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Un paño combado de nubes panzudas pendía a baja altura sobre el aeropuerto, y una llovizna de verano caía al sesgo. Pareció durante un rato que el avión tuviera que desviarse por la escasa visibilidad, pero por fin recibió permiso para tomar tierra, si bien con más de una hora de retraso. Quirke se encontraba con Phoebe en el ventanal de observación y vio entrar el aparato desde la pista de aterrizaje, con las cuatro grandes hélices todavía a toda máquina bajo la lluvia, arrastrando túneles ondulantes de aire húmedo por debajo. Los hombres de impermeable amarillo arrimaron dos escaleras con ruedas a las portezuelas, que se abrieron desde dentro. Los pasajeros comenzaron a desembarcar, todos ellos con aire aturdido y desaliñado incluso desde tanta distancia. Rose Crawford fue una de las primeras en aparecer. Llevaba un traje negro muy entallado y un sombrero negro con velo —qué bien le sienta el luto, observó Quirke con adustez—, y una maleta pequeña de cuero negro y lustroso. Hizo un alto al salir a la escalera y miró la lluvia, volvió al interior de la cabina y dijo algo, y en un instante apareció una de las azafatas abriendo un paraguas, bajo cuya protección bajó Rose muy compuesta, pisando con cuidado en tierra extranjera.

—De verdad, no se me alcanza a imaginar qué pretendían encontrar en mis maletas —dijo exagerando su acento sureño cuando por fin salió a paso largo de la Aduana—. Supongo que un cargamento de revólveres, digo yo, a la vista de que soy yanqui. Quirke, estás hecho una pena… ¿Me has tenido que esperar mucho? Ah, y veo que sigues teniendo cojera. Pero, Phoebe, cariño, tú… ¡tú estás radiante! ¡Qué gusto da verte! ¿Estás enamorada?

Ofreció la mejilla para que ambos la besaran por turno. Quirke percibió su olor recordado. Tomó sus maletas y los tres atravesaron el gentío que aguardaba a los pasajeros recién llegados. En la cola de los taxis ya había bastante gente. A Rose le sorprendió enterarse de que Quirke no conducía —«No me preguntes por qué, pero te había imaginado al volante de un trasto de los grandes, un coche potente»—, y torció la nariz al percibir en el taxi el olor a tabaco rancio y a cuero resudado. Arreciaba la lluvia.

—Hay que ver —dijo con acaramelada insinceridad—. Irlanda es tal cual me la esperaba.

No tardaron en circular por la carretera de Dublín. Bajo la lluvia, los árboles brillaban con un verde más oscuro que el verde oscuro.

—Es casi grotesco, ¿no crees? —dijo Rose a Quirke, que iba sentado delante, al lado del taxista—. Cuando nos conocimos, tú llegaste a Estados Unidos para presenciar lo que iba a ser un funeral, el de mi pobre Josh, y ahora aquí estoy yo, para presenciar el entierro de su gran amigo Garret. Da la impresión de que te siguiera la muerte por todos lados.

—Gajes del oficio —dijo Quirke.

—Claro. Siempre se me olvida a qué te dedicas —se volvió hacia Phoebe—. Pero tú me lo tienes que contar todo bien despacio, con pelos y señales, todas las noticias, todos los secretos. ¿Has hecho travesuras desde la última vez que nos vimos? Eso espero. Y me apuesto cualquier cosa, cielo, a que te mueres de ganas de haberte quedado conmigo allá en North Scituate y no haber regresado a este lluvioso rinconcito del planeta.

Rose había sido la tercera esposa, y ahora viuda, del difunto abuelo de Phoebe, Josh Crawford. Fue en la mansión de Rose, el día del funeral del viejo, donde Phoebe supo por fin, directamente de labios de Quirke, los detalles de su verdadero origen familiar. Desde aquel momento, Quirke había convivido con el temor a su hija, un miedo apagado y sin embargo constante, e imposible de explicar.

—Oh, aquí soy feliz —dijo Phoebe—. Tengo una vida propia.

Rose, sonriendo, le dio unas palmaditas en el dorso de la mano.

—Seguro que sí, cariño —se recostó en el respaldo y miró las grises y lluviosas afueras de la ciudad que pasaban de largo. Suspiró—. ¿Quién no iba a ser feliz en un sitio como éste?

Desde el asiento de delante, Quirke le habló por encima del hombro.

—¿No estás cansada?

—He dormido en el avión —apartó los ojos de la ventanilla y miró el perfil de Quirke—. ¿Cómo está Mal?

—¿Mal? Oh, Mal es como es. Sobrevive, ya sabes.

—Debe de estar triste por la pérdida de su padre —ella miró de nuevo a Phoebe, que iba sentada como una estatua de piedra a su lado, detrás del cogote del taxista. Rose esbozó una frágil sonrisa; la cuestión de los padres perdidos, se dio cuenta, era obviamente delicada.

—Sí —dijo Quirke sin entonación—. Todos estamos tristes.

Ella volvió a estudiar su perfil de emperador romano y esbozó su sonrisa más felina.

—Es lógico.

En el Shelbourne, el portero de sombrero de copa gris y levita acudió a recibirlos con un paraguas negro e inmenso, muy sonriente. Rose le dedicó una mirada fría y atravesó la puerta giratoria. Quirke estaba a punto de decirle algo a Phoebe cuando ella se apartó de él con brusquedad y siguió a Rose al interior del hotel. ¿Qué le pasaba? Apenas le había dirigido la palabra desde que la recogió por la mañana para ir al aeropuerto. Ni siquiera lo invitó a subir a su casa, y lo hizo esperar bajo la llovizna en el portal, mientras ella terminaba de arreglarse. Estaba molesta por la muerte del abuelo Griffin —el viejo y ella habían tenido siempre una especial proximidad—, pero parecía más colérica que entristecida. ¿Y por qué, se preguntó Quirke, por qué era él la diana de su ira? ¿Qué había hecho él? Es decir, ¿qué había hecho, si es que había hecho algo por lo que no hubiera sido ya castigado muchos cientos de veces? Dio la propina al portero y le indicó qué hacer con los bultos. Estaba harto de ser el objeto al que todos culpaban de algo. Llevaba el pasado atado como una lata a la cola de un gato, y hasta el menor de los esfuerzos que pudiera hacer por avanzar producía un ensordecedor estrépito a su espalda, un estruendo vergonzoso. Suspiró y entró en el hotel sacudiendo unas cuantas gotas de lluvia fina del sombrero.

Mientras Rose deshacía su equipaje la esperaron con palpable intranquilidad los dos, el hombre y la hija, en el salón de té de la planta baja. Phoebe se acomodó en un sofá, y se dedicó a fumar sus Nubes de Paso mientras miraba la lluvia que susurraba contra los cristales de las tres grandes ventanas que daban a la calle. Los árboles apiñados enfrente prestaban una leve luminiscencia verdosa a la sala. Quirke enredaba con su bolígrafo de rosca, intentando dar con algo que decir, pero sin lograrlo. Apareció entonces Rose. Se había cambiado de ropa, una falda roja y una chaquetilla roja también —«Pensé que iría bien añadir un toque de color a una ocasión tan lúgubre»—, y Quirke reparó en que esas prendas tan vistosas, a pesar de su maquillaje perfecto, a pesar de su resplandeciente melena negra, sólo mostraban de un modo más descarnado cómo había envejecido en los dos años transcurridos desde que la vio por última vez. Pero seguía siendo una bellísima mujer, aunque fuera de un modo bruñido, metálico. Ella le había pedido que se quedara en Boston con ella después de la muerte de su marido, se lo pidió a él y a Phoebe, a los dos. Sonrió para sus adentros pensando en cómo habría sido, los tres viviendo en Moss Manor, la enorme mansión de Josh, o más bien su mausoleo, rodeados de dólares en abundancia, la señora Rose Crawford y su nuevo esposo, el mimado señor de Rose Crawford, junto con su hija por fin reconocida, la hija que no le perdonaba.

—Supuse que estaríais en el bar —le dijo Rose.

—Quirke ha dejado de visitar los bares —dijo Phoebe en un tono que resultó al mismo tiempo altanero y rencoroso.

Rose enarcó una ceja al mirarle.

—¿Cómo? ¿Ya no bebes?

Quirke se encogió de hombros, y Phoebe de nuevo contestó por él.

—Una sola vez por semana se toma una copa de vino conmigo. Soy su coartada.

—Entonces, no eres un alcohólico…

—¿Pensabas que lo era?

—La verdad es que me lo pregunté. No te habrá ido mal dejar el whisky.

—Aquí se suele decir que «se le daba bien la botella» —dijo Phoebe. En todo el intercambio no había mirado a Quirke a la cara ni una sola vez.

—Sí —murmuró Rose. Miró a los ojos a Quirke, y sus ojos negros centellearon con una mirada traviesa, sonriente—. Se le daba igual de bien que el biberón al bebé.

Llegó la camarera y pidieron té. Quirke preguntó a Rose si la habitación era satisfactoria y de su gusto, a lo que Rose dijo que estaba bien, «muy curiosa, un tanto deslucida, muy del viejo mundo, como era de esperar». Quirke sacó la pitillera. Rose tomó un cigarrillo y él le dio fuego. Ella se inclinó un poco, rozándole con las yemas de los dedos el dorso de la mano. Cuando se quitó el cigarro de los labios él lo vio manchado de carmín. Se paró a pensar en las muchas veces que se había repetido esa pequeña escena: el gesto de inclinarse, la mirada rápida, cargada de ironía, desde la llama recién apagada, el roce de sus dedos en el dorso de la mano, el papel blanco del cigarrillo, de pronto manchado vívidamente. Ella le había pedido que la amase, que se quedara con ella. Entonces Sarah aún estaba viva, Sarah, quien…

—¡Por Dios, deja ya de jugar con eso! —dijo Phoebe de manera cortante, y le sobresaltó. Miró con cara de no entender nada el bolígrafo de rosca; se había olvidado de que lo tenía en la mano—. Dame —dijo ella, por un momento revestida de impaciencia de matrona—, dámelo —y se lo arrebató para dejarlo caer en su bolso.

Siguió un silencio breve y tenso. Lo quebró Rose con un suspiro.

—Cuántas muertes —dijo—. Primero Josh, luego Sarah, ahora el pobre Garret —estaba mirando a Quirke—. Se tiene la impresión de que anda por ahí la de la guadaña, ¿no te parece? —y trazó un movimiento circular con el dedo, rematado por una uña escarlata—, y de que se vaya acercando cada vez más —Phoebe estaba mirando de nuevo por la ventana. Rose se volvió hacia ella—. Pero bueno, cariño, esto es demasiado lúgubre para ti, me hago cargo —puso una mano sobre la muñeca de la joven—. Cuéntame a qué te dedicas. Tengo entendido que estás trabajando… en un comercio, ¿no es así?

—En una sombrerería —dijo Quirke, y cambió de postura de manera ostensible.

Rose rió.

—¿Y qué tiene de malo? Yo trabajé en varias tiendas, en comercios, como se dice aquí, cuando era joven. Mi padre tenía una tienda de comestibles… hasta que quebró, como tantos otros tenderos. Aquello fue en los tiempos duros.

—Y ahora hay que verte… —dijo Quirke.

Ella esperó un momento antes de contestar.

—Sí —dijo con voz queda—, hay que verme ahora.

Él miró a otra parte. Rose siempre era inquietante cuando le hablaba quedo, con dulzura.

Phoebe murmuró algo y se puso en pie y atravesó la sala y se marchó. Rose la miró con gesto pensativo y luego se volvió de nuevo a Quirke.

—¿Tiene que llevar un luto tan marcado? Me parece un poco excesivo.

—¿Te refieres al negro? Así es como va vestida siempre.

—¿Por qué se lo permites?

—A Phoebe ni se le permite ni se le prohíbe nada. Ya es una mujer.

—No, no lo es —aplastó el cigarrillo en el cenicero de cristal que había en la mesa—. Sigues sin entender nada de las personas, Quirke. Y sabes menos aún de las mujeres —dio un sorbo del té y puso mala cara: se le había quedado frío. Dejó la taza en el platillo—. Pero hay algo en ella, algo nuevo —dijo—. ¿Tiene novio?

—Como bien has dicho, no sé nada.

—Pues debería importarte, deberías saber. Es de tu incumbencia —le dijo de manera cortante—. Se lo debes, te lo aseguro.

—¿Qué es lo que le debo?

—Interés. Atención. Cuidado —sonrió de una manera casi compasiva—. Cariño.

Volvió Phoebe. Quirke la vio atravesar la sala. Sí, Rose tenía toda la razón, tuvo que reconocerlo; había algo nuevo en su hija. Estaba más pálida que nunca, pálida como el hielo, y sin embargo parecía que por dentro ardiera. Se sentó y alcanzó sus cigarrillos. Tal vez no estuviera precisamente encolerizada con él. Tal vez no estuviera siquiera encolerizada. Tal vez sólo fue que la llegada de Rose había despertado en ella recuerdos de cosas que preferiría tener olvidadas.

Apareció Mal. Vaciló en el arco de entrada, entre el vestíbulo y el salón de té, y lo escudriñó de ese modo provisorio con el que de un tiempo a esta parte acostumbraba a hacer cualquier cosa, con destellos en sus gafas de búho. Los vio y se acercó a ellos, pasando entre las mesas como si no viese del todo bien. Llevaba uno de sus trajes grises con un suéter gris por debajo, y una corbata de lazo azul oscuro. El cabello, que se había cepillado rigurosamente para atrás, le sobresalía formando puntas en la coronilla, y en cada una de las mejillas tenía una mancha amoratada de venas rotas. De un tiempo a esta parte, cada vez que Quirke veía a Mal, su cuñado se le antojaba un poco más reseco y polvoriento, como si algún fluido vital se le fuera escapando sin descanso y de una manera invisible. Se inclinó y estrechó con torpeza la mano de Rose. Daban ganas de llorar, pensó Quirke, sólo de ver ese suéter.

Salieron del salón y pasaron los cuatro al comedor para tomar asiento en la mesa que había reservado Quirke. Cuando remitió el aleteo de las servilletas y las cartas se hizo un denso silencio. Sólo Rose parecía encontrarse a sus anchas, mirando a los otros tres y sonriendo, como si estuviera en una galería y se dedicara a admirar los parecidos entre los diversos retratos de familia. Quirke reparó en que el rostro de Mal cuando miraba a Phoebe, a la que por tanto tiempo el mundo entero había tenido por hija suya, adquiría una expresión desdibujada, dolorida. Phoebe, por su parte, apenas levantó los ojos de la mesa. Quirke miró sus manos delgadas, blancas, como garras, sujetando la carta mientras la leía una y mil veces. Qué desdichada le parecía, qué desdichada y, sin embargo, ¿qué otra cosa había en ella? ¿Avidez? ¿Excitación?

—Bueno —dijo Rose en son de burla, animada, entornando los ojos—. ¿No es una delicia?

En una fría y gris mañana de verano, el juez Garret Griffin recibió cristiana sepultura al lado de su esposa, en el panteón de la familia, en Glasnevin. Formó una guardia de honor del Ejército, y a los muchos parientes se sumaron decenas de personas anónimas, pues el juez Griffin, como lo conocían todos, había sido una figura de gran popularidad en la ciudad. Políticos y prelados leyeron sus elogios. Al precipitarse sobre el féretro los primeros puñados de tierra comenzó a caer una lluvia fina. Sin embargo, nadie derramó una sola lágrima. La vida del Juez, según dijo el arzobispo en su homilía, en la misa fúnebre que se celebró en la capilla del cementerio, donde no cabía un alma, había sido una vida digna de celebración, una vida de plenitud y de cumplimiento, de servicio a la nación y devoción a la familia, de dedicación constante a la fe. Después, los apenados asistentes se mezclaron entre las tumbas, las mujeres hablando unas con otras en voz baja mientras los hombres fumaban, escondiendo subrepticiamente los cigarros en el puño cerrado. Comenzaron luego a marcharse los coches negros, triturando las ruedas la gravilla del camino.

El inspector Hackett se encontraba entre los asistentes, bastante alejado de la tumba, con su traje azul y su gabardina negra. Había logrado mirar a Quirke y que éste le viera, y le había saludado llevándose el dedo al ala del sombrero de manera que apenas se notara. Luego caminaron juntos entre las lápidas. Había cesado la lluvia, pero el agua seguía goteando de los árboles. En una tumba de un niño había unas rosas de plástico bajo una cúpula de cristal moteada por el liquen en su cara interna.

—El fin de una época —dijo el detective, y miró deprisa a Quirke, de lado—. No volveremos a ver a nadie como éste.

—No —dijo Quirke de plano—. Desde luego que no.

El Bentley del arzobispo pasó por la cancela de entrada, Su Eminencia sentado y muy erguido en el asiento de atrás, como una efigie de culto que se ostentase en público, expuesta en una urna de cristal. El inspector sacó un paquete de Players y se lo tendió abierto a Quirke. Se pararon a encender los cigarrillos. Luego siguieron caminando.

—He tenido una conversación con ese tipo —dijo el inspector.

—¿Y qué tipo es ése?

—Su amigo, el señor Hunt. Al que se le murió la mujer, no sé si se acuerda.

El coche fúnebre siguió el mismo camino que había tomado el coche del arzobispo; el alargado espacio de la trasera, donde había estado el féretro, resultaba lúgubre por su vacuidad.

—Sí —dijo Quirke—. Me acuerdo. ¿Y bien?

—Ah, pues Dios se apiade de ese pobre tipo, porque está hecho una pena.

—Me lo imagino.

El policía lo volvió a mirar.

—A veces sospecho, señor Quirke —dijo—, que tiene usted muy endurecido el corazón.

A esto no dijo nada Quirke.

—¿Qué le dijo Billy Hunt? —preguntó por el contrario.

—¿Acerca de qué?

Avistaron entonces a Rose Crawford y a Phoebe, que caminaban por delante de ellos, por la senda de ceniza, Rose sujeta al brazo de la joven con el suyo.

—De la muerte de su esposa —dijo Quirke con paciencia.

—Ah, pues más bien poca cosa. No sabe por qué lo hizo, si es que lo hizo.

—¿Si es que lo hizo?

—Vamos, señor Quirke, no se haga el inocente. Tiene usted tantas dudas como yo en este caso.

Habían recorrido media docena de pasos antes de que Quirke de nuevo tomara la palabra.

—Entonces, ¿usted tampoco cree que Billy Hunt sea inocente?

El inspector rió por lo bajo.

—Según mi experiencia, nadie es del todo inocente. Pero supongo que ya contaba con oírme decir eso, ¿no?

Alcanzaron a Rose y a Phoebe. Cuando Phoebe vio que era Quirke quien la seguía murmuró algo inaudible y se soltó del brazo de Rose para alejarse a paso veloz por la senda. Rose la miró extrañada y negó con la cabeza.

—Qué bruscos son los jóvenes —dijo. Quirke se la presentó al policía—. Encantada de conocerle, oficial —le dijo, y tendió a Hackett una mano esbelta, enfundada en un guante negro; el inspector sonrió con timidez, las comisuras de su boca de pez estirándose casi hasta los lóbulos de las orejas—. Me alegro de conocer a un amigo del señor Quirke. Forma usted parte de una banda muy selecta, al menos según hemos podido ver.

Quirke estaba mirando a Phoebe, que se había reunido con Mal bajo el arco de la cancela que daba a Glasnevin Road. Parecían mucho más un padre y una hija, y Quirke lo sabía, de lo que nunca llegarían a parecer Quirke y ella.

—Y también habrá conocido al Juez, como es natural —le dijo Rose al policía.

Éste aún ensanchó más la sonrisa.

—Desde luego que sí, señora —dijo, forzando su acento de las Midlands para estar a la altura del deje sureño que ella empleaba en cada palabra—. Una magnífica persona, se lo aseguro, gran defensor de la justicia y la ley. ¿No es así, señor Quirke?

Quirke lo miró. ¿Fueron imaginaciones suyas, o vio tal vez que al policía le temblaba un momento el párpado izquierdo?