5

Fue asombroso con qué celeridad montaron el salón de belleza y lo pusieron en funcionamiento. Deirdre nunca tuvo ninguna duda de que iba a ser un éxito, aunque tampoco soñó que las cosas fueran a ser tan fáciles. Descubrió de pronto que tenía buena mano en los negocios, no sólo en la aplicación de los tratamientos y en la venta de los cosméticos, sino también en los aspectos financieros del negocio. Desde luego, tenía la cabeza bien pertrechada para el dinero. Cuando se enteró al principio de que Leslie White tenía un salón de peluquería, por más que se negara a reconocerlo se había llevado una buena decepción. Al principio pensó que eso quería decir que él era peluquero, y ése fue el auténtico sobresalto, pues de sobra sabía cómo eran los peluqueros, al menos en su inmensa mayoría. Pero él se rió y le preguntó cómo era posible que se le hubiera ocurrido tal cosa: ¿cómo era posible que lo hubiera tomado por marica? Ella le dijo que no, ni mucho menos, que esa idea ni siquiera se le había pasado por la cabeza, aunque lo cierto es que sí, si bien fue sólo un segundo. A fin de cuentas, a veces era difícil saber con precisión si un hombre tenía o no inclinaciones de ese estilo; no todos ellos eran amanerados en sus gestos, ni movían la muñeca como si no tuvieran huesos, ni hablaban con un deje melifluo. Lo cierto, cuando se paró a pensarlo, es que las muñecas de Leslie no eran precisamente las más sólidas, y al pronunciar ciertas palabras sí les daba un deje un tanto melifluo. Con todo, estaba segura de que era normal, si bien no logró despojarse de la ligera decepción que le produjo el saber que se dedicaba a esa clase de negocios. No estaba muy segura de lo que había esperado que fuese. Algo más romántico, eso seguro, que el simple propietario de La Tijera, que así se llamaba —y ella tuvo que reconocer que tenía su gracia—, o más bien se había llamado, puesto que el negocio acababa de cerrar.

Leslie le habló de la quiebra de la peluquería tomándosela a la ligera, con muestras evidentes de indiferencia, de animación incluso. Oyéndole contarlo, nadie habría supuesto que el negocio había quebrado y que había sido un fracaso, sino que él mismo lo había dejado entrar poco a poco en decadencia, porque le aburría, porque deseaba pasar a otra cosa más apasionante, más a la altura de su indudable talento. Tenía planes, le dijo, desde luego que sí, tenía planes grandiosos. La había llevado a ver el local de Anne Street, una sala amplia y pintada de blanco, en una primera planta, pero con entrada propia, por unas escaleras que daban a la calle, al lado de una óptica. No quedaba allí ni un solo mueble, aunque sí estaban los lavabos, formando en una hilera pegados a la pared, que a ella le hicieron pensar, con un punto de vergüenza, en los urinarios de un aseo de caballeros. Leslie se plantó en el centro de la sala con su abrigo de pelo de camello y miró en derredor, sin poder contener, ella se dio cuenta, una mirada de recelo, de aprensión. Pero hizo todo lo posible por mostrarse animado y desenvuelto, y le habló con displicencia de los contactos que tenía, de la gente de dinero a la que conocía, de los empresarios con los que tenía íntima relación, y que en cuanto tuvieran noticia de sus planes se darían de codazos los unos a los otros con tal de invertir en el negocio, de eso no le cabía la menor duda.

—Un salón de belleza —le dijo, y se le iluminó la cara—, es lo suyo. La peluquería está muy bien para un peluquero normal y corriente, que no sabe hacer nada más. En cambio, el paquete completo, el tratamiento integral para la mujer integral… Ahí es donde están los beneficios.

Ella tuvo la nítida impresión de que nada de lo que le dijo era original. Era la clase de cosas que él habría oído de sus contactos, de la gente de dinero, de «los tipos con visión de futuro», como él los había llamado. Él reparó en que había un brillo de escepticismo en la mirada de ella por más que trató de ocultarlo, si bien se limitó a sonreír y a morderse el labio, como un jovenzuelo al que acabasen de pescar diciendo una mentirijilla. Ésa era una de las cosas que a ella le gustaron de él, tal vez lo que más le gustó, esa manera despreocupada, risueña, de no hacer caso de los reveses de la fortuna, de tratarlos como meros tropezones en el camino ascendente hacia un éxito inimaginable, a la riqueza, a la felicidad.

Pero había en él, sin embargo, otra cara, y a ella no le llevó mucho tiempo descubrirla. Cuando hablaba de su esposa, por ejemplo —«Esa perra engreída», que es como ella la imaginaba, aun cuando nunca la hubiera visto—, el sonrojo invadía sus pálidas y alargadas facciones y sus ojos adquirían lo que ella sólo podría calificar de mirada ensuciada, enturbiada, además de que hacía un ruido de succión por la comisura de los labios, que retraía para dejar al descubierto un colmillo un tanto renegrido. Pero sus muestras de rabia y su ánimo vengativo no duraban más que dos segundos, tras los que volvía a ser el hombre de ánimo despreocupado y juguetón, y hacía una especie de paso de baile que a menudo ensayaba, acercándose a saltos, de costado, hacia ella, y levantando una mano con la palma hacia arriba para tocarle en broma en el mentón con la punta del dedo índice, tarareando al tiempo una melodía como un zumbido, con los labios cerrados.

No había perdido el tiempo en tratar de llegar con ella a mayores, por descontado. Con inocencia, ella reconoció en su fuero interno que con toda probabilidad lo habría logrado si en la peluquería hubiese habido una superficie más acogedora que el suelo para que ambos se tendieran. Pero no lo intentó del mismo modo que ella conocía por haberlo visto en otros individuos. No le puso la mano encima, no trató de metérsela por debajo de la falda, ni por el escote. Se comportó más bien como un ave maravillosa, un ave exótica, un pavo real quizá, pavoneándose en torno a ella, mostrándole el plumaje, sonriendo, haciendo chistes, haciéndola reír, a menudo a pesar de que no quisiera ella reírse. Oh, desde luego que sí, sabía muy bien cómo hacer que una mujer se sintiera bien, en eso Leslie White era un fenómeno; sabía, en realidad, cómo hacer que se sintiera una mujer de verdad, y no a la manera de la mayoría de los hombres que ella había conocido, que la trataban como si fuera un mueble, un sofá o un colchón viejo y lleno de bultos, sobre el cual se abalanzaban, olisqueando y resoplando como un cerdo.

Billy algunas veces era así.

No le había llevado mucho tiempo averiguar que Leslie estaba casado. Había supuesto desde el principio que lo estaba. Él no le habló mucho de su mujer. Por lo visto, ella tenía dinero —tenía un negocio propio, algo relacionado con la industria textil—, pero lo tenía a buen recaudo, sin que él pudiera echarle el guante. Sí se le escapó que al menos una vez, en un momento delicado, ella había arrimado el hombro y había salvado la peluquería, La Tijera, del cierre inminente. Es posible, pensó Deirdre, que fuera esa experiencia lo que agrió el carácter a la muy recta y poderosa señora White y la predispuso en contra de su marido, al que dio en considerar un irresponsable. Seguía sin embargo viviendo con ella, aunque por lo que a él se refería el matrimonio había terminado, y en cuanto pusiera en marcha esta nueva aventura tenía previsto marcharse, o al menos eso le aseguró. Todo esto se lo tomó ella con ciertas reservas. No era tonta; sabía cómo eran los hombres, cómo hablaban; sabía cuál era el valor de sus promesas y declaraciones. Sin embargo, algo había en Leslie White, algo a lo que no podía ella resistirse, bien que lo sabía, y lo sabía también él, y entre tanto había ido llegando la cosa a un punto más allá del cual ya no había vuelta atrás. Era la chica a bordo de la canoa, y el borde de la catarata estaba cada vez más cerca.

Al final, fueron las fotografías lo que inclinó la balanza. Después, muchas veces se dijo que ojalá no se las hubiera enseñado. Sabía, por descontado, por qué lo había hecho. Fue en parte mera travesura, la malicia del colegial que sentía la apremiante necesidad de mostrar, de exhibir el secreto que había descubierto, pero también había calibrado él, y resultó que con acierto, que había en ella una parte, enterrada en lo más profundo de su ser, tan al fondo que ella misma apenas había sido consciente de su existencia, una parte que era al fin y a la postre, ella tuvo que reconocerlo, tan regocijadamente guarra en sus deseos como lo era Leslie White, como lo era cualquier hombre. Con todo y con eso, fueron un auténtico susto aquellas fotografías, al menos al principio. Cuando le mostró la de la mujer de la estola de zorros —estaban en la sala desierta, encima de la óptica—, ella se sintió acalorada, excitada, casi asustada, de una manera tal como no había vuelto a sentir desde que era niña. Era una fotografía grande, de treinta por veinte más o menos, pero muy nítida, muy clara, toda con grises plateados y negros intensos, con finos detalles. «Exposición», ésa era la palabra, desde luego. La mujer, muy delgada, pálida, con unos pechos pequeños, estaba tendida en diagonal sobre un sofá —Deirdre lo reconoció en el acto—, con una pierna del todo separada, el pie esbelto apoyado en un cojín, en el suelo. Estaba completamente desnuda, con la sola excepción de la estola de piel que llevaba al cuello, como si los pequeños hocicos de los zorros le mordiesen en la piel, en la suave inclinación del pecho izquierdo. La mano derecha la tenía extendida a un lado, colgando con languidez junto a la pierna derecha, separada del cuerpo; la izquierda la tenía en el regazo, con el pulgar y el dedo corazón separándose los labios oscuros y el índice introducido hasta el nudillo. La mujer sonreía mirando a la cámara, al mismo tiempo descarada y culpabilizada, con la cabeza levemente vuelta a un lado, como si invitase a la persona que estuviera detrás de la cámara, y a todo el que tuviera ocasión de ver el trabajo del fotógrafo, a sumarse a ella allí mismo, en el sofá en que estaba tendida de manera incitante.

Deirdre asumió todo esto, el pie en el cojín, el hocico cerrado de los zorros, la mano suspendida, los labios abiertos de par en par, y de inmediato cerró los ojos con fuerza y volvió la foto boca abajo con un manotazo. Oyó su propia respiración. La sensación que la invadía, que la acaloraba y al mismo tiempo le producía un frío extraño, era la misma que tenía cuando, de niña, despertaba en la cama cuna en el dormitorio de sus padres y se daba cuenta de que se estaba orinando, orinándose y, al mismo tiempo, espantándose por lo que estaba haciendo, si bien no podía parar de ninguna manera, por el avergonzado placer que le causaba. Y tampoco pudo parar entonces, incapaz de no abrir otra vez los ojos y de no dar la vuelta a la fotografía. Se sintió asqueada de sí misma, pero al mismo tiempo también excitada de una manera horrible, que la llevó a pensar que debería avergonzarse, a pesar de lo cual no se avergonzaba, en realidad no se avergonzaba, ni mucho menos.

Había otras fotografías, unas veinte o treinta en total, que Leslie guardaba en una vieja funda de discos que se cerraba con un broche metálico como el bocado de un caballo, que caía sobre una lengüeta. Algunas eran de la misma mujer, la mujer de la estola de zorros, y otras eran de otras, todas ellas desnudas, todas ellas expuestas con desvergüenza, algunas haciendo cosas incluso peores de lo que hacía la mujer con la mano en la entrepierna, y sonriendo con la misma mueca de procacidad, mirando a la cámara. Al principio no fue capaz de mirar a Leslie a los ojos, y en el momento en que por fin lo miró se dio cuenta de que le ardía la cara. Él la estaba observando y sonreía con una ceja elevada de un modo malicioso, disfrutando de la inquietud evidente que a ella le embargaba. Se le pasó por la cabeza la idea de que iba a recordar ese momento durante el resto de su vida, el frío en la sala despojada de todo mueble, la luz invernal en las paredes blancas, el brillo apagado y en cierto modo entristecido de la porcelana de los lavabos, y Leslie con el abrigo abierto, mirándola con lascivia.

—¿De dónde las has sacado? —preguntó con una voz que la desarmó a ella misma por la firmeza con que había salido de ella. ¿De verdad era una desvergonzada hasta ese extremo?

—Es sencillo —dijo Leslie, y golpeó con la uña la foto de la mujer de la estola de zorros—. Ella me las dio.

Luego le contó, mientras iba de un lado a otro de la sala con las manos en los bolsillos del abrigo, cómo la había conocido, a la mujer, una tarde, en un pub de Dawson Street, un local del sótano, donde iba a tomar una copa a menudo; no le dijo el nombre de la mujer, asegurándole que podría reconocerlo, ya que su marido era una persona conocida, y se limitó a llamarla «señora T»; le contó cómo se había hecho amigo de ella, con la esperanza de que invirtiera algún dinero en La Tijera, que en aquel entonces empezaba a pasar por apuros financieros. Se dio cuenta en el acto, a pesar de que aquella mujer frecuentase el pub de Wally, que tenía por cierto toda la mala reputación que pudiera tener un pub, o un club, o como se llamase, de que tenía muy buenas conexiones. Al final la cosa no salió como él deseaba —la señora T se mostró muy cauta en cuestiones de dinero—, pero aquella mujer resultó agradable de tratar, una auténtica amiga. Por medio de ella había entrado en contacto con el doctor Kreutz, y ahora él y Kreutzer, que así lo llamaba, eran —rió— excelentes amigos.

Volvió a dejar el fajo de fotografías en sus manos.

—Dan asco.

—Sí, así es, ¿verdad que sí? —dijo él muy contento.

—¿Por qué te las dio esa mujer? Mejor dicho, ¿cómo ha podido dártelas?

—Bueno, verás… Supongo que es un poco exhibicionista. Hay gente para todo. Pensó que me gustarían. Y, como es natural, no podía saber que te las iba a enseñar a ti.

—Cosa que no debieras haber hecho.

—No, supongo que no. Tienes razón —agachó la cabeza y la miró por debajo de las cejas, de una manera que le daba el aire de un diablo sonriente, de cabello plateado—. Pero en el fondo te alegras de que te las haya enseñado, ¿no?

—Desde luego que no.

Pero… ¿seguro que no se había alegrado? La verdad es que no lo supo. Estaba confusa. Desde luego, le había sobresaltado saber que el doctor Kreutz era capaz de tomar tales fotografías, pues no le cupo duda de que era él quien las había tomado, no tuvo ni que preguntarlo. Así que ésas eran sus clientas, ésa era su sanación espiritual. Leslie, como de costumbre, comprendió qué estaba barruntando.

—Ya te avisé que el viejo Kreutzer… Te lo advertí, ¿sí o no?

Ella negó con la cabeza.

—Pero… ¿por qué? —dijo—. ¿Y cómo?

Él pareció sorprendido.

—¿Por qué las hizo? Pues porque ellas querían que las hiciera, por supuesto. Hay personas a las que les gusta verse haciendo… cosas feas. Buenas, son muy buenas, ¿verdad? Las fotografías, quiero decir. Fíjate qué técnica. La verdad es que se le da francamente bien —rió—. Supongo que será de tanto practicar.

Ella se dio cuenta de que debería romper con Leslie White en aquel preciso instante, allí donde estaba, sin esperar a más. Ya nada volvería a ser igual entre ellos dos después de ver aquellas fotografías. Y sin embargo no pudo. Cuando pensaba en aquellas mujeres, tan lascivas, tan desvergonzadas, experimentaba una extraña sensación en la garganta, como si ahí se le hubiera alojado algo blando, cálido, y tuviera una sensación de pánico que a su vez contenía tanto placer como se pudiera imaginar. Sí, placer, un placer oscuro, caliente, aterrador. Billy, su marido, se percató de que en ella existía esa novedosa excitación, aunque era evidente que no pudo saber ni por asomo cuál era la causa, y cuando estaba en casa la seguía por todas partes, igual —ella odiaba incluso pensarlo, pero era verdad— que un perro que olisqueara el rastro de una perra en celo, y en cuanto a las cosas que intentó obligarle a hacer cuando estaban en la cama…

Billy. Se dio cuenta de que necesitaba sentarse, pararse a pensar, sopesar despacio qué era lo que tenía que hacer con respecto a Billy. Tarde o temprano tendría que hablarle de Leslie White, decirle, esto es, que había conocido a un hombre que deseaba montar un negocio con ella. Por el momento, eso era todo cuanto necesitaba decirle; también era todo cuando se atrevería a decirle. Y es que lo cierto era que había aceptado la propuesta de Leslie White —¡oh, Dios mío, qué palabra!—, su propuesta empresarial, claro está, para abrir un salón de belleza formando una sociedad con él. Estaba decidido. El local ya estaba disponible, encima de la óptica —él le habló de un arrendamiento por noventa y nueve años, le habló de los precios de alquiler del suelo y de las opciones de los arrendatarios, le habló de todo esto hasta que a ella la cabeza le dio vueltas—, y los operarios que iban a realizar las obras se presentarían allí cualquier día.

Sí, estaba todo decidido y dispuesto. Una mañana lluviosa, en enero, Leslie la llevó a un local comercial de Stoney Batter con la idea de conocer qué opinión le merecía, o eso dijo, una camilla de hospital, un trasto estrecho, alto, con ruedas, sobre el cual era posible tumbarse, que un amigo suyo tenía a la venta y que era ideal para dar masajes. El amigo, un tipo de apariencia furtiva, con un traje de raya ancha y con la peor tos de fumador que ella hubiera oído nunca, se marchó y los dejó solos —¿también eso lo había dispuesto Leslie?—, y algo hubo en aquel momento que a ella le afectó, tal vez fuera la sensación de repentina intimidad que tuvo, a pesar de la humedad y la falta de luz del local, y sin tiempo para saber qué pasaba se encontró en la camilla y en brazos de Leslie, mordiéndose el dorso del pulgar para no ponerse a gritar como una loca, mientras la camilla se movía a su antojo, con unas ruedas engrasadas, por efecto de cada movimiento de éxtasis que ambos acometían. Después le quitó ella el abrigo, ¡el famoso abrigo de pelo de camello!, porque le entró el frío y porque el campeón de la tos podría regresar en cualquier momento. Leslie se había puesto en pie, ya que en el estrecho colchón de caucho no había sitio para los dos, y cuando se hubo vestido del todo levantó el abrigo tirando de una esquina, para verla bien de cuerpo entero.

—Caramba, caramba —dijo sonriendo—. El Doctor estaría encantado contigo.

Le costó un instante comprender qué estaba dándole a entender, y apartó la cara para no permitir que la viera sonrojarse, y con una sonrisa en los labios le arrebató el abrigo y se envolvió con él.

—Foto, foto —dijo él tan campante, y chasqueó la lengua imitando el ruido de una cámara, la cámara invisible que se llevó al ojo en ese momento.

Ella tuvo que dejar que pasaran unas semanas antes de animarse a dar la cara ante el doctor Kreutz de nuevo. En efecto, todo había cambiado. No era sólo que hubiera visto las fotografías —en cierto modo, eso era lo de menos a esas alturas—, sino que también debía tener presente su relación con Leslie. Él se lo detectó en los ojos, ella vio que lo veía. ¿Qué mujer podría ocultar una verdad tan simple, el hecho de estar enamorada? Pensando en esto hizo una pausa. ¿De veras se trataba de eso? ¿Era amor? La palabra no le había entrado en la cabeza hasta ese instante. Se ablandó. ¿Por qué extrañarse de pensar en el amor hallándose en presencia del doctor Kreutz? ¿No le había enseñado él muchas cosas en ese sentido, las cosas del espíritu? ¿Qué importancia podía tener que le gustara tomar fotografías de mujeres desnudas? Quizá formara parte del tratamiento, quizá fuese una forma de ayudar a esas mujeres, haciéndoles ver cómo eran en realidad, en todo su mujerío. Quizás eso sanara sus espíritus. ¿Quién era ella para decir lo contrario, ella, que se había tumbado y se había abierto de piernas en el colchón de caucho de la camilla, en aquel local sucio, y en otras camas, otros días, con cada una de sus fibras, hasta la última, en llamas bajo la mirada admiradora de Leslie White?

Por otra parte, era el doctor Kreutz quien iba a financiar las obras de inicio del salón de belleza. Leslie había acudido a él y le había pedido el dinero y éste se mostró de acuerdo, fue así de sencillo. Al menos, eso había dicho Leslie.

El doctor Kreutz preparó un té de hierbas y la invitó a arrodillarse a su lado en los cojines del suelo, ante la mesa en la que se encontraba el cuenco de cobre. Ya casi era primavera, y por la ventana alcanzó ella a ver las ramas negras que empezaban a retoñar, y tras ellas un cielo blanquecino, de un blanco desnudo, con nubes deshilachadas en diagonal. Tenía una sensación de felicidad acorralada en su interior, a punto de reventar en cualquier momento. Era consciente, cómo no, de que había algunas cosas que se podían torcer. Iba a hacer falta mucho trabajo y no menos suerte para mantener en marcha el Silver Swan al mismo ritmo al que había funcionado hasta entonces —a duras penas lograba ella atender a todas las nuevas clientas que se presentaban cada semana, y ya empezaba a pensar en el día en que no le quedaría más remedio que contratar a una ayudante—, pero no lograba creer que entre ellos, entre Leslie y el doctor Kreutz y ella, no pudieran mantener el grado de éxito que habían cosechado hasta entonces. Era cierto que La Tijera había quebrado, pero Leslie le explicó cómo se produjo el fracaso empresarial, y si bien no entendió ella todos los detalles técnicos eso no quiso decir que su explicación no fuese fiel a la verdad de los hechos. Lo que en cambio tenían entre los dos, Leslie y ella —su amor—, bastaría para superar todas las complicaciones que pudieran presentarse.

Amor. Dio un sorbo al té y en su fuero interno calibró esa nueva palabra, por ver qué talla tenía, qué peso. Tendría que emplearla con moderación. Leslie, según había tenido ya ocasión de darse cuenta, no se tomaba de buen grado sus carantoñas; ésa era la palabra con la que designó los besos y las caricias con que, desde el día que pasaron en el local comercial, ella había intentado mostrarle qué sentimientos tenía hacia él. Era casi con toda seguridad porque era inglés, razonó, ya que los ingleses eran presuntamente reservados, reacios a que se les notase cuáles eran sus verdaderos sentimientos. Tenía una forma única de distanciarse de ella, con la cabeza bien alta, muy estirado el cuello largo y pálido, mirándola con un punto de desprecio, con una expresión que no era tanto una sonrisa como una mueca como si se hubiera llevado un chasco, y soltando un bufido más que una risa por las fosas nasales, como si hubiera hecho ella algo tan estúpido que no mereciera sus palabras. Además, a veces la trataba de mala manera. Habían encontrado para entonces un lugar donde podían pasar el rato juntos, una habitación de alquiler en Percy Place, aunque más tomada en préstamo que propiamente alquilada a otro de los amigos de Leslie. Iban allí por la tarde y corrían las cortinas, y él la desnudaba despacio, con parsimonia, casi como si estuviera pensando en otra cosa, y entonces la abrazaba y la estrechaba contra sí, temblando de aquella manera tan particular, tan suya —casi como temblaría una chica—, cosa que a ella le excitaba y al mismo tiempo le daba unas ganas locas no tanto de hacer el amor con él, cuanto, más bien, de acunarlo en sus brazos, de mecerlo hasta que se durmiera. Pero él no era un bebé. Le mordía los labios hasta hacerle sangre, o le retorcía el brazo a la espalda dejándola sin aliento, y una vez en que no fue capaz de hacer nada y ella se rió y le dijo que no importaba, en vez de mostrarse agradecido le dio una bofetada en la cara, con fuerza, tanto que se golpeó con la nuca contra el cabezal de la cama y vio las estrellas. Y luego estuvo la noche en que ella y Billy se disponían a acostarse —qué tortura era para ella acostarse ahora con el pobre Billy— y él le vio los rojos verdugones que tenía en la cara posterior de los muslos, donde Leslie la había azotado con el cinturón de cuero —Dios, qué manera de gemir de dolor— y tuvo que improvisar una excusa que no creyó que él creyera, algo sobre una silla de lamas con bordes afilados en la que tuvo que sentarse. Y, con todo, ella…

—¿Más té? —le preguntó el doctor Kreutz.

Pestañeó, despertando de su ensueño. Volvió a darse cuenta, tal como ya se había dado cuenta, de que él apenas la había mirado a la cara desde que llegó. Se preguntó si tal vez estaba celoso, pues con toda certeza tuvo que adivinar que ella y Leslie habían iniciado algo más que una sociedad para dedicarse a un negocio. El pensamiento la incendió de puro fastidio. Bastantes equilibrios tenía que hacer para mantener a raya las suspicacias de Billy. Éste había hablado con Leslie una sola vez, cuando los tres concertaron un encuentro para tomar una copa en el bar del Hotel Wynns. Fue un domingo por la tarde; tras ellos, tres sacerdotes de cara colorada, los tres bebían whisky y hablaban a voz en cuello de un partido de hurling en el que habían pasado la tarde. Billy se sintió tímido y cohibido con el inglés, con su acento presuntuoso, «engreído», como dijo él después, y con su pañuelo plateado al cuello, así que estuvo mirándose la puntera de las botas y habló en un murmullo apenas comprensible —tampoco es que tuviera gran cosa que decir—, con sus cejas casi incoloras unidas encima de la nariz y las puntas de las orejas rojas como cerezas. Cuando ella lo miraba se sentía no culpable, no exactamente, sino más bien… apenada; sí, ésa era la única palabra que podría describir su estado de ánimo, sentía pena de él, el torpón de corazón tan blando. Y, de un modo aún más extraño, le pareció que nunca lo había querido tanto como en ese momento, con tantísima ternura, con tanta compasión, con atención sin reserva, nunca lo quiso como en esa media hora en un bar lleno de humo, con las voces de los sacerdotes encima de ellos, Leslie y ella tratando de no mirarse, no fueran a echarse a reír sin poder contenerse.

Leslie se portó muy bien con Billy, supo representar de veras el papel del hombre de negocios, habló de gastos indirectos y de dividendos anuales y de márgenes de beneficio y de todo lo demás. Ella tuvo por fuerza que admirar su labia: qué embaucador estaba hecho. Fingió escuchar a Billy, sus murmullos indescifrables, y asintió con solemnidad, con los labios fruncidos, sin olvidarse de llamarla señora Hunt, nunca por su nombre de pila. Oyéndole, cualquiera hubiera dicho que era más bien un hospital o algo así lo que iban a montar entre los dos. Cuando dijo que la señora Hunt haría una gran aportación al salón —aunque le costó lo suyo, supo seguir el ejemplo de Deirdre y lo llamó salón de belleza, en vez de «salud y belleza», como él pretendía, porque a ella le parecía presuntuoso— gracias a la dilatada experiencia que había acumulado trabajando en la farmacia, Billy se quedó patidifuso. Ella se preguntó hasta qué punto se tragó Billy las parrafadas de Leslie. Algo sabía él del negocio, y no era tonto cuando llegaba la hora de negociar con alguien. Se dijo que en su caso era mejor decir apenas nada, estarse calladita, dejar que Leslie largase todo lo que quisiera. Se limitó a tomar una copa de Babycham y procuró que le durase todo el tiempo que estuvieron allí, porque el alcohol se le subía derecho a la cabeza en ocasiones como aquélla —si bien, se preguntó, ¿había existido en toda su vida alguna otra ocasión semejante?— y, sobre todo, porque de ninguna manera debía permitir que se le notase la excitación. Y es que lo cierto es que sólo en esos momentos, estando allí revestida de sensatez, con el traje de dos piezas color gris carbón que había comprado para ejercer de mujer de negocios, escuchando la cháchara veloz de Leslie, que envolvía en palabras a su marido, sólo entonces comprendió con todas sus consecuencias el alcance de la aventura en la que se había embarcado. El futuro de pronto se hallaba…

—Debes, ¿sabes? —le dijo el doctor Kreutz—, debes poner cuidado, mucho cuidado.

Ella lo miró con desconcierto. ¿De qué le estaba hablando?

—¿Cuidado… con qué? —preguntó.

Él se encogió de hombros, incómodo. Vestía ese día un caftán de seda azul —«caftán» era otra de las palabras exóticas, otro de los nombres de cosas que él le había enseñado—, bajo el cual sus hombros parecían más que nunca una percha.

—Pues de todo esto… De este negocio que has puesto en marcha —respondió. En sus palabras sonaba una nueva nota, una nota quejumbrosa, le pareció, y entre frase y frase emitía una especie de sordo zumbido—. La anterior empresa del señor White fue un fracaso, ya sabes —mmm, mmm—, y el propio señor White quizá no sea —mmm, mmm— todo lo que parece.

¡Vaya!, pensó ella. Mira tú lo que dijo el hambre de las ganas de comer… Le dieron ganas de preguntarle dónde había metido la cámara, y a cuántas clientas había fotografiado recientemente. Pero no fue capaz de seguir mucho tiempo indignada con él. En su nuevo, recién descubierto estado de felicidad plena, era imposible que se indignara con nadie, ni siquiera con Billy, o no al menos por mucho tiempo. Desde luego, Leslie no era todo lo que parecía, pero ella bien sabía que, de ser algo, era bastante más, y no menos. Sólo que ese más, claro está, era algo que el doctor Kreutz nunca acertaría a entender. Apartó la taza —tenía un regusto extraño, empalagoso, dulzón, enfermizo— y dijo que tenía que marcharse. Cuando se quiso levantar, sin embargo, tuvo una especie de mareo repentino, y por un instante le pareció que podía dar un traspié y caer. El médico se puso en pie de un brinco y la sostuvo de la mano, poniéndole la otra mano bajo el codo para conducirla al sofá, a ese sofá, y la hizo sentarse con suavidad sobre los almohadones, retirándose un poco, mirándola, con la cabeza ladeada y una mueca de aparente descontento en los labios, lo máximo que se acercaba, según había visto ella, a esbozar una sonrisa.

—Descansa —le dijo con suavidad—. Descansa, mi querida señora, mi queridísima señora.

Ella pensó en todas las mujeres que allí mismo habían yacido desnudas, mostrándose. Se preguntó qué se sentiría al exponerse así, no exactamente delante de un hombre, sino delante de una cámara. Y con esa pregunta en los labios cayó en un sueño profundo y en el que no tuvo sueños.