13

Difícil habría sido que alardease el inspector Hackett de ser el más implacable de los investigadores. Prefería la vida sin sobresaltos, y nunca había fingido lo contrario. Tenía un huerto en el que cultivaba sobre todo hortalizas, aunque la señora Hackett, que se llamaba May, una primorosa avecilla de mujer, nunca dejaba de darle la lata para que plantase más flores; era en particular partidaria de las dalias y él cultivó algunas, más que nada por hacerla callar, aunque en secreto las consideraba poco más que pasto para las tijeretas. También era pescador aficionado, e iba a Greystones siempre que tenía un fin de semana libre de sus tareas domésticas, y por lo común volvía con unos cuantos róbalos para la mesa, aunque la señora Hackett se quejaba con amargura de tener que limpiar los pescados, puesto que era una mujer de disposición más bien delicada si se trataba de quitarles las tripas a los peces. Por otra parte, la casa lo tenía sumamente atareado. Siempre parecía que hubiese algo pendiente de un arreglo, de unos cuantos clavos, de un trabajo de sierra o de lima, de una mano de pintura, de una remodelación. Los dos hijos que tenía, dos pedazos de hombretones —así pensaba en ellos—, le servían de poca ayuda, y parecían andar siempre fuera de casa, en un partido de fútbol, o en el cine. A grandes rasgos, la suya era una vida ajetreada, su tiempo era precioso, y ponía mucho cuidado en no hacerse cargo de las cosas que podía sin complicaciones abstenerse de asumir o dejar en manos de otros.

A pesar de todo, la muerte de Deirdre Hunt no terminaba de dejarlo en paz. Sospechaba que todo policía, o al menos todo policía de su rango, disponía de una manera particular e infalible de saber cuándo había algo que no terminaba de encajar en un caso que aparentemente, y en la superficie, estaba claro como el agua. Cuando de él se trataba, no era nada específico; no era que la nariz le temblase sin poder controlarlo, ni que se le constriñeran las tripas, como les sucedía a los detectives en las novelas de misterio. Lo que sentía cuando se le despertaba la suspicacia era un estar mal a gusto en general. Era un poco como tener una ligera resaca, de ésas en las que uno se levanta y se pregunta qué le pasa, hasta que recuerda de pronto los dos o quizá tres pelotazos de whisky de malta que se ventiló a toda prisa, antes de que diesen la hora del cierre. Y precisamente así se sentía cuando pensaba en Deirdre Hunt, acalorado, jaquecoso, con hormiguillo por todo el cuerpo.

Además era un solitario, desde luego que lo era el inspector. No tenía un compañero de fatigas al cual pudiera confiar sus dudas y recelos, con el cual pudiera poner a prueba sus teorías, sus hipótesis respecto de lo que hubiera hecho tal o cual persona, y del porqué, y del cómo. Prefería fiarse de sus propios juicios y, a decir verdad, también prefería disponer de su sola compañía. Así había sido siempre, incluso cuando era niño y rondaba al buen tuntún por los sembrados o las callejuelas de la localidad de las Midlands en la que había nacido, en busca de algo, sí, pero sin saber nunca el qué, con la esperanza de que algo le saliera al paso, lo que fuera, algo que le interesara o le divirtiera.

Una tarde, a última hora, dio con Billy Hunt en el campo de fútbol del Clontarf Rovers. Había consultado con sus hijos, que tal vez lo conocieran. Nada más oír el nombre, los dos mozalbetes se miraron uno al otro y se echaron a reír. «Oh, claro, claro —dijo uno de ellos—. Claro que conocemos al valeroso Billy Hunt. Un tipo duro. No te contaré cómo lo apodan, aunque lleva una rima». Y se volvieron a reír. Hackett suspiró. Tiempo atrás se había hecho a la idea de que sus dos chicos no iban a llegar a ser ni mucho menos lo que él habría querido por hijos y herederos, aunque a su madre la querían y a él lo respetaban, que no era necesariamente lo mismo, y dio en suponer que eso era lo más razonable que se podía pedir teniendo en cuenta los tiempos que corrían.

Billy, según informaron los jóvenes Hackett al padre, era delantero centro de los Rovers, y esa misma noche quiso la suerte que tuvieran partido contra un equipo de Ringsend, un hatajo de inútiles, dijeron los chicos y comprobó el inspector con sus propios ojos a los dos minutos de llegar al campo. Se estaba jugando el último cuarto de hora. Los chicos tenían razón: Billy era un caso aparte, un jugador duro, por no decir sucio. Saltaba a la vista que los defensas se andaban con cuidado si se acercaba él, y marcó dos goles con facilidad, además de hacer otros tres o cuatro regates en el tiempo que el inspector estuvo presenciando el encuentro. Cuando el árbitro pitó el final del partido los dos equipos se retiraron a los vestuarios del club, y se marcharon los últimos espectadores cuando él aún se quedó esperando a la entrada del campo, apoyado contra la jamba de cemento y fumando un cigarro. El cielo estaba nublado pero no hacía frío, y al mirar la calle que se abría ante él y seguía hasta el mar vio pasear a la gente, vio algunos veleros y, a lo lejos, en el horizonte, vio el paquebote que había zarpado por la tarde de Dun Laoghaire y ponía rumbo a Holyhead. ¿Por qué motivo, se preguntó con esa vaga y apacible sensación de contento que siempre se henchía en su interior cuando se paraba a considerar la estupidez y la perfidia de sus congéneres los hombres, por qué iba a desear acabar con su vida y abandonar este mundo nadie que no estuviera gravemente enfermo, y en las últimas? Y es que el inspector Hackett disfrutaba del hecho de estar vivo, por más modesta y mal recompensada que pudiera ser su propia vida. Más extraño aún, ¿por qué iba a querer un hombre eliminar a su esposa, por más difícil que fuera ella en el trato, por mal que lo tratase? Había veces, a qué negarlo, en que su propia May lo había puesto al límite de la violencia, sobre todo en los primeros años que pasaron juntos, pero ése era un límite que nunca, no, nunca se habría permitido traspasar garrafalmente.

Billy Hunt olía a sudor y a linimento. Miró al inspector con la boca entreabierta, la sangre arrebolada en el cuello, hasta que el rostro, pecoso, estuvo inflamado del todo. Los otros dos jugadores con los que había ido caminando siguieron adelante, y se detuvieron poco más allá y se volvieron a mirar, curiosos. Billy, reparó el detective, era algo mayor de lo que le había parecido de lejos; rondaría como mínimo los cuarenta años. Ese detalle explicaría en cierto modo la truculencia que se gastaba en el campo de juego. ¿Tal vez había tenido también que demostrar su valía ante su esposa, que casi con toda certeza no tenía ni dos terceras partes de los años que tenía él? Interesante. Esa clase de diferencia de edad no era probable que hubiera sido conducente a la dicha en lo doméstico, de eso Hackett estaba seguro.

—Sólo unas preguntas —dijo con llaneza—, mera rutina —empleó esta fórmula adrede: a la gente le resultaba inquietante, pues era una de esas cosas que habrían oído decir a los policías en las películas, cuando en realidad pretendían dar a entender que lo que vendría después iba a ser cualquier cosa menos rutina—. Podría pasarse usted mañana por la mañana por la comisaría, siempre que tenga unos minutos libres.

Billy Hunt, todavía con los ojos desorbitados, cada vez más pálido ahora que remitía el sonrojo, no preguntó sobre qué deseaba interrogarle. Este detalle, calculó el inspector con precaución, casi con toda certeza no era tan significativo como podría haber sido en otro supuesto. A fin de cuentas, la esposa de Hunt había muerto en circunstancias cuestionables, luego ¿por qué no iba a querer la policía hablar con él? Con todo, ¿no debiera haberse mostrado tal vez desconcertado, al menos al ver que un policía lo abordaba en ese momento, habida cuenta del tiempo que había transcurrido desde su muerte? Billy murmuró que sí, claro, por supuesto que iría a la comisaría, allí estaría, desde luego.

—Estupendo —dijo el inspector muy contento, y se marchó a buen paso, por la calle, rumbo al mar, pasando por delante de los dos compañeros de Billy Hunt, a los que guiñó el ojo en un gesto amistoso.

Billy se personó en comisaría a las nueve en punto de la mañana. Apareció vestido con un traje oscuro y una corbata oscura. El inspector supuso que era su ropa de trabajo; el traje estaba desgastado en algunas partes y el cuello de la camisa daba la impresión de que estuviera dado la vuelta. Malos tiempos, supuso, para un viajante de comercio. Quiso tratar de recordar qué productos era los que representaba, y se acordó de que eran material de farmacia, píldoras y pociones y demás, curas caras para dolencias imaginarias. Siempre había demanda de esa clase de sustancias, cómo no, si bien tenía la idea de que Billy Hunt no era ni de lejos el mejor vendedor que el mundo hubiera conocido. Había en él algo que no inspiraba confianza, algo que parecía producirle a él mismo un picor, como si no estuviera del todo cómodo dentro de su propio pellejo, y además tenía una manera llamativa de pasarse el dedo por dentro del cuello de la camisa al mismo tiempo que estiraba el mentón, un gesto que al inspector le recordó a un pollo con garrotillo. Aunque lucía el sol, aún era temprano, y el aire estaba fresco en la sala de recepción, si bien a Billy le brillaba en la cara una fina película de sudor, y tenía colorada la frente y las puntas de las orejas. Las personas de tez muy blanca eran siempre las más difíciles de calar, había descubierto el inspector, por tender a ponerse coloradas incluso cuando no había motivo alguno de sonrojo.

Subieron al atestado despacho del inspector, encajonado bajo un techo de mansarda. Al contrario que en la planta baja, allí sí hacía calor a esas horas, como siempre en verano, mientras que en invierno, cómo no, aquello parecía un congelador. El inspector indicó a Billy una silla de respaldo recto y se sentó detrás de la mesa y le ofreció tabaco; encendió un cigarro y se recostó cómodamente exhalando el humo y contemplando al joven que tenía en frente con ojos benévolos.

—Gracias por venir —le dijo—. Da gusto qué bien se aguanta el buen tiempo, ¿verdad? —Billy Hunt pestañeó y tragó una bocanada de aire haciendo tanto ruido que los dos lo oyeron, uniendo las manos y hundiéndolas entonces entre las rodillas. Había rechazado el cigarro que le ofreció el inspector, pero sacó un encendedor Zippo y se puso a abrir y cerrar la tapa.

—¿No fuma usted? —preguntó Hackett dando muestras de interés.

—Cuando estoy entrenando, no —se guardó el encendedor en el bolsillo.

—Ah —dijo el inspector—. El entrenamiento, claro. Le gusta a usted el deporte, ¿verdad?

Billy bajó la mirada, como si fuera ésta una pregunta que requería una seria consideración antes de responder.

—Me distrae de otras cosas —dijo al fin.

El inspector dejó que pasara otro momento de silencio y entonces reconoció, vagamente, que sí, que para eso sin duda tenía que servir. Se inclinó sobre la mesa, con lo que el sillón rechinó, y desplazó deprisa el cigarro hacia el cenicero que tenía en una esquina de la mesa, echando la ceniza con un movimiento imperceptible.

—Tiene que ser muy duro —dijo el inspector— perder a una esposa y además tan joven, y encima en esas circunstancias.

Billy asintió sin abrir la boca, todavía cabizbajo. En la coronilla tenía un redondel, una calvicie incipiente, cuya piel viraba allí a una tonalidad rosa de bebé.

—¿Era nadadora su esposa?

Billy alzó los ojos sobresaltado.

—¿Nadadora? No lo sé. Yo nunca la vi en el agua.

El inspector se maravilló, tal como a menudo se maravillaba de un tiempo a esta parte y no sin razón, por lo poco y mal que se conocían los integrantes de la joven generación, si es que Billy era de hecho un integrante de la joven generación. ¡Mira que no saber si su propia esposa sabía nadar o no!… El inspector miró con más atención los ojos de Billy Hunt. ¿Fingía esa ignorancia o era genuina? Billy pareció leer sus pensamientos.

—Era una chica de ciudad —dijo con un rastro de hosquedad—. No le gustaba ir a la playa, ni al campo. No le gustaba la naturaleza, nada de eso. Decía que le daba arcadas —sonrió, con lo que sólo consiguió parecer más desarmado—. Siempre bromeaba al decir cuánto le sorprendía haberse casado con un pueblerino.

—¿De dónde es usted?

—De Waterford.

—¿El pueblo o el condado?

—La ciudad.

—Ah, la ciudad, claro, claro. La gran ciudad de Waterford. ¿Tiene familia allí?

—Mi madre y mi padre. Y una hermana casada.

—¿Va a visitarlos con frecuencia?

—De vez en cuando.

—¿Dónde estaba usted la noche en que murió su esposa?

A Billy Hunt se le nubló el entrecejo e hizo un gesto con la cabeza como si no estuviera seguro de haber oído del todo bien.

—¿Cómo dice? —dijo.

—Me estaba preguntando dónde estaba usted la noche en que se ahogó su esposa.

—Estaba… —Billy apartó la mirada, de repente más aturdido y más desamparado que nunca—. Supongo que estaba en casa. No suelo salir mucho, bastante salgo cuando estoy de viaje.

—Así que es usted un hombre hogareño, ¿es eso?

Billy Hunt volvió la cabeza y lo miró con cuidado unos momentos, pero se encontró con que la mirada del inspector era tan acogedora y tan amistosa como siempre.

—Estábamos bien juntos —dijo Billy—, Deirdre y yo. Se lo juro por Dios. A lo mejor no le supe dar suficiente… A lo mejor no le di… Quiero decir que a lo mejor no hubo suficiente de… No sé, de lo que ella necesitara, no sé. Pero yo hice todo lo que pude. Intenté hacerla feliz.

—¿Y lo logró?

—¿Qué?

—¿Diría usted que logró hacerla feliz?

Billy no respondió, y volvió a mirar a un lado, con el mentón encajado en una mueca de resistencia pueril. El inspector quedó a la espera.

—¿Qué cree usted que pudo haber ocurrido aquella noche?

—No lo sé —repuso de un modo casi inaudible.

El policía aplastó el cigarro en el cenicero y se recostó en el sillón, con las manos unidas tras la cabeza grande y cuadrada. Llevaba el último botón de la camisa abierto y la corbata aflojada; los ganchos de cuero de los tirantes parecían un par de dedos torcidos. Paseó la mirada por el techo como si no tuviera ninguna prisa.

—Lo que pasa —dijo— es que llevo un tiempo preguntándome por la extraña forma en que tuvo que haberse producido… el accidente. Ella fue en su coche hasta Dalkey…

—Hasta Sandycove —le corrigió Billy Hunt.

—Hasta Sandycove, eso es. Son carreteras desiertas y más en plena noche. Allí aparcó y echó a caminar en plena oscuridad hasta el final del muelle, donde se quitó toda la ropa y se zambulló en el mar…

Billy volvió a interrumpirle, dijo algo que el inspector no llegó a captar, y hubo de pedirle que lo repitiera. Billy primero carraspeó y luego tosió cubriéndose la boca con el puño.

—Aquello tenía que estar muy oscuro —dijo con la voz espesa—. Incluso en esta época del año, a esas horas…

—Seguro. Oscurísimo. Para dar canguelo a cualquiera, y más a una mujer sola, a la orilla del mar en plena noche. Tenía que ser una mujer muy valiente.

—No había muchas cosas de las que Deirdre tuviera miedo, si es eso lo que quiere decir —dijo él—. Venía de un sitio de donde la gente sale especialmente curtida.

Un silencio ampliado y vago siguió a esta observación. Billy se apretó las manos entre las rodillas, meciéndose un poco de delante atrás, mientras el policía inspeccionaba medio ausente uno de los rincones del techo.

—Usted no cree que fuera un accidente —dijo al fin, manteniendo adrede la apariencia de distracción—. ¿Verdad?

Esta vez, la mirada que le dedicó Billy Hunt le resultó difícil de medir. Contenía algo de sorpresa, desde luego, pero también algo calculado, y algo más, algo hosco, resistente, y el inspector recordó que en el campo de fútbol, la noche anterior, Hunt se había lanzado como si fuera un animal una y otra vez, en la línea de los defensas, para conseguir un gol; se lanzaba ajeno a todo, sin hacer caso de las cargas con el hombro, de las patadas por lo bajo, del silbato del árbitro. En el césped había sido una figura completamente distinta de la imagen de tosco espantajo que daba allí sentado, medio derrumbado en la silla. El inspector había conocido a tipos así en el lugar en que nació, cuando era joven; había visto a tipos así más adelante, cuando estudiaba, y durante el periodo de adiestramiento en la escuela de la Garda, en Tullamore; había tratado con esos tipos desgarbados, a todas luces lentos de reflejos, con una sonrisa caediza, al estilo de John Wayne, y con unos brazos de gorila, que con una sola palabra pasaban de la tolerancia y el buen humor a una cólera asombrosa, cegados por un velo de sangre, liándose a puñetazos con todo lo que se moviera.

La expresión que se le había puesto a Billy no duró más que un segundo. Luego, se apoyó en el respaldo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó.

—Lo que le he dicho: usted no cree que fuera un accidente.

Billy suspiró como si de pronto estuviera fatigado.

—No, supongo que no.

El inspector encendió otro cigarro. Fumó unos momentos en silencio y se puso en pie.

—Hace un calor terrible aquí dentro —musitó, y se volvió con dificultad en el estrecho espacio que le quedaba tras la mesa, abriendo no sin complicaciones la mitad inferior de un ventanuco, con el pitillo colgando de la comisura de los labios. Los pantalones azules del traje, sujetos por los tirantes anchos, los llevaba más subidos por atrás que por delante. Volvió a sentarse y apoyó los codos sobre la mesa, con los dedos unidos formando una cúpula delante de la cara.

—Entonces, si no fue un accidente, ¿qué cree usted que pasó?

Billy Hunt se encogió de hombros. Ahora que estaba encima de la mesa la cuestión de cómo murió Deirdre con todos sus detalles parecía haber perdido de golpe todo el interés que pudiera haber tenido antes. El inspector lo observó con atención.

—Dígame, señor Hunt… Billy… ¿Qué motivos podía tener su esposa para quitarse la vida?

Ante esta pregunta, Hunt agachó la cabeza y levantó la mano con un gesto curiosamente coqueto, casi femenino, para cubrirse con ella los ojos, y cuando tomó la palabra lo hizo con una voz desesperada, llorosa, difícil de entender.

—No sé, no sé, ¿cómo iba yo a saberlo?

—Bueno —dijo el inspector, y la voz de pronto se le afiló como un cuchillo—, ¿cómo iba a saberlo cualquier otra persona mejor que usted?

Billy retiró la mano con la que se apantallaba los ojos. Se había quedado sin fuerza en todo el cuerpo, como si su respaldo esquelético acabara de tener un fallo general.

—¿No se da usted cuenta —dijo con un tono colérico, pero implorante—, no se da cuenta de que ésa es la pregunta que no he dejado de hacerme ni un solo minuto, todos los días, desde el momento en que ocurrió? ¿Quién iba a saberlo mejor que yo? Lo que pasa… Lo malo es que no lo sé —miró con ojos compungidos más allá de la cabeza del inspector, hacia la ventana, hacia los rojos tejados que iluminaba el sol. Por la ventana abierta llegaban tenues, pero nítidos, los sonidos de la calle, los pesados cascos de un caballo, el traqueteo metálico de las carretas; un carro de reparto de Guinness, conjeturó el inspector, que pasaba por el muelle a la orilla del río—. Yo creí que estaba bien —dijo Billy, y de pronto pareció exhausto. Al inspector le llamó la atención que pareciera todo un amasijo de cambios constantes, de bruscas interrupciones, de saltos de temperamento; ¿de qué forma, se preguntó, pudo su esposa apañárselas con él?—. Yo creí que era feliz, o que al menos estaba contenta, o que no estaba descontenta, vaya —dijo Billy—. Tuvimos nuestros altibajos, como todo el mundo. Tuvimos discusiones, riñas… Cuando se enfadaba la verdad es que daba miedo, era como una gata salvaje. Yo le decía… le decía que a una mujer te la puedes llevar de las Mansiones de Lourdes, pero todo lo que se le haya pegado en las Mansiones de Lourdes nunca se lo podrás quitar a esa mujer. Y eso la enfurecía —sonrió al acordarse—. Y después de la trifulca terminaba llorando, terminaba sollozando en mi hombro, temblando de los pies a la cabeza, diciéndome cuánto lo sentía, pidiéndome casi de rodillas que la perdonase —regresó él de su pasado y se concentró en el rostro alargado y plano del inspector Hackett, en sus ojos castaños, siempre entretenidos, siempre amistosos—. Quizás es que no era feliz, yo no lo sé. ¿La gente se pelea y se pone a chillar de esa manera y luego llora hasta que se le sale el corazón por la boca cuando es feliz? —de repente se abalanzó sobre la mesa y tomó un cigarro del paquete del inspector. Buscó en el bolsillo el mechero, pero el inspector ya había prendido una cerilla que le acercó a la cara. Billy era un fumador nervioso, que inhalaba rápidas bocanadas de humo, exhalándolas con su misma respiración, como si estuviera exasperado—. No lo sé —dijo—, la verdad es que no sé qué pensar, se lo juro por Dios que no lo sé.

El inspector se arrellanó en el sillón y puso los pies sobre la mesa, uniendo las manos sobre la panza.

—Hábleme de ella —le dijo.

—¿Y qué quiere que le diga? —le espetó Billy Hunt con petulancia—. ¿No le he dicho ya lo suficiente?

El inspector permaneció impertérrito.

—Sí, pero cuénteme qué vida llevaba. ¿Qué amistades tenía?

—¿Amistades? —a punto estuvo de echarse a reír—. A Deirdre no le iban las amistades.

—¿No? No me diga… Seguro que había alguna mujer de su misma edad, alguna mujer con la que hablase, en la que confiase. Todavía no he conocido yo a una mujer que no necesite a alguien a quien confiarle sus secretos.

Aunque apenas había empezado a fumarlo, Billy Hunt en ese momento aplastó el cigarro con un gesto de rabia en el cenicero.

—Deirdre no era de ésas. Era una solitaria, como yo. Supongo que eso es lo que vimos el uno en el otro.

—Y me dice usted que rara vez salía de casa. Ninguno de los dos salía apenas. ¿Es así?

Billy Hunt hizo un sardónico gesto de asentimiento y se volvió a un lado como si estuviera a punto de escupir.

—Oh, claro que salía, por supuesto —se calló como si acabara de comprender que había hablado más de la cuenta. El inspector, al percibir que el otro había contestado con precaución, decidió esperar.

—Pero era una mujer hogareña, según dice usted —dijo.

—No, yo no he dicho eso. Eso es lo que ha dicho usted que soy yo.

—¿Sí? Ah, se ve que empiezo a ser olvidadizo. Deben de ser los años, que me van pasando factura —se introdujo un dedo con delicadeza en el oído derecho y lo removió, y lo extrajo entonces examinándolo para ver qué se le había alojado bajo la uña—. ¿Y adónde iba cuando salía por ahí?

Billy no le quiso mirar a los ojos.

—No lo sé.

—¿Era cuando usted estaba fuera, de viaje?

—¿Que si era el qué cuando yo estaba de viaje?

—Quiero decir que si salía entonces.

—No sé qué es lo que hacía cuando yo estaba trabajando, de viaje —hizo una mueca como si hubiera sentido una puñalada de dolor—. Y ahora tampoco quiero saberlo.

—¿Y a quién piensa usted que veía cuando salía por ahí?

—No me lo dijo.

—¿Y usted no insistió en que se lo dijera?

—A Deirdre no se le insistía. No era una persona a la que se pudiera insistir, ni presionar. Todo lo que así se podría sacar en claro de ella era un muro de silencio, o una respuesta malhumorada, para que se la dejara en paz. Era muy suya.

—Pero a usted sin duda tuvo que extrañarle… Quiero decir, seguro que tuvo curiosidad por saber con quién salía. Supongo que salía de noche. ¿Era de noche cuando salía?

—No siempre. A veces desaparecía durante la tarde entera. Había un médico o algo así al que iba a ver a veces.

—Vaya, no me diga…

—Extranjero. Indio, me parece.

—Un médico indio.

—Y luego estaba esa otra pieza de cuidado, claro está. Su «socio» —pronunció la última palabra como si destilara veneno.

El inspector había comenzado a canturrear de forma apenas audible, para el cuello de su camisa. Sonaba como si hubiera una abeja atrapada en el despacho, tal vez dentro de un cajón, o en un armario.

—¿Y quién era ese socio? —le preguntó. Quirke le había dicho el nombre, pero lo había olvidado; de todos modos, quería oírselo decir a Billy.

—Un tipo llamado White. Inglés, tengo entendido. Llevaba una peluquería que al final quebró. Fue él quien puso a Deirdre al frente del salón de belleza. El local era suyo, él la ayudó a montar el negocio. Algo debió de pasar allí entonces. Supongo que se le acabó la pasta.

—¿Qué clase de ayuda le prestó a Deirdre?

—¿Qué?

—Ha dicho usted que la ayudó a instalar el negocio. ¿Adelantó él los fondos?

—No lo sé. No estoy seguro. Debía de tener dinero de alguna parte para poner la cosa en marcha. A lo mejor su esposa arrimó el hombro, ella tiene un negocio propio. Pero Deirdre tampoco pudo necesitar demasiada ayuda. Tenía la cabeza bien puesta sobre los hombros, ya lo creo.

—¿Ella también tenía un capital, como la esposa de ese individuo?

—No, no tenía dinero de verdad. Pero nos iban bien las cosas entre lo que juntábamos los dos —se paró a meditar, se le notaba el temblor de un músculo en la mandíbula—. Yo pensé que podría haberme metido en algo con ella, haber dejado de viajar, poner en marcha un negocio entre los dos, pero entonces apareció White. Supongo que estaba un poco encandilada con él, con su acento de clase alta y todo eso.

—¿Y usted no tuvo celos?

Se paró a pensar.

—Supongo que sí. Pero ese tipo era… era tan… tan mosquita muerta, ya sabe. Siempre pensé que era un poco marica, la verdad. Claro que con las mujeres nunca se sabe.

—Muy cierto.

Billy Hunt volvió a mirar a fondo al policía, como si sospechara que se estaba burlando de él; el inspector le devolvió la mirada con blandura, sin alterarse.

—Si yo hubiera pensado —dijo Billy Hunt con un tono extraño, apagado, distante—, si yo hubiera pensado que fue él quien le empujó a hacer lo que hizo, yo… No quiero ni pensarlo —se le apagó del todo la voz, como si no le alcanzase la imaginación a seguir.

El inspector, con la cabeza ladeada —a hacer lo que hizo—, lo estudió con aire pensativo.

—¿Diría usted que ella tal vez estaba enamorada de él?

Billy Hunt volvió a cubrirse los ojos con la mano, más por agotamiento que por intranquilidad, por lo que al inspector le pareció, y lentamente negó con un gesto.

—Que yo sepa, Deirdre no amaba a nadie. Sé que es duro decirlo, pero lo he pensado a fondo en estas dos últimas semanas y creo que es la verdad. No se lo tengo en cuenta. Lo único que pasa es que el amor no formaba parte de su naturaleza. O quizás al principio sí estuviera en ella, sólo que desapareció de su ser. Si hubiera usted conocido a su padre, sabría qué quiero decir.

—Desde luego —dijo el inspector—. La vida es dura, y para unos más que para otros —se puso en pie con brusquedad y le tendió la mano—. No quisiera aprovecharme más de su tiempo. Seguro que tiene usted cosas que hacer. Que tenga un buen día, señor Hunt.

Desprevenido, Billy Hunt se levantó despacio, y despacio estrechó la mano que le tendía el otro. Murmuró algo y se dirigió a la puerta. El inspector permaneció tras su mesa, inexpresivo, pero cuando Billy ya había abierto la puerta le dijo:

—Por cierto, ese médico al que solía visitar Deirdre, ¿sabe usted cómo se llama?

—Kreutz —repuso Billy. Y lo deletreó.

—No suena a indio.

Billy lo miró como si no se le hubiera ocurrido tal cosa. Pero no respondió nada, se limitó a asentir antes de tomar la puerta, salir y cerrarla sin hacer ruido. Durante un momento el inspector permaneció de pie, inmóvil, y luego se sentó despacio. Sacó un lápiz de una taza desportillada que tenía sobre la mesa y con la caligrafía redonda y adornada que no había cambiado un ápice desde que era colegial anotó el nombre al dorso de un sobre de papel manila: Kreutz.