A Quirke no le sorprendió saber quién era el que preguntaba por él. Desde el día de la investigación judicial contaba con recibir una visita del inspector. Colgó el teléfono y encendió un cigarrillo y se quedó pensativo: que Hackett se asara al fuego lento de su propia impaciencia, le sentaría bien. A primera hora de la mañana, Quirke estaba en su despacho del hospital. Por el panel acristalado de la puerta veía el brillo antinatural de la sala de disección en la que Sinclair, su ayudante, adusto y apuesto, con sus negros rizos y la boca de labios finos, caídos por las comisuras, estaba trabajando con el cadáver de un niño al que había atropellado el camión de la carbonería aquella misma mañana en Coombe. Pensando en el policía, Quirke experimentó un pellizco de desasosiego. Los años que pasó en Carricklea le habían instilado un miedo omnipresente a toda figura investida de autoridad, un miedo constante, un miedo del que ninguna subsiguiente acumulación de autoridad por su parte le libró del todo.
Aplastó el cigarrillo y se quitó la bata verde del quirófano para salir del despacho. Hizo una pausa un momento para ver cómo cortaba Sinclair la caja torácica del niño, expuesta a la luz, con un serrucho especial para huesos que a Quirke siempre le hacía pensar, de manera incongruente, en los secadores niquelados. Sinclair era hábil y rápido; algún día, cuando Quirke ya no estuviera, ese joven quedaría al frente del departamento. Era un pensamiento que Quirke no había tenido hasta entonces. ¿Dónde estaría exactamente él cuando ese día llegase?
El inspector Hackett se encontraba de pie junto al mostrador de recepción, con el sombrero en las manos. Vestía su atuendo de costumbre: traje reluciente a trozos y camisa blanca y un tanto sucia, además de una corbata anodina; el nudo de la corbata lo llevaba muy prieto y también brillante, como si no se lo hubiera deshecho en mucho tiempo, como si sólo se la quitara por la noche para volvérsela a poner, con el nudo hecho, a la mañana siguiente. Quirke imaginó al detective al final de la jornada, sentado con cansancio en una cama de matrimonio, a la luz de la lámpara de la mesilla, descalzo y despeinado, ensanchándose distraído el lazo de la corbata con ambas manos para sacársela por encima de la cabeza, como un aspirante a suicida que se lo hubiera pensado dos veces.
—Espero no venir a robarle su tiempo, seguro que tiene un trabajo importante entre manos —dijo Hackett con su acento llano, de las Midlands, sonriendo. Tenía una forma extraña de conseguir que incluso unas palabras de cortesía sin mayor relevancia sonasen cargadas de escepticismo y socarronería.
—Mi trabajo siempre podrá esperar —contestó Quirke.
El inspector rió.
—Sí, supongo que sí. Sus clientes no se irán a ninguna parte.
Salieron del hospital y echaron a caminar a la luz del sol, tintada de humo, de la mañana. Hackett se pasó una mano por el cabello engominado, entre negro y azul, y se colocó el sombrero en su sitio, dando al ala un tirón experto hacia abajo con el dedo índice. Se encaminaron rumbo al río, que se anunció antes de que lo vieran con el hedor verduzco de costumbre. Un chiquillo harapiento salió a la carrera y a punto estuvo de colisionar con ellos; Quirke volvió a pensar en el cadáver del niño sobre la mesa de disección, la cara exangüe, las piernas tiesas, estiradas.
—Fue lo más decente, desde luego. Es lo que había que hacer, proteger los sentimientos de los parientes de esa joven —dijo el inspector—. ¿Cómo se llamaba?
—Hunt —dijo Quirke—. Deirdre Hunt.
—Eso es, Hunt —como si fuera fácil de olvidar, pensó Quirke. El inspector se tiró del lóbulo de la oreja pellizcándoselo entre el índice y el pulgar, y su rostro adoptó una mueca de concentración—. ¿Por qué razón cree usted que pudo hacer una cosa así, siendo una mujer joven y sin problemas aparentes?
—¿Una cosa así?
—Quiero decir, quitarse la vida.
Habían llegado al río; cruzaron hacia el muro de contención y siguieron paseando en dirección al parque. El humo de las calles no alcanzaba la otra orilla, y el aire allí estaba limpio y azul. Pasó de largo un carro enorme, de Correos, pero sin carga, con un ruido atronador, tirado por un caballo grande, un Clydesdale, al trote, con las crines al viento. Los cascos enormes repicaban sonoramente en la carretera, como si los tuviera hechos de acero macizo, huecos.
—El dictamen del juez de instrucción —dijo Quirke con mesura— fue de ahogamiento accidental.
—Ya, ya lo sé. Ya sé cuál fue el dictamen. ¿O es que no lo oí en la misma sala? —volvió a reír—. Un dictamen acorde con las pruebas del caso. ¿No es eso lo que han dicho los periódicos?
—¿Y usted lo pone en duda?
—Vamos a ver, señor Quirke: por supuesto que lo pongo en duda. Quiero decir que es difícil de veras pensar que una mujer joven y sana vaya en coche a Sandycove, en plena noche, y que se quite hasta la última de sus prendas de vestir y las deje allí dobladas en el suelo y entonces, por puro accidente, caiga al mar.
—Pudo tener ganas de nadar de noche —dijo Quirke—. Estamos en verano. Aquella noche hacía calor.
—Los únicos que van a nadar allí son hombres. Y nadan en el club Forty Foot, donde no está permitida la entrada a las mujeres.
—A lo mejor fue por divertirse, o por pasar un rato. Era de noche, allí no habría nadie que la viese. Las mujeres hacen cosas así, y más cuando hay luna llena.
—Ya, ya. Desde luego —dijo el policía—. Una bromita de medianoche.
—Inspector, la gente es muy rara. La gente hace las cosas más raras que uno pueda imaginar. Sin duda se habrá dado cuenta, a la vista de cuál es su trabajo.
Hackett asintió y cerró los ojos un momento, reconociendo la ironía del comentario.
Llegaron a la altura del pub de Ryan, en Parkgate Street. El policía lo señaló con un gesto.
—Seguro que echa usted de menos la compañía —dijo—, cualquier velada de éstas.
Quirke prefirió hacer como que no había entendido.
—¿La compañía?
—Como ahora es un abstemio total, según me ha dicho… ¿A qué se dedica usted cuando anochece?
Otra vez la misma pregunta que le había formulado Phoebe, una pregunta para la que carecía de respuesta.
—¿Está usted investigando —optó por preguntar en tono de impaciencia— la muerte de Deirdre Hunt?
El inspector se detuvo en seco dando exageradas muestras de sorpresa.
—¿Investigando? Oh, no. No, ni mucho menos. No es más que curiosidad. Más o menos. Son gajes del oficio… que yo diría que tenemos los dos en común —miró de reojo a Quirke con una mueca de sarcasmo. Siguieron caminando. Era mediodía y el sol apretaba de lo lindo. El policía se quitó la chaqueta y la llevó colgada del hombro—. He metido la nariz aquí y allá por ver si averiguaba de dónde procedía, me refiero a Deirdre Hunt. Las Mansiones de Lourdes, nada menos. Los Ward, puesto que ése era su nombre de soltera, son gente dura de verdad. El padre trabajaba en las barcazas de transporte de carbón. Ahora está jubilado. Enfisema. No por eso ha dejado de beber, ni de andar llevando su corpachón de un lado a otro. La madre yo deduzco que se habrá echado alguna que otra cana al aire en sus años mozos. Hay un hermano, Mikey Ward, de sobra conocido en la comisaría de distrito. Robos de poca monta, esas cosas. Otro hermano se escapó a los catorce años, se hizo a la mar por lo visto, no se han vuelto a tener noticias de él. Gente con callo, ya le digo.
—Supongo que por eso mismo se dedicó ella al negocio de la belleza —dijo Quirke.
—Sin duda. Resuelta a mejorar su suerte —el policía suspiró—. Sí, es una verdadera pena —volvieron a cruzar el río y comenzaron a subir la empinada cuesta que llevaba a la entrada del parque. Ante ellos, los árboles a uno y otro lado de la avenida parecía que palpitasen recortados contra un cielo caluroso, blanqueado—. ¿Usted sabe con quién lo llevaba?
—¿El qué?
—El salón de belleza.
—No.
—Un tipo llamado White. Por lo visto, un tipo con manga ancha, tengo informaciones dignas de fiar. Tenían una peluquería en el local de Anne Street antes de abrir el salón de belleza.
—¿Y por qué es un tipo con manga ancha?
—Asume riesgos. Riesgos financieros. Su mujer tuvo que arrimar el hombro hace un par de años para impedir que se ensuciara su reputación. Entonces quebró lo de la peluquería.
—¿Tiene dinero?
—¿La mujer? A la fuerza. También se dedica a los negocios. Tiene un taller de costura en Capel Street, hace patrones de moda para las señoras de clase alta. Y cobra dos peniques la hora.
Le tocó a Quirke el turno de echarse a reír.
—Debo decirle, inspector, que tratándose de un hombre que no está llevando a cabo una investigación parece que sabe muchísimo de todas estas personas.
El inspector se lo tomó como un cumplido y fingió una ligera vergüenza.
—No es para tanto —dijo—. Ésas son cosas de las que uno se entera si se planta en una esquina, en plena calle, a escuchar al viento.
Hacia la izquierda, una manada de ciervos se había plantado entre las altas hierbas de un calvero, en medio de una ondulación producida por el calor; un macho elevó la compleja cornamenta y los miró de soslayo, con suspicacia y truculencia.
—Mire, inspector —dijo Quirke—. ¿Qué es lo que importa todo esto? La mujer ha muerto.
El inspector asintió, aunque también podría haber sido un gesto de negación.
—Pero es que es precisamente entonces cuando importa, cuando a mí me importa: cuando alguien ha muerto y no está del todo claro cómo ha sido. ¿Entiende lo que intento decir, señor Quirke? Por cierto —añadió con una sonrisa—, no se olvide de que fue usted quien trajo a mi atención a la pobre Deirdre Hunt. ¿O ya no se acuerda?
Quirke no encontró respuesta.
Volvieron entonces sobre sus pasos y tomaron un autobús a la entrada del parque. Viajaron en la plataforma abierta de la parte posterior, sujetos al pasamanos, balanceándose al unísono a la vez que el autobús devoraba el recorrido por los muelles. El inspector se quitó el sombrero y lo sujetó sobre el pecho con la actitud de alguien que asistiera a un funeral. Quirke estudió las manos del hombre, el perfil plano, de campesino. No sabía nada de Hackett, comprendió en ese momento, más allá de lo que veía en él, y lo que veía era lo que Hackett decidía darle a ver.
A veces, el policía emitía un tufillo a algo, algo tangible como un olorcillo, entre blanquecino y gris, que le hacía pensar en instituciones de caridad. ¿Habría tal vez en su pasado más remoto algo semejante a lo que Carricklea suponía en el suyo? ¿Eran los dos chicos de orfanato?
Quirke no se tomó la molestia de preguntarlo.
Se bajó en Four Courts, saltando de la plataforma mientras el autobús seguía en marcha. Un borracho de pelo encrespado y revuelto se encontraba tirado en la acera, ante las puertas de la plazoleta, inconsciente, pero agarrado con fuerza a su botella de jerez. Quirke a veces se imaginaba así, olvidado del mundo, perdido en su ser, harapiento, encharcado en alcohol, derrumbado en una esquina llena de desperdicios, su única posesión una botella en una bolsa de papel de estraza.
Al salir el autobús tras la parada, envuelto en su miasma de humo del escape, sucio y gris, el inspector lo miró con su sonrisa de pez e hizo su gesto al estilo de Stan Laurel, de nuevo con el sombrero en el pecho, aleteando, en un ademán cómico, a medias dolido, que parecía a un tiempo una despedida y, ¿seguro?, una admonición.