10

Cambió el tiempo y llegó un día de viento desatado y de chubascos veloces, de lluvia tibia. Primero, el vapor humeaba en las calles; después, el agua corría a chorros. La superficie del río se tornó una lámina de acero picado, y las gaviotas se arremolinaron en desbandada, desafiando las repentinas rachas de viento. Un paraguas vuelto del revés salió rodando por el O’Connell Bridge para terminar aplastado bajo las ruedas de un autobús. Quirke estaba sentado con su ayudante, Sinclair, en un café de la esquina del puente. Tomaban un café aguachinado, y Sinclair se estaba comiendo un bollo relleno de pasas. A veces salían del hospital a la hora del almuerzo e iban allí, aunque ninguno de los dos recordase ni cómo ni por qué habían elegido ese sitio en concreto; era un local deslucido, y más con el mal tiempo, las ventanas empañadas y el aire denso por el humo del tabaco y el hedor de la ropa mojada. Quirke había sacado la pitillera y se disponía a hacer su aportación a la neblina generalizada. Le dolía la rodilla, como siempre que el tiempo empeoraba.

Había encontrado el número de Leslie White en el listín telefónico —fue así de sencillo—, aunque aún titubeaba sin saber si llamarle o no. ¿Qué le iba a decir? No era asunto suyo abordarle a él ni a nadie que hubiera tratado a Deirdre Hunt. Él era un patólogo, no un policía.

—Dígame una cosa, Sinclair —le dijo—. ¿Usted alguna vez se para a considerar la ética de nuestro trabajo?

—¿La ética? —repuso Sinclair. Lo dijo como si estuviera a punto de echarse a reír.

—Sí, la ética —dijo Quirke. Había ocasiones, y siempre se presentaban por sorpresa, en las que la estudiada, frontal cerrilidad de Sinclair le producía una intensa irritación—. Alguna tiene que haber, digo yo. Hemos prestado el Juramento Hipocrático, pero me pregunto qué significado tiene cuando resulta que todas las personas a las que tratamos, si es que puede decirse que las tratamos, están muertas. No tenemos nada que ver con los médicos.

—No, nosotros sólo las rajamos y las embolsamos.

A Sinclair le divertía hacer esa clase de juegos de palabras, que soltaba además arrastrando las sílabas, imitando el acento de Hollywood. Esto también irritaba a Quirke. Sospechaba que se trataba de retos que él le lanzaba, pero no atinaba a entender a cuento de qué le desafiaba.

—Precisamente eso es lo que quiero decir —dijo—. ¿Tenemos una responsabilidad con los muertos? —Sinclair miró su taza de café. Nunca se habían puesto a hablar del oficio en aquellos términos, en el supuesto de que alguna vez hubiesen hablado del oficio, pensó Quirke, tal como estaban hablando en esos momentos. Se apartó de la mesa y dio una calada al cigarro—. ¿Usted alguna vez quiso dedicarse a la patología forense? —preguntó—. Quiero decir… ¿Supo usted que se iba a dedicar a esto, o dio de pronto el salto, como todos nosotros?

Sinclair no contestó, y Quirke siguió hablando.

—Eso es lo que me pasó a mí. Yo quería ser cirujano.

—¿Y qué pasó?

Miró hacia la humedad de la ventana, que parecía helada, y a las vagas, borrosas formas de las personas y los coches y los autobuses que pasaban más allá.

—Supongo que debí de preferir a los muertos antes que a los vivos. Los muertos no dan problemas, como me dijo alguien una vez —se rió un momento.

Sinclair se paró a pensarlo.

—Yo creo —dijo eligiendo bien las palabras—… Yo creo que hacemos lo mejor que podemos hacer… por ellos, por los muertos. Desde luego, a un cadáver igual le da que lo tratemos con respeto o sin respeto. Lo que cuenta es lo que esperan de nosotros los familiares, y supongo que al final son los familiares los que cuentan —alzó la mirada hacia Quirke—. Quiero decir… los vivos.

Quirke asintió. Aquélla había sido la intervención más larga que nunca oyera de labios de Sinclair. ¿Se trataba de nuevo de un desafío? Le habría costado Dios y ayuda tomar aprecio a aquel joven inquietante, reservado, distante, caso de que fuera aprecio lo que se necesitaba, cosa que felizmente no era así. Apagó el cigarrillo en el cenicero de hojalata que había en la mesa. ¿Hacía por los muertos cuanto estaba en su mano? Ni siquiera estaba muy seguro de qué entrañaba eso. Para Quirke, un cadáver era una vasija que contenía un enigma, siendo el enigma la causa de la muerte. ¿Ética? Precisamente para rehuir esa clase de preguntas de hondo calado se había dedicado a la patología. Prefería sin ningún género de dudas a los muertos antes que a los vivos. Eso era lo que había ocurrido, nada más. Los muertos no dan problemas.

Cuando se despidió de Sinclair ya en la calle —en ese momento cayó en la cuenta, y le llamó la atención, de que ni siquiera sabía por qué parte de la ciudad vivía él—, esperó a que se perdiera entre el gentío de la tarde antes de ir en busca de una cabina de teléfonos. En el interior se encontró con el hedor habitual, una mezcla de sudor y orines y colillas de cigarro. Pasó deprisa las páginas del listín manoseado y vapuleado, sujeto a la repisa por una cadena, y verificó que se acordaba del número correcto. Esta vez también anotó la dirección. Castle Avenue, Clontarf: un paraje extrañamente reposado para ser la residencia de alguien tan turbio como Leslie White. Introdujo las monedas y marcó el número. A su espalda, la puerta de la cabina rechinaba mecida sobre las bisagras por las rachas de viento. Al cabo de una docena de timbrazos, cuando estaba a punto de colgar, contestó de pronto una voz de mujer. Las monedas cayeron una a una por la ranura. Pensó en colgar y en salir de allí deprisa. En cambio, preguntó por Leslie White.

—No está —dijo la mujer con brusquedad. Tenía una voz clara, fuerte; una voz de mujer alta. Con acento, sin duda. De Inglaterra, casi con toda certeza—. ¿Quién llama? —preguntó.

—Soy un amigo de Deirdre Hunt —dijo Quirke, incapaz de pensar en una mentira mejor—. La socia del señor White.

La mujer emitió una risa helada.

—¿Su socia? Esa sí que es buena —era evidente que se trataba de la esposa, con la que Phoebe ya había hablado por teléfono—. De todos modos, ya le digo, no está. Y no es probable que lo encuentre aquí. Lo he echado de casa. ¿Quién me ha dicho que es usted?

—Me llamo Quirke —dijo, y con la sensación de estar a punto de lanzarse de cabeza por una escalera oyó que su propia voz preguntaba—: ¿Podría acercarme a hablar un momento con usted?

Se hizo un silencio. No supo con precisión si los ruidos apenas perceptibles por la línea del teléfono eran su respiración o el viento en los cables del teléfono.

—¿Quirke, ha dicho? —dijo al fin—. ¿Nos conocemos?

—No, no hemos tenido ocasión.

De nuevo una pausa.

—Bueno, qué demonios —dijo al fin la mujer.

Su suposición había sido correcta: era una mujer alta, ancha de hombros y de caderas, con los ojos muy negros y el cabello negrísimo, cortado de un modo dramático, recto, como el de la hija del faraón; también sus ojos tenían algo faraónico, pintados como los llevaba de líneas negras muy marcadas. Llevaba un complicado vestido de seda carmesí y unas sandalias de finas tiras de oro. Cuando abrió la puerta de entrada de la casa de Castle Avenue, echó la cabeza hacia atrás y miró a Quirke con un gesto de escepticismo, de desdén, torciendo la nariz fina, de aletas estrechas. Alzó una mano y la apoyó en el quicio de la puerta, y la manga larga de su vestido cayó para dejar al descubierto la cara interna de un brazo largo, esbelto, lechoso, bien torneado; Quirke tenía debilidad por la cara interna de los brazos de las mujeres, siempre tan pálidos, tan suaves, tan vulnerables. En la otra mano sostenía una copa de vino ligeramente inclinada. Dijo que se llamaba Kate, diminutivo de Kathryn, con k y con y. Debía de estar, calculó, en los treinta y muchos.

—Adelante —le dijo—. Total, qué más da.

La casa era grande, fea, de ladrillo rojo, tres plantas sobre un sótano con ventanas a ras de suelo, una verja negra y baja en el frente de un jardín en el que abundaban los lilos y los rosales. En el interior, en cambio, la casa había sido desmantelada por completo y remodelada de arriba abajo, de acuerdo con el estilo más moderno y más severo, todo de acero inoxidable y cristal. Kate White le condujo a lo que llamó el estar, caminando delante de él con paso perezoso, contoneándose con distinción. En la estancia eran numerosos los elementos de mobiliario blanco y anguloso, además de unas cuantas alfombras esparcidas aquí y allá y pequeñas mesas cuadradas, de cristal, en una de las cuales había un teléfono blanco, y en otra una botella de vino blanco recién abierta, con los flancos perlados de minúsculas gotas de vaho. Todo esto, Quirke lo comprendió de inmediato, estaba así dispuesto en su honor: los ojos pintados, el vestido de seda, las sandalias de oro, la botella helada de Chablis, tal vez incluso el teléfono blanco, colocado con ostentación en su pequeño pedestal.

En la pared del fondo, ocupándola casi del todo, había un inmenso ventanal. Kate White se alejó hasta allí y, con un gesto estudiado y dramático, agarró la cuerda y tiró para entornar la persiana veneciana, tras la cual se reveló un elaborado jardín con sus árboles y sus arriates de flores y sus estanques y unos senderitos que trazaban meandros, pavimentados con unos baldosines enloquecidos. Todo ello lo señaló con un gesto ampuloso, copa en mano.

—Mis necesidades son modestas, ya ve usted —dijo de un modo cortante. Volvió a la mesita y tomó con la otra mano la botella de vino—. ¿Le apetece una copa?

—No, gracias.

Lo miró extrañada.

—Caramba. Yo habría dicho que era usted amigo de beber de vez en cuando.

—Lo he sido.

—Pues lo siento, pero a mí a estas horas de la tarde ya me va bien un poco de chispa.

Volvió a llenarse la copa y le invitó a tomar asiento a la vez que se arrellanaba en un extremo del gran sofá blanco, de espaldas al jardín. Cruzó las piernas, permitiéndole entrever un muslo envuelto en una tensa media de nylon, hasta el arranque de la liga. Por la ventana vio que el sol había traspasado las nubes panzudas y que brillaban los árboles empapados.

—Bueno —dijo—. Así que usted era amigo de… como se llame.

—No, la verdad es que no exactamente.

Se lo tomó con aparente indiferencia.

—Me alegro —dijo. Él sacó el tabaco. Ella se inclinó sobre la mesita y le acercó un cenicero cuadrado, de cristal tallado—. Entonces, ¿quién es usted?

—Soy patólogo.

Ella rió con incredulidad.

—¿Que es qué?

—Conocí… es decir, conocí hace mucho tiempo a su marido, al de Deirdre Hunt, esto es.

Ella lo miró largo y tendido antes de dar un sorbo de vino.

—¿Y qué es exactamente lo que quiere de mí, señor…? Disculpe, he olvidado su nombre.

—Quirke —calló un momento, mirándose las manos—. Con franqueza, señora White…

—Llámeme Kate.

—Con franqueza, no sé qué es lo que quiero.

Se le escapó otra risa, o más bien un bufido.

—Pues eso es toda una novedad, tratándose de un hombre —se le había quedado la copa casi vacía.

—¿Usted la conoció? —preguntó Quirke—. Me refiero a Deirdre Hunt.

—En esta casa se llamaba Laura. Laura Swan —un nuevo bufido—. La que fue un patito feo.

—Su marido tenía negocios con ella.

—Eso es lo que él decía. Vaya negocio, hay que ver. Mire: al contrario que usted, él sí sabía qué quería —frunció el ceño de pronto—. Por cierto, ¿cómo ha sabido dónde vivía… dónde ha vivido hasta ahora?

—Lo busqué en el listín de teléfonos.

Se le marcó más el ceño fruncido y pareció suspicaz.

—El marido, el marido de la tal Swan, quiero decir… ¿no será él quien le envía, verdad?

—No. ¿Por qué iba a enviarme?

Se sirvió otra copa de vino; quedaba un tercio más o menos en la botella.

—Pues no lo sé. Usted dirá —dijo. En el jardín, una racha de viento sacudió los árboles, esparciendo a puñados gotas de lluvia como diamantes. Ella había vuelto a estudiarlo por encima del borde de la copa—. Así que dice que es patólogo… —dijo—. ¿Trabaja usted para la policía? —él negó con un gesto—. Pero es investigador o algo semejante, ¿no?

—No. Soy titular de una consulta de patología. Trabajo en el Hospital de la Sagrada Familia. El marido de Deirdre Hunt me llamó. Así me enteré de su fallecimiento.

Ella sonrió de pronto. Fue una sonrisa asombrosamente cándida, acomodaticia, que la transformó por un instante, dejando de ser la mujer agresiva, de mirada dura, que pretendía parecer, para convertirse en otra cosa.

—Estaba pensando, señor Quirke, que estoy aquí sentada, sola en mi casa, en plena tarde, con un perfecto desconocido, y bebiendo más vino del que debiera. ¿Le parece a usted que debería estar preocupada?

—¿Preocupada?

—Quiero decir que tal vez podría usted intentar aprovecharse de mí, por ejemplo —volvió a esbozar la sonrisa ambigua de antes. A la vez, se le humedecían los ojos y se le fruncía la piel alrededor, de modo que daba la impresión de que estuviera a punto de echarse a llorar, cuando en realidad estaba sonriendo—. Tengo entendido que pasa a todas horas —siguió diciendo—. Una crédula ama de casa abre la puerta a un vendedor a domicilio, a un agente de seguros, según dice ser, y antes de que se dé cuenta de lo que pasa está tirada por el suelo y planta batalla en defensa de su honor. Lo que pasa es que no es una: son miles —se rió, y emitió un sonido como un gorjeo desde lo más profundo de la garganta; se adelantó y tomó la botella por el cuello para volver a llenarse la copa. Se le derramaron unas gotas de vino en el cojín blanco en que estaba sentada—. ¡Vaya! ¡Qué torpeza la mía! —dijo, y frotó las manchas y se llevó los dedos a la boca y se lamió las yemas una por una, mirándole con las pestañas entrecerradas. Bebió, se recostó en el respaldo, suspiró—. Es probable que yo empujase a esa putita a hacer lo que hizo —dijo con complacencia. Esperó a que él reaccionase, y frunció la boca cuando no vio reacción alguna—. La llamé por teléfono. Había descubierto algunas pruebas que la incriminaban: cartas, fotografías. La llamé por teléfono y le dije lo que había descubierto. Mucho me temo —de nuevo la mirada de vampiresa de película, entrecerradas las pestañas cargadas de rímel—… mucho me temo que le dije lo que pensaba y se lo dije con demasiada crudeza. Podrá usted imaginarlo. Es muy enojoso, ¿sabe usted?, que una mujer de pronto descubra que otra tiene un lío con su marido —calló y miró la copa otra vez, frunciendo los labios, parpadeando despacio. Quirke la oía respirar—. Me parece que estoy un poco borracha —murmuró con un tono de vaga sorpresa.

Depositó la copa con sumo cuidado en la mesa baja y se levantó del sofá para acercarse al ventanal. Se plantó de espaldas a él con las manos en jarras.

—Me alegro de que esa marrana esté muerta —dijo. Dejó caer los brazos y volvió la cabeza para mirarlo—. Supongo que pensará usted que soy una furcia de campeonato, señor… Perdone, ¿cómo ha dicho que se llama? Ah, Quirke, eso es, disculpe. Y supongo que sí, que lo soy. Una furcia. Pero ella era una puta despreciable, y con toda franqueza me alegro de que no ande por ahí dando la lata.

Frunció el ceño y ladeó la cabeza como si estuviera escuchando algo en su interior, y entonces se disculpó y pasó veloz a su lado saliendo de la sala. La oyó subir deprisa al piso de arriba, oyó un portazo. Estaba sentado en una silla blanca, cuadrada, con las manos en las rodillas. Poco a poco se fue coagulando el silencio a su alrededor. La casa era como una casa de muñecas desmesurada, con las paredes pálidas y el mobiliario más pálido aún, las coquetas mesitas, las sillas cúbicas. El aire no olía a nada. Era como una casa en la que aún no se hubiera vivido. Miró fuera, el jardín mojado, zarandeado por el viento, en donde brillaba el sol de la tarde. Arriba se oyó una cisterna en un retrete, y el agua borboteó al bajar por un entramado de tuberías. Salió con sigilo al vestíbulo y se encaminaba hacia la puerta de la calle cuando ella apareció encima de él, en lo alto de las escaleras. Se había cambiado de ropa, se había puesto un suéter negro, con cuello de polo, y unos pantalones negros, de pinzas. Se detuvo y ella bajó hacia donde estaba. Se había quitado el maquillaje y su rostro ostentaba ahora una textura caliza, cruda.

—Vaya, a punto estaba de escaparse, ¿eh? —dijo, y procuró resultar animada, aunque enseguida apartó la mirada—. Lo lamento —dijo—. No soy una gran bebedora.

Lo condujo a la cocina. También allí todo era de plástico blanco y de cristal y de acero inoxidable, gris y mate. Él se sentó en un taburete alto, con el codo apoyado en la encimera de cerámica, mientras ella echaba cucharadas de café en una cafetera metálica, con una tapadera de cristal abombada, que puso al fuego. Se las había compuesto para que se le pasara la borrachera, y con su severo atuendo, completamente negro, su contorno se distinguía en pronunciado contraste con el blanco de la cocina, de modo que era una persona distinta de la que se había arrellanado en el sofá, resuelta a seducirle y a lucir su belleza de huesos grandes, ufanándose casi del diluvio de estiércol que se había precipitado sobre su vida.

El agua de la cafetera comenzó a borbotear con el hervor, salpicando la tapadera de cristal. Kate estaba con los brazos cruzados, la cadera apoyada contra la cocina, estudiándose las punteras de los zapatos negros que se había puesto en lugar de las sandalias egipcias. Él le ofreció un cigarro que ella no aceptó.

—¿Ha tenido celos alguna vez, señor Quirke? —preguntó—. Quiero decir celos de verdad, si ha estado alguna vez celoso no de algo que sospeche, sino de una persona definida, precisa, identificable, de una cara y un cuerpo que sabe que son de verdad, que se puede representar en una cama, haciendo cosas. Esa clase de celos le hacen a una sentirse fatal, se lo digo yo. Físicamente fatal a todas horas, como con la peor resaca que haya podido tener nunca. ¿Ha tenido usted alguna vez el infortunio de verse en ese estado?

Vio de súbito a su esposa, a Delia, antes de que se casaran; la vio alejarse de él, vestida sólo con unas sandalias de tacón alto y un collar de perlas, y volviéndose a mirarlo por encima del hombro con esa sonrisa gatuna que tenía, un mínimo trocito de lengua asomado entre los labios pintados de un rojo intenso.

—No —dijo. Se dio cuenta de que había sacado el bolígrafo de rosca y de que estaba enredando con él entre los dedos—. No de esa manera.

—De lo que nadie avisa, ni los libros ni nadie, es de la soledad que se siente. Los celos a una le hacen sentir que es la única persona que sufre en el mundo, la única persona que sufre esa tortura, que es como tener la hoja de un cuchillo al rojo vivo clavada en el costado, en el lado donde antes estaba el corazón —esbozó de nuevo su sonrisa de ojos humedecidos, una sonrisa llorosa. Quirke se imaginó en el acto de extender las manos y presionar sus dedos sobre sus sienes y acercarse la cabeza de ella hacia sí, muy despacio, para besarla en los párpados, primero el uno, luego el otro. A la cruda luz que se reflejaba en las paredes resplandecientes veía las incontables, minúsculas imperfecciones de su piel y el vello apenas perceptible en su labio superior.

Ella apagó el gas y tomó dos tazas de un armario de encima de la cocina para colocarlas sobre la encimera y servir el café.

—No debería haberle llamado por teléfono, creo yo —dijo—. En el fondo no era nadie, nada más que otra aspirante a puta, una mujerzuela absolutamente corriente, peor aún, deleznable, recogida en los arrabales —se llevó la taza a los labios y entornó los ojos al percibir el calor del café—. Ésa es otra cosa que nadie cuenta, el modo en que la otra mujer, ¡la otra!, incluso cuando una la conoce, se convierte en una especie de serpiente perversa, maligna, intrigante, irresistible, que se enrosca en torno a la vida de una y deja un rastro de baba asquerosa en todas las cosas, extrayendo la bondad que pudiera una tener dentro. En el fondo del corazón una sabe que no pasa de ser una persona como cualquier otra, como una misma incluso, tal vez un poco más egoísta que la mayoría, un poco más despiadada, deseosa de salirse con la suya, decidida a quedarse con el hombre en el que haya puesto los ojos, igual da que esté casado con otra, que ella sigue siendo pese a todo un ser humano. Pero eso es algo que una no se puede permitir, que una no reconoce de ninguna manera. O no lo reconoce al menos si le queda un ápice de respeto por sí misma, claro —se bebió el café a sorbos cortos, torciendo el gesto por el calor que le escaldaba la lengua, como si se castigase. Quirke la observó—. No —dijo—, tiene que ser otra cosa, tiene que ser… ¿Cómo se llama? Una gorgona, algo que no es del todo humano, algo más que humano. Un demonio.

Se llevó la taza a la mesa de plástico que había en el centro de la cocina y se sentó. Miró en derredor. Todo estaba limpio hasta la exageración; la limpieza resplandeciente de todas aquellas superficies le producía un encogimiento interior de rechazo. Incluso el aire, la luz misma de la estancia, parecía purgado de toda posible impureza. Kate lo vio mirar en derredor y le leyó el pensamiento.

—Sí, suelo limpiar muy a menudo —dijo—. Al parecer, ayuda.

Fue a sentarse frente a ella, en la mesa.

—Lo lamento —dijo sin saber de qué estaba pidiendo disculpas exactamente.

—La verdad es que ya soy demasiado mayor para estas cosas, es cierto —dijo ella. Se encorvó sobre la taza de café como si de pronto hubiera sentido frío—. De aquí a dos años tendré cuarenta. ¿Qué hombre se va a fijar en mí cuando sea una cuarentona, eh? —soltó una risa baja, una risa burlona, pero despectiva, y como si entonces aflorase a otro nivel de sobriedad se concentró en él casi con grosería—. ¿Por qué está usted implicado en esta historia —inquirió—, en este repugnante y mezquino melodrama suburbano?

Él se encogió de hombros moviendo uno solo.

—Sufro una curiosidad incurable.

Ella asintió, como si lo considerase respuesta suficiente. Se le ocurrió otra cosa.

—¿Está usted casado?

—Lo estuve, pero hace ya tiempo. Mi esposa murió.

—Lo siento —dijo, aunque no pareció que lo sintiera; más bien pareció, con la boca apretada y los ojos entornados, que le tuviera envidia por tener un cónyuge difunto—. ¿Qué le sucedió?

—Murió en el parto. Por pura casualidad. Pasa una de cada diez mil veces.

—¿Y el niño?

—Niña. Sobrevivió.

—Así que tiene una hija…

—Ahora tiene veintidós… no, veintitrés años.

—¿Vive con usted?

—No.

—Bueno, al menos no se acuerda. De haber perdido a su madre, quiero decir —distraída, introdujo la yema del dedo en el cenicero que había entre los dos, en la mesa, rozando la ceniza depositada—. Yo no tengo hijos —dijo—. Leslie no podía tener hijos. A él no le importó. Al contrario, cuando se enteró se puso más contento que un niño con zapatos nuevos. Muy oportuno, supongo, para… —torció la boca en un gesto de maldad— para «trabajarse a las chicas», como diría él, no me cabe ninguna duda —volvió a guardar silencio, pero tras unos momentos se estiró—. ¿Y qué le puedo decir, señor Quirke? No tengo ni idea de lo que pretende usted saber. Y, según dice, usted tampoco lo sabe. ¿Hay algo sospechoso en la muerte de Deirdre Hunt? ¿Cree tal vez que la empujaron? Ya le digo, yo misma lo habría hecho si… —calló y se recostó en el respaldo de la silla, con lo que las patas chirriaron contra el suelo de linóleo—. No irá a pensar usted que Leslie… ¿No habrá pensado que Leslie ha tenido algo que ver, verdad? O sea, no creerá que… —se echó a reír—. Créame, Leslie sería incapaz de matar una mosca. Se moriría de miedo de que la mosca le picase. Oh, desde luego que podría ser peligroso si se ve acorralado, eso lo sé de sobra. Pero le aseguro que no me lo imagino empujando a una mujer al mar. Leslie, señor Quirke… —extendió la mano y pareció a punto de tocarle la suya, pero al final retiró los dedos—. Mi pobre Leslie tiene más o menos la misma entereza que una babosa. Lo siento. Lo quiero muchísimo o, mejor dicho, lo quise muchísimo, Dios me valga, pero ésa es la verdad.

Aún se quedó una hora más. Ella preparó unos platos de salmón con ensalada que comieron sin cruzar palabra, sentados uno frente al otro en la mesa de la cocina, bajo la luz resplandeciente, en el silencio de aquella estancia irreal. El refrigerador cobró vida propia dando una sacudida y se puso a zumbar malhumorado, por lo bajo, durante un buen rato, y con la misma brusquedad se apagó dando otra sacudida aparentemente rencorosa. Una burbuja atrapada en una tubería, en algún lugar de la casa, emitía un ping-ping constante. Los cubiertos de ambos resonaban con brusquedad al chocar con los platos, los vasos de agua emitían un rechinar extraño al dejarlos sobre la mesa de fórmica.

—Lamento —dijo Kate White— lo de antes.

—¿Lo de antes?

—Ya sabe a qué me refiero, a encharcarme de vino y a llamar la atención. La verdad es que no soy así, o más bien confío en no ser así. Me he llevado un palo terrible y todavía no sé cómo tomármelo. Me parece que lo que hago es probar otras personalidades, a ver si hay alguna que me salga más a cuenta que las demás, que me permita ser más verosímil, o más persuasiva, que la personalidad que tengo, de la que no me puedo librar —esbozó una vez más su sonrisa, con sus ojos negros, hermosos, dolidos, reluciendo de la misma forma lacrimosa que antes—. De momento, no he tenido suerte.

Se puso en pie y recogió los platos y los cubiertos para dejarlos en el fregadero.

—No vaya a suponer —dijo— que se me ha olvidado el hecho de que no tengo ni idea de quién es usted y que no sé por qué razón está aquí. No tengo por costumbre permitir que entre en mi casa cualquier desconocido e invitarlo a salmón ahumado y a unas cuantas revelaciones íntimas.

Él dejó la servilleta en la mesa.

—Creo que debería marcharme.

—Oh, no he querido decir eso, no me malinterprete. La verdad es que he disfrutado de su compañía. De un tiempo a esta parte no abunda. Leslie y no nunca cultivamos mucho las amistades y todo eso —volvió a sonreír—. Él es inglés. Yo también. ¿Lo sabía?

—Sí. Por su acento…

—Y yo que creía que ya me lo había quitado… Pero me tranquiliza saber que no, que se me nota. Me pregunto por qué. Quiero decir, que no entiendo por qué me resulta tranquilizante —abrió el grifo y se quedó pensativa, dejando correr el agua hasta que saliera bien caliente. Encima del fregadero, una ventana cuadrada daba a un jardín lateral donde se veían bambúes. Iba cayendo la tarde, cada vez más en sombra—. Quién sabe —dijo Kate—. Quizá debiera volver allá. Mi madre tenía sangre irlandesa en las venas, pero yo creo que soy de corazón una chica londinense. Las campanas de St. Maryle-Bow. Los bígaros, jugar a los bolos, el rey y la reina, en fin… —se le escapó una risilla quebradiza. Se puso a fregar los platos, los aclaró y los dejó a secar en un escurridor de plástico. Él se puso en pie y se plantó a su lado.

—¿No hay un trapo para que se los seque?

—Oh, no se preocupe. Déjelos escurrir —dijo ella. La luminiscencia verde clara que se derramaba por la ventana le dio de lleno en la cara—. Usted limítese a seguir ahí y estar bien guapo, con eso me basta.

Encendió un cigarrillo.

—Usted tiene un taller, ¿verdad? —dijo—. ¿Es un taller de diseño?

—Sí, pero yo lo llamo la fábrica. Lo mismo da ir con la verdad por delante, ¿no le parece? Cortamos para los mejores diseñadores. Las chicas irlandesas son modistas y costureras de primera. Es por lo bien que les enseñan las monjas, claro —sonrió sin mirarle—. Y sí, así es, por si acaso se lo está usted preguntando: yo soy la que mantiene a la familia, o, mejor dicho, la que se ocupaba de traer el jornal a casa, cuando aún había una familia, Leslie llevaba un negocio, una peluquería, hasta que encalló en seco. Por eso se lió a montar aquello con la dulce señorita Pluma de Cisne. Él creyó que iba a ser su Svengali, pero me juego cualquier cosa a que era ella la que se encargaba de la hipnosis —calló de golpe y elevó la cara de nuevo hacia la ventana—. Me pregunto, a todo esto, qué va a hacer ahora el pelanas de Leslie. Se le ha hecho ya tarde para hacerse gigoló. Era bastante decorativo, la verdad sea dicha; de un tipo que no tiene nada que ver con el de usted, por descontado, pero muy resultón, las cosas como son, aunque fuera con un punto de languidez. De un tiempo a esta parte se le nota que tiene las extremidades anquilosadas y que debe de estar un poco podrido por dentro; supongo que ésa es la principal razón de que se liase con esa pobre y mínima fulana: era tan joven que él por fuerza tuvo que sentirse halagado.

Se marchó a la sala de estar y volvió en un momento con la copa de vino y lo que quedaba en la botella. Aunque estaba casi vacía, la colocó en la nevera e introdujo la copa en el fregadero, aún lleno de agua jabonosa, y la enjuagó vigorosamente.

—En Londres nos iban muy bien las cosas —dijo—. Mi padre ganó mucho dinero con la guerra… —lo miró de hito en hito—. ¿Le sorprende? Sí, no me extraña. Era bastante sinvergüenza, más incluso que un mero sinvergüenza, cierto. El Mercado Negro, ya sabe usted. Naturalmente, se entendió con Leslie de maravilla. Fue entonces cuando Leslie y yo decidimos venir para acá, aunque fuese muy en contra de los deseos de mi padre. Me temo que los irlandeses no le caían nada bien, a pesar de tener raíces en la tierra. Y luego se secó el pozo del que manaba el dinero de mi padre, los dólares de los tiempos de guerra. Leslie se llevó una terrible decepción, me echó a mí la culpa, cómo no, aunque procuró que no se le notase demasiado, bendito botarate. Yo entonces abrí la fábrica y aquí volvió a verse el color del dinerito y todo pareció arreglarse e ir de maravilla. Hasta que llegó el cisne negro nadando a nuestras vidas. Ya no era el patito feo, dese cuenta.

—¿Cómo se conocieron su marido y Deirdre… o Laura Swan?

Ella volvió la cabeza con lentitud y le dedicó una mirada sonriente, prolongada, de interrogación.

—¿Seguro que no trabaja usted para la policía? Tiene usted el tono de quien está acostumbrado a hacer interrogatorios —se oyó un ruido amortiguado en el fregadero y ella levantó la mirada y se le escapó un suspiro contenido a duras penas—. ¡Ay, Dios! Creo que me he cortado.

Sacó la mano del agua jabonosa. Presentaba un corte profundo, antinaturalmente limpio, recto, en el interior del pulgar, cerca del nudillo. La sangre diluida manó con imposible agilidad por su muñeca, corriéndole por el brazo. Se quedó atónita mirándose la herida. Estaba blanca como el papel.

—La copa —dijo sin entonación—. Se ha roto.

Él le puso la mano bajo el codo.

—Venga —dijo—, venga y siéntese.

La condujo hacia la mesa. Ella caminó como si estuviera en trance. La sangre le había llegado al codo y le empapaba la manga recogida del suéter negro. Se sentó. Él le dijo que mantuviera la mano en alto y le indicó que se sujetase la base del pulgar donde tenía el corte con la otra mano, y que apretase para reducir el flujo sanguíneo.

—¿Tiene una venda? —le preguntó. Ella le miró con absoluta incomprensión, con el ceño fruncido—. Una venda —repitió—. O algo que pueda cortar y utilizar como venda.

—No lo sé. Pruebe en el cuarto de baño.

Él sacó el pañuelo e intentó rasgarlo, pero la costura del borde no cedía. Le preguntó si tenía unas tijeras. Ella señaló un cajón, debajo de la encimera.

—Ahí.

Se le escapó una risa breve y levemente histérica. Encontró las tijeras y cortó una tira de algodón con la que se puso a vendar la zona del corte. Mientras lo hacía, el aliento de ella le llegaba al dorso de las manos, y el calor de su cara palpitaba con suavidad contra su propia mejilla. Hizo lo posible para que no le temblasen las manos y se maravilló por lo veloz, lo copiosa que insistía la sangre en manar de la herida. Ya había aparecido una mancha rojo oscuro en el vendaje improvisado.

—¿Habrá que dar unos puntos de sutura? —preguntó ella.

—No. Cesará enseguida.

O al menos confió en que así fuera; no sabía nada bien qué hacer con la carne viva, con la sangre que fluía libremente.

—Hágame un favor, ¿quiere? —le dijo ella—. Eche un vistazo en mi bolso, a ver si hay una aspirina.

Se dirigió al vestíbulo, tal como ella le indicó, y volvió con el bolso negro, que encontró suspendido por la correa en el colgador de los abrigos, detrás de la puerta de entrada, para dárselo.

—Busque usted —dijo ella—. No se preocupe, no va a encontrar nada que me delate.

Revolvió en el bolso. El olor que emanó de sus rincones, un olor a carmín, a polvo de maquillaje y a otros cosméticos, le recordó a todas las mujeres que había tratado en su vida. Encontró el tubo de las aspirinas, sacó dos tabletas y se las llevó con un vaso de agua que llenó en el grifo del fregadero. A Kate White le tembló la mano buena cuando levantó el vaso para llevárselo a los labios. Todavía sujetaba en alto el pulgar vendado, en una parodia de un gesto de altiva afirmación.

—¿Voy a tener que quedarme así todo el día? —preguntó, y dio a su voz un temblorcillo de patetismo cómico. Él le dijo que el corte cicatrizaría pronto y que dejaría de sangrar. Ella miró en derredor—. Dios —murmuró sin que pareciera importarle lo inconsecuente del comentario—, cómo aborrezco esta casa.

Ella le pidió que prendiera el fuego de la cafetera, y cuando estuvo caliente se sirvió una taza y la probó e hizo un gesto de desagrado. Volvieron a la sala de estar y se acomodó en el sofá con las piernas dobladas bajo el cuerpo, mirándolo por encima del borde de la taza.

—Es usted el Buen Samaritano, ¿no es así? —le dijo—. ¿Ha tenido muchas ocasiones de ensayar?

Él no respondió. Se levantó y se acercó al ventanal, colocándose donde había estado ella antes, y se metió las manos en los bolsillos al contemplar el jardín. El crepúsculo pronto dejaría paso a la noche. Por encima de los árboles navegaban unas nubecillas rosas sobre una franja de cielo verduzco.

—Dígame —dijo ella—. ¿Por qué le interesa tanto esa mujer, esa tal Swan? Quiero que me diga la verdad.

—Ya se lo he dicho. Me llamó por teléfono su marido.

—Eso dijo, sí.

—Me pidió que no se le practicase la autopsia.

—¿Por qué?

Él continuó estudiando el jardín. En el aire cada vez más apagado, los árboles, relucientes aún por la lluvia, que había terminado mucho antes, eran deshilachados globos de luminiscencia.

—No le hacía gracia la idea, no podía soportarlo —dijo.

—Pero usted no le creyó. Quiero decir que no creyó que ésa fuese la razón por la que le pidió que no lo hiciera.

—No tuve motivos para dudar de él.

—Entonces, ¿por qué ha venido aquí?

Se volvió por fin hacia ella, todavía con las manos en los bolsillos.

—Ya se lo he dicho, soy un curioso.

—¿Curioso respecto a qué? ¿No serán ganas de echar un vistazo a la esposa traicionada? —sonrió.

—La verdad, tengo que marcharme —dijo él—. Gracias por haberme recibido, señora White.

—Llámeme Kate. Y gracias a usted por haberme curado las heridas. Lo ha hecho usted como un experto, como un médico de verdad —dejó la taza de café en la mesa de cristal y se levantó. Cuando estuvo en pie se bamboleó un poco, y se llevó una mano, la que tenía sin vendar, con un gesto de flaqueza, a la frente—. Ay, ay, ay —dijo—. Me parece que estoy mareada.

En el vestíbulo, ella tomó el sombrero de Quirke del gancho en que lo había colgado y se lo dio. Se encontraba ya en la puerta, pero ella le puso una mano sobre el brazo y, cuando él se daba la vuelta, dio un paso adelante para arrimársele con destreza y plantarle un beso en toda la boca, clavándole con urgencia los dedos en la muñeca a través de la manga de la chaqueta. Él apreció un regusto a carmín. En su aliento, más allá del olor del café, persistía un deje agrio, tenue, por el vino. Las puntas de sus senos se rozaron levísimamente contra la pechera de su camisa. Lo soltó y se separó de él.

—Lo lamento —volvió a decir—. Como le dije antes, no soy la misma de siempre.

Dio un paso atrás con agilidad y cerró la puerta.