Habían tenido los dos la certeza, sin ningún asomo de duda, de que se volverían a ver. Quirke dejó que pasaran dos días después de aquella primera visita a su casa para telefonearla. Cuando descolgó el teléfono se percató de que sentía una sensación trémula en la región del diafragma, debido a la cual hizo una pausa. ¿En qué estaba a punto de embarcarse, y dónde habría de finalizar la travesía? Por su propia naturaleza era cauto en los asuntos del corazón. No era que después de Delia este órgano hubiera vuelto a sufrir nunca una rotura de gravedad, pero sí prefería evitar todo posible riesgo ahora que había llegado sano y salvo a los años intermedios de su vida. El hecho mismo de tener ese titubeo lo llevó a titubear más si cabe. Era evidente, como le advirtió ese aviso interior, esa flaqueza, que Kate White ofrecía mucho más que la mera perspectiva que él tenía por costumbre pedir de una mujer. Despacio, colgó y respiró hondo. Estaba bien entrado el mes de julio, era una tarde de domingo, y la cuña de cielo que veía entre los tejados con sólo asomarse un poco y entornar la vista por la ventana del cuarto de estar estaba de un azul cobalto, cálido y despejado, que parecía resumir el color mismo de todas las posibilidades que encerrase el verano. Conjuró la sonrisa atribulada y los ojos humedecidos de Kate. ¿Qué podía perder, por comparación con todo lo que podría salir ganando?
Tomó el teléfono y marcó de nuevo.
Oh, mucho, mucho era lo que podía perder.
Hicieron juntos una excursión a Howtn. Quirke fue quien la propuso; había una taberna en el pueblo a la que antaño iba a beber, y le dijo que, a su entender, a ella le gustaría. Ninguno de los dos formuló una cuestión de más alcance, a saber, qué era lo que se podría hacer durante el resto de la velada. Llegó en taxi a Castle Avenue y se maravilló de nuevo ante la estólida fealdad de la casa cuadrada, con sus grandes, descarados ventanales, sus persianas venecianas, sus ladrillos del color de la sangre seca. Le costó imaginarse allí a Leslie White, su regreso a casa tras un largo día de trabajo en la administración del Silver Swan, para acomodarse después de cenar con las zapatillas y el periódico vespertino. Y sin embargo fue Leslie, según su mujer, el que se había encaprichado con la casa, cosa que sucedió cuando alguien a quien conocía por el negocio de la peluquería le puso sobre aviso de que estaba en venta.
—Supuso, digo yo, que era más o menos lo que a mí tenía que gustarme —le había dicho Kate, e hizo una mueca de payaso—. Tiene un gusto espantoso, pero lo peor es que se imagina que yo lo comparto. Pobre Les.
Había salido a la puerta envuelta en un olor a jabón de limón. Se acababa de dar un baño. Cuando vio que era él quien llamaba, ladeó la cabeza y lo contempló en silencio durante unos instantes.
—Es el destino —dijo—. Salta a la vista.
Llevaba el pelo recogido tras las orejas con una cinta negra y no se había puesto otro maquillaje que el carmín de labios. Su vestido era amarillo claro, con un estampado de grandes manchas azul claro en forma de gigantescas flores de aciano.
—¿Qué tal el corte? —preguntó él.
—¿Qué? Ah —levantó el pulgar para mostrarle un círculo perfecto de esparadrapo—. Se va curando por sí solo. Deberías dedicarte a la medicina.
Ella le invitó a entrar un momento mientras recogía el bolso. Esperó en el vestíbulo, y la sensación de incomodidad le afloró a la piel como si fuera sudor. Las casas ajenas, los ordenamientos ajenos de la vida misma, siempre le desasosegaban. Cuando volvió Kate él se dio cuenta de que ella tampoco estaba del todo a gusto —¿tal vez se había pensado mejor la idea de ir a Howth, la idea de ir con él?— y de que evitaba mirarlo directamente a la cara.
El taxista, encorvado como un sapo al volante, la miró de arriba abajo con lascivia y con desdén cuando salieron a la acera, su vestido liviano siseando en torno a sus piernas largas y bronceadas.
—Oh, no. Un taxi no —dijo—. Tomemos un autobús. Hoy estoy de humor democrático.
Quirke no protestó. Pagó al taxista, que arrancó el coche raudo y dejó una humareda resentida. Echaron a andar juntos por la cuesta que bajaba hasta la orilla del mar. Para Quirke había algo a la vez soñador y esencial en las tardes de verano; le parecían la definición misma del clima, de la luz y del tiempo. La calle, soleada, estaba desierta. Las frondas densas de los lilos caían de las tapias de los jardines, las hojas abrillantadas, mezclándose su perfume a la vez tenue y punzante con el olor a salitre que llegaba del mar. No hablaron, y cuanto más se dilataba el silencio entre los dos más difícil era romperlo. Quirke se sentía ridículo, aunque fuese de un modo ligero y en el fondo apacible. Aquello no tenía más que un nombre, y era una cita, y lo cierto es que no alcanzó a recordar cuándo fue la última vez en que tuvo una cita con una mujer. Era demasiado viejo, o tal vez ya no tenía la juventud suficiente para esa clase de salidas. Y esa realidad le resultó revivificante a la vez que inexplicable.
El piso de abajo del autobús estaba lleno de ruidosas familias, todas ellas con sus cañas de pescar y sus cubos y palas para jugar en la arena, camino de una larga tarde que pasarían a la orilla del mar. Subieron por la estrecha escalera de caracol al piso de arriba, Kate delante de él y Quirke, todo un caballero, procurando no mirarle el trasero. Encontró sitio para ambos en la parte de delante. El cielo estaba despejado, de un azul sin relieve, un plano cuadrado por el filo inferior con el horizonte; soplaba una brisa constante, y la luz salitrosa de la bahía tenía una hondura magullada. El saliente de Howth, frente a ellos, era una joroba verde oliva, salpicada de estallidos de tojos amarillos.
Kate fue la primera que habló.
—Estás muy elegante —le dijo.
Sobresaltado, él se miró con aire dubitativo, reparando sólo entonces en la camisa azul claro, los pantalones grises, claros, los zapatos de ante; nunca estaba del todo seguro con unos zapatos de ante. Se acordó de Leslie White al colarse a la vuelta de la esquina por Duke Lane, con el yelmo plateado que tenía por cabello, con esas muñecas deshuesadas; Leslie sería un usuario innato de calzado de ante. Kate rió un momento.
—Perdona —dijo—, me parece que te he hecho pasar vergüenza. Siempre me pasa igual. No consigo evitar que conmigo los demás se cohíban, se sientan torpes y por eso mismo me odien.
El autobús se detuvo en Howth, en la estación del tren, desde donde fueron caminando a la orilla del mar hasta doblar por Church Street. El interior de la Taberna del Gallo apenas estaba iluminado, y despedía un ligero olor a humedad. Una sola y afilada hoja de luz del sol, resplandeciente, caía al sesgo desde una franja sin pintar, en lo alto de una ventana; caía en un ángulo, incrustándose en el centro de la sala. En un tablero, en la pared, había clavadas tres polvorientas gorras de jugar al criquet, y había una carta náutica de la costa, con todos los faros señalados. Tomaron asiento en una mesa baja, cerca de la puerta abierta, desde la cual veían el sol en la calle. Quirke tomó un vaso de zumo de tomate y Kate un Campari con soda. A través de la fina tela de su vestido él acertó a percibir las anchas bandas en que terminaban sus medias, y la huella del broche del liguero. Le gustaba su manera de vestir, las libertades que se permitía; las mujeres a las que estaba acostumbrado llevaban demasiadas prendas, cinturones, correas, corsés, fajas de caucho, con lo que llegaban a sus brazos pertrechadas de todos aquellos voluminosos adornos y jeribeques y tirantes, como un viejo velero de los de antes con todo el velamen desplegado.
—No vivían lejos de nosotros, no sé si lo sabías —dijo Kate de repente, conclusión, al parecer, de un rosario de pensamientos más largo y sombrío. Él la miró. Pensativa, pasaba un dedo por el borde del vaso—. La muy puta y su marido. Laura Swan, quiero decir. Supongo que él debe de vivir todavía allí. Una de esas callejuelas de casitas de ladrillo rojo, en terrazas, en los alrededores de la iglesia de St. Anne. El no va más de la respetabilidad, como habría dicho ella, estoy segura. Me la puedo imaginar a la perfección, con unos patos de yeso en la pared y una funda de peluche en la tapa del retrete. Y pensar en mi Leslie allí, tan cómodo, metido en la cama con ella, por la tarde, bajo su edredón de satén rosa… Sí, así es: le dejaba ir a su casa aprovechando que el marido estaba fuera. Dios, qué humillante —lo miró entonces a la cara—. ¿Cómo ha sido él capaz de una cosa así?
Cuando terminaron las copas cruzaron la calle y se acercaron a las estrechas escaleras de cemento que hay entre las casas para bajar a Abbey Street y al puerto. En el muelle oeste, unos marinos con zuecos y delantales embadurnados embalaban arenques en salazón en los toneles de madera reforzados con duelas de hierro. Más adelante, un grupo de pescadores de arrastre reparaba una red inmensa, colgada entre varios postes, lo que le recordó en cierto modo a los tocadores de arpa por la destreza con que movían los brazos largos, recogiendo aquí y allá un trozo de red para dar una puntada. Había otras parejas como ellos mismos, paseando y disfrutando del aire puro, tintado de yodo, con la fresca de la tarde. Un perro que parecía sonreír echó a correr por el borde del muelle, ladrando como un poseso a las gaviotas que cabeceaban entre los barcos, a resguardo en las aguas aceitosas e iridiscentes del puerto. Quirke encendió un cigarrillo, haciéndose a un lado para apantallar ambas manos en torno al mechero y la llama. Siguieron caminando. Kate le tomó del brazo y se apretó contra su costado, y él percibió el calor y la firmeza de su cadera y la redondez de un pecho en su tersa copa de seda.
—Dime algo —dijo ella.
—¿Qué?
—Cualquier cosa, lo que quieras.
Pensó unos momentos.
—Vi a tu marido —dijo.
Ella se puso rígida, pero sin dejar de estrecharse contra él, y de pronto pareció todo huesos y ángulos.
—¿En dónde?
Él se encogió de hombros.
—En la calle.
—¿Lo conoces? Quiero decir, ¿lo conociste?
—No.
—Y entonces ¿cómo sabes que era él?
Titubeó antes de contestar.
—Estaba con mi hija. O había estado con ella.
No supo por qué motivo se lo había dicho. No estuvo muy seguro de que ni siquiera hubiese querido decírselo. Creyó que tal vez fuese porque, durante un breve instante, allí en el puerto, con las parejas que paseaban, el perro que ladraba y aquella mujer luminosa, cálida, plena, a su vera, le pareció que existía la posibilidad de ser feliz. Y es que existía otra versión de su persona, una personalidad dentro de su propia personalidad, malcontenta, reivindicativa, dispuesta siempre a provocar, a la cual daba por nombre el de «Carricklea». A menudo se había visto reservado, apartado, en apariencia incapaz de intervenir, en el momento en que esa otra faceta suya se disponía a dar pábulo a una nueva enormidad. Carricklea no se conformaba nunca con la mera felicidad, o con una simple insinuación de felicidad. Carricklea necesitaba introducir un dedo en el ojo de esta tarde espléndida, una tarde inocente, de verano, oro y azul, en que Quirke había ido a pasar a la orilla del mar en compañía de una mujer atractiva y a buen seguro disponible. Carricklea no aceptaba una cita para salir por ahí, no al menos de buena gana, y ahora, al haberse visto obligado a ello, quiso cerciorarse de que se iba a cobrar venganza.
El viaje de vuelta desde Howth fue tirante y silencioso entre ellos. Así había sido siempre cuando Carricklea se empleaba a fondo, un velo de silencio rencoroso que lo cubría todo, y desaliento, y preocupación, y la boca bien cerrada. Quirke llamó un taxi nada más llegar a la estación, y esta vez Kate no protestó. Se sentaron en el asiento de atrás juntos, pero bien separados, como si Leslie White y todo lo que entrañaba se interpusiera entre ellos dos, invisible, pero perfectamente palpable. Kate estaba sumida en sus pensamientos; él casi alcanzó a oír las ruedas dentadas que encajaban y se engranaban en su cabeza. ¿Le había hablado de Phoebe con anterioridad? Le pareció que no. En tal caso, ¿por qué no lo estaba friendo ella a preguntas? Por la ventanilla de su lado vio pasar de largo las fachadas polvorientas y resistentes al sol de Raheny y de Killester, y suspiró. Las preguntas, estaba seguro, ya llegarían a su debido tiempo, las preguntas con las que ella se devanaba los sesos en esos instantes.
En la puerta de su casa de Castle Avenue los dos vacilaron, y Kate, sin mirarle, le preguntó si querría entrar, y él al poco se encontró sentado con toda su incomodidad entre los muebles en forma de cubo de… ¿Cómo lo había llamado ella? Eso, «el estar». Encendió un cigarro y tomó una taza de café que a él le pareció insípido. Vio a Kate hacer las cosas que acostumbraban a hacer las mujeres en momentos como ése, ahuecando con vigorosas palmadas un cojín, recogiendo una horquilla de la alfombra, plantándose ante el ventanal y frunciendo el ceño frente al jardín como si allí faltase algo o sucediera algo grave, algo que sólo ella atinaba a ver. Por último, irritado bajo el peso del silencio reinante, dejó la taza de café en la mesa y dijo:
—Oye, lo siento.
Había tomado la resolución, si ella fingía no saber por qué le pedía disculpas, de levantarse enseguida y marcharse. Pero ella tan sólo acertó a decir un «sí» apenas audible, dejando que se le apagase la voz sin añadir más. De pronto, con brusquedad se sentó frente a él, en el sofá, con los hombros encorvados y las manos sobre las rodillas, y lo miró un buen rato, ladeando la cabeza en un gesto que tenía ella, como si fuera una muestra, un espécimen de alguna clase especial, rara o hasta la fecha desconocida, que ella tuviera por cometido evaluar.
—¿Por qué viniste aquí aquel día? —le preguntó con calma, con espíritu de pura indagación, tal vez, y no como un desafío, ni con un mínimo indicio de resentimiento detectable en su tono de voz—. ¿Qué es lo que andabas buscando en realidad?
Él no vaciló en responder.
—No lo sé —dijo. Y era verdad—. Ya te lo dije, soy curioso.
—Sí, eso es lo que dijiste. «Sufro una curiosidad incurable». Esas fueron tus palabras.
—Y tú no me creíste.
—¿Por qué no te iba a creer? Por otra parte, estaba francamente borracha. De lo contrario, tengo la seguridad de que no te habría permitido entrar en la casa.
Apartó la mirada para no sentir encima sus ojos, inquietantes y escrutadores. Se estaba haciendo tarde, y el aire en el jardín se había tornado de un gris luminoso. Ahí fuera, todo parecía tocado por una melancolía inexplicable, tirando a dulzona, como en un sueño. Pensó en Deirdre Hunt, muerta sobre la mesa de disección, con la caja torácica abierta, replegada a ambos costados, como las solapas de una chaqueta rugosa y grotesca, abultada y sanguinolenta.
—No sólo es curiosidad —hizo una pausa—. Hace un par de años —dijo despacio— estuve implicado en algo que no se llegó a terminar como debiera.
—¿Algo? ¿A qué te refieres?
—Un escándalo. Murió una joven, y luego mataron a otra mujer. Estuvieron implicadas personas muy cercanas a mí. Sobre todo aquello se guardó un riguroso silencio.
Ella esperó a que siguiera. Él se rebuscó en los bolsillos el bolígrafo de rosca, pero entonces recordó que le parecía haberlo perdido, no sabía ni dónde ni cómo.
—Entiendo —dijo. Él la estudió. ¿De veras? ¿De veras lo entendía?—. Y ahora has olisqueado el rastro de otro escándalo, y esta vez te quieres asegurar de que no se silencie nada, que todo salga a la luz. ¿Es eso?
—No. Es todo lo contrario.
—¿Lo contrario?
—Lo que quiero es que siga escondido.
—¿El qué?
—Lo que sea. Me da igual quién o quiénes estén implicados.
—¿Por qué? ¿Por qué pretendes mantenerlo escondido?
—Porque estoy harto de… —se encogió de hombros—. Estoy harto de vérmelas con la mierda de los demás. Me he pasado la vida metido hasta los codos en los secretos de los demás, en sus sucios pecados de poca monta —volvió a mirar por la ventana, a la luz grisácea—. Una de las primeras autopsias que hice en mi vida fue la de un niño, un bebé, de seis meses de edad, o puede que un año, no lo recuerdo bien. Lo habían golpeado hasta dejarlo amoratado y luego lo habían estrangulado. Las huellas de los pulgares del padre eran visibles en el cuello. No me refiero a las marcas de los pulgares, sino a las huellas dactilares. Estaban grabadas en la piel del niño —calló—. ¿Qué más dará lo que haga la gente? Quiero decir que… lo hecho, hecho está. A aquel pedazo de cabrón lo crucifiqué por haber estrangulado a su hijo, pero no por eso volvió a la vida el niño —calló de nuevo y se llevó una mano a la frente—. No sé qué quiero decir. Mira… —se puso en pie de pronto—. Tengo que marcharme.
Ella no se movió, tan sólo levantó la vista para mirarle a los ojos.
—Ojalá te quedaras.
—No puedo.
—No es una oferta que le haga a cualquier desconocido que quiera venir a esta casa y hacer preguntas misteriosas.
Él no dijo nada.
Ya iba camino de la puerta. Ella siguió en donde había estado, sentada al borde del sofá, con las manos unidas sobre las rodillas. Él salió al vestíbulo. Su sombrero estaba en el perchero, detrás de la puerta. Lo tomó y pasó un dedo por la badana. Tenía constreñida la garganta, como si algo se fuera hinchando en su interior, un grumo de bilis. ¿Por qué había estado Phoebe con Leslie White? Ésa era la pregunta que deseaba formular. Aunque… ¿a quién podría formulársela, quién tendría la respuesta? Cuando se volvió, Kate estaba en el umbral, a su espalda, tal como estaba la primera vez que la vio, con un brazo en alto, apoyado contra la jamba, y la cabeza ladeada.
—Si te marchas —dijo—, no te pediré que vuelvas —él seguía pasando el dedo por el sombrero. Ella apartó la cabeza con violencia, como si fuera a escupir—. Bah, pues entonces márchate.
Bajó hasta la orilla del mar y cruzó la carretera y se quedó junto al muro del paseo. El día tocaba a su fin y el mar aparecía lacado a brochazos de color zafiro, verde hinojo y gris lavanda bajo la cúpula violeta del cielo. Del otro lado de la bahía —¿era aquello Dun Laoghaire?— titilaban las luces, y a lo lejos las montañas habían perdido volumen y parecían pintadas en un plano, como mero telón de fondo. Unos vagos fardos de nubes de color parduzco se amontonaban en el horizonte, donde ya se amasaba la noche. Sus pensamientos eran un hueco sin contenido, no eran siquiera pensamientos. Tenía la sensación de estar privado, despojado no de algo concreto, sino desposeído en general. ¿Y qué había perdido? ¿Qué era lo que podía perder? Una luz parpadeó en alta mar. ¿Un barco, un faro? Dio la vuelta y echó a andar para volver sobre sus pasos, por el margen de la carretera que cubría una hierba rala.
Cuando le abrió la puerta, llevaba un camisón de algodón azul e iba descalza. No pareció sorprenderse de encontrarlo ahí.
—Vuelve a ser el destino —dijo. No sonrió—. Me iba a dar un baño.
—Creí que te habías bañado antes —dijo él.
—Y así es, pero me iba a bañar otra vez. Ahora ya no.
Se sentó a fumar en la mesa de la cocina mientras ella preparaba algo. La ventana de encima del fregadero ganó brillo con la oscuridad. Le dio de cenar una chuleta de cordero con tomates y espárragos y mayonesa. Le preguntó por qué no tomaba ella nada, y ella respondió que ya había cenado, y aunque no la creyó tampoco dijo nada más. Dejó que sus pensamientos vagaran a su antojo. Cayó presa de un extraño letargo; se sintió como si hubiera hecho un largo viaje para llegar a donde estaba, a esa estancia, a esa mesa. Comió con escaso deleite lo que ella quiso servirle. La comida que hubiera preparado otra persona de ese modo, en una cocina particular, y no en un restaurante, siempre le sabía extraña, como si no fuera auténtica comida, por más que supiera que debía de ser más sabrosa que cualquier otra cosa que hubiera probado, mucho más, sin duda, que todo que lo que él se preparaba en su casa. «Moly»… ¿era ésa la palabra? Comida para los dioses. No, era «ambrosía». Kate se sentó frente a él y lo observó con atención de matrona mientras cenaba, consumiendo con terquedad la carne, la pulpa roja de los tomates, las inertes lanzas de color verde. Cuando terminó, ella recogió el plato y se lo llevó al fregadero. Con la espalda vuelta hacia él le dijo:
—Ven a la cama.
—Oh —gritó ella, y volvió la cabeza a un lado, sobre la almohada, y luego al otro, mordiéndose el labio inferior. Quirke se encontraba aupado sobre ella, muy por encima de ella, a la luz de las estrellas, moviendo su inmenso corpachón—. Oh, Dios, Dios.
Mucho antes de que rayara el alba bajaron y volvieron a sentarse en la mesa de la cocina. Kate se había ofrecido a preparar más café, pero Quirke no quiso. Estaba descalzo, como ella, y vestía sólo la camisa y el pantalón; en el dormitorio ella le ofreció el batín de Leslie White, pero él la miró con cara extraña y ella dijo «lo siento» y lo volvió a colgar en el perchero. Ahora, en la cocina, la noche entre negra y azulada oprimía los cristales de las ventanas, una ávida oscuridad. No se oía nada por ninguna parte, tanto que podrían haber estado solos en el mundo. Ella lo vio fumar un cigarro. Era como cualquier otro hombre con el que ella se hubiera acostado, se dio perfecta cuenta, y se le notaba incómodo ahora que había concluido el acto principal, procurando no temblar, moviendo los ojos de un lado a otro, como si buscara una vía de escape. Ella supo muy bien qué le pasaba. No era esa tristeza que supuestamente embarga a los hombres después —eso no era más que una excusa, ideada además por un hombre—, sino el resentimiento por haber estado tan necesitado y, peor incluso, por haber dado muestras inequívocas de sufrir esa necesidad. ¿Por qué no estaba ella resentida con su resentimiento? No pudo sentirse enojada con él. Una coma invertida de cabello rubio se le había quedado erecta en la cabeza, grande y recia, y ella entrevió por un instante cómo debió de haber sido cuando era niño, ya grande, aturdido ante el mundo, aterrado porque además se le notase. Cuando terminó el cigarro encendió otro con la brasa.
—Podrías participar en las Olimpiadas —dijo ella. Él la miró—. En la competición de fumadores. Seguro que ganabas la medalla de oro —él sonrió con reservas. Los chistes, y ella se había dado cuenta en otras ocasiones, no sentaban bien en momentos como ése. Él clavó de nuevo los ojos en la mesa, respirando de un modo ruidoso—. No pasa nada —añadió, y le dio unos golpecitos con la yema de un dedo en el dorso de la mano—. No hace falta que digas que me amas.
Él asintió a su manera, abatido o avergonzado, sin mirarla. Y carraspeó entonces para preguntarle:
—¿Por qué montó tu marido un negocio con Deirdre Hunt?
Ella rió.
—¿No se te ocurre pensar en otra cosa?
—Lo lamento.
De nuevo, una rápida mirada de liebre. ¿De veras le daba ella tanto miedo?
—Eres como un viejo bulldog, ¿no es eso? —dijo ella—. Le has hincado el diente a ese hueso y no hay manera de que lo sueltes.
Se encogió de hombros, ladeándose al mismo tiempo y haciendo que le sobresaliera más el labio inferior. Ella sintió una imperiosa necesidad de acercarse a peinarle el rizo rebelde y rubio. Por el contrario, se levantó, fue al fregadero y se sirvió un vaso de agua.
—No sé por qué empezó a relacionarse con ella —dijo tras dar un sorbo de agua, que le supo, como siempre, vaga y misteriosamente a gas, y tras echar un vistazo por la ventana, al jardín, con sus trechos de color de piedra, donde daba la luna, de límites bien definidos, y de sombra entre púrpura y gris. El día en que echó a Leslie de casa, cuando se hizo de noche se quedó así, esforzándose por no llorar, y vio un zorro cruzar por el jardín, arañando con el rabo la hierba. Se rió. «Oh, no, Leslie White —dijo en voz alta pese a estar sola—, no te vayas a imaginar que me vas a engañar así de fácil para colarte de nuevo aquí dentro». Se volvió entonces sin moverse del fregadero y volvió a contemplar a Quirke, encorvado sobre la mesa, con el cigarro sujeto en su puño enorme—. Leslie siempre se traía algo entre manos —dijo—, siempre andaba con sus apaños y sus trapicheos, ofreciendo a éste o a aquél una participación a cambio de… qué sé yo. Un vivales de cuidado, en el fondo. No logro entender cómo es que no lo cacé a la primera, nada más verlo. Ya se sabe —una sonrisa sardónica—, el amor es ciego, al menos eso se suele decir.
Volvió a la mesa y se sentó frente a él; le quitó el cigarro de los dedos, le dio una sola calada y se lo devolvió. Él se apresuró a ofrecerle el paquete, pero ella negó con un gesto.
—Lo he dejado.
Estuvieron callados un rato. En algún lugar de la casa un reloj dio las tres.
—Es mejor que me marche —dijo él.
Ella fingió no haberle oído. De nuevo miraba por la ventana.
—Es posible que ya entonces estuvieran liados —dijo—. Es posible que por eso montasen juntos el negocio —rió con amargura—. ¡Negocio! No sé por qué empleo esa palabra cuando hablo de Leslie. Nunca ha tenido remedio. Ni lo tiene ahora —Quirke recorrió el canto del cenicero con el cigarro, afilando la brasa a la vez que tiraba la ceniza, y ella tuvo una leve punzada en el pecho, no de dolor, sino de recuerdo de un dolor. También Leslie hacía ese gesto con su cigarrillo, quizás estuviera haciéndolo ahora mismo, en ese preciso instante, a saber dónde—. No me sorprendería que le hubiera sacado dinero a ella —dijo—. El salón de peluquería había sido un fracaso. La Tijera, se llamaba, y le iba el nombre que ni pintado, si se piensa en lo trasquilado que salió. Y a mí ya me había sacado un par de cientos de libras, que, como es natural, echó al pozo para que las deudas se los tragasen. Le dije que no esperase sacar nada más allí donde había sacado aquello. Lo cual no mejoró la armonía en la casa. La verdad es que lo denunciaría e iría a pleito si tuviera la menor probabilidad de recuperar mi dinero.
—¿Y habría tenido esa cantidad de dinero Deirdre Hunt?
—Querrás decir Laura Swan… No sé por qué me irrita tanto cuando la llamas por ese otro nombre —se cubrió los ojos un momento con la mano—. ¿Dinero? Pues no lo sé, tú dirás. Lo cierto es que Leslie tendía a interesarse única y exclusivamente por quien tuviera dinero, aun cuando fuera una chica como ella, sexo en estado puro, sexo con todas las letras —sonrió, aunque fuera una versión diluida y amarga de su sonrisa angustiada.
—¿Cómo se conocieron? —le preguntó él.
—Oh, sabe Dios… O no, no… Espera. Fue a través de no sé qué médico que conocían los dos. Un indio, me parece recordar. Con un nombre rarísimo, eso sí. ¿Krantz? ¿Kreutz? Eso es. Kreutz.
—¿Qué clase de médico?
—¿Y yo qué sé? Supongo que un matasanos de medio pelo. Dudo mucho que Leslie se tratase con alguien que no fuera un fraude de una manera o de otra.
Cuando no hablaba el uno ni el otro, el silencio de la noche se adueñaba de la estancia como si la cubriese con una tela oscura y suave. Quirke tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Kreutz —dijo.
—Sí. Con k.
Se quedó pensativo.
—Hablaste de unas fotografías, de unas cartas.
—¿De veras?
—Sí.
Puso una mueca de repugnancia.
—Estaban en un maletín, debajo de la cama. Ahí mismo, sin más. Yo creo que en el fondo quería que yo las encontrase.
—¿Por qué? Es decir, ¿por qué iba a querer que las vieras?
—Por pura diversión. O porque le excitaba. Leslie tiene una manera de ser que es sin lugar a dudas la de un jovencito de mentalidad muy sucia, resuelto a enseñarles su aparatito a las chicas con tal de hacerlas chillar espantadas —miró a un lado como si de pronto se hubiera quedado atónita—. ¿Cómo me pude casar con él?
Él esperó un momento con cautela.
—¿De quién eran las fotografías? —preguntó.
—Pues de mujeres, por descontado.
—¿Mujeres que tú conocías?
Se rió.
—Dios, no.
—¿Prostitutas?
—No, no lo creo. Sólo eran… mujeres. De mediana edad la mayoría, enseñándose mientras aún les quedase algo que enseñar, aunque por los pelos —le dirigió una mirada quebradiza—. La verdad es que no las miré muy a fondo.
—¿Había alguna de Deirdre… de Laura Swan?
—No —pareció que casi le hiciera gracia esa posibilidad—. Me habría llamado la atención.
—¿Y quién tomó las fotos? ¿Leslie?
—No lo sé. O él o ese indio, el tal Kreutz. Todas sus pacientes, por llamarlas de algún modo, eran mujeres. Al menos eso fue lo que dijo Leslie.
—¿Y las cartas?
—Las cartas sí eran de ella, de esa tal Swan. En realidad no eran cartas. No eran más que un cajón revuelto de guarrerías, de imágenes, de fantasías. Seguro que Leslie la obligó a escribir todo eso. Le gustaba oír cosas de esa clase —se detuvo y agachó la mirada, mordiéndose el labio por un lado—. Ésa es otra de las cosas que pasan cuando se rompe un matrimonio —dijo con voz queda—, la sensación de vergüenza que te deja —se puso en pie; de pronto parecía agotada. Fue al fregadero a llenarse otro vaso de agua. Bebió con avidez dándole la espalda. Él temió que pudiera estar llorando, y sintió alivio cuando se volvió de cara con una sonrisa forzada—. Al final, el salón de belleza también pasó por serios aprietos. Sabe Dios en qué clase de argucias legales se debió de complicar la existencia Leslie. Es probable que metiera la cuchara en la caja; no, qué digo… Si lo conozco bien, la metió seguro. La verdad es que no tenía ni un hueso de honestidad en todo el cuerpo —se contuvo—. ¿Por qué me empeño en hablar de él en pasado?
Él fumó unos instantes en silencio.
—¿La llegaste a ver alguna vez? Me refiero a Deirdre Hunt…
Ella puso una mueca de infinita contrariedad.
—Te he dicho que se llamaba Laura Swan. Y no, nunca la llegué a conocer. Leslie no habría sido tan idiota —calló un instante—. Una esposa siempre se da cuenta, ¿no es eso lo que se suele decir? ¿O es más bien que una esposa nunca se da cuenta? Sea como fuere, Leslie puso buen cuidado en no arrimar a su amante a mi línea de fuego.
—Y las fotos, las cartas… ¿ahora dónde están?
—Las quemé. Me costó una eternidad. Habría que haberme visto, arrodillada delante de la chimenea, en el estar, echando todo aquello a las llamas y llorando como una idiota.
Él no dijo nada. Al cabo de un momento aplastó el resto del cigarrillo y se puso en pie. Ella lo miró.
—Podrías quedarte, ya lo sabes.
Él negó con un gesto.
—No, yo… —ella vio que trataba de dar con una razón, con una excusa para marcharse.
—No pasa nada —dijo.
—Lo que pasa es que…
Ella alzó la mano.
—Por favor. Ahorrémonos las mentiras el uno al otro al menos por ahora.
Se quedó en donde estaba, descalzo sobre el suelo de linóleo, mirándola sin saber qué hacer. Sí, se dijo ella, son todos iguales. Son como niños que han crecido demasiado. Cuando se les da el pecho pierden todo interés.
Subió a recoger el resto de su ropa, y cuando estuvo vestido ella lo acompañó a la puerta. Se quedaron unos instantes en el umbral. El aire de la noche era húmedo y frío, y llegaba perfumado con el aroma de alguna planta de floración nocturna. Ella le preguntó si volvería a verla, y él respondió que por supuesto. A las claras se le notaban las ganas de marcharse, y ella por fin se compadeció de él y le plantó un furtivo beso en la mejilla, poniéndole una mano en el hombro para darle un leve empujón. Cuando hubo cerrado la puerta tras él, apoyó la frente en la madera y cerró los ojos. Ni siquiera le había pedido su número de teléfono. Claro que él tampoco se lo había dado por propia iniciativa.