Phoebe no había vuelto a ver a Leslie White desde aquella tarde en su casa, cuando se acostaron juntos, y tampoco le había llamado por teléfono. No obstante, pensaba en él de una manera obsesiva. Le bastaba con cerrar los ojos para ver su cuerpo largo, pálido, suspendido encima de ella, en la penumbra aterciopelada de su memoria. Al menos media docena de veces había tomado el teléfono y había comenzado a marcar su número, pero siempre se había obligado a colgar antes de terminar la marcación. ¿Estaba tal vez enamorada de él? El pensamiento mismo era tan ridículo que casi le dio ganas de reír. Se maldijo por su rematada estupidez, a pesar de lo cual el recuerdo de él, la imagen de él, no la dejaban a sol ni a sombra, siguiéndola a todas partes, como ese otro espectro que, estaba convencida, la seguía por las calles. Ése era el estado de ánimo en que se hallaba —nerviosa, desconcertada, atrapada en una maraña de recuerdos no del todo retenidos, de anómalas fantasías— cuando se detuvo aquella noche en la acera, con la oscuridad grisácea de las once de la noche, y se encontró con una figura caída de bruces sobre los peldaños de la entrada.
Su primer pensamiento fue el de darse la vuelta y huir de allí. Entonces vio quién era. Titubeó. Tenía la certeza de que estaba muerto, allí tirado de aquella manera, como si estuviera roto por dentro. ¿Por qué has venido aquí?, quiso preguntarle. ¿Y qué iba a hacer ella? La comisaría de la Garda no estaba lejos: ¿debería acercarse sin esperar a más y dar aviso o pedir ayuda? La calle estaba desierta. Se vio de pronto, por un instante, dentro otra vez de aquel coche, en el saliente de tierra que se adentraba en el mar, con la hoja de acero sobre la vena que le latía en el cuello, y aquel ser enloquecido que le susurraba repugnantes ternezas al oído. Le temblaban las manos. ¿Por qué has venido a la puerta de mi casa, por qué? Contuvo la respiración y se obligó a dar un paso adelante. Por instinto supo en ese mismo instante que él de ninguna manera vería con agrado que llamase a la Garda. Alargó la mano y le tocó en el hombro. Se encogió y gimió. Así que no estaba muerto; fue consciente de que tuvo un fugaz aguijonazo de pesar. También menguó el miedo que tenía. Quizá sólo estuviera borracho.
—Leslie —dijo con voz queda, ¡y qué extraño le resultó decir su nombre!—. Leslie, ¿qué ha sido, qué te ha pasado? —con otro gemido prolongado, levantó la cabeza e intentó concentrar en ella la mirada, a la vez que se lamía los labios hinchados—. ¡Dios mío! ¿Has sufrido un accidente?
Tenía la cara tan destrozada que habría sido difícil reconocerlo. El brillo entornado de los ojos, entre dos párpados hinchados, le pareció demoníaco, como si alguien se hubiera agazapado en su interior, alguien distinto a él, que se asomaba enfurecido al exterior por aquellas dos rendijas.
—Llévame dentro —murmuró con voz ronca—. Llévame dentro.
Fue una macabra coincidencia que en la película que había ido a ver, una historia violenta sobre la Resistencia en Francia, apareciera una escena en la que una mujer joven, miembro del Maquis, tuviera que ayudar a un soldado inglés, malherido, a salir de un edificio en llamas. Echándose su brazo sobre los hombros, la intrépida muchacha se olvidó de las vigas que se precipitaban desde el techo, de los suelos y paredes envueltos en llamas, y sacó de allí al soldado con inverosímil facilidad, dejándolo a salvo en la noche, allí donde unos cuantos camaradas suyos esperaban a recibirlos a los dos con vítores de alivio. En esos momentos Phoebe acababa de aprender cuánto puede llegar a pesar un hombre herido. Cuando llegó al cuarto piso, llevándolo prácticamente a cuestas, agarrado él a ella y ella sujetándolo por la cintura, tenía un agónico dolor en la espalda y el sudor le cubría toda la cara. Ya en el piso cerró la puerta de una patada y llegaron cojeando al sofá, donde cayeron juntos, uno encima del otro, y él con la rodilla derecha le golpeó a ella en la rodilla izquierda y los dos dieron un simultáneo grito de dolor.
Cuando por fin pudo ella ponerse de nuevo en pie, fue cojeando hasta la cocina y encontró la botella de ginebra en el armario. Sirvió la cuarta parte de un vaso y se lo llevó. Él dio un trago con ansia, torciendo el gesto al abrasarle el licor los labios partidos. Ella se afanó en buscar un cojín y colocárselo bajo la cabeza, a la vez que le ayudaba a extender las piernas en el sofá, en un esfuerzo no sólo por lograr que se sintiera más cómodo, sino también por evitar mirarle de frente a la cara magullada y sanguinolenta. Cuando se inclinó sobre él percibió el calor de sus hematomas. Se terminó la ginebra y dejó caer el vaso vacío en la alfombra, donde rodó trazando medio círculo, como un borracho. Se dio cuenta de que estaba a punto de llorar, pero se contuvo. Leslie apoyó del todo la cabeza en el cojín y cerró los ojos; se quedó tendido, respirando con la boca abierta. Confió en que no se durmiera, pues no quería quedarse sola en la habitación con él, y por un instante consideró incluso la posibilidad de abofetearlo para impedir que se durmiera, sólo que no pudo soportar la idea siquiera de rozar aquellas magulladuras terribles. Se le amontonaron en la cabeza toda clase de cosas, un barullo de pensamientos al azar, insensatos y sin formarse del todo. Era preciso que fuera dueña de sí misma, era necesario que no perdiera el control. Se levantó y fue a su bolso a buscar tabaco; encendió dos cigarrillos y colocó uno entre los labios de Leslie. Éste murmuró algo por la comisura de los labios, de los que salió una burbuja de saliva ensangrentada, pero no abrió los ojos. Se quedó delante de él fumando con nerviosismo, un codo apoyado en la palma de la otra mano.
Al cabo de un rato él empezó a decir algo, aunque con la cabeza todavía apoyada en el cojín y los ojos aún cerrados, y con una voz difícil de entender. Le patinaba la lengua. Había sido una banda, le dijo; como mínimo eran tres. Lo habían acorralado en un callejón de entrada en el lateral del Colegio de Cirujanos. Debían de haberlo seguido desde que salió de la Cabeza del Ciervo, la taberna en donde había tomado unas copas con un amigo. Uno de ellos le metió en la boca una bola de caucho macizo para amordazarle; acto seguido lo hicieron entrar en un portal del callejón y allí le dieron leña de lo lindo, a puñetazos, y con unos palos, o unas estacas. Ninguno de ellos había dicho una sola palabra. Él no sabía quiénes eran, ni por qué le habían dado semejante paliza. Pero ellos sí sabían perfectamente quién era él.
Sabían perfectamente quién era él. Y ella en el acto pensó: Quirke.
Quiso preguntarle por qué había acudido a ella, y él le leyó los pensamientos y le dijo que su casa era el sitio más cercano en que acertó a pensar, además de que ya se dirigía hacia su casa cuando los atacantes lo acorralaron. Cerró los párpados hinchados.
—Joder —dijo—, estoy cansado —y se durmió de inmediato.
No creyó que en verdad fuese hacia su casa cuando sucedió. Creyó de hecho muy pocas de las cosas que le dijo. Pero ¿qué más daba que fuese verdad o mentira? Estaba malherido, muy malherido.
Fue a sentarse en un sillón junto a la chimenea, y durante mucho rato montó vigilia en silencio. Se acordó de aquella noche, dos años antes, en que la llevaron a ver a Quirke cuando estaba interno en el Hospital Mater; también a él le habían dado una paliza unos desconocidos, por razones que, según aseguró, se le escapaban del todo. Intentó convencerla de que se había caído por unas escaleras, pero ella se dio cuenta de que era mentira. Ahora en cambio estaba segura de que había tenido que ser él quien azuzara a esos individuos para que se echaran encima de Leslie. ¿Por qué? ¿Para avisarle de que se mantuviera alejado de ella? También había tenido que ser Quirke quien la siguiera, quien clandestinamente había husmeado en su vida, de eso estaba segura. Se miró los nudillos: los tenía blancos. ¿Acaso aquel hombre —no se permitía el lujo de llamar padre a Quirke, ni siquiera en su fuero interno— no la iba a dejar nunca en paz? ¿Acaso iba a seguir inmiscuyéndose en su vida y en todo lo que quisiera hacer? ¿Acaso iba a seguir arruinando las cosas, ennegreciendo las cosas, ensuciando todo lo que él tocase? Lo aborrecía con verdadera pasión y también le quería con auténtica amargura.
Debió de quedarse dormida, pues cuando Leslie dijo algo —¿cuánto tiempo había pasado?— se llevó un susto y dio un respingo. Él pronunció su nombre sin fuerza apenas. Fue a su lado y antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo —¿estaba pensando todavía en Quirke?— había caído de rodillas junto al sofá y le había tomado una mano entre las suyas. Tenía los nudillos despellejados de una manera brutal, dos de las uñas rotas, con sangre. Estaba con los ojos abiertos y la miraba. Se lamió los labios secos e hinchados.
—Escucha, Phoebe —le dijo—. Quiero que me hagas un favor —trató de incorporarse apoyándose en el cojín y se le descompuso la cara en un gesto de dolor—. Hay un hombre, un médico. Quiero que vayas a verle. Él te dará algo para mí, una medicina. La necesito.
—¿De quién se trata?
—Se llama Kreutz —se lo deletreó—. Tiene una consulta en Adelaide Road, enfrente del hospital. Hay una placa en la barandilla, a la entrada del jardín. Ahí está su nombre.
—¿Quieres que vaya ahora?
—Sí, ahora mismo.
—Pero si es… No sé, es de noche…
—Estará donde te digo. Vive allí mismo —le salió del pecho un estertor que a ella le costó unos momentos reconocer: había sido una risa—. No duerme mucho el Doctor. Puedes tomar un taxi. Dile que necesitas la medicina, que es para Leslie. Él sabrá qué hacer —con los dedos le apretó una de las manos—. ¿Lo harás? ¿Lo harás por mí? La medicina para Leslie, eso es todo lo que has de decirle. Dile que yo te lo he dicho, que es lo menos que puede hacer por mí, que me lo debe.
Desde el otro rincón del sofá, el osito de peluche tuerto los miró con un ojo vítreo e indignado.
Del otro lado del Green, en su piso de Mount Street, también Quirke había despertado en medio del sueño. Se encontraba en la oscuridad del cuarto de estar, en calzoncillos, descalzo, con el teléfono pegado a la oreja, mirando sin ver. No se había tomado la molestia de encender una luz. La farola de abajo proyectaba una imagen fantasmagórica hacia lo alto de la sala, en la mitad superior de la pared y en la mitad del techo, una forma demente, quebrada, vertiginosa.
—Es el Juez —dijo Mal, su voz a lo lejos, al otro lado del hilo, con evidente agotamiento—. Ha muerto.
Y de ese modo, en el cruce de Harcourt Street con Adelaide Road, los dos taxis, el de Quirke y el de Phoebe, se cruzaron cada uno en dirección distinta, aunque ninguno de los dos llegó a ver al otro, perdidos ambos en sus propios y trastornados pensamientos.