Leslie White había dado a Phoebe un número de teléfono en el que podía contactar con él cuando quisiera, cosa que esperaba —de todo corazón, según le había dicho— que hiciera, y que hiciera a ser posible pronto. Y ella fue la primera en sorprenderse cuando lo hizo. Sabía que de él no podía esperar otra cosa que complicaciones. Pero tal vez las complicaciones eran justo lo que deseaba. Cuando él contestó a la llamada y ella le dijo quién era, no pareció ni mucho menos sorprendido. Ella supuso que a él nunca se le había pasado por la cabeza que no fuera a llamarle, por algo era Leslie White nada menos, el de las sienes plateadas. Estaba en un alojamiento provisional, le dijo, debido a un contratiempo en el frente doméstico. Le dijo que su mujer lo había echado de casa, aunque no especificó las razones. A ella le agradó su franqueza. Supuso que se debía a que era inglés. Ningún irlandés, estaba segurísima, admitiría nunca tan a la ligera, con tanta alegría casi, que su mujer lo había echado a patadas del hogar conyugal. Cuando ella se lo dijo él fingió sorprenderse e incluso sentirse fascinado, como si ella le acabase de entregar una valiosa porción de sabiduría antropológica. Era uno de sus trucos, hacer todo un espectáculo a partir del asombro y del interés ante las observaciones más mundanas —«¡Caramba, pero eso es pasmoso!»— y, aun cuando sabía que era un truco, a ella le gustó. Le encandilaba su ánimo juvenil, o su fingimiento. Tenía un repertorio de exclamaciones —joroba, caramba, córcholis— que ella suponía tomadas de los libros de Billy Bunter o de alguna fuente semejante, puesto que esas interjecciones y su manera de lanzarlas al aire como si tal cosa eran material de la vida en los internados buenos, en los colegios privados, y Leslie White, de esto estaba convencida, nunca había visto el interior ni, posiblemente, tampoco el exterior de una de esas instituciones.
La llevó a tomar el té al Grafton Café, encima de la sala de cine. Encontraron una mesa junto a la ventana, con vistas a Grafton Street. Era sábado y la calle estaba llena de gente que había salido de compras. Tras las tormentas del día anterior volvió el buen tiempo, y debajo de donde se encontraban el sol proyectaba sombras de tinta con las marquesinas de las tiendas. Leslie vestía un traje de pana marrón claro y llevaba unos zapatos de ante, además de un pañuelo plateado en el bolsillo de la chaqueta, a juego con el pañuelo plateado con que se abrigaba el cuello y, por supuesto, su cabello plateado. Qué manera de admirarse, pensó ella, no sin que le hiciera gracia. Es tanto el amor propio que se tiene que dan ganas de tomarle cariño. Le sorprendió estar allí con él. De sobra sabía que era precisamente aquello contra lo cual las monjas de su internado le habían avisado, una mala compañía, y las malas compañías, como la suya, eran sin duda «ocasión de pecar». Lo cierto es que no sabía muy bien por qué le había llamado, eso de entrada. No tenía por costumbre llamar a hombres a los que casi no conocía de nada, pero es que ni siquiera tenía por costumbre llamar a ningún hombre, y los hombres no la llamaban a ella por teléfono, al menos los hombres pertenecientes al tipo al que tan evidentemente correspondía Leslie White.
Fumó un cigarrillo mirando a la calle. Se dio cuenta de que él la estaba estudiando.
—¿Siempre vistes de negro? —le preguntó.
—Pues… no sé. ¿Siempre voy de negro? En el comercio es obligatorio, y supongo que he tomado el hábito sin darme cuenta.
Él se echó a reír.
—Hábito es la palabra exacta, sí.
Ella enarcó una ceja.
—¿A ti te parece que tengo pinta de monja?
—Eh, yo no he dicho eso.
—Me temo que no tengo demasiado interés por la ropa.
Él sonrió para sí, como si hubiera sido una broma en clave.
—Espero que no te importe si te lo digo, pero tampoco pareces la típica dependienta. Y no hablas como suelen hablar las dependientas.
—¿No me digas? En ese caso, ¿qué pinta tengo? ¿Y cómo te parece que hablo?
—Mmm… A ver, déjame que piense —ladeó la cabeza y entornó los ojos para mirarla de hito en hito, de los pies a la cabeza. Ella aguantó el escrutinio sin inmutarse. Llevaba una falda negra y una chaqueta negra, con un cárdigan; su único adorno era un collar de perlas, de una sola vuelta, que había sido de su madre, esto es, de Sarah. No tenía la menor duda de que a Leslie White le agradaría saber —«¡Cáspita, ya me lo estaba pareciendo!»— que las perlas eran genuinas, y bastante valiosas. Seguía mirándola de arriba abajo y pasándose una mano con un gesto juicioso por el canto de la mandíbula—. Yo diría que eres… —dijo—, una señorita muy bien educada y muy atildada.
—¿Es que no pueden ser atildadas las dependientas?
—No lo son las que yo conozco, querida. ¿Se puede saber por qué vives a lo pobre?
Dicho por cualquier otra persona, el comentario podría haber resultado ofensivo, y ella se dio cuenta de que había intentado provocarla, sólo que no se lo tomó en serio; a él no podía tomárselo en serio; no podía dejarse provocar, ni ofenderse, por nada de lo que él le dijera. Volvió la cabeza y lo miró de lleno a la cara. Era su turno de hacer preguntas:
—¿Por qué está tu mujer tan enfadada contigo?
La miró durante un segundo antes de echarse a reír.
—Me temo que le he dado motivos.
—¿Y fue Laura Swan parte de los motivos?
Se enderezó muy despacio en la silla, desenroscando su cuerpo alargado, delgado, y ella creyó que estaba a punto de levantarse y marchar sin añadir palabra. Por el contrario, carraspeó y alcanzó la pitillera de Phoebe, que estaba sobre la mesa, abriéndola para servirse un cigarrillo que prendió con su encendedor. Había fruncido el ceño. Ella reparó en la afectación con que sujetaba el cigarro entre el dedo corazón y el anular de la mano izquierda.
—Tú eres una chica valiente, ¿no? —dijo.
—¿No lo son las dependientas?
Él fingió un espasmo de dolor y sonrió con agudeza.
—Touché.
La camarera esperaba allí cerca. Leslie preguntó a Phoebe si le apetecía alguna cosa más, pero ella dijo que no, y se agachó y rebuscó en el bolso para encontrar el monedero.
—Permíteme —dijo él, con la cartera en la mano.
—¡No! —le salió la negativa con demasiada vehemencia, tanto que él pestañeó—. No —repitió con más cortesía—, de veras, me gustaría… Quiero invitar yo.
—Vaya, pues gracias.
Pasó una moneda a la camarera y le indicó que se quedase con las vueltas. Se levantaron de la mesa. Ella fue consciente de que se encontraba en ese momento delicado en el que era preciso tomar una decisión. Si se despidieran en ese momento, supo que nunca más volvería a verlo y no porque no quisiera, no porque sintiera indiferencia por él, sino de acuerdo con una convención no expresada, y sin embargo de férrea aplicación. No le miró, se ajetreó en guardar el monedero.
—¿Te apetece —le preguntó— dar un paseo conmigo?
Pasearon por el perímetro de St. Stephen’s Green. Les llegaba la fragancia de los arriates de flores desde dentro del parque y, desde más cerca, el olor penetrante, casi animal, del seto de aligustre sobre el que el sol caía a plomo. Las pequeñas hojas de los arbustos que se apiñaban tras la verja del parque eran de un intenso verde botella, y cada una de las hojas daba la impresión de haber sido individual y amorosamente abrillantada a mano. A veces, la belleza de las cosas, de las cosas más normales, de las flores que no alcanzaba a ver, de ese follaje bruñido, de la luz del sol que adquiría el color de la miel en el sendero, a sus pies, se le imponía con urgencia al tiempo que las propias cosas que la provocaban parecían reservarse, quedar a cierta distancia, como si mediara entre el mundo y ella una barrera invisible. Veía, percibía los olores, notaba el tacto, oía, pero de algún modo apenas llegaba a sentir nada.
Leslie, que debía de llevar algún tiempo sumido en sus meditaciones, tomó la palabra de pronto.
—Sí, me temo que Laura era en efecto la gran complicación, o al menos una parte importante de la gran complicación —respiró hondo y el aliento inspirado le sonó cortante entre los dientes, como si acabara de encajar una racha de viento helado. Caminaba con las manos en los bolsillos. Tenía la forma de andar que tan propia es de muchos hombres altos y delgados, con los hombros caídos, echados atrás, y la pelvis adelantada; a ella le gustaba ese paso sinuoso, deshuesado—. Ése no era su verdadero nombre, no sé si lo sabes —dijo, y pareció un tanto agraviado, a la par que ansioso de exponer una pequeña muestra de un fraude—. No era sino una invención. Su verdadero nombre era Deirdre Hunt.
—Ya.
—Ah… ¿lo sabías? —ella asintió—. Sí, es natural —dijo, y pareció más agraviado que nunca—, y también sabías que estaba casada, ahora que me acuerdo. Con un tipo llamado Billy. Pobre hombre.
—¿Por qué Laura Swan?
—¿Te refieres al nombre? Ah, no fue más que una tontería. Yo le dije que tenía cara de llamarse Laura, sabe Dios por qué, si hasta hay cientos de Lauras que no parecen llamarse Laura ni por asomo. Y ella decidió que eso era justo lo que necesitaba.
—¿Y Swan?
Él hizo un ruido que pudo haber sido una risita.
—Es que ella dijo que yo parecía un cisne. Por mi pelo o algo así, no sé bien.
—Ah —dijo ella—, ahora entiendo: el Silver Swan, el cisne plateado.
—Como te digo, una bobada como la copa de un pino —llegaron a la esquina y cruzaron por Harcourt Street—. Todavía me sonrojo cuando lo pienso.
Estaban en el portal de la casa y ella se detuvo. Él la miró con cara de interrogación.
—Vivo aquí —dijo ella.
Él se dio un aire alicaído.
—Vaya, pues no ha sido un gran paseo.
Ella se precipitó para no perder en ese momento el aplomo.
—¿Quieres subir? —Tiene una mujer que lo ha echado de casa, se dijo pasmada, y una amante que se quitó la vida, y yo le estoy invitando a entrar en mi vida. Señaló arriba—. Mi piso es ahí arriba —¿Y cuál de los dos es la araña, digo yo, y cuál es la mosca?
Habían subido las escaleras y estaba ella cerrando la puerta que acababan de atravesar cuando él la rodeó con el brazo por la cintura y la atrajo hacia sí y la besó. Notó el aliento que a él le salió por la nariz, lo notó como el roce de una pluma en la mejilla. Los dos seguramente olemos a Nube de Paso, pensó. Le pareció que él era al mismo tiempo tímido, inseguro, e insistente; la abrazó con tal ligereza que su brazo podía haber sido un muelle equilibrado con toda delicadeza, a punto de soltarla en cuanto acusara la más mínima presión de resistencia, si bien era un muelle de acero. Su manera de besarla era soñadora, casi distraída, ausente. Pensó que tarareaba algo desde el fondo de la garganta. El abrazo no duró más de uno o dos segundos, momento en el cual se alejó de ella con una especie de reverencia, como un bailarín que girase con languidez al apartarse para dibujar una o dos figuras por su cuenta. Se adelantó en el piso por delante de ella y en ese momento sí tarareaba, sin duda, y se detuvo en el centro del cuarto de estar y miró en derredor.
—Esto está muy bien —dijo—. Un pelín espartano, pero está muy bien —se volvió y le sonrió echando atrás la cabeza. El beso tal vez no había tenido lugar… ¿Lo habría imaginado ella?
Le ofreció algo de beber. Tenía una botella de ginebra en alguna parte, dijo, pero no había tónica ni hielo.
—Es que no tengo nevera.
Él dijo que la ginebra a palo seco estaba estupenda. Ella esperó un instante mirando al suelo; algo se le había soliviantado en la boca del estómago. Y se volvió y fue a la cocina. Allí sola, se llevó los dedos con cautela a los labios. Notaba en los oídos el latir del corazón, un apagado tun-tun, tun-tun, como algún idiota que anduviera por un campo embarrado con unas grandes botas de goma. ¡Qué idiota, qué boba estaba siendo! La ginebra estaba al fondo del armario de arriba, y tuvo que subirse a una silla para alcanzarla, y pensó que se iba a caer, de tan mareada como estaba. Le oyó en el cuarto de estar, canturreando muy bajito, para él solo: Disfrútalo, es más tarde de lo que parece…
Tomó dos vasos y los repasó con un trapo. ¿Y si lo hizo él?, susurró audiblemente para ella sola. ¿Y si él la empujó al mar? En las tripas se había amansado la tormenta, y ahora notaba un fuego bajo, enconado. Temblorosa, sirvió dos vasos de ginebra que colmó por pura inadvertencia y los llevó a la sala de estar.
Él estaba de pie junto al aparador, con las manos en los bolsillos, algo inclinado, escudriñando la fotografía del marco de carey, Mal y Sarah en el día de su boda.
—¿Tus padres? —le preguntó. Ella asintió. Colocó los vasos en el aparador, junto a la foto, y se alejó de él, hasta quedarse pegada a la ventana, mirando abajo, a la calle, sin ver nada. Le oyó tomar un vaso y dar un sorbo y resollar—. Recórcholis —dijo—, sabe fuerte cuando la tomas así, ¿verdad?
Cambió de lugar y en un instante se hallaba a su lado. Con qué silencio se había desplazado, con qué sigilo. En la calle, la quietud del sábado estaba tendida entre las casas de ambos lados como una red de gasa. Había vuelto a canturrear para el cuello de su camisa. Disfrútalo, ahora que aún puedes… Inspiró con fuerza.
—Déjame que adivine —dijo—: Ya no están entre nosotros. Tu padre y tu madre.
—Sarah ha muerto. Mal sigue vivo —lo dijo sin énfasis.
—Sarah y Mal. Mal y Sarah. Tiene gracia, ¿verdad?, qué bien suenan dos nombres cuando se ponen juntos. Quiero decir que es de lo más natural, como si fuesen una fórmula, cuando en realidad no son más que… ¿nombres? Romeo y Julieta. Fortnum y Mason. Mutt y Jeff —apenas hizo una pausa entre uno y otro—. ¿La echas de menos?
—¿Si echo de menos a quién?
—A Sarah. A tu madre.
—¿Tú echas de menos a Laura Swan?
No supo por qué se lo había dicho, ni menos por qué lo dijo con tanta aspereza. ¿Fue en cierto modo porque él la había besado? Tal vez fuera porque no la había vuelto a besar, o porque estaba conduciéndose como si nunca la hubiera besado. Tenía un torbellino en la cabeza. No estaba acostumbrada a tales situaciones, no sabía qué hacer en ese momento, cómo comportarse. Alguien tendría que haberle enseñado, alguien tendría que haberle aconsejado, aunque… ¿quién? ¿Quién, en verdad, había estado alguna vez a su lado?
Él estaba sopesando la pregunta que le había formulado. Por un instante olvidó qué le había preguntado… Sí, por Laura Swan, eso era. No pareció en modo alguno molesto.
—La verdad es que no he tenido tiempo de pensarlo —dijo al fin—. Oh, es decir… claro que la echo de menos, faltaría más —dio un trago largo de ginebra y torció el gesto y chasqueó los labios—. No me cabe duda de que cualquier noche de éstas me desvelaré y derramaré cubos llenos de lágrimas, pero hasta la fecha no me ha salido ni una sola. Será el trauma, ¿no te parece? —la miraba de soslayo, casi risueño, con un ligero y aparente temblor en la punta de la nariz ganchuda.
—Sí —dijo ella con toda la sequedad de que fue capaz—. Es el trauma, seguro.
Él no hizo caso del sarcasmo.
—Eso es lo que pienso yo —dejó el vaso en el banco, bajo la ventana, y unió las manos a la espalda volviéndose hacia ella a la vez que adoptaba un rostro tan grave y tan untuoso como el de un buen mozo de la época victoriana, a punto de pedir la mano de una hija en matrimonio—. ¿Te quieres acostar conmigo? —le propuso.
Se sentó de nuevo en el banco, bajo la ventana abierta, envuelta en la bata del dragón que había sido de Sarah. Tocaba a su fin la velada veraniega y la escasa luz diurna que aún restaba era un resplandor oro oscuro sobre los techos de las casas de enfrente. Antes, no supo qué hacer, ni qué pensar, y ahora, después, seguía sin saberlo. Había llegado a un punto muerto en medio del aire, caminando en la cuerda floja, y fue durante unos instantes incapaz de seguir adelante o de volver atrás. El vaso de ginebra de Leslie White estaba vacío a su lado, en el banco. Lo miró con el ceño fruncido. Sólo era la segunda vez en su vida en que un hombre se había introducido en ella. La primera vez fue contra su voluntad, con violencia, con una navaja en la garganta. Leslie White también había sido violento con ella, pero de una manera diferente. Lo que más le asombró fue la aparente indefensión de su necesidad; podría haber tenido a sus pechos a un niño chico, sólo que grotescamente engrandecido, codicioso. ¿Era así como se suponía que era el acto? No tenía forma de saberlo. Cuando terminó, él estuvo igual que antes, liviano, juguetón, aunque de una manera un tanto amenazante, como si no hubiera ocurrido entre ellos nada en absoluto, o nada que tuviera una gran importancia de todos modos. Para ella, todo estaba cambiado, transformado hasta un punto situado más allá de todo reconocimiento. Miró el cielo del anochecer y la luz en las fachadas de las otras casas como si nunca hubiera visto una cosa así, como si el mundo se hubiera tornado irreconocible.
Tomó el vaso de Leslie White y se lo llevó a los labios, rozando el lugar que habían tocado sus labios.
La sobresaltó y la despertó de su ensueño la súbita sensación de que alguien la estaba mirando. Miró bruscamente a la calle. Había un viejo con un perrillo que sujetaba con una correa; una pareja paseaba cogida del brazo; un viejo mendigo rebuscaba entre los contenidos de un cubo de basura, junto a la parada del autobús. Y sin embargo estaba segura de que alguien había estado un segundo antes, en la acera, mirándola a ella, enmarcada por la ventana. Creyó que incluso le había visto por el rabillo del ojo, sin verle del todo, sin registrar su presencia, o no al menos mientras estuvo allí, un hombre que llevaba un… ¿Cómo vestía? Se le había escapado, no lo sabía. Había sido tan sólo una presencia inapreciable, la sombra de una sombra. ¿Y adónde había ido, si es que alguna vez estuvo allí? ¿Cómo se había escabullido con tanta rapidez? Se dijo que lo había imaginado, que había visto visiones. La luz del anochecer a veces jugaba esas pasadas, conjuraba fantasmas. Se levantó del asiento al fin; cerró la ventana y fue al dormitorio a vestirse.
En los días que siguieron tuvo de nuevo la sensación de ser observada, de que alguien la seguía. Siempre era algo inesperado, siempre algo difuso, si bien no lograba despojarse de la cada vez más intensa convicción de que estaba siendo objeto de un urgente interés por parte de alguien. Una vez, en la tienda, creyó que había alguien allí fuera y que la estaba mirando, y cuando acudió al escaparate le pareció entrever una figura que se largaba a toda velocidad. Sin embargo, cuando acudió a la puerta y miró a un lado y otro de la calle no había nadie a la vista, nadie que recordase a la figura que creyó sorprender por el escaparate. Un día, a la hora de comer, iba caminando por el Green cuando de pronto tuvo la muy fuerte sensación de que entre los que paseaban entre los arriates de flores o estaban tumbados en la hierba se encontraba uno que en secreto la observaba. Hizo un alto a la altura del quiosco de la música, donde tocaba la banda del Ejército, y revisó los rostros de los presentes, por ver de captar unos ojos que en secreto la estuvieran mirando, pero no dio con nadie. De nuevo intentó convencerse de que estaba siendo víctima de una percepción ilusoria y disuadirse de que alguien la seguía. ¿Quién iba a estar observándola, y por qué? Luego llegó la noche en que, al llegar a su casa después de haber ido al cine, se encontró el cuerpo derrumbado en los escalones de la entrada, y tuvo flojera en las rodillas y el corazón pareció parársele un instante, antes de seguir latiendo de un modo enfermizo, como si lo tuviera sujeto al cabo de una goma elástica.