3

Cuando Phoebe era pequeña, sus padres, o el matrimonio que en aquel entonces ella consideraba que formaban sus padres, la llevaban durante dos semanas del mes de julio, todos los años, a una casa de la playa de Rosslare que les prestaban unos amigos de Sarah, gente del teatro, según le parecía recordar. Aquellas vacaciones en el mar se planeaban y se iniciaban como si fueran la gran cosa, aunque la verdad es que ninguno de los tres las disfrutaba de veras, allá abajo, en lo que se daba en llamar entonces el Soleado Sureste. Mal se pasaba el día a disgusto por estar lejos del trabajo, y Sarah no tenía nada que hacer, y aunque procuraba que no se le notase se aburría casi a todas horas. En cuanto a la propia Phoebe, la playa no le entusiasmaba. Odiaba tener que mostrarse semidesnuda en la arena —era flaca y patizamba, y su pálida piel nunca se ponía morena, igual daba cuántas horas pasara al sol—; además, no tenía talento para hacer amigos. Por otra parte, el mar le daba miedo. Un año, cuando tenía nueve o diez, iba caminando sola por la ancha franja de espinos y de hierbajos que corría entre el pueblo y la playa, un trecho que por alguna razón llamaban la Conejera, cuando tropezó, literalmente tropezó con una madriguera de liebres en donde había dos crías. Nunca había visto nada semejante. Parecía como si la liebre, la hembra, hubiese hecho un nido removiéndose en la hierba de un lado y de otro hasta formar una oquedad alisada, acolchada, prieta, donde los gazapos se encontraban acurrucados uno contra el otro, cabeza contra cola, cada uno una imagen en espejo del hermano, de modo que parecía, pensó, un emblema estampado en una bandera o en una moneda. Eran muy jóvenes, pues apenas habían abierto los ojos, y parecía que más que respirar palpitasen de manera imperceptible y veloz, como si ya estuvieran exhaustos ante la perspectiva de las carreras a la desesperada que habían de darse a lo largo de la vida. Decidió sobre la marcha, aunque en lo más profundo de su ser supiera que no era cierto, que estaban los dos abandonados, y que por tanto su deber era salvarlos. Los recogió —¡qué blandos, qué suaves, qué calientes al tacto!— e hizo un lecho con el cárdigan doblándolo por la parte delantera para llevárselos así a la casa, donde los acomodó entre las altas hierbas de una esquina, junto al barril en que se recogía el agua de lluvia, en la parte posterior, donde nadie los viera. Supo, aunque se negase a reconocerlo, que nunca debería haberlos recogido, y cuando fue a verlos a la mañana siguiente y ya no estaban experimentó una oleada de pánico seguida de una culpa y una vergüenza tan inmensas que poco le faltó para vomitar allí mismo. Quiso convencerse de que la madre liebre habría sido capaz de seguir el rastro de las crías y las había ido a rescatar para llevárselas durante la noche, pero no logró creerlo. Fue corriendo a la Conejera para ver si las encontraba allí, pero ni siquiera acertó a dar con la madriguera, aun cuando buscó y buscó durante toda la mañana, hasta que llegó la hora de ir a casa a almorzar.

Nunca le había contado a nadie el incidente, y siempre que se acordaba, cosa que le sucedía con sorprendente frecuencia, a pesar de haber pasado tantos años, todavía le embargaba la vergüenza, si bien recordaba a la vez, y lo recordaba tan vívidamente que era como si volviera a experimentarlo, la cálida emoción que sintió al llevar en brazos a aquellas dos frágiles, desamparadas criaturas, vivas de milagro, en un pliegue del cárdigan, por el camino de la estación, en el silencio de la tarde de verano.

Tener a Leslie White en su piso le producía una emoción en parte muy semejante. Sabía que no estaba bien, sabía que casi con toda seguridad era peligroso haberle dado refugio en su casa. Él provenía de un mundo del que ella apenas sabía nada, un mundo de fama más bien dudosa, un mundo de coches deportivos, y de copas a media tarde y de negocios turbios, un mundo de violencia en el que no era ni mucho menos raro que a uno lo asaltasen en un callejón oscuro unos cuantos hombres silenciosos, jadeantes, armados con cachiporras. Él no le quiso decir nada más de la agresión, nada que no le hubiera dicho aquella primera noche. Insistió en que no conocía a los tres malhechores, en que no tenía forma de saber por qué lo habían atacado. Por el modo en que alejaba los ojos de ella como si los deslizara cada vez que ella se lo preguntaba, se dio cuenta de que había algunas cosas que le estaba ocultando. Y ella se alegró de que se las ocultara. Estaba segura de que era mucho mejor no saber demasiado de las andanzas de Leslie White.

Phoebe fue aquella noche a visitar al doctor Kreutz, tal como él le pidió que hiciera. El sitio no era ni mucho menos lo que ella había esperado; no era, de entrada, la consulta de un médico. Cuando el taxi la dejó en la dirección de Adelaide Road que ella le había indicado, tuvo la inmediata sensación de que había algo indefiniblemente siniestro, algo que se debía, le pareció, no sólo a lo avanzado de la hora, no sólo a las calles desiertas. Pasaba con mucho de la medianoche, pero había un espectral relumbre en el cielo, aunque no supo precisar con certeza si era el remanente de la luz diurna o la luz difusa de una luna que aún no había salido. No acostumbraba a salir a esas horas, y el mundo envuelto en tinieblas le pareció provisorio, sin forma definida, como si todo se hallase en proceso de desmantelamiento para pasar la noche. Encima de los árboles lucían las farolas, y las sombras gigantescas de las hojas temblaban en las aceras. Al otro lado de la calle, cerca de la cancela del hospital, haraganeaban dos prostitutas, las brasas de cuyos cigarrillos trazaban movimientos angulosos en las sombras, como si fueran luciérnagas; al verla indecisa ante la cancela pintada de negro se dijeron algo una a la otra y rieron, y una de las dos le gritó en voz baja algo que pareció una pregunta, o una invitación, las palabras de la cual no llegó a captar con precisión, cosa que, se dijo, a ciencia cierta era preferible.

No había señales de vida en el piso del sótano, ni ruido en el interior, ni luz en la ventana, aunque apenas tuvo tiempo de retirar el dedo del timbre cuando la puerta se abrió de golpe, como por ensalmo. El doctor Kreutz no encendió la luz del pasillo, y lo primero que vio de él fue el brillo del blanco de sus ojos, que eran como los ojos del encantador de serpientes en medio de la jungla en aquel cuadro de Rousseau el Aduanero. Kreutz de alguna forma tuvo que saber que estaba allí, antes incluso de que ella tocase el timbre. Cuando le dijo el nombre de Leslie White pareció por un instante que fuera a darle con la puerta en las narices, aunque en cambio salió al dintel, entrecerrando la puerta a su espalda y sujetándola con la mano. Era el médico más extravagante que hubiera visto ella en su vida.

—Ha tenido… ha tenido un accidente —balbuceó—. Me dijo que viniera a pedirle que me dé su medicina. Dijo que usted lo entendería.

Era un hombre alto y flaco, y su rostro era más oscuro que la noche. Llevaba una especie de túnica sin cuello, y cuando ella bajó los ojos vio que estaba descalzo. Despedía un olor no muy intenso, especiado a la vez que dulce.

—Un accidente —dijo sin enfatizar nada. Habló con voz profunda, inesperadamente suave, casi melodiosa.

—Sí —era consciente de que las dos putas la seguían mirando desde el otro lado de la calle; notaba sus ojos traspasándole la espalda—. Está bastante malherido.

—Ah —el doctor Kreutz meditó unos momentos en silencio, midiendo el alcance de lo que ella acababa de decir—. Esto es un grave trastorno.

¿Por qué no le preguntaba qué clase de accidente era el que había sufrido?

—No sé de qué medicina se trata —dijo—. Es decir, el señor White no me lo dijo, tan sólo me pidió que viniera y le dijera que la necesita —estaba parloteando sin demasiada coherencia, y no pudo parar—. No estoy segura de que haya alguna farmacia abierta a estas horas de la noche, pero es posible que si me extiende usted una receta pueda conseguir que me la sirvan en algún sitio, a lo mejor ahí mismo, en el hospital —se dio la vuelta a medias, para indicarle a qué se refería, y vio a las prostitutas por el rabillo del ojo, estiradas las dos hacia ellos por pura curiosidad. El doctor Kreutz movía la cabeza muy despacio de un lado a otro.

—No hay medicina —dijo—. Debe usted decírselo así: no hay medicina, no hay más medicina, se acabó.

—Pero es que está herido —dijo ella. Se encontró de pronto al borde de las lágrimas. Cada palabra que decía caía como una piedra en la profundidad insondable de la calma que tenía aquel hombre, en la lejanía aparentemente insalvable en que se hallaba instalado—. ¿No le puede ayudar?

—Lo lamento, señorita —dijo—, lo siento mucho muchísimo —pero no pareció que lo sintiera, en absoluto. Pasó un instante en el que a ella no se le ocurrió ninguna cosa más que decir, y él entonces dio un paso atrás y regresó sin hacer ruido al pasillo oscuro, y de nuevo hubo ese destello en los blancos de sus ojos, antes de que cerrase la puerta.

Sólo cuando ya salía reparó en la placa de la barandilla, donde estaba escrito el nombre. «Sanador Espiritual». ¿Qué sería eso exactamente?, se preguntó.

Leslie estaba tendido en el sofá, tal como lo había dejado, adormilado, con la cabeza torcida sobre los cojines.

A la luz de la lámpara eléctrica de la mesita, su rostro destrozado parecía más hinchado de lo que estaba antes, lleno de moraduras brillantes, enrojecidas; más bien parecía algo expuesto en el escaparate de un carnicero. Cuando le comunicó lo que le había dicho el doctor Kreutz, que ya no iba a haber más medicina, él se cubrió los ojos con la mano y le dio la espalda, y tuvo un temblor en los hombros, y ella se dio cuenta de que estaba llorando. Al margen de todo lo que ella pudiera esperar, lo que nunca esperó fue ese llanto. Extendió una mano para tocarlo, pero se contuvo. De pronto se había abierto un abismo entre los dos, una distancia no demasiado amplia, pero de una profundidad inmensa, inconmensurable. Volvió a pensar en las crías de liebre. La sensación que tuvo con él fue la misma que había tenido con aquellos animales: ella pertenecía a una especie distinta. Se levantó y fue al dormitorio dejándolo allí, sumido en el llanto de la desolación, derramando lágrimas en un cojín forrado de pana.

En los días que siguieron, esa sensación de diferencia y distancia no se desprendió de ella. A pesar de todo lo cuidó lo mejor que supo, con ternura y diligencia. Supuso que así haría su trabajo una enfermera de verdad, una enfermera titulada —cuando era niña quiso ser enfermera de mayor—, con atención y con afecto, aunque de una manera impersonal. Por las mañanas procuraba prepararle algo de desayuno, un cuenco de cereales, o una tostada con té, pero él no probaba bocado. A la hora de comer volvía a ver cómo se encontraba. Por la tarde subía las escaleras preparando su mejor sonrisa antes de abrir la puerta con la esperanza de que él ya no estuviera allí.

—Caramba, señorita Nightingale —decía con voz ronca—, si eres tú.

Ella se daba cuenta de que sufría no sólo por las heridas causadas, sino también por algo añadido, por una angustia más honda. No sabía qué clase de medicina era la que había tenido la esperanza de que le suministrase el doctor Kreutz. Tampoco se lo preguntó, en parte porque una voz admonitoria le aconsejaba en su interior que era mejor no saberlo. Pensó al principio que tal vez fuese diabético, que era insulina lo que necesitaba, pero fueron pasando los días y resultó evidente que no se trataba de eso. Tenía violentos accesos de fiebre y se pasaba las horas tendido, temblando, mirando al techo, con los dientes apretados y una película de sudor en la frente y en el labio superior. Se había despojado de su traje sucio y rasgado y se había puesto su bata de seda, la de Sarah, con los dragones y las aves, y la llevaba sin cerrar sobre su pecho cóncavo, pálido, reluciente. Ella se hizo cargo de sus cosas, de la camisa y la ropa interior, y las lavó en el lavabo del cuarto de baño, apartando los ojos de quién sabe qué variedad de manchas. Nunca había tenido que hacerle la colada a nadie.

Fue llamativa sin embargo la poca dificultad que encontró en adaptarse a esa desacostumbrada presencia masculina en su territorio hasta entonces solitario. No se paró a tomar conciencia de la extrañeza que él representaba, de lo que era, de lo distinto que era de ella, si bien a la diferencia y a la extrañeza se fue acostumbrando. Fue en realidad como si una criatura exquisita, a medias salvaje, y herida, se hubiese arrimado a ella, se hubiese puesto a su cuidado. Se sentía como una de aquellas damas vestidas de brocados, en un tapiz, con un unicornio a sus pies. A duras penas lograba recordar cómo fue el rato que aquella tarde pasaron juntos en su cama, y los detalles que llegó a rememorar se le antojaron más soñados que reales.

Intentó lograr que le permitiera llamar a un médico, esta vez a un médico de verdad, pero él emitió un sonido que fue a medias gemido y a medias risa y agitó una mano larga, pálida, sin huesos.

—¡Nada de matasanos! —exclamó en un tono de exagerada, cómica alarma—. ¡Nada de matasanos, por lo que más quieras! —aseguró que no tenía nada roto; le dolían las costillas, pero las tenía enteras, de eso estaba seguro. Cuando ella le ayudó a ir al cuarto de baño, le pareció sostener un saco lleno de palitroques. Sin embargo, para mayor desconcierto y consternación, se dio cuenta de que era su fragilidad, su insustancialidad, lo que más le excitaba. ¿Qué podía significar una cosa así? Se trataba, y se lo recordó, de un paisaje nuevo en el que se había aventurado sin pensarlo dos veces. Nunca había vivido en contacto estrecho con un hombre que no fuera de su familia. Mancebía, ésa era la palabra, que sonaba en efecto a un pecado muy especial que estuviera recogido en el Catecismo: hasta entonces no había vivido amancebada con un hombre. Sonrió para sus adentros, y emitió sin querer un sonido felino en lo más profundo de la garganta. Sí, era un pecado, era por fin algo auténtico, y era en todo inesperado. Una noche calurosa en la que no corría el aire, durante la que pasó las horas sin conciliar el sueño en la cama, con la sábana a un lado, se levantó con el primer asomo de luz grisácea del alba y fue al cuarto de estar y se tendió con el camisón húmedo a su lado, en el sofá, y él despertó y murmuró algo y se dio la vuelta, gimiendo un poco, y la estrechó en sus brazos y ella sintió el calor de su carne apaleada que ardía contra la suya, y cerró los ojos y abrió los labios y se oyó gritar, como si fuera ella la que sentía un dolor intenso.

Siguió sin conseguir que él comiese debidamente. Subsistía más que nada a base de galletas Garibaldi —a ella le recordaban las tiras de papel matamoscas— y ginebra Gordon’s, cuatro botellas que se había trasegado en otros tantos días. Después de la primera, que compró en el pub de la esquina, tuvo que ir más lejos y más lejos aún para conseguir provisiones, temerosa de que si acudía al mismo pub alguien podría dar cuenta a la Garda, acusándola de ser una borracha peligrosa. Él tenía debilidad por los dulces de toda clase, verdadera ansia de pasteles, trozos de tarta, chocolate, bombones recubiertos de azúcar. La mandó a comprar caramelos toffee de Yorkshire y se pasaba el día chupándolos como un colegial.

¿Le tenía miedo? Sí, así era. Incluso cuando él la abrazaba y se apretaba ardiente contra ella, con sus manos en su cabello, con su boca en la suya, con gotas de sudor que corrían entre sus senos, era consciente de su miedo, casi alcanzaba a oírlo, una especie de chirrido agudo en su interior. Él no era físicamente fuerte, lo sabía, y la paliza lo había dejado más débil, aunque… ¿no eran a menudo los débiles los que revestían mayor peligro? Pensó en Laura Swan, la vio flotando, muerta, bajo un agua turbia, de un verde bilioso, su larga melena mecida sobre su rostro sin facciones, como las frondas de unas algas color herrumbre.

Fue a ver a Rose Crawford al Shelbourne. Supo que no podía hablarle de Leslie White —a nadie podría hablarle de eso—, aunque sólo con estar en su presencia encontró una especie de consuelo, y vio apaciguarse durante un rato las confusas carreras de sus pensamientos desbocados. Rose, entendió, no la iba a juzgar ni siquiera si le revelase su secreto; Rose, con su manera de ser, despreocupada y amoral, entendería lo de Leslie.

Comieron juntas en el restaurante del hotel.

—Da la sensación de que todo lo que hago es pasarme el día sentada y comer aquí —dijo Rose con un suspiro hastiado—. Nada más terminar el desayuno parece que ya es la hora del almuerzo, y luego el té de la tarde, y entonces —metió el mentón e imitó la voz tonante del maître—… ¡la cena, madame! —sonrió—. Cariño, no envejezcas nunca.

—Tú no eres vieja —dijo Phoebe.

—Pero tampoco soy joven, cosa que casi es peor, o al menos lo parece. ¿Ves a aquel hombre de allí, el que está almorzando con su tía, una ricachona?

Phoebe miró hacia donde indicaba. El hombre, con traje de mil rayas, y calzado con unos recios zapatos hechos a mano, era de envergadura considerable y tenía el rostro florido; llevaba el pelo con raya al medio, peinado para atrás en dos alas que se le formaban a cada lado de la cabeza. La mujer sentada frente a él era menuda y encorvada; el cuchillo y el tenedor que sujetaba con unas garras temblorosas, manchadas de motas oscuras, claqueteaban cada vez que tocaba el plato.

—¿Lo conoces?

—No —dijo Rose—. Pero no se me escapa un sobrino atento y esperanzado, me basta con verlo de reojo. En fin. Resulta que cuando entramos se volvió a mirarnos. Mejor dicho, se volvió a mirarte a ti. Sus ojos resbalaron por encima de mí sin el menor indicio de atención —torció la boca con un gesto de desdén—. No siempre ha sido así, cielo.

Rose pidió lenguado para las dos y una botella de Chablis. El sol que entraba por la ventana arrancaba del mantel de lino brillos tales como si fuera de lingotes macizos, y ponía una manchita de fuego en el borde de cada una de las copas de vino.

—¿Dónde se ha metido ese padre que tienes? —preguntó Rose—. Contaba yo con que bailase a mi alrededor y estuviera pendiente de mí a todas horas, pero no lo he visto desde el día en que llegué. ¿Qué se piensa que hago sola todo el día? No conozco a nadie en esta ciudad.

—Entonces, ¿por qué te quedas?

Rose puso unos ojos como platos, exagerando su sorpresa.

—¿Por qué lo dices, cielo? ¿O es que ya quieres librarte de mí?

—No, claro que no. Es sólo que…

—Oh, descuida, que tienes razón. ¿Por qué me quedo? Pues si quieres que te diga la verdad, no lo sé. Tu pequeño y deslucido país creo que empieza a gustarme. Y eso que no sabía yo que fuera una masoquista.

Phoebe esbozó una de sus sonrisas melancólicas, espectrales.

—¿Te quedas todavía… por Quirke?

Rose no la miró.

—Jovencita, creo que voy a pasar por alto esa observación —le dijo.

Llegó el camarero y, con un gesto ampuloso, presentó la botella de vino para que Rose la inspeccionara igual que un mago que muestra la paloma antes de disponerse a hacerla desaparecer. Cuando les hubo servido y se marchó, ella sostuvo la copa al trasluz.

—¿Y a qué te dedicas, jovencita? —preguntó entonces con su acento indolente.

Phoebe tuvo que morderse el labio para no ponerse a sonreír como una idiota. Eso era lo que seguramente se tenía que sentir al estar embarazada, pensó, la misma sensación acalorada, emocionante, secreta, en todo momento a punto de rebosar. La miró con inocencia.

—¿Que a qué me dedico?

—Sí. Y a mí no intentes engañarme. Algo te traes entre manos, te lo noto a la legua.

—¿Cómo? Quiero decir, ¿cómo es que lo notas? —no supo amortiguar la ansiedad con que lo dijo. Si al menos Rose supiera adivinar su secreto, entonces no sería culpa suya, ella no habría traicionado a nadie, y así podrían hablar tranquilamente.

—Oh, pues no sé —dijo Rose—. Se te nota una especie de resplandor… No, es más bien un brillo. Tienes los ojos luminosos. Yo diría que estás viviendo una aventura, ¿sí o no?

Phoebe miró a la mesa. No era habitual que se pusiera colorada, pero en ese momento pensó que podía estar sonrojándose. Se alegró de que llegara el lenguado, colocado sobre un lecho copioso de mantequilla de color castaño, en sendas fuentes de alpaca. No le gustaba demasiado el pescado, aunque Rose, con su manera de ser, suave a la vez que imperiosa, no le había preguntado nada antes de pedir la comida. Tampoco le importó: Phoebe rara vez almorzaba, y no era probable que fuera a comerse ese almuerzo. Dio un sorbo de Chablis y notó que se le subía directo a la cabeza, como un destello de luz amarillo limón.

—Hubo una coincidencia —dijo, procurando medir las palabras.

—¿Una coincidencia? ¿Qué quieres decir?

—Alguien que conocía a Quirke fue a verle y le pidió que no practicase una autopsia.

—¿Que no la practicase?

—Exacto.

—¿Y de quién se trataba?

—De su esposa. De la mujer del hombre que fue a ver a Quirke. Había muerto.

—Bueno, claro, eso se desprende de lo que dices, tanto si iba a practicar la autopsia como si no. ¿Y quiénes eran, quiénes son esas personas?

—Eso no importa. Lo que sucede es que… yo conocía a la mujer. Quiero decir… no, no es que la conociera, pero… ella tenía un salón de belleza, y yo le compraba algunos productos.

—¿Qué clase de productos?

—Pues crema facial, crema de manos, ya sabes. Y entonces…

Calló. Tuvo la sensación de estar cayendo sin poder impedirlo, una clase de caída no del todo desagradable, como sucede en los sueños. Se dio cuenta de que le estaba temblando la mano, y eso le dio miedo; le dio miedo que, si no lo impedía, también su cuchillo comenzara a claquetear contra el ridículo plato de alpaca, como el de la anciana señora.

—Resulta que ella se quitó la vida —dijo. Y qué crudo, qué severo sonó, qué descarnado e incontestable. Ella pensaba en la muerte como si fuera algo misterioso, de tintes místicos, pero ya no lo veía así.

Rose había dejado de comer y la miraba con unos ojos brillantes, como los de un ave; Rose reconoció el instante en que una mera conversación iba a convertirse en otra cosa.

—Phoebe —le dijo—, ¿se ha metido Quirke en algún nuevo lío?

Se preguntó —Phoebe— cuándo había sido la última vez, si es que hubo alguna, en que oyó a Rose llamarla por su nombre de pila. Pero enseguida reflexionó y se dijo que Rose no era una persona que tratase por su nombre de pila al mundo en general. Y en ese punto se le había pasado por alto lo esencial; no era Quirke quien se había metido en un lío. Levantó la copa y la miró, pero sin beber. Rose seguía mirándola con ojos de ave rapaz.

—¿Líos? —dijo—. No, no creo que Quirke se haya metido en ningún lío.

El untuoso camarero llegó sin anunciarse y les volvió a llenar las copas; cuando lo hizo, sin mirarlo, Rose le indicó que se marchase con un impaciente movimiento del dedo índice. Dio un sorbo de vino. El destello de la preocupación que había asomado a su mirada empezaba a desaparecer, y de pronto Phoebe se dio cuenta, de repente, y sin lugar a dudas, de que Rose en efecto estaba enamorada de Quirke. Le extrañó que no le extrañara.

—Antes dijiste que hubo una coincidencia —dijo Rose.

—Esta mujer, la que ha muerto, Laura Swan… resulta que también conocí a su socio.

—¿Qué clase de socio?

—Llevaba el negocio con ella, lo del salón de belleza. Se llama Leslie White —¿hubo acaso un instante de temblor en su voz cuando lo dijo? Se apresuró a seguir—. Parece ser que Quirke ha pensado que hay algo raro, algo que no encaja, quiero decir, en la muerte de Laura Swan, o en el hecho de que su marido fuese a verlo a él…

Terminó por callar. Debía de haberle temblado la voz cuando dijo el nombre de Leslie, pues Rose había centrado en él su atención.

—Leslie White —dijo espaciando las sílabas, mirándola, y emitió un zumbido grave, sin despegar los labios—. ¿Ése es el nombre… de tu aventura?

—Oh, no, no. No, quiero decir… es él, o sea, Quirke, es él quien parece incapaz de dejar las cosas en paz.

Rose asintió.

—Eso es muy verdad —concentró su atención en el plato y traspasó con el tenedor un fragmento de pescado. Phoebe observó con peculiar fascinación el trozo de carne blanca, con los hilos rotos de venas de un rosa intenso, que entró en la boca pintada de Rose, pintada de un rojo sangre. Tenía estrías casi inapreciables en el labio superior, como si tuviese la piel cosida con un filamento maravilloso, finísimo, transparente—. ¿Cómo están las cosas entre tu padre y tú? —le preguntó.

Phoebe siempre experimentaba una pausa, un tropiezo mental, cuando oía que alguien se refería a Quirke llamándole su padre.

—Bien, todo bien —dijo en tono neutro—. Me invita a cenar una vez por semana.

—Y se toma contigo una copa de vino —la sonrisa de Rose fue tan seca como el Chablis.

—Nuestras vidas la verdad es que no… no se cruzan mucho —dijo Phoebe, y miró de nuevo al plato.

—Mmm. Salvo cuando hay una coincidencia, como ésta de la que me hablabas con… ¿Cómo dices que se llama? ¿Leslie qué? —Phoebe, con los ojos resueltamente clavados en el plato, no contestó. Rose cruzó el cuchillo y el tenedor sobre el suyo y apoyó los codos en la mesa, recogiéndose una mano con la otra y apoyando los labios un instante en el nudillo de un dedo índice—. ¿Tú sabías —preguntó con sosiego— todo lo que sucedió entonces en Scituate, y aún antes, aquí en Dublín? ¿Tú estabas al corriente de lo del juez Griffin y tu padre, quiero decir Quirke, y de lo de aquella chica que murió? También se me ha olvidado cómo se llamaba.

—Christine Falls —dijo Phoebe, sorprendida de sí misma: ¿cómo había recordado ese nombre con tanta certeza y con tanta celeridad?

—Bueno, entonces es evidente que sí lo sabes —dijo Rose—. ¿Quién te lo dijo?

—Sarah.

—Ah.

—Pero por mi cuenta había adivinado yo bastante.

—¿Sabes que Quirke quiso destruir la trayectoria y la reputación del Juez, de tu abuelo, que acaba de morir?

—Sí, lo sé. Pero de todo eso nunca se dijo nada.

Rose inspiró con fuerza.

—Y más vale, ya lo creo. Fue un asunto muy feo. Por eso te he preguntado si Quirke se estaba metiendo en otros líos. Yo creo que sigue estando dolido por todo aquello… y no me gustaría pensar que se ha embrollado en un nuevo escándalo. Quirke no es exactamente el caballero andante de resplandeciente armadura que él cree ser —entró una suave brisa por el alto ventanal abierto junto a la mesa, que trajo el aroma de los árboles y la hierba del parque, frente al hotel, y el seco olor a heno del puesto de coches de caballos, donde los cocheros, con sus baqueteados sombreros de copa, andaban ojo avizor a la caza de algún turista adinerado—. Tendrías que perdonarlo, no sé si lo sabes —dijo Rose. Phoebe la miró con ojos firmes—. Oh, ya lo sé, no es asunto mío. Pero te aseguro, cariño, que eso es algo que te debes a ti misma, si no se lo debes a él —alzó el rostro iluminado, sonriente—. ¿No lo crees? —Phoebe seguía sin decir nada, y Rose se encogió levísimamente de hombros—. Bueno —dijo—, ¿qué te parece si nos tomamos esa tarta de fresas, que tiene una pinta deliciosa, y luego damos un paseo por el parque, eh?

—Tengo que volver al trabajo —dijo Phoebe.

—¿No te puedes tomar un rato libre para dar un paseíto con tu vieja y solitaria abuela de adopción? —en algunas ocasiones, y sin que mediara una razón aparente, Rose exageraba su acento confederado, como acababa de hacer, al tiempo que parecía reírse un poco hasta de su sombra, convertida de repente en un improbable bellezón al más clásico estilo del Sur. Rose suspiró, y enarcó sus finísimas cejas—. Bueno, pues al menos tomemos un café y lo dejamos estar —se paró a observar unos momentos a la joven que tenía delante, la miró con la cabeza ladeada y aire de interrogación—. ¿Sabes una cosa, cielo? —añadió en un tono sumamente amistoso—. Tengo la sensación de que no te caigo bien del todo, ¿verdad?

Phoebe se paró a pensar.

—Te admiro —dijo.

A lo cual Rose echó la cabeza hacia atrás y rió con una risa cortante, astillada, argentina.

—Hay que ver —dijo—. Desde luego, eres hija de tu padre.

No volvió derecha a la tienda después de almorzar, sino que atravesó el Green y embocó Harcourt Street, entrando en el desacostumbrado silencio de la casa a primera hora de la tarde. No subió corriendo las escaleras. Subió despacio, sujetándose a la balaustrada. De alguna manera supo, antes incluso de abrir la puerta de su piso, que no iba a encontrar a Leslie. La manta y el cojín seguían en el sofá, y había envoltorios de dulces en la alfombra, y su vaso de ginebra y un ejemplar arrugado del Mail de la tarde anterior estaban en la mesita del café. Se quedó allí largo rato, con la sensación de que se le vaciaban los pensamientos como el agua por un desagüe. Volvió a ver a las crías de liebre que jadeaban en la madriguera de hierba apelmazada. Ningún zorro, ninguna comadreja habría podido atrapar a Leslie, eso era evidente al menos, si bien ¿quién sabía qué otros peligros podrían estar acechándole? Se oyó sollozar casi por pura obligación, se oyó como si estuviera lejos, como si no hubiera sido ella la que había emitido ese sonido, sino alguien desde la habitación de al lado. Colocó el bolso en la mesa, junto al vaso —quedaba un poso azulado de ginebra en el fondo—, y fue a tenderse en el sofá, encajando la cabeza en el hueco que había quedado en el cojín. Se subió la manta hasta la mejilla y cerró los ojos, entregándose casi con voluptuosidad al llanto.