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No sabía bien qué pretendía del doctor Kreutz, ni qué esperaba de él; en realidad, no estaba segura de que pudiera esperar nada. Al principio le complació —le entusiasmó— que tan sólo se hubiera fijado en ella. Era verdad que mucha gente se fijaba en ella, en especial los hombres, pero la manera que tuvo el Doctor de fijarse en ella fue única al menos en su experiencia. No parecía que hubiera reparado en ella, ni que ella le interesara por su físico, ni por lo que tal vez pensara que podía persuadirla a hacer por él. Mucho tiempo pasó antes incluso de que la tocara, y cuando lo hizo fue con una forma especial de tocarla. Y fue extraño, porque ella tampoco tuvo nunca recelos de él, tal como había aprendido a recelar de otros hombres. Oh, desde luego que era atractivo —era el ser humano más atractivo, más exquisito que se hubiera encontrado ella en la vida—, pero cuando pensaba en él no lo imaginaba en el acto de besarla, de estrecharla en sus brazos, ni nada de eso. No era ése el tipo de atractivo que tenía para ella. Lo más semejante que alcanzaba a pensar era el modo en que, cuando era jovencita, se sentía a veces al ponerse a pensar en un actor de cine. Pasaba las matinés en las localidades más baratas del gallinero con las palmas de las manos unidas una con la otra y oprimidas entre los muslos, en una actitud de oración invertida, se le ocurrió de pronto, aunque desde luego no era a Dios a quien así rezaba, y alzaba la cara hacia las imágenes titilantes, entre negro y plata, de John Gilbert o de Leslie Howard o del actor que interpretaba al Zorro en los seriales cinematográficos de entregas semanales, como si alguno de ellos pudiera de pronto salir de la pantalla e inclinarse hacia ella para besarla con suavidad y rapidez en los labios, con alegría, antes de volver a la acción que allí se desarrollaba. Así había de ser con el doctor Kreutz, de eso estaba ella convencida: había de ser ese gesto mágico y luminoso, de ternura infinita, con que se inclinara, cuando llegara el momento en que a él le pareciera oportuno manifestarle cuáles eran sus verdaderos sentimientos para con ella.

Obviamente, él no había intentado nada con ella, ni siquiera le había hecho una insinuación, cosa que los hombres terminaban siempre por hacer tarde o temprano. No, en el doctor Kreutz no había nada de eso.

Quiso enseñarle más cosas sobre el sufismo, y le dio libros y folletos para que los leyera, sólo que a ella se le hizo muy arduo de aprender. De entrada, eran demasiados los nombres, la mayor parte de los cuales se le antojaba sencillamente impronunciable, con lo cual no terminaba de salir de su confusión; la mitad se llamaban Ibn no sé qué e Ibn no sé cuántos, si bien él le explicó que eso sólo quería decir «hijo de», a pesar de lo cual no daba una a derechas. Y las enseñanzas de aquellos sabios a ella no le pareció que fueran nada sabias. Estaban demasiado seguros de sí mismos, convencidos de que iban por el mundo dispensando la mayor de las sabidurías posibles, pero la mayor parte de las cosas que decían a ella se le antojaban evidentes, e incluso pura tontería. «Nunca he visto que un hombre se perdiera si iba por un camino recto», o bien «Si no aguantas un aguijonazo, no metas el dedo en un nido de escorpiones», e incluso «Lo que tal vez te parezcan unos arbustos puede bien ser el lugar en que acecha el leopardo»… ¿Qué había de inteligente, qué era lo profundo en tales pronunciamientos? No eran en realidad tan distintos de las cosas que su padre y sus amigotes se decían unos a otros en el pub cualquier sábado por la tarde, encorvados sobre sus pintas de cerveza, en la barra, con la radio al fondo y alguien que hacía el crucigrama del periódico para pasar el rato. «Sabio es el niño que conoce a su padre», o «Hay varias formas de despellejar a un gato», o «Es un largo camino y no tiene vuelta atrás».

Sin embargo, había una sentencia que dijo uno de tantos Ibn lo que fuese y que era incontrovertible, como bien pudo ella confirmar compungida tras todas aquellas deslumbrantes charlas que le dio el doctor Kreutz, y que era una definición del propio sufismo, calificado de «verdad sin forma». En honor a la justicia, eso era lo que le repetía el doctor Kreutz una y otra vez; eso, o alguna versión de lo mismo. «Mi querida joven —le dijo un día, muy al principio de trabar relación con él—, no debes pedir respuestas, ni hechos, ni dogmas, como los que dicen vuestros sacerdotes que son aquello en lo que habéis de creer. Ser sufí es estar siempre en camino, sin contar nunca con llegar. El viaje lo es todo». Desde luego, era sin duda verdad que en esa religión, si es que era una religión, era importante el hecho de moverse sin más: los sufíes no parecían quedarse nunca quietos en un mismo lugar más de un día o dos, pues de inmediato reanudaban sus viajes incesantes. Ella dio en suponer que se debía a que todo aquello transcurría en países calurosos, en parajes desérticos, en donde había nómadas —ésa fue una nueva palabra, que aprendió con el doctor Kreutz— que por pura necesidad estaban siempre en marcha, en busca de agua y de comida y de parajes en los que sus camellos y sus asnos pudieran pastar. No lograba superar del todo el asombro que le producía el hecho de formar parte de un mundo tan distinto de todo lo que había conocido hasta el momento. Y es que formaba parte de todo ello, aun cuando todavía no fuera la conversa del todo convencida que el doctor Kreutz ya creía que era.

Iba a verle sobre todo los miércoles por la tarde y algunas veces también los fines de semana cuando Billy estaba fuera, de viaje. Cuando estaba ocupado con un cliente —nunca llamaba pacientes a las personas que trataba—, quitaba el cuenco de cobre de la mesa y lo colocaba en el alféizar de la ventana, para indicarle sólo a ella que estaba ocupado con alguien. Entonces dejaba ella que pasara el tiempo yendo de un lado a otro por Adelaide Road, hasta que por fin veía marcharse al cliente. A medida que fue pasando el invierno se hizo amiga del hombre que vigilaba la entrada del Hospital de Oftalmología y Afecciones del Oído, y si llovía, o si hacía mucho frío, él la invitaba a guarecerse en su garita, hecha de madera recubierta de creosota, donde olía a una mezcla de desinfectante y linimento Sloan. Le dijo que era el señor Tubridy, un nombre que a ella le hacía gracia aun sin saber muy bien por qué, quitando que era un hombre bajito y rechoncho, carirredondo, calvo, con unas cuantas hebras de cabello largo y aceitoso y lacio, repeinado, con las que pretendía cubrirse la coronilla. Tenía una estufa de parafina y fumaba cigarros de marca Woodbine, además de leer los periódicos de Inglaterra, el People o el Daily Mail, de los cuales le contaba a ella las historias más jugosas. Le hacía a veces una taza de té y ella a veces probó uno de sus cigarros, aunque no era fumadora. En aquella garita, sentada frente a la estufa, con el abrigo muy ceñido al cuerpo, tenía la sensación de haber regresado a su infancia, aunque no a su verdadera infancia, a la que transcurrió en los Bloques, sino a una época de comodidad doméstica, de seguridad y recogimiento, que ella nunca había conocido y que sin embargo le resultaba familiar, una infancia de ensueño. Luego salía y recorría la calle para acercarse a ver si el cuenco de cobre seguía en el alféizar, y si ya no estaba allí abría la cancela de hierro y llamaba a la puerta del sótano e ingresaba en ese otro mundo, tan exótico como ordinario era el mundo de la garita.

El doctor Kreutz nunca le hablaba de sus clientes. Todos eran mujeres, al menos por lo que ella llegó a ver. Eso no le sorprendió: ¿qué hombre iba a consultar con un sanador espiritual? Ansiaba saber algo acerca de aquellas mujeres, pero no se atrevía a preguntar. Supuso que debían de ser ricas, o gozar al menos de una posición desahogada; más de una vez, al llegar nada más irse una de sus clientas, el doctor Kreutz estaba guardando el dinero en la caja fuerte que tenía en un armario cerrado, en el pasillo, donde ella vio muchos billetes de cinco y de diez e incluso de veinte libras, billetes que él colocaba encima de los gruesos fajos que ya estaban amontonados en la caja fuerte.

A veces, las clientas dejaban algún rastro de su presencia, un guante olvidado, o un fular, o tal vez sólo una vaharada de perfume caro. Qué ganas tenía de conocer a alguna de ellas.

Y un día, cuando salió de la garita del señor Tubridy, llegó a tiempo de ver a una clienta que se marchaba de la consulta, y sin darse cuenta de lo que estaba haciendo comenzó a seguirla. La clienta era una mujer de constitución esbelta, de cabello oscuro, cuarenta y tantos años, que vestía ropa cara, un traje azul medianoche de chaqueta entallada y una falda ceñida, una falda tubo hasta media pierna; llevaba unos zorros sobre los hombros y un sombrerito negro de medio velo. Caminó deprisa hacia Leeson Street, sus zapatos de tacón alto repicando en la acera. Por su modo de apresurarse, cabizbaja, hubo algo que le hizo pensar en que caminaba con nerviosismo, preocupada porque alguien pudiera verla. Su coche, un Rover grande, negro, resplandeciente, estaba aparcado a la orilla del canal. El día era soleado, con una luz nítida que resplandecía en el agua, y unas rachas de viento que sacudían los árboles junto a los caminos de sirga. La mujer abrió el coche pero no entró; al contrario, sacó un abrigo de piel del asiento de atrás y se lo puso, reacomodándose los zorros sobre los hombros, en torno al cuello, para cerrar de nuevo el coche y echar a caminar hacia Baggot Street. Deirdre no dejó de seguirla.

La mujer hizo un alto en la librería de Parson, en el puente de Baggot Street, y entró. Deirdre se quedó delante del escaparate, fingiendo mirar los libros expuestos.

En el interior, a través de los reflejos del cristal, que la confundieron, vio a duras penas que la mujer examinaba las pilas de libros colocados sobre las mesas, aunque le resultó evidente que también ella estaba fingiendo. Saltaba a la vista que estaba nerviosa; no dejaba de mirar con disimulo hacia la puerta. Entonces vio llegar a un hombre por el puente, rumbo hacia Baggot Street; era un hombre alto, delgado, con un abrigo de pelo de camello que llevaba anudado con un cinturón sin apretar. Era un hombre apuesto, aunque tenía los ojos tal vez demasiado juntos y una nariz ganchuda y demasiado grande. Tenía el cabello largo y de un tono plateado que ella nunca había visto, ni en un hombre ni en una mujer, aunque no era teñido, de eso no le cupo duda. Se detuvo a la entrada de la librería y, tras mirar con suma atención por encima de un hombro y del otro, entró con sigilo. Sin saber cómo, supo qué iba a suceder. Vio que la mujer tomaba nota de su entrada, pero que aplazaba unos momentos el gesto de reconocerlo, y vio que, cuando lo hizo, dio muestras fingidas de estar muy sorprendida de habérselo encontrado allí. Sonriéndole, él se inclinó de costado, apoyando una cadera en la mesa en la que estaban los libros, frente a la cual estaba ella, y se deshizo el nudo del cinturón del abrigo. Fue ese gesto, el descuido con que movía la mano, el desanudarse del cinturón, el modo en que se abrió el abrigo, lo que indicó a Deirdre, aunque no supiera del todo cómo, cuál era la situación. Y en ese momento se dio la vuelta a toda velocidad y se alejó caminando.

Había un coche pequeño, un deportivo, aparcado delante de un quiosco de prensa en Baggot Street, y nada más verlo se dio cuenta, lo supo de inmediato, que era el del hombre del cabello plateado.

Por lo que había visto en la librería, los dos juntos, la mujer empeñada en mantener la apariencia de que se había llevado una sorpresa, le produjo una sensación estremecida y un ligero mareo. ¿Y por qué? A fin de cuentas, no eran más que un hombre y una mujer que se acababan de encontrar por estar allí citados. Con todo y con eso, la mujer era bastante mayor que el hombre, y por el nerviosismo con que se dio tantos aires de sorpresa al verle era evidente que no estaban casados, que no estaban casados el uno con el otro, claro está. Pero no era eso lo que le había producido repulsión. Lo repulsivo era la relación de todo aquello con el doctor Kreutz. Supo que se estaba portando como una tonta. Una mujer que había ido a ver al Doctor fue después a encontrarse con un amigo, un amante, lo que fuera. Nada más. Eso no significaba que el Doctor estuviera implicado en lo que sucediera entre aquellos dos; no tenía ella motivos de ninguna clase para pensar siquiera que el Doctor estuviera al tanto de que se hubieran encontrado tal como se encontraron. A pesar de todo, una mancha acababa de contaminar la fantasía que ella había ideado con gran trabajo en torno a la figura del doctor Kreutz, una mancha de realidad: un lugar común, una realidad solapada, sucia.

Ésa fue la primera vez en que se le ocurrió preguntarse qué podía ser exactamente la sanación espiritual. Hasta entonces no le había importado; de pronto, en ese momento sí tuvo tremenda importancia. Había dado por supuesto, cuando se puso a especular en torno a esa cuestión, lo cual apenas sucedió en un par de ocasiones, que esas mujeres le planteaban sus cuitas —los escollos del matrimonio, niños con problemas, los cambios propios de la vida, los nervios— y que él les hablaba de manera similar a como hablaba con ella, explicándoles de qué modo debían intentar dejar a un lado las preocupaciones mundanas y concentrarse en el espíritu, puesto que ése era el camino hacia Dios y hacia la paz de Dios, como él mismo declaraba a todas horas con su talante suave, sin sonreír, pero pese a todo entretenido, amable, atento. Las mujeres ricas tenían tiempo de sobra y andaban sobradas de dinero para ingeniárselas e ir tirando. Ella estaba segura de que a la mayoría no les pasaba nada, de que tan sólo se permitían el lujo de pagar una hora o dos a la semana para ponerse al cuidado de un hombre tan bello, tan sosegado y exótico. Y al pensar en ello se dio cuenta de que desde luego estaba celosa. Se los había imaginado juntos, al doctor Kreutz y a la mujer del traje azul, ella arrodillada sobre un cojín, en el suelo, descalza, con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás, y él de pie, tras ella, acariciándole las sienes, con las cálidas yemas de sus dedos rozando apenas la piel, a pesar de lo cual le harían cosquillas, tal como a ella le había cosquilleado la piel en las dos o tres ocasiones en que él le había aplicado un masaje semejante, hablándole con aquella voz que parecía un ronroneo en torno a la sabiduría de los antiguos maestros sufíes, que un millar de años antes, según le dijo, habían escrito acerca de asuntos que el mundo sólo ahora empezaba a descubrir, asuntos en los que sólo ahora se empezaba a pensar.

Y ¿por qué se habían desatado en ella esos celos al ver a la mujer con el hombre del cabello plateado? Debiera haber sido al contrario; debería haberse alegrado de que la mujer estuviera enamorada de otro, y no del Doctor. Le resultó confuso.

Ojalá, se dijo, tuviera con quién hablar de aquello. Era imposible que le dijera nada a Billy; demasiado bien imaginó qué le diría Billy. No le había dicho nada del doctor Kreutz. No lo entendería. Además, ése era su secreto.