En su momento le pareció de lo más natural que aquel miércoles por la tarde, con tanto viento, el doctor Kreutz la invitase a entrar en la casa, aunque prácticamente no dio crédito cuando se percató de que ella, una mujer casada, lo había seguido por la cancela abierta en las barandillas de hierro, cuyas bisagras rechinaron como si emitieran un suspiro de sorpresa o un grito corto y contenido, de advertencia. Él sacó la llave y abrió la puerta del sótano y se hizo a un lado y la sostuvo abierta del todo, indicando con un gesto amable que pasara ella delante. Había un pasillo corto, mal iluminado, al fondo del cual estaba la sala, la consulta, una estancia de techo bajo y también poco iluminada. El aire olía a un perfume agradable, a hierbas o especias; era un aroma ambiental que daba gusto percibir, con un toque a madera, y sin embargo intenso, nada que ver con los aromas baratos y empalagosos que vendía el señor Plunkett: Coty, Ponds y Velada en París. La fragancia le llevó a pensar en desiertos, en jaimas, en camellos, aunque fue consciente de que no encontraría esas cosas en la India, claro que tampoco sabía apenas nada de la India, salvo lo que había visto en las películas, y además suponía que todo aquello era pura invención, que no se parecía en nada a la India palpitante y verdadera. Había un sofá bajo, mullido, con una manta roja por encima, y una mesita baja, y cuatro cojines de colores vivos en el suelo, en derredor, para sentarse en ellos seguramente, en vez de sillones, aunque tal vez fueran para arrodillarse. No había alfombra. La tarima estaba pintada con un barniz oscurecido, pero brillante.
—Adelante, adelante. Bienvenida, bienvenida —dijo el Doctor, y la apremió a tomar asiento en el sofá con un solo gesto, con su mano larga y esbelta, del color del chocolate fundido. Pero ella no quiso sentarse, al menos por el momento.
Sobre la mesita había un cuenco de cobre batido, en el que el Doctor volcó las tres relucientes manzanas que llevaba en la bolsa de rejilla —ella pensó un instante en Blancanieves y la Bruja—; luego salió por un arco en el que no había puerta, pasando a una habitación contigua, en la que le oyó llenar de agua la kettle. Guardó silencio y percibió el lento, apagado latir de su corazón. No estaba pensando en nada, o al menos no estaba pensando con palabras. Era lo más extraño que había experimentado en su vida hasta la fecha, estar allí, en aquella estancia, con aquel exótico perfume suspendido en el aire, donde casi todas las cosas parecían distintas de aquello a lo que estaba acostumbrada. Si Billy hubiera entrado por la puerta en ese instante ella habría tenido serias dificultades para precisar quién pudiera ser. No sintió el menor asomo de preocupación o de alarma. A decir verdad, nunca se había sentido tan lejos de todo peligro. Fuera, en la calle, arreciaba el viento, y las sombras difusas de las hojas se movían ante ella en la pared del fondo. Notó que estaba temblando; estaba temblando de la emoción, y también por una extraña suerte de felicidad expectante que de alguna manera alguna relación guardaba con el rojo oscuro de la manta que cubría el sofá y con los cojines sobre el suelo, rojo intenso, y con las tres manzanas relucientes, perfectas, irreales casi, puestas en el cuenco de cobre, cada una de las cuales ostentaba en la piel un reflejo de un idéntico punto de luz, procedente de la ventana.
El cuarto que había al otro lado del arco era una escueta cocina, con armarios mal pintados y un viejo fregadero de piedra y una minicocina con dos fuegos, sobre uno de los cuales el Doctor había puesto la kettle para hacer un té de hierbas en una tetera verde, de metal, que no era redonda, sino que tenía forma de barco, parecida quizás a la lámpara de Aladino, con un pico largo y curvo, con unos dibujos de remolinos grabados en el metal de la tetera. Esta vez sí aceptó la invitación de sentarse, y se acomodó con esmero en el sofá, con las rodillas bien juntas y las manos unidas en el regazo. El Doctor, con maravillosa elegancia y sin ningún esfuerzo, se plegó rápidamente hacia abajo, como un sacacorchos que se inserta en el corcho, hasta quedar sentado como un sastre sobre uno de los cojines, frente a la mesa. Sirvió un té casi incoloro en dos tacitas decoradas con delicadeza. Ella esperó a que le sirviera leche y azúcar, pero entonces cayó en la cuenta de que no era esa clase de té, y aunque no había dicho nada que demostrase su ignorancia se puso colorada, si bien confió en que él no se hubiera percatado.
Se pusieron a charlar, y antes de darse cuenta de lo que hacía le contó toda clase de cosas sobre su persona, cosas que nunca habría contado a nadie más. Primero le habló de su familia y de su vida en los Bloques, o al menos le dio una versión edulcorada, poniendo cuidado en no decir cómo se llamaban los Bloques ni en dónde estaban exactamente, no fuera que él conociera las viviendas de protección y estuviera al tanto de la terrible reputación que tenían, de los chistes de que eran objeto entre quienes no habían tenido que vivir allí, y se las ingenió para hacerlos pasar por unas viviendas anticuadas, bastante grandiosas, como lo eran las de Mespil Road, por delante de las cuales pasaba ella a menudo cuando iba a dar un paseo durante el fin de semana. También le habló de la bicicleta que le habían robado cuando era una niña, y de cómo le partió un diente a Tommy Goggin, cosa que desde luego no era del estilo de las que con toda seguridad sucedían en Mespil Road. Iba a contarle incluso lo que le hacía su padre cuando era poco más que una niña, lo que le había obligado él a prometer que sería «nuestro pequeño secreto», pero se calló a tiempo, asombrada de su labia incontrolada. ¿Cómo era capaz de hablar así con un perfecto desconocido? Al pensar en su padre y en todo aquello tuvo una sensación de flaqueza en la boca del estómago, y pese al perfume especiado y a la fragancia del té tuvo la certeza de percibir por un instante y con toda claridad el olor exacto que tenía su padre, un olor a carbonilla y a tabaco y a sudor, y tuvo que contenerse para no temblar debido al estremecimiento que le produjo. De todos modos, se preguntó mientras sorbía aquel té entre amargo y dulce, ¿qué estaba haciendo ella allí, sentada sobre una manta roja, en la habitación de un desconocido, una tarde otoñal como cualquier otra? Sólo que la tarde no era como cualquier otra, de eso también estuvo segura. Supo, de hecho, que iba a recordarla para siempre y a considerarla uno de los días más portentosos de su vida, más portentoso incluso que el día en que se casó.
Calló entonces de pronto por pensar que ya había hablado demasiado de sí misma, al menos por el momento, y aguardó a ver qué le revelaba él sobre su persona y su vida a cambio de sus confidencias. Pero le contó poca cosa, o más bien poco en lo que pudiera ella situarse de verdad, y además le sonó todo extraño. Había nacido en Austria, le dijo, y era hijo de un psicoanalista austríaco y de la hija de un maharajá, enviada desde la India para ser discípula del psicoanalista del cual se enamoró. Mientras le escuchaba, notó a su pesar el mínimo escrúpulo de una duda; aunque él hablaba como si tal cosa, sin que al parecer le importase ni mucho ni poco que ella diera en creerle o no, en su tono de voz algo había que no le sonó del todo… en fin, del todo natural. También lo sorprendió mirándola con lo que parecía un relumbre especulativo en sus ojos entre castaños y negros, y se preguntó si no estaría sondeando su credulidad o si, en efecto, no estaría riéndose de ella. Pero no pudo creer que le mintiera, y tampoco le importó que le estuviera tomando el pelo, lo cual fue extraño, porque si había una sola cosa que por lo común no toleraba era que alguien se burlara de ella. Más adelante tendría ocasión de comprobar que ésa era su manera de ser con todo el mundo, en todas las cosas, y que para él no había nada que no tuviera su lado jocoso, y le enseñó, o al menos trató de enseñarle —a ella nunca se le había dado nada bien captar las bromas al vuelo— que la solemnidad era lo mismo que la tristeza, y que Dios sólo quería que fuésemos felices.
Le explicó que él era sufí. Ella no sabía qué era eso, ni siquiera sabía escribirlo. Supuso en un primer momento que era el nombre de una tribu, o quizá, ¿cómo se decía?, el nombre de la casta a la que pertenecía él, o que al menos era resultado de que su madre en efecto procediera de la India. Pero no: se trataba por lo visto de una religión, o de una especie de religión. Él le explicó que el nombre era en sí una versión de una palabra árabe, saaf, que quiere decir puro. El sufismo se basaba en las enseñanzas secretas del profeta Mahoma —al pronunciar el nombre inclinó la cabeza y musitó algo, una oración, pensó ella, en una lengua gutural que a sus oídos sonó como si hiciese gárgaras—, que había vivido casi mil cuatrocientos años antes, y que era un maestro tan grande como Jesucristo. El profeta había sido enviado por Dios en muestra de «misericordia al mundo entero», le explicó, y siempre habló con la gente de un modo que todos pudieran entender. Como la mayoría de la gente es simple, dio a sus enseñanzas un estilo simple y empleó palabras sencillas, pero también tenía otras doctrinas que comunicar, doctrinas místicas, difíciles, destinadas única y exclusivamente a los más sabios, a los iniciados. Sobre esas enseñanzas habían fundado los sufíes su religión. Los sufíes habían tenido sus comienzos en Bagdad —ella había visto esa película, El ladrón de Bagdad, aunque pensó que era mejor no decirlo—, y sus enseñanzas se habían extendido por todo el mundo. Hoy en día —dijo—, hay sufíes por todas partes, en todos los países del mundo.
Estuvo hablando mucho tiempo, con sosiego y con gravedad, sin mirarla, con la vista perdida al frente, como si estuviera en un ensueño, y por su modo de hablar —de salmodiar, más bien— podría haber estado pensando en voz alta, o bien repitiendo algo que hubiera dicho muchísimas veces, en muchísimos otros lugares. Le recordó a un cura que pronunciase un sermón, sólo que no se parecía en nada a un cura, o al menos a los curas a los que ella estaba acostumbrada, con la sotana negra y maloliente, mal afeitados y unos ojos espantados, resentidos. El Doctor, lisa y llanamente, era bello. Ésta era una palabra que a ella nunca se le hubiera ocurrido aplicar a un hombre, o no hasta ese momento. Le contó muchísimas cosas y dijo tantísimos nombres —Alí no sé cuántos Talib, El-Ghazali, Omar Jayam, del cual al menos había oído hablar, y otros que tenían verdadera gracia, como Al Biruni, Rumi, Saadi de Shiraz— que pronto la cabeza le daba vueltas. Le enseñó que los sufíes creen que todas las personas han de aspirar a purificarse, a despojarse de todos los bajos instintos del ser humano, para aproximarse a Dios por medio de etapas sucesivas, los maqaam, y estados de ánimo, los haal. Pronunció éstas y otras palabras exóticas con toda claridad y con gran cuidado, como si quisiera que ella las retuviese, aunque casi todas las olvidó en el acto. No obstante, hubo dos palabras que supo que iba a recordar, que fueron shayk, el sabio, y murid, el discípulo, el aprendiz que se pone bajo la guía y al cuidado del shayk. Y mientras escuchaba su perorata sobre el amor que ha de existir entre ambos, entre el maestro y su discípulo, el sentimiento que tuvo nada más entrar en la estancia resplandeció con más fuerza que nunca. Era una especie de… no supo muy bien cómo describirlo para sí, pero era una especie de apacible excitación, si tal cosa era posible; excitación y calor y un sentimiento de anhelo transido de felicidad. Sí, anhelo, pero ¿anhelo de qué?
Sólo bastante más tarde comprendió a carta cabal qué extraordinaria había sido la hora que pasó con él; qué extraordinario, esto es, que hubiera ido allí, y que hubiera pasado todo aquel rato sentada, atenta, escuchándole. Siempre había sido impulsiva —se lo decía todo el mundo, incluida la tía Irene, aunque en su boca sonaba a que fuese un defecto tremendo—, pero aquello había sido algo bien diferente. Se había sentido atraída al Doctor por pura necesidad. No sabría decir qué necesidad era ésa, ni cómo había intuido que fuese él quien pudiera saciarla. Sólo tuvo conciencia, cuando él la acompañó a la calle y de nuevo caminaba por Adelaide Road hacia la parada del autobús, con la tarde ya oscurecida y ventosa —tenía que haber pasado más de una hora con él si ya se había hecho tan tarde—, de haber sido de alguna manera apartada de todo cuanto la rodeaba. Se sintió como aquellas personas del anuncio de Horlicks, o tal vez fuera de Bovril, que aparecen caminando bajo la constante lluvia del invierno, si bien sonríen con buen ánimo, cada una de ellas envuelta por un aura protectora de luz y de calor.
Hizo memoria para recordar todo lo que pudiera de los cuentos y las parábolas que él le había relatado. La historia que mayor impresión le causó fue la de la muchacha que había sido devuelta del reino de los muertos. Esta muchacha tenía tres pretendientes y era incapaz de decidirse por uno de ellos. Un buen día enfermó y había muerto en menos de una hora. Los pretendientes quedaron desolados, y cada uno lloró la pérdida de la muchacha a su manera. El primero no abandonó el cementerio ni de día ni de noche, y comía y dormía junto a la tumba de su amada; el segundo echó a caminar por el mundo y se convirtió en un faquir, un hombre sabio, mientras el tercero dedicó todo su tiempo a consolar al apenado padre de la muchacha. Un día, a lo largo de sus viajes, el segundo pretendiente, el faquir, tuvo conocimiento gracias a otro sabio del hechizo mágico y secreto que devolvía a los muertos a la vida. Se apresuró en regresar a su pueblo y fue al cementerio y pronunció el encantamiento mágico para invocar a la muchacha y que saliera de su tumba, y en un instante apareció tan bella como siempre había sido. La muchacha regresó a la casa del padre, y los pretendientes iniciaron una discusión para dirimir cuál de los tres debía quedarse con su mano. Fueron a la sazón a ver a la muchacha y cada uno defendió sus méritos. El primero dijo que no había abandonado su tumba ni un solo instante, por lo que su pena había sido más pura que la de los demás. El segundo, el faquir, apuntó que había sido él quien adquirió el saber necesario para traerla de la tierra de los muertos. El tercero habló del consuelo y del apoyo que había prestado a su padre después de que ella muriese. La muchacha los escuchó por turnos, y entonces dijo a todos ellos: «Tú, que descubriste el encantamiento con el que devolverme la vida, tú has sido humanitario. Tú, que cuidaste de mi padre y le diste consuelo, has actuado como un hijo. Tú en cambio, que has permanecido junto a mi tumba, tú has sido un verdadero amante, y contigo he de casarme».
No era más que un relato, ella lo sabía, y además uno sin pies ni cabeza, pero algo se movió en su interior. De todo lo que el Doctor le había dicho, creyó que ésa era la historia destinada a ella de una manera especial. La forma de la fábula parecía ser la forma de una vida que algún día sería suya. El futuro, creyó, el futuro en la forma improbable del doctor Kreutz, le había enviado un mensaje, una profecía de supervivencia y de amor.