9

Quirke se sintió como un hombre que fuese avanzando sin complicaciones a la orilla de un mar tropical y traicionero y que de pronto hubiese comenzado a ver cómo la arena se desplazaba y engullía sus pies descalzos, indefensos, de pronto sin sujeción, sin modo de afianzarse. La posibilidad de que también Phoebe pudiera estar de alguna manera implicada en la muerte de Deirdre Hunt era algo que ni de lejos podría haber previsto, y que le produjo un sobresalto. De entrada, era Phoebe la que le había hablado de Leslie White. ¿Lo conocía tal vez mejor de lo que dio a entender? En tal caso, ¿qué clase de conocimiento tenía de él?

Echó a caminar despacio por Dawson Street y atravesó el Green rumbo a Harcourt Street. Había parejas sentadas en los bancos, cohibidas, cogiéndose de las manos, y algunos jóvenes de piel muy blanca, con la camisa abierta hasta la cintura, se habían tumbado sobre la hierba para gozar de los últimos rayos de sol. Sintió con especial intensidad, como tan a menudo le pasaba, el peso de sí mismo, un peso que no cedía, el cuello grueso y los hombros descomunales, los brazos poderosos, la inmensa y compacta caja del tórax. Era de un tamaño excesivo, demasiado corpulento, desproporcionado con el mundo. Tenía la frente empapada bajo la badana del sombrero. Necesitaba una copa. Qué extraño el modo en que esa necesidad aumentaba y menguaba. Podían pasar varios días sin que pensara con una cierta seriedad en el alcohol; en otras ocasiones, se pasaba las horas tembloroso, horas sin fin, en tensión, con todos los nervios resecos, pidiendo a gritos que saciara su sed. Había otro yo en su interior, el que lo intimidaba de palabra, el que lo camelaba, el que le exigía saber con qué derecho le había impuesto esta cruel abstinencia, o bien le susurraba que había sido bueno, muy bueno, durante muchísimo tiempo, durante meses y meses y meses, y que casi con toda seguridad se había ganado a pulso una copa, una miserable copichuela de nada.

En Harcourt Street tocó el timbre del piso en que vivía Phoebe y oyó el remoto temblor eléctrico allá arriba, en la cuarta planta. Aguardó mirando la anchura de la calle hasta la esquina del Green, y al fondo llegó a entrever el follaje denso y abatido. Le llegó a la cara una racha de brisa caliente con una mezcla polvorienta de olores diversos, el aliento agotado del verano. Se acordó de los tranvías de antaño que por allí mismo pasaban traqueteando con gran estrépito y arrancando chispas de las vías. Había vivido en esa ciudad durante la mayor parte de su vida y seguía sintiéndose como un forastero.

Phoebe no trató de disimular su sorpresa; era parte del acuerdo tácito que existía entre ellos, el contrato entre padre e hija —el padre traicionero, la hija herida—, que él nunca iría a visitarla a su casa sin haber avisado antes. Llevaba el cabello sujeto con una banda; llevaba unas chinelas puntiagudas, de terciopelo negro, y una bata de seda a aguas, con un complicado dibujo de dragones y aves que había pertenecido, él se dio cuenta entonces, a Sarah.

—Estaba a punto de darme un baño —le dijo—. Todo se pone asqueroso con este tiempo.

El uno junto al otro subieron los largos tramos de la escalera. La casa estaba descuidada, mal iluminada, y en la caja de la escalera pendía un olor grisáceo, semejante al de la casa en que vivía él, en Mount Street. Imaginó otras casas similares repartidas por toda la ciudad, cada una de ellas una madriguera que fue de amplios salones de techos altos, convertida en pisos minúsculos, en habitaciones de alquiler, para ciudadanos semejantes tanto a él como a su hija, los sin techo, los que habían hecho de la falta de un alojamiento propio una enfermedad crónica.

Una vez dentro de la puerta ella le pidió un chelín para el contador de gas.

—Qué suerte que hayas venido —dijo—. Por mucho calor que haga, no me apetece nada un baño frío.

Preparó el té y lo hizo pasar al cuarto de estar. Se sentaron con las tazas sobre las rodillas uno frente al otro, en el banco, bajo la gran ventana de guillotina, cuya mitad inferior estaba abierta del todo a la quietud de la tarde. Los empleados de las oficinas cercanas se habían marchado a su casa y la calle estaba desierta, con la excepción de algún que otro coche, o un autobús verde de dos pisos, que rebuznaba y humeaba y dejaba caer un reguero de pasajeros sobre la acera. A espaldas de ambos, la sala se hallaba envuelta en una quietud insonora; la luz de la ventana, reflejada en el espejo de un aparador de la pared del fondo, parecía una enorme exclamación detenida en el aire.

—Te he interrumpido, pensabas ir a darte un baño —dijo Quirke. Ella seguía mirando a la calle como si no hubiera oído nada. La luz oro viejo que caía de arriba le iluminaba el mentón. Quirke vio la imagen misma de su difunta esposa—. Ha venido a verme un detective —dijo. Un tenue fruncimiento tensó el triángulo que a ella se le formaba entre las cejas, pero todavía no lo miró—. Vino a preguntar por Deirdre Hunt… o Laura Swan, tanto da.

—¿Por qué?

—¿Porqué… qué?

—Quiero decir que por qué ha ido a preguntarte a ti.

—Yo le practiqué la autopsia.

—Es cierto. Ya me lo habías dicho.

Ella cogió un hilo del áspero cobertor del asiento. Con su bata de seda parecía una de esas frágiles figuras de un desvaído biombo oriental. Se preguntó si podría considerársela hermosa. Él no era quién para juzgar. Era su hija.

—Dime una cosa, Phoebe. ¿Hasta qué punto llegaste a conocer bien a esa mujer?

—Ya te lo dije. Le compraba algunos artículos, crema de manos, cosas así.

—¿Y al tipo que tenía el negocio con ella, a ese tal Leslie White? ¿Lo conociste?

—También te lo dije. Una vez me dio su tarjeta de visita. Debo de tenerla por ahí.

La estudió. Así pues, era cierto: había estado con Leslie White antes de que él los viera a los dos en Duke Lane, cada uno por su camino. Volvió la cabeza y miró en derredor. Ella apenas había dejado su huella en aquel piso. Los pocos muebles que había, de un tamaño excesivo, probablemente llevaban allí un siglo, o quizá más, reliquias de un mundo opresivo y sólido, y espacioso, tiempo atrás periclitado. En la repisa de la chimenea se veían algunos objetos, una bailarina de porcelana de Meissen, una hucha de latón, dos perros de porcelana, en miniatura, que se miraban uno al otro; en un rincón del sofá de crin, un oso de peluche, tuerto, encajado en un ángulo torcido. La única fotografía que estaba a la vista, en un marco de carey, en el aparador, era la de Mal y Sarah en el día de su boda. No había ninguna imagen de su madre, ni de él. ¿Dónde estaría el estudio a lápiz de Delia, obra de Evie Hone, que él le había regalado cuando ella volvió de Estados Unidos? Había reducido su vida a un mínimo indispensable. Un ramo de violetas marchitas estaba posado sobre la mesa.

Él se encontraba en Dublín el día en que murió Sarah en Boston, en el mismo hospital en donde la había conocido casi veinte años antes. El tumor cerebral, cuyos síntomas ninguno de los médicos que la atendieron había acertado a reconocer, había terminado su trabajo con gran celeridad al final. Cuando recibió la noticia de Boston, Quirke habló por teléfono con Phoebe. Estaba en Scituate, al sur de la ciudad, con Rose Crawford, la viuda de su abuelo. La conexión telefónica a larga distancia, por hilo transatlántico, tenía una calidad extraña, hueca, que a él le recordó en el acto la vieja y desvencijada mansión de Scituate, que Josh Crawford había legado a su esposa. Se imaginó a Phoebe hablando de pie en el vestíbulo de la entrada, por donde se propagaban los ecos, y se la imaginó con el teléfono en la mano, mirando los arabescos de la luz en las vidrieras que había a uno y otro lado de la puerta. Ella escuchó durante un rato sus titubeantes empeños por hallar alguna cosa que decir, alguna palabra de condolencia, de disculpa, pero entonces lo interrumpió sin esperar a más. «Quirke —le dijo—, escucha. Soy huérfana. Mi madre ha muerto, ahora Sarah ha muerto, y tú, para mí, es como si también estuvieras muerto». Y le colgó el teléfono.

Cuando volvió de Estados Unidos él supuso que se negaría a verle, pero fue época de treguas y ella se había apuntado, aunque fuera sin ningún asomo de entusiasmo, a la amnistía general. Se preguntó, cosa que se preguntaba con frecuencia, qué pensaría ella de él: ¿estaba resentida, o tal vez lo despreciaba, o lo odiaba incluso? Todo lo que sabía era cuánto más fácil había sido todo entre ellos durante los muchos años que pasaron hasta que ella descubrió que él era su padre. A él le habría gustado que volvieran aquellos años; agradecería esa facilidad en el trato, esa dispensa.

Se levantó y se llevó la bandeja del té a la cocina, de donde volvió con su pitillera y su encendedor. Se quedó junto a la repisa y prendió un cigarrillo, enfocando la boca de manera que expulsara una línea de humo hacia abajo, hacia la chimenea, momento en el cual él volvió a ver a Delia, su esposa de mirada endurecida, morena, muerta.

—Déjame ver esa tarjeta —le dijo.

—¿Qué tarjeta?

—La que te dio Leslie White.

Ella lo miró sin alterarse, con una sonrisa débil y quebradiza en los labios.

—Ya te estás enredando otra vez, Quirke. ¿Sí o no? —preguntó.

Él nunca estaba muy seguro de cómo debía llamarla, de cómo le convenía dirigirse a ella. De alguna manera, su nombre no era suficiente, pero al mismo tiempo era demasiado.

—El mundo no es lo que parece —dijo.

La sonrisa de Phoebe se tornó aún más acerada.

—Oh, Quirke —le dijo—, no te vayas a poner ahora filosófico, ¿de acuerdo? No resulta convincente. Además, te conozco. Eres incapaz de dejar nada en paz —dio otra larga calada al cigarrillo, ampliando las ventanas nasales. Cuando echó hacia atrás la cabeza para expulsar el humo, se le entornaron los ojos y pareció más oriental que nunca. Detrás de él, en la calle, sonó el agudo timbre de una bicicleta—. Estás convencido de que hay algún misterio en la muerte de Laura Swan, ¿no? —dijo—. Desde aquí se te oye el trajín de las células grises.

Se había burlado de él, y a él no le importó. Apartó la mirada de ella para escrutar la calle. En la acera de enfrente, un seminarista de traje sombrío había desmontado de la bicicleta y se agachaba para quitarse las pinzas de las perneras del pantalón. La vista de ese traje reluciente, negro como ala de cuervo, a Quirke le apretó algo en las tripas.

—Hay gente peligrosa por ahí —dijo—. Puede que no parezcan peligrosos, pero lo son.

—¿En quién estás pensando en concreto?

—En concreto no estoy pensando en nadie.

Ella le miró durante unos largos instantes.

—No te voy a dar los datos de Leslie White.

—Da igual, ya los conseguiré.

Ella se puso en pie y echó a caminar a las profundidades en sombra de la sala para sentarse en el sofá, donde cruzó una pierna sobre la otra y se alisó la seda de la bata sobre la rodilla. En aquella penumbra, su pálido rostro era aún más pálido, como una máscara de teatro Noh.

—¿Qué te propones, Quirke? Te lo pregunto en serio.

—¿En serio? Pues la verdad es que no lo sé.

—Pues si no lo sabes no creo yo que debas hacer lo que estás haciendo.

—Ni siquiera sé con certeza qué es lo que estoy haciendo. Pero sí, te doy la razón. Debería mantenerme al margen.

—Cosa que no piensas hacer, claro.

No respondió. Acababa de recordar la primera vez que vio a Billy Hunt aquel día en Bewley’s, sentado en el velador de mármol ante una taza de café que no había tocado, muy erguido en el banco de terciopelo cuyo rojo era del color de una herida abierta, sumido en su desdicha. Qué fácil, reflexionó Quirke, qué fácil era compadecerse de los necesitados de compasión.

Sonó a lo lejos un trueno, y la brisa trajo el olor enlatado de la lluvia que se avecinaba.

—Qué inocente eres, Quirke —le dijo su hija casi con cariño.