecho —dijo malhumorado—. Me has escaldado a mí.
Kreutz se adelantó impetuosamente y quiso poner la mano por encima de la de Leslie, bajo el chorro del agua, a la vez que emitía un gemido agudo, nasal, de queja.
—Anda, deja de armar follón, ¿quieres? —le espetó Leslie—. Vas a conseguir que se nos eche la pasma encima. Además, ¿tú no se supone que eres un budista capaz de aguantar cualquier clase de dolor?
—¡Me has destrozado la mano! —exclamó el Doctor—. ¡Y yo me gano la vida con las manos!
—Te está bien empleado. A lo mejor así aprendes a no meterlas donde no debes meterlas.
Leslie se estaba examinando la mano, que tenía moteada de manchas rojas, pero que no le habían formado ampollas. Estaba realmente enojado a esas alturas. Agarró a Kreutz por el hombro y le obligó a darse la vuelta, a ponerse de frente, momento en el cual lo agarró por el cuello con la mano buena, empujándolo, hasta que tuvo que arquear la espalda sobre la encimera. No era más que piel y huesos, como un ave larguirucha y de color pardo.
—Escúchame bien, negro de mierda, o alemán de mierda, o lo que quiera que seas, so mierda. ¿A ti se te ha ocurrido que podías chantajearme? ¿Es eso lo que habías pensado?
Kreutz, presa del dolor y del miedo, emitía ruidos indescifrables, y los ojos se le salían muy blancos de las cuencas, además de tener una cara tan hinchada que la sangre congestionada se le iba tornando más oscura. Leslie lo soltó y dio un paso atrás, secándose la palma de la mano con el faldón de la chaqueta, y torciendo la boca con asco.
—Quiero el negativo de esa fotografía —dijo—, y quiero todas las copias que hayas podido hacer. Si la veo en donde sea, en manos de otros y no en las mías, vuelvo aquí y te parto el cuello de mierda que tienes, pedazo de negro repugnante. ¿Lo has entendido? —el Doctor había vuelto a poner la mano bajo el grifo. Leslie se adelantó con velocidad y estampó el tacón de uno de sus zapatos de borlas en el empeine descalzo de su pie izquierdo—. ¿Lo has entendido?
Kreutz volvió a emitir un grito ahogado, y a pesar de la cólera que lo invadía Leslie tuvo que reírse, pues el otro le pareció demasiado cómico, dando saltos sobre un pie y sacudiendo la mano llena de ampollas en lo alto, más parecido que nunca a un pájaro flaco con un ala rota.
—Venga —dijo Leslie—, trae esas fotografías.
Había media docena de fotos impresas y el negativo. Se las dio todas a Deirdre cuando acudió aquella noche a Percy Place, y ella las quemó en la minúscula chimenea de la habitación, llenándola de un hedor a papel abrasado y a productos químicos en combustión. No le dijo lo que había hecho con la primera foto impresa, la que le había enviado Kreutz a él, y tampoco le dijo que se había guardado otra para sí, por los viejos tiempos, pensó, y en ese momento se sorprendió de su propia idea: ¿qué viejos tiempos? Sin embargo, cuando sopesó la situación cayó en la cuenta de que era verdad: el tiempo que les tocaba pasar juntos había terminado, había terminado para él y para Deirdre. Había estado bien, había sido divertido, ella era una buena chica y lo era en múltiples sentidos. Se hizo el haragán en la cama fumando un cigarrillo y la contempló acuclillada ante la chimenea, empujando los restos todavía en ascuas de las fotografías con la hoja de una navaja. Distraído, admiró la curvatura tensa y plena de su trasero, la nariz respingona y pecosa, el pecho mullido a la vez que terso. Ella le estaba diciendo algo, pero él no la oyó. Fue como si estuviera muy lejos, tanto que no alcanzaban a llegar sus palabras a sus oídos. De pronto apenas la conocía: podría haberse tratado de una perfecta desconocida, de una criada que le atendiera en la habitación, o una chiquilla abandonada que acabara de llegar de la calle. En realidad podría haber sido cualquiera. Qué extraño, el modo en que las cosas se resolvían por sí solas mientras un cuerpo seguía dichosamente ajeno a lo que estaba ocurriendo. Se había servido de ella sin saberlo, y ahora estaba hecho. Estaban por llegar las protestas de costumbre, las lágrimas, las súplicas, los chillidos y las recriminaciones, todo lo cual no estaba llamado a durar. Tenía sobrada experiencia en poner fin a las cosas.