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Conoció al hombre del cabello plateado un miércoles por la tarde, cuando se presentó en la casa de Adelaide Road y él estaba allí, sentado en el sofá, en la consulta del doctor Kreutz, con todas las trazas de ser el dueño del piso. Había pensado que el Doctor estaba solo, porque el cuenco de cobre, la señal con la que él le avisaba, no estaba a la vista, en el alféizar, si bien a él se le había olvidado ponerlo allí, buena muestra de lo muy agitado que debía de estar. Cuando le abrió la puerta la miró de un modo sumamente raro, con ojos despavoridos, y ella no acertó a comprender el sentido de aquella mirada hasta que se adelantó a él y se encontró con aquel hombre arrellanado en el sofá y sin haberse quitado el abrigo de pelo de camello. Tenía un brazo sobre el respaldo del sofá y los pies, cruzados a la altura de los tobillos, sobre la mesita. Estaba fumando un cigarrillo que sostenía con afectación, entre el índice y el corazón de la mano izquierda. La saludó con una sonrisa perezosa y la miró de hito en hito.

—Vaya, vaya, vaya —dijo—. ¿Qué tenemos aquí?

Fue de nuevo el abrigo de pelo de camello, cuyas alas se hallaban extendidas a uno y otro lado, lo que le dio la impresión de que se estaba exhibiendo de una manera que a ella se le antojó rayana en la indecencia. El doctor Kreutz se hizo a un lado y se quedó mirando del uno al otro con cara de desconcierto, de desamparo. Ella se sintió cohibida, sin saber adónde mirar. El hombre retiró los pies de la mesa y se levantó con languidez tendiéndole una mano esbelta y casi incolora.

—Me llamo White —dijo—. Leslie White.

Ella le dio la mano, y la del hombre le pareció suave como la de una muchacha, y fría, y húmeda, pero olvidó decirle cómo se llamaba de tan hipnotizada como se encontraba ante aquella sonrisa malvada, ante aquel mechón de cabello que le colgaba sobre la frente —era más bien platino que plata—, y ante aquellos ojos en los que se mezclaba la curiosidad, la osadía, la diversión, aunque también contenían un destello atribulado, como si en broma pidiera disculpas, como si le estuviera diciendo que Sí, ya sé que soy un granuja y un desalmado, pero también puedo ser divertidísimo, ya lo verás. El doctor Kreutz se rehízo en ese momento y la presentó diciendo que se trataba de la señora Hunt, pero ella levantó el mentón con orgullo y miró de lleno a Leslie White, a la cara, diciendo: Deirdre.

Se sorprendió de la firmeza con que dijo su nombre.

El doctor Kreutz les ofreció una taza de té, aunque se le notó a las claras que no lo dijo de corazón. Ella nunca lo había visto tan inseguro, tan falto de confianza en sí mismo. Aún tenía esa expresión despavorida, demudada, con la que la había saludado al llegar, semejante a la expresión del clásico personaje de las películas que trata de hacer saber a la heroína que hay un hombre armado y oculto tras los cortinajes; de continuo levantaba las manos con las palmas hacia arriba, en un gesto peculiar, casi como si estuviera orando, para dejarlas caer de nuevo, derrotado, pegadas a los costados. Leslie White no le hizo caso, ni siquiera miró hacia donde estaba él.

—Bueno, tengo que marcharme —dijo entonces con esa voz suave y soñolienta que tenía, sin dejar de sonreírle. Como si hubiera reparado en que a ella le intranquilizaba ese abrigo que llevaba, se lo echó sobre los hombros, ciñéndoselo en una caricia, sin quitarle ojo de encima, y anudándose el cinturón sin apretar, sin emplear la hebilla—. Adiós, Deirdre —dijo. Lo pronunció como si dijera Deardree.

Se alejó hacia la puerta, seguido presurosamente por el doctor Kreutz, y una vez más se volvió antes de salir para dedicarle una última sonrisa, imperceptible y maliciosa.

Los oyó a los dos en el pasillo, el doctor Kreutz hablando en susurros, con un tono de apremio, a lo que Leslie White contestó con despreocupación:

—Sí, sí, que sí, y tú no pierdas la cabeza, por lo que más quieras.

Oyó abrirse la puerta de la calle y cerrarse enseguida, y un momento después vio aquella cabeza reluciente, como un yelmo plateado, que pasaba de largo por la ventana.

Pareció que transcurría un buen rato antes de que el doctor Kreutz volviera a la estancia. No se había dado cuenta nunca de que una persona de ese color de piel pudiera palidecer, pero lo cierto es que su piel cobriza había adquirido un tinte sin ninguna duda grisáceo. No la miraba. Ella le dijo que sentía mucho haberle interrumpido, pero que al ver que el cuenco de cobre no estaba en el alféizar… Él asintió sin darle importancia, más inquieto que otra cosa. Ella sintió lástima por él, pero al mismo tiempo le quemaba por dentro la curiosidad.

Aquel día no se quedó mucho tiempo. Se dio cuenta de que el doctor Kreutz se mostró aliviado cuando le mintió y le dijo que había concertado una cita con Billy, y que tenía que marcharse antes de lo habitual. En la puerta, él volvió a hacer aquel mismo gesto ineficaz, de súplica, alzando esta vez una sola mano y dejándola caer con desamparo.

Fue por Navidad, y el tiempo era frío, con chubascos de nieve húmeda, arremolinada, y un aguanieve cortante como si cayeran alfileres.

Aunque fue a media tarde, ya casi era de noche, y la poca luz que quedaba era del color del agua de fregar los platos. Al salir de la cancela se detuvo un instante y miró en ambas direcciones para doblar a la derecha y echar a andar hacia Leeson Street, subiéndose las solapas del abrigo para protegerse del frío.

Él se encontraba resguardado en el quiosco de prensa del puente. A ella no le sorprendió; algo le había dicho que él la estaría esperando. Él cruzó la calle frotándose las manos y sonriendo como si fuera un reproche.

—Carámbanos —dijo—, creí que no ibas a salir nunca.

Ella pensó en decirle qué opinión le merecía su presunción, su desfachatez, pero antes de que pudiera abrir la boca él la tomó del brazo y se la llevó pegada al costado hacia la esquina de Fitzwilliam Street.

—¿Y adónde —dijo ella con una risa de incredulidad— te crees que vamos, si se puede saber?

—Querida, vamos ahí mismo, a un pub, donde pienso pedir un whisky calentito para cada uno, para entrar en calor.

Ella se detuvo y desenganchó el brazo del suyo y lo miró de frente.

—Ah, vaya, no me digas.

Él rió y bajó la vista mirándose los pies y sacudiendo la cabeza, y entonces alargó la mano y la agarró con firmeza por el brazo, por encima del codo.

—Escucha —dijo—, podríamos pasarnos aquí un buen rato intercambiando cumplidos si es lo que quieres, contándonos el uno al otro nuestras vidas, y lo que desayunamos esta mañana, y todo lo demás, pero como ya hemos sido presentados, y como hace un frío de muerte, ¿no te parece que podríamos guarecernos en ese pub, donde podrás ponerte todo lo digna que te venga en gana, si es que no te queda más remedio, y yo al menos podré tomarme una copa?

Tenía ella la esperanza de que él estuviera con su coche, le habría gustado ir en coche, pero él dijo que el Abuelo Riley, así lo llamó, estaba enfermo, y que lo tenía en el hospital de automóviles. Así pues, recorrieron a pie la larga avenida, bajo las altas ventanas de las casas en las que ya se iban encendiendo las luces eléctricas, hasta pasar la plaza de los árboles sin hojas, que rezumaban agua, y enfilar por Baggot Street. En los rincones del porche, a la entrada del pub, se había acumulado el aguanieve granulosa, pero en el interior ardía un buen fuego de carbón y las lámparas de la barra difundían un resplandor cálido y amarillento. Eran los únicos clientes a esa hora. Había mesas con sillas bajas, pero prefirieron ocupar dos taburetes en la barra.

—Así es más amistoso, ¿no te parece? —dijo Leslie White, y arrimó su taburete al de ella—. Además, si me tengo que sentar en una de esas sillas, las rodillas se me van a encajar debajo del mentón.

Mientras ella se encaramaba al taburete lo vio tratando de ver algo por dentro de su falda, pero él se dio cuenta de que la miraba, y tan sólo le sonrió; lo había hecho mirando de arriba abajo, no de esa forma tan guarra, con el descaro con que la miraban a menudo los tíos en los pubs, relamiéndose los labios, sino que lo hizo abierta, desvergonzadamente, con una especie de revoloteo invisible, como uno de esos cantantes de ópera que con un gesto de alborozo hacían girar un sombrero de paja o se retorcían las guías enceradas del bigote. Llamó al barman y le indicó con toda precisión cómo debía preparar las copas —«Con agua caliente, ojo, que no esté hirviendo, y no más de tres clavos en cada una»—, y entonces le ofreció un cigarrillo que estuvo a punto de aceptar, aunque se lo pensó mejor, temerosa de que le diese la tos y se atragantase y diera un penoso espectáculo, puesto que no fumaba, y en toda su vida no había dado más que un par de caladas. El taburete era alto, y cuando cruzó las piernas notó que se tambaleaba un instante, y a punto estuvo de caerse para delante, o eso le pareció, como si fuera a desmayarse, de manera que él habría tenido que sostenerla entre sus brazos. Cuando llegaron los dos whiskys humeantes, a ella la cabeza ya le daba vueltas.

Le preguntó cómo había conocido ella al doctor Kreutz. Se inventó una historia, le dijo que el señor Plunkett la había enviado a la casa de Adelaide Road a entregar un pedido que el Doctor había hecho, aunque por la sonrisilla de suficiencia a duras penas disimulada que él adoptó le quedó claro que no la creía.

—Hay que verlo… al viejo Kreutzer —dijo, y quitó la ceniza del cigarro haciéndolo girar contra el canto del cenicero, hasta que la brasa al rojo se le quedó afilada como la punta de un lápiz—. Lo llaman el Guiri de las Manos Prodigiosas, ¿lo sabías?

Se preguntó ella de quiénes estaría hablando, o si ese plural hacía referencia tan sólo a Leslie White. Quiso preguntarle cómo lo había conocido él, pero supuso que tan sólo le mentiría, tal como, era evidente, había mentido ella. Resultaba extraño, pero tuvo que reconocer que algo tenía el Doctor, algo que a cualquier persona le aconsejaba no pecar de una franqueza excesiva al hablar de él. ¿Por qué sería? De cualquier manera, había cosas en Leslie White, de eso estaba segura, cosas más y más turbias, que dejaban toda posible franqueza al margen de cualquier consideración.

Pasaron en el pub poco menos de dos horas; fue una suerte que Billy estuviera de viaje, que no la estuviera esperando en casa, que no captase el olor a whisky en su aliento. Luego tuvo tan sólo una muy brumosa memoria de lo que habían hablado Leslie y ella. No era que el alcohol le hubiera afectado —aunque no estaba, ni mucho menos, acostumbrada a beber whisky por la tarde, ni a cualquier otra hora del día, ni de la noche, desde luego—, sino que se había sentido tan mareada que no fue capaz de concentrarse como hubiera debido. Pensó en el aro que había tenido durante un verano cuando era niña —no era más que una vieja y herrumbrosa llanta de bicicleta, con la mitad de los radios rotos o perdidos—, que hacía girar con un palo por el camino que daba la vuelta al prado, delante de los Bloques; cuando se cansaba de ir corriendo a la par del aro, éste seguía un trecho dando vueltas, recto y muy deprisa al principio, luego más lento, hasta que por fin se ponía a hacer eses antes de caer de lado. Así era como se encontraba en esos momentos, como si fuese más lenta, haciendo eses, incapaz de controlarse. En cambio, no estaba, como el aro, al final del trayecto, sino en pleno comienzo.

Tras la tercera copa alzó la mano y le dijo que no pidiera otra, que tenía que irse a casa, y le mintió al decirle que su marido la estaría esperando. No supo muy bien por qué le habló de su marido: ¿fue para poner a ese individuo en su sitio, porque se mostraba tan creído, tan seguro de sí mismo, o fue, tal como sospechó remotamente, una manera de lanzarle un desafío? En tal caso, ¿qué era a lo que le estaba desafiando que hiciera? La estaba mirando con atención, sus ojos no dejaban de recorrerla entera, de una manera tal que ella casi los percibía en la piel, como los dedos de un ciego. Se imaginó arrellanada en el sofá del doctor Kreutz y no por cierto con el doctor Kreutz, sino con ese hombre plateado, de esbeltas extremidades, inclinado encima de ella, retirando una capa tras otra de un tejido fino como la gasa que la cubría del todo, retirándola una por una, con suavidad, dejando a un lado sus protestas cada vez más débiles, hasta quedar del todo desnuda ante él, desnuda y temblorosa y húmeda. La imagen mental fue tan fuerte que en verdad perdió el equilibrio un instante, y tuvo que cerrar los ojos un momento para concentrarse al máximo y no caer del taburete.

Después no pudo dejar de pensar en él. La obsesionaba como si fuera un espectro elegante y desenvuelto, animoso y, a fin de cuentas, demasiado real. A la mañana siguiente, en la tienda, descubrió que más de una vez la miraba el señor Plunkett con cara de pocos amigos, pues se había dejado llevar por un ensueño cuando estaba atendiendo a un cliente. Todavía le zumbaba la cabeza por efecto de los tres whiskys, a los que no estaba acostumbrada, aunque no fuera ésa la causa verdadera de su distracción, y ella lo sabía.

Le gustaba la atildada precisión con que hacía las cosas Leslie White, cosas pequeñas, sin mayor trascendencia, que ni siquiera parecía darse cuenta de haber hecho, como era afilar la brasa del cigarro en el borde del cenicero, o hacer unos dibujitos como de encaje con las cerillas que había usado para encender el cigarro, o apilar las monedas del cambio en montoncitos distintos, los medios peniques, los peniques y las monedas de tres peniques, con los cantos perfectamente alineados. También sabía hacer un truco con una moneda, hacerla rodar sin cesar sobre los nudillos de la mano, tan deprisa que una sola moneda parecía multiplicarse en tres o cuatro, que giraban y centelleaban. Y vestía muy bien. No estuvo muy segura de que los tonos que gastaba, el blanco, el hueso, el gris metálico, fueran los idóneos para su color de piel y de cabello, pero el corte de las prendas que vestía era excelente, se dio perfecta cuenta, pues tenía muy buen ojo para las prendas de buena sastrería. Quizá se dejara aconsejar si era ella la que le diera consejo. Estaría extraordinario de azul, o mejor aún de negro, con un buen traje negro, tal vez de chaqueta cruzada, con el que destacaría mejor su esbeltez, e incluso un tres piezas con cadena de oro en el bolsillo del chaleco. Se imaginó cogida de su brazo, él todo de negro y plata, ella con algo de tonos pálidos, con mucho vuelo…

¡Deirdre! —masculló enfurecido el señor Plunkett, y ella dio un brinco, y tuvo pese a todo dificultad en concentrarse en la viejecita que tenía delante de la caja registradora y que sostenía en alto un chelín con mano temblorosa.

Se sentía culpable y no por Billy, claro que no, sino —y esto le pareció sumamente raro— porque tuvo la sensación de haber traicionado al doctor Kreutz. Se dijo que era una ridiculez pensar de esa forma: ¿qué había hecho, al fin y al cabo, salvo tomarse una copa con un hombre, teniendo en cuenta que ni siquiera era de noche, que había sido por la tarde? Pero por más que intentase restar importancia a lo ocurrido, ni siquiera ella terminaba de convencerse. Y es que algo había ocurrido y algo más ocurriría, y además pronto, de eso estaba segura.

Pero antes aún hubo otra cosa más, algo del todo inesperado, algo que le hizo ver al doctor Kreutz bajo una luz completamente nueva, una luz escabrosa.