6

Maisie Haddon —o la enfermera Haddon, que es como le gustaba que la llamasen, tanto en público como en privado— tenía debilidad por Quirke y a menudo se lo confirmaba, sobre todo después de una segunda o una tercera ronda de ron con zumo de grosellas, su bebida de preferencia. Habían convenido en verse, como hacían por lo común, en un pub pequeño y más bien turbio, en una bocacalle, a espaldas del Gaiety Theatre. Llegaron simultáneamente, él a pie, ella en su deportivo descapotable, un coche que más era una miniatura, rojo, que a él siempre le recordaba una mariquita un tanto abollada y ligeramente deslucida. Apareció con unas gafas de sol de montura blanca, fumando un cigarrillo en una boquilla de ébano. A pesar del calor del día, llevaba una chaquetilla de armiño y una larga pañoleta amarilla al cuello, uno de cuyos extremos se había echado con dramatismo sobre el hombro derecho. Aparcó en la cuneta con un chirrido de los neumáticos y el cochecito montó en la acera y se detuvo con un último y estruendoso rugido del motor antes de que lo apagara.

—Hola, guapo —dijo, alargando por encima de la portezuela baja una mano enguantada con ribetes de encaje.

Él se inclinó y rozó los labios contra un nudillo huesudo, captando al tiempo una vaharada de su perfume.

—En serio te lo digo, Maisie —le dijo—; cualquier día vas a terminar igual que Isadora Duncan.

Recogió el bolso del asiento del copiloto y salió del coche.

—¿Y quién es ésa? Lo digo porque la conocerán en su casa a las horas de comer…

—Era una bailarina. Se le enredó el fular en el eje trasero del coche, un deportivo, y murió cuando se le partió el cuello.

—Dios santo —dijo ella—, qué manera de largarse de este mundo.

Entraron en el pub. Era sábado por la tarde y se había reunido allí dentro la multitud de costumbre, ruidosa y jaranera. Cuando Maisie hizo una pausa a la entrada para otear el interior con los ojos protegidos tras las gafas de montura blanca, se volvieron hacia ella media docena de cabezas; pocos de los presentes no estaban al tanto de quién era la enfermera Haddon. Llegó hasta la barra con Quirke y se encaramó en un taburete alto, alisándose la falda sobre las rodillas con un gesto de recato que arrancó una sonrisa de labios de Quirke. A su manera, él también sentía debilidad por aquella persona que rozaba la ridiculez. Se preguntó qué edad tendría exactamente, porque era imposible hacerse una idea a partir de su apariencia o de su figura. Su rostro grande, cuadrado, de campesina, apenas contenía una sola arruga, y el cabello, si es que lo llevaba teñido, era rubio hasta la raíz al menos por lo que él atinó a ver; no se habría atrevido a propasarse en su examen, pues era fama el mal humor de Maisie, de quien se decía que una vez tumbó de un puñetazo a un detective de la Garda que se empeñó en proceder a su detención. A Quirke le hizo gracia pensar, y no por primera vez, que casi con toda certeza estaba poniendo en grave riesgo su reputación profesional por el mero hecho de dejarse ver con ella, y además en un lugar abierto al público. Y es que Maisie Haddon era la más notoria, la más fiable, la más conocida y la más ajetreada de las abortistas clandestinas que ejercían en la ciudad.

Él pidió las copas, su ron con grosellas y un zumo de tomate para él.

—¿Te has quitado de la priva? —dijo ella con incredulidad.

—Hace seis meses.

—Santo Dios —todavía tenía un acento marcado, plano, del lugar del que procediera, de algún rincón del Oeste—. ¿Qué ha sido, una conversión o algo así? —llegaron sus copas y ella entrechocó la suya con el vaso de Quirke—. En fin, ojalá te valga por un buen sitio en el Cielo.

Él le ofreció su pitillera y abrió la tapa del encendedor. Ella apretó los labios y expulsó el humo de ladillo, llevándose con delicadeza la yema del meñique a una comisura de la boca y luego a la otra.

—Bueno —le dijo—, ¿y qué andas buscando?

Él fingió no entender.

—¿Qué quieres decir?

—Te conozco bien… y tú siempre andas en busca de algo.

—Sólo busco tu compañía, Maisie.

Ella flexionó una ceja con escepticismo.

—Seguro.

Maisie había pasado dos temporadas entre rejas. La primera vez fue veinte años antes, cuando fue acusada de dirigir un sanatorio, así lo llamaron, en el que ingresaban en secreto las mujeres que habían tenido un inconveniente embarazo, y en donde se libraban de los bebés, muchos de los cuales quedaban en manos de Maisie, que era quien debía disponer de las criaturas, a menudo envolviéndolas en una manta y dejándolas en una cuneta en plena noche. Cuando cumplió condena, rápidamente alquiló una habitación en Hatch Street y comenzó a dedicarse al negocio del aborto. Al poco tiempo su clínica, que así la llamaba ella, fue pasto de una redada de la brigada antivicio y hubo de cumplir otros dos años en la cárcel de Mountjoy. De nuevo en libertad, e impertérrita, se puso a trabajar de inmediato. Maisie era custodia de muchos secretos. Conocía a Malachy Griffin y afirmaba haber trabajado con él en el Hospital de la Sagrada Familia en los tiempos en que aún era enfermera de verdad, afirmación ésta, reflexionó Quirke, que de seguro Malachy preferiría no tener que oír muy a menudo, ni que se dijera en voz muy alta.

—¿Qué tal va el negocio? —le preguntó Quirke.

—Mejor que nunca —dio un trago de ron y encajó uno de los cigarrillos de Quirke en su boquilla de ébano—. En serio te lo digo, Quirke: las mujeres de esta ciudad no han debido de oír en la vida que existen los paracaídas.

—Deben de ser duros de conseguir.

Ella soltó una carcajada y le dio con el dedo índice un par de veces en el pecho.

Duros de conseguir… Esa sí que ha sido buena, muy buena —se le había quedado la copa vacía, y él hizo una seña al camarero para que se lo volviera a servir—. De todos modos, te aseguro que no es para tanto —dijo—. Conozco a un tío que trae maletas llenas, las hace pasar por Holyhead. Yo se los ofrezco a mis clientas. «Ten», les digo, «llévate un par de docenas de paquetes, porque no quiero volver a verte por aquí en mucho tiempo. Preferiblemente, no quiero verte en la vida nunca más por aquí». Y digo yo: ¿se los llevan? —adoptó un tono de plañidera—. «Es que el cura me va a armar una que no vea usted, enfermera. Y mi hombre no quiere ni oír hablar del peluquín, enfermera». Pandilla de mentecatas…

Quirke jugueteó con su vaso.

—¿Has tratado alguna vez a una mujer que se apellida Hunt? —preguntó—. Deirdre Hunt. Me pregunto si la conoces.

Ella lo miró con malicia.

—Oh-oh —dijo—. Allá viene.

—También se hacía llamar Laura Swan.

Ella lo seguía mirando con dureza, de lado, con aire de desdén.

—¿Sabes lo que pasa, Quirke? —le dijo—. Pasa que eres un hombre terrible —adoptó una visible expresión de haber claudicado en contra de su voluntad y revolvió en el bolso hasta sacar una agenda de direcciones con los cantos doblados, forrada en cuero, muy estropeada. Era su famosa agenda negra, que, como proclamaba a menudo cuando se pasaba de copas, tenía la intención de vender un día a People, o a News of the World, para pasar con desahogo sus años de declive. Hojeó bastantes páginas, leyendo los nombres para sí. Todo fue un puro paripé, y Quirke se dio cuenta: no había una sola mujer a la que Maisie hubiera tratado, durante las más de tres décadas que llevaba dedicada a su oficio, cuyo nombre, dirección y número de teléfono no fuera capaz de recitar de corrido en cuestión de segundos—. No —dijo—, no hay ninguna Hunt. ¿Cómo dices que es el otro nombre? ¿Swan? Pues tampoco hay ninguna Swan. ¿Quién es?

Quirke encogió un hombro con un gesto inapreciable.

—No es. Era —dijo.

—Ah. Suele pasar —cerró la agenda dando una palmada con la tapa y la introdujo de nuevo en las profundidades de su bolso—. En ese caso, con toda certeza no conozco ni he conocido nunca a ninguna persona o personas que respondieran por esos nombres. ¿Entendido? —se terminó la segunda copa y dio con ella un golpetazo al dejarla en la barra.

Quirke levantó un dedo para llamar al camarero.

—La verdad —dijo, e hizo una pausa con toda su intención, como si acabara de tener escrúpulos por la apreciación que acababa de hacer—, la verdad es que no es ella, Deirdre Hunt, quien me interesaba de manera especial. Es imposible que haya sido una de tus clientas —ella lo miró—. Le practiqué la autopsia —dijo—. Nunca tuvo mayor interés por formar una familia.

Un hombre menudo, con una corbata morada, se trastabilló al pasar camino de los lavabos y chocó con el codo de Maisie, con lo que parte del ron de su copa le salpicó el fular de chifón.

Hatajo de maricas —masculló Maisie, fulminando al hombre con la mirada y arreglándose como una gallina a la que se le hubieran erizado las plumas. Volvió a atender a Quirke—. Entonces, ¿qué pasaba con ella, eh?

Las vaharadas de ron que desprendía su aliento estaban provocándole a Quirke cierto mareo. Tenía la boca seca y notaba en las articulaciones de los dedos el dolor que le sobrevenía cuando más necesitado estaba de beber. ¿Es que nunca iba a desaparecer, se preguntó, esa ansia desmedida? Tal vez a fin de cuentas sí que era un alcohólico, y no sólo el bebedor de pelo en pecho que siempre había creído ser. De pronto quiso estar lejos de allí, de aquel lugar maloliente, de aquella gente que hablaba por los codos y sin que él entendiera nada, que iba dando tumbos, de aquella mujer con la sangre de incontables embriones en las manos, y también la de más de una madre infortunada, caso de que los rumores que de ella se contaban fueran fieles a la verdad.

—¿Conoces…? —comenzó a decir, pero tuvo que callar. Su sed era un alarido, tenía la boca más reseca que nunca, y la frente húmeda, perlada de sudor frío. Se pasó una mano sobre los ojos, la nariz, la boca—. ¿Conoces a un hombre llamado Kreutz? —preguntó, y apretó los puños bajo el borde que sobresalía de la barra, clavándose las uñas en las palmas de las manos.

Ella se concentró en él frunciendo el ceño.

—¿Cómo se escribe?

Él se lo deletreó.

—Ah, claro que lo conozco —dijo, y rió por lo bajo—. El llamado «Doctor» Kreutz. El morenito. Tiene un sitio en… ¿En dónde era? En Adelaide Road, eso es —volvió a reír—. Algunas de las pacientes de ese caballero me han venido a consultar.

—¿A qué se dedica?

—No lo sé. Paparruchas. Sanación por el espíritu. Incienso y dietas a base de frutas, esas cosas. Van a verle las mujeres.

—¿Y él te ha enviado a algunas?

Maisie se puso recelosa, miró el vaso y se encogió de hombros.

—Un par. ¿Por qué?

—¿Lo de siempre?

—¿A qué te refieres?

—La razón por la que te envió a esas mujeres, ¿fue la de costumbre?

—Qué va —dijo ella con sarcasmo—. Es que estaban necesitadas de más consejos espirituales y de alguna recomendación para que les mejorase el cutis —acercó la cara a la suya. No estaba borracha, pero tampoco estaba ya sobria—. ¿Por qué coño te crees que me las envió, eh? —dio otro trago de su copa. Se le ocurrió algo—. ¿Y qué tiene que ver ése con la otra, cómo se llama, con esa tal Hunt?

—No lo sé —dijo Quirke. Se deslizó con cuidado para bajarse del taburete. Así terminaban casi siempre sus encuentros, con una Maisie achispada, taciturna, y con el gesto que hacía él al escabullirse del taburete y escapar de allí, encogiéndose de hombros. A espaldas de Maisie, y con un dedo sobre los labios, pagó al camarero otra ronda para ella y se alejó con agilidad de la barra. Maisie lo miró por encima del hombro y lo vio marchar. Para ser un tipo tan grandullón, se dijo con los ojos empañados, sabía moverse deprisa.

En la calle, la luz del sol le cegó. Un número de la Garda, un hombre de tamaño monumental, estaba examinando el coche de Maisie, aparcado en ángulo, con dos ruedas sobre la acera. Quirke lo esquivó y siguió de largo.

En cualquier rincón que husmeara por lo relacionado con Deirdre Hunt, todo lo que parecía tener sustancia se evaporaba y se hacía humo y aire, y todo lo que parecía una puerta de entrada abierta, una invitación, de golpe se le cerraba en las narices.

Cuando dobló la esquina de Merrion Square y ya caminaba por Mount Street vio a una figura sentada al sol, en las escaleras del portal del número treinta y nueve, y en el acto supo quién era. Ni siquiera a esa distancia pudo confundir la cabeza grande con el remate de pelo crespo, color zanahoria, y la tonsura monacal. Pensó en dar la vuelta antes de que lo viera, pero en cambio siguió adelante, por flaquearle la fuerza de voluntad. El ansia que tenía de beber había mermado, aunque sentía una especie de resaca seca, y le palpitaban las sienes y le abrasaban los ojos en las cuencas.

Billy Hunt estaba sentado en los peldaños de la entrada, con la espalda encorvada y la mano en el mentón, como el Pensador de Rodin. Quirke se preguntó qué bicho se había apoderado de él para llevarlo a involucrarse con gente como la familia de Deirdre —¿cómo era su apellido de soltera?—… Deirdre Ward. Claro que… ¿qué se apodera de un hombre para que se obsesione por una mujer, y qué se le mete a ella en la sangre para obsesionarse con él? En el caso de su matrimonio, la respuesta había sido bien simple, y Sarah, la difunta Sarah, hermana de su difunta esposa, la había enunciado con toda claridad: Delia había estado dispuesta a acostarse con él, e incluso deseosa de hacerlo sin una alianza de casada, mientras que Sarah no quiso, y sobre esa base él tomó su decisión. Sin embargo, Delia, la adorable, deliciosa, insatisfecha, peligrosa Delia, ¿por qué lo había aceptado a él, a sabiendas, como sin duda sabía —pues Delia era lista, no se le escapaba ni una—, que él en realidad había deseado en todo momento a su hermana? ¿Lo habría hecho —nunca se le había ocurrido ese pensamiento—, habría dado ese paso por incordiar a su hermana? Delia, desde luego, habría sido muy capaz de una cosa así; Delia, pensó, habría sido capaz de cualquier cosa.

Hizo un alto ante el número treinta y nueve y puso un pie en el primer peldaño, con el sombrero echado hacia atrás y la chaqueta al hombro, sujetándola con el pulgar de la tira del cuello.

—Hace calor —dijo.

Billy se llevó la mano a la frente para apantallarse los ojos y lo miró.

—Ah, Quirke, aquí estás. Te dije que un día te invitaría a una copa, no sé si te acuerdas.

Quirke negó con un gesto.

—Y yo te dije, Billy, que no bebo.

—¿En serio? De un tiempo a esta parte se me olvidan las cosas, hay que ver. Tengo una especie de neblina permanente en la cabeza. De todos modos, algo beberás. ¿Té, café? ¿Un agua mineral?

Quirke sonrió. Una guamín erial. Billy siempre seguiría siendo un chico de Waterford.

Rodearon la iglesia de St. Stephen Peppercanister y cruzaron la calle hacia el canal. No se dijeron nada. Los árboles, palpitantes de calor, pendían sobre las aguas quietas y encajonadas. Una furgoneta de Lavandería Swastika, cómicamente alta y estrecha, apareció por Huband Bridge con un ronroneo de motor eléctrico. Billy Hunt era alto, Quirke no le sacaría más de dos o tres dedos de estatura, y caminaba con la desenvoltura de quien va sobrado de músculo, todo un deportista. Percy Place estaba hendida por la mitad, el sol resplandeciente a un lado y una cuña de sombra oscura en el otro. En la puerta del 47 a Quirke le llegó el conocido pestazo de alcohol y sudor varonil y tabaco rancio que tantas veces había saboreado y que ahora le producía náuseas. Cuando estuvieron acodados en la barra Billy Hunt le preguntó qué quería tomar y él dijo que un agua con gas —a esas alturas pensaba que tal vez nunca sería capaz de tomarse otro zumo de tomate—, que Billy pidió sin añadir comentarios, además de una pinta de cerveza tostada para él. Quirke lo vio ventilarse la pinta en dos tragos. Parecía que no tuviera mecanismo de deglución, que meramente abriese la boca tanto que se le convertía en una cavidad imposible y que inclinase el líquido negro y denso para vertérselo directamente en el gaznate.

—Bueno —dijo Quirke, y se dio cuenta de lo precavida que sonó su voz—, ¿qué tal te va?

Billy bajó el mentón hacia el pecho y eructó.

—Agradezco el favor que me hiciste —dijo. Quirke no dijo nada. Billy Hunt volvió a eructar, esta vez con menos potencia—. Ese detective me llamó para hacerme unas preguntas —dijo. Estaba mirando su reflejo en el espejo de detrás de la barra, encima de una estantería repleta de botellas alineadas. Se frotaba la mano de un lado a otro sobre el mentón, emitiendo un áspero ruido de raspa—. ¿Cómo se llama? Hackett.

—¿Ah, sí? —dijo Quirke. Johnnie Walker, Dimple Haig, Jameson de doce años. Un rótulo de latón le vino a asegurar que Pruebe Players: Players gusta—. ¿Y bien?

—Haces bien en preguntarlo —dejó el vaso vacío en la barra y miró al camarero, que se lo llevó y sacó uno limpio y lo puso bajo el grifo de la Guinness a la vez que accionaba la palanca de madera en forma de garrote. Los tres contemplaron el chorro de cerveza que se iba volviendo negra en el fondo del vaso—. Me habló del tiempo —dijo Billy—. Quiso que le dijera si Deirdre sabía nadar. Me preguntó dónde estaba yo la noche en que murió —se volvió de pronto y miró a Quirke con sus ojos de buey herido—. No se dejó engañar.

—¿No se dejó engañar… en qué?

De pronto vio por vez primera y con toda claridad lo iracundo que estaba Billy. La ira, comprendió, era en esos momentos un estado de ánimo para él permanente.

Y eso no podría cambiar nunca. No sólo su esposa, sino el mundo entero lo habían maltratado, le habían hecho daño.

—Sabe que no fue un accidente —dijo Billy.

—¿Lo sabe? ¿Quieres decir que lo sabe con certeza o que es una suposición?

Llegó la segunda pinta de Billy. La miró de arriba abajo, haciendo girar el vaso sobre su base.

—El juez de instrucción tampoco se lo creyó, ¿no es así? —dijo—. Se lo vi en los ojos. Y sin embargo lo dejó estar —Quirke no dijo nada, pero Billy asintió como si acabara de decir algo—. ¿Tú qué le dijiste?

—Me oíste presentar los resultados de las pruebas.

—¿Y eso fue todo?

—Eso fue todo.

—¿No hablaste con él de antemano? —una vez más, Quirke prefirió no responder, si bien Billy volvió a asentir—. No salió nada en los papeles —dijo.

—No.

—¿De eso también te ocupaste tú?

—No tengo yo esa clase de influencia, Billy.

Billy rió por lo bajo.

—Me juego cualquier cosa a que sí la tienes —dijo—. Me juego cualquier cosa a que tienes algún apaño muy conveniente con alguno de los periodistas. Sois todos iguales, sois gentuza. Sois una banda que vive de apaños y manejos.

Esta vez Billy dio un sorbo a la pinta en vez de ventilarla en un par de tragos, frunciendo la boca y poniéndola en forma de pico, que hundió con delicadeza en la espuma, como un ave acuática que rompiese la superficie espumosa de un charco. Se pasó entonces el dorso de la mano por los labios y frunció el ceño mirando al espejo que tenía delante, cuya superficie lucía un tenue e inexplicable tinte rosáceo.

—Eso es lo que nunca llegaré a entender —dijo—. Ella jamás habría querido montar un número de ese modo. Nunca habría querido que la encontrasen desnuda y en las rocas —hizo una pausa como si tratase de recordar algo—. Yo nunca la vi desnuda, ¿sabes?, nunca. Cuando estaba viva nunca me dejó verla así.

Quirke tosió.

—Billy…

—No, no, no pasa nada —dijo Billy, y agitó una de sus manos grandes y cuadradas. Volvió a inclinar sobre la pinta su rostro de ave zancuda y bebió y de nuevo se frotó los labios con los nudillos—. Ella era así, eso no tiene vuelta de hoja. Por eso no puedo entenderlo, no entiendo lo que hizo —miró a Quirke—. ¿Tú lo entiendes?

Quirke estaba encendiendo un cigarrillo.

—Yo no conocí a tu esposa, Billy —dijo—. Seguro que era…

Billy seguía mirándolo con atención.

—¿Qué?

Quirke respiró hondo. Tuvo la extraña y seguramente errónea sensación de que Billy se estaba riendo de él. Bebió un sorbo de agua con gas.

—No sirve de nada, Billy —dijo—. Quiero decir, no sirve de nada seguir dándole vueltas. Lo pasado, pasado está. La muerte es como es. Nunca desvela sus secretos.

Billy dejó pasar un instante sin responder, y entonces le salió de dentro un sonido amordazado, ahogado, que tras unos instantes Quirke comprendió que era, en efecto, una carcajada.

—Esa sí que es buena —dijo Billy—. «La muerte es como es y nunca desvela sus secretos». ¿Eso lo traías ensayado o lo has improvisado sobre la marcha?

Quirke notó que se ponía colorado.

—He querido decir… —empezó, pero Billy volvió a interrumpirle levantando su mano carnosa y poniéndola con pesadez y complacencia sobre su hombro. Quirke se encogió. Nunca le había gustado que nadie le tocase.

—Sé lo que has querido decir, Quirke —dijo Billy.

Volvió a hacer girar el vaso lentamente sobre su base. El posavasos de corcho sobre el que reposaba tenía una caricatura de un pelícano, o un tucán de pico anaranjado. Guinness sienta bien, sí, Pruebe Players: Players gusta. Qué lugar tan agradable podría ser el mundo con tan sólo algún pequeño ajuste.

—Una de las cosas que pasan cuando uno está en mi lugar —dijo Billy, de pronto relajado, al menos en apariencia, y con un tono de llana conversación— es lo curioso que resulta el modo en que te habla la gente. Más bien debería decir el modo en que no te hablan. Se les ve mirar de canto cada palabra que van a decir, temerosos de meter la pata y de recordarte «tu pérdida», que así la llaman, o «tu problema», y acto seguido de pronto te sueltan cualquier dicho, cualquier proverbio, ya sabes, «está ahora en un lugar mejor que éste», o «ahora descansa en paz», o «el tiempo lo cura todo», esa clase de cosas, por las que se supone que tú, encima, tienes que estar agradecido —asintió otra vez, entre divertido y sardónico—. Y otra cosa que tiene gracia es que tienes que escuchar todo lo que te digan y, encima, estar agradecido, y no decir nada que les pueda molestar. Como es natural, cuando alguien se te ha muerto tienes que estar amabilísimo, perdonar a todo el mundo, comprender. Tienes que ser la persona más inofensiva de este mundo —agarró el vaso sin levantarlo de la barra y Quirke vio que los nudillos se le ponían blancos—. Pero yo no soy inofensivo, Quirke —añadió con una especie de lúgubre alegría—. Yo no soy inofensivo, en absoluto.

Se marcharon poco después. Billy Hunt había vuelto a cambiar de estado anímico. Se le había apagado una bombilla y tenía de nuevo aspecto de estar envuelto en la bruma. Parecía, a ojos de Quirke, saciado, saciado e incluso cómodo, ¿no?, como si supiera a ciencia cierta algo que ni Quirke ni el resto del mundo pudieran siquiera soñar. Se despidieron en la puerta del pub, y Billy se alejó en dirección hacia Baggot Street. Quirke cruzó el puentecito de piedra. Los árboles, a lo largo del canal, parecían inclinarse más que antes, agotados por el calor del día, si bien para Quirke la luz del sol había menguado, como si una fina polvareda se hubiera esparcido en el aire, apagándolo y ensuciándolo.