5

Los martes, después de visitar a su abuelo en el convento, Quirke tenía por costumbre invitar a su hija a cenar en el restaurante del Hotel Russell, en St. Stephen’s Green. Phoebe decía que le gustaba el sitio, que era a la vez desaliñado y elegante, y que al mismo tiempo, como señaló ella con una risita de acero, de menosprecio, era el no va más del lujo. La comida era estupenda, aunque Phoebe apenas reparó en ello, y el vino aún mejor; ésta era la única ocasión de toda la semana en que Quirke se permitía bajar suave y pasajeramente del carro de la abstinencia, al que con calma y diligencia subía al día siguiente. Era desconcertante, puesto que en otras ocasiones tenía incluso la certeza de que un solo sorbo lo devolvería al camino de la perdición, o al menos lo dejaría con un hígado hecho puré. De un modo extraño, la presencia de su hija obraba de protección, de mágico cordón de seguridad contra todo exceso ruinoso. Esa noche tomaron un tinto de color herrumbre que Quirke había conocido años antes, en un viaje de fin de semana a Burdeos, con una mujer, el sabor de cuya boca imaginaba detectar aún en las honduras del sabor a uva fermentada. Eso era lo que Quirke recordaba de las mujeres: sus sabores, sus olores, el tacto acalorado de sus pieles bajo la palma de su mano, cuando sus nombres e incluso sus rostros habían sido pasto del olvido.

Phoebe llevaba un vestido negro con el cuello de puntillas blancas. En opinión de Quirke estaba alarmantemente flaca, y la encontraba más delgada con cada nuevo encuentro entre los dos. Llevaba el pelo oscuro y corto, con una permanente que formaba ondas ceñidas, metálicas, en su única concesión a la moda del momento. Era partidaria de los zapatos planos y apenas se ponía maquillaje. Las monjas que habían dado acogida a su abuelo verían a Phoebe con buenos ojos. A lo largo de los dos años anteriores se había forjado una personalidad que resultaba atractiva, quebradiza, irónica; tenía veintitrés años y podría haber pasado por una mujer de cuarenta. Sujeto a su mirada sardónica, escéptica, Quirke se sentía desconcertado. Phoebe había crecido y había dejado atrás la primera juventud con la convicción de que era hija de Mal y de Sarah, no de Quirke y de su esposa, Delia, y durante toda su vida él la había dejado seguir pensando que así era, hasta que la crisis vivida dos años antes le obligó a revelarle la verdad. Cuando nació, había parecido lo mejor, o al menos había parecido lo más fácil, ya que Delia había muerto en el parto, que fuera Sarah quien se hiciera cargo de la criatura —el Juez se había ocupado de todo—, puesto que Sarah y Mal no podían tener hijos, y más aún teniendo en cuenta que Quirke no quería ocuparse de la hija que de un modo tan trágico había irrumpido en su vida. Lo malo, la complicación añadida a todas las demás, fue que él había contemporizado con el fingimiento ante Sarah; lo malo fue que él creyó de veras que la hija de Delia había muerto; lo malo fue que terminó convencido de que Phoebe era en efecto hija de Sarah. Y ahora Phoebe sabía la verdad, y Sarah ya no estaba, y Mal estaba solo, y Quirke era como siempre había sido Quirke. Y su hija le daba miedo.

Sólo estaban ocupadas unas cuantas mesas en el restaurante, y los dos camareros se encontraban inmóviles como dos cariátides, uno a cada lado de la puerta que comunicaba la sala con la cocina. La sala tenía una tenue iluminación cenital, como un cuadrilátero de boxeo, y las paredes, de color malva, daban un tinte sonrosado, cansino, al ambiente más bien denso.

—La otra noche estuve con Mal —dijo Quirke.

Phoebe ni siquiera le miró.

—Vaya, no me digas. ¿Y qué tal está mi antiguo papaíto?

—Bastante triste.

—¿Quieres decir que está triste, lo que se dice triste, o que está en una triste situación?

—Las dos cosas. Ese perro fue un error.

¿Brandy? Pues yo creí que le había tomado cariño al chucho… Al menos, eso dijo.

—No creo yo que tu… —se calló a tiempo: había estado a punto de decir «tu padre» llevado por la fuerza de la costumbre—. No creo yo que Mal sea un tipo al que le gusten los perros.

Sirvió un dedo de vino en la copa de ella y en la suya. La botella tenía que durar todo el almuerzo, ésa era la regla.

—Tendría que volver a casarse —dijo Phoebe.

Quirke la miró veloz. A Quirke le parecía que Mal había alcanzado la condición que más natural era en él, como si de hecho hubiera nacido para ser viudo.

—¿Y tú? —dijo Quirke.

—¿Y yo… qué?

—¿Alguna perspectiva romántica en el horizonte?

Lo miró con una ceja enarcada, sin sonreír, frunciendo los labios pálidos.

—¿Se supone que es un chiste?

Palideció ante su dureza de acero. Era a fin de cuentas hija de Delia, y con cada día que pasaba iba pareciéndose más a su madre. Delia había sido la mujer más endurecida que él nunca conociera; Delia había sido una mujer de acero puro, sin aleación, en todo momento. Era lo que más le gustaba de ella, de aquella mujer exquisita, atormentada y atormentadora.

—No —repuso—, no es un chiste.

—Yo estoy casada con mi trabajo —afirmó Phoebe con burlona solemnidad—. ¿No te has dado cuenta?

Había tomado un empleo en una sombrerería de Grafton Street en la que dilapidaba su talento, pero Quirke no protestó, a sabiendas de que ella se limitaría a apretar la mandíbula, esa mandíbula recta y encantadora, que era otra cosa que había heredado de Delia, fingiendo no haberle oído.

Depositó el cuchillo y el tenedor en paralelo sobre el plato —apenas había tocado la carne— y sacó una pitillera fina, de oro, y un encendedor cilíndrico, también de oro, apenas más grueso que un bolígrafo, que Quirke no había visto antes en sus manos. Sintió un aguijonazo. Eso ha debido de comprárselo ella, pues ¿quién, si no, se lo habrá comprado? Se la imaginó en una tienda, examinando las vitrinas acristaladas, la dependienta que la miraba con una mezcla de simpatía y rencor, una muchacha de compras, pero haciéndose regalos a sí misma. Le miró las muñecas, los pómulos marcados, el hueco en la base del cuello: toda ella parecía intencionalmente adelgazada, como si estuviera resuelta a refinarse sin cesar, hasta que al final no quedara de ella más que un perfil fino como un cabello, unos cuantos trazos de negro y plata.

—Hoy he tenido una curiosa experiencia —le dijo—. Bueno, curiosa no; de curiosa no tiene nada, la verdad. Extraña, eso sí. No puedo dejar de pensar en ello —frunció el ceño mientras escogía un cigarro de la pitillera; Nube de Paso, según vio Quirke, seguía siendo su marca de tabaco. No dejó de estudiarla aprovechando que ella no se daba cuenta. Cuanto más la veía, más se la imaginaba ya vieja, sentada en alguna deslucida habitación de un hotel como el hotel en que estaban, con su vestido negro, con una pose de hastío que sentiría en lo más vivo, desecada, incurablemente solitaria. Prendió el cigarrillo y exhaló el humo antes de apoyar los codos sobre la mesa, dando vueltas al encendedor entre los dedos—. Llamé a una persona desde un teléfono, a la vuelta de la esquina de la sombrerería. Es una persona a la que había encargado que me trajera una cosa de Estados Unidos. Agua de rosas de Kiehl, que aquí no se encuentra. No estaba en el teléfono que me dio, así que la llamé a su casa; ella misma me había dado el teléfono de su domicilio, y me había dicho que la llamase en cualquier momento, siempre que necesitara algo. Yo estaba esperando a que me avisara de que había vuelto con lo que le pedí, y estaba extrañada de que no dijera nada, así que me empecé a preguntar si le habría ocurrido algo. Contestó su marido; bueno, al menos supongo que era su marido. Tenía una voz muy rara. Me dijo que no estaba disponible. Lo dijo con esas mismas palabras, así: «No está disponible». Y colgó. Pensé que tal vez estuviera borracho, o algo parecido. Reconozco que me sentí intrigada, así que llamé a su socio, al hombre que lleva con ella el negocio que tienen a medias. Tampoco lo encontré en casa, pero se puso su mujer. Le expliqué que había intentado ponerme en contacto con esta persona, y que había hablado con su marido, o con quienquiera que fuese, y le dije que me había dicho de una forma muy llamativa, o a mí me lo pareció, que no estaba disponible. Con eso, la mujer soltó una carcajada. No fue una risa de contento, sino más bien una risa de enojo, molesta, desdeñosa, y dijo: «Vaya, debe de ser la primera vez en muchísimo tiempo que esa perra no está disponible». Por la manera en que dijo «disponible» comprendí a qué se estaba refiriendo. Me llevé un buen sobresalto, te lo aseguro. «Disculpe», le dije, «es evidente que he llamado en mal momento». Y ya iba a colgar, pero se ve que esta mujer estaba a la espera de que alguien la llamase para despacharse a gusto a propósito de «esa rata indecente», que fue como llamó a su marido. Y se puso a contarme cosas de lo más asombroso. Creo que estaba un tanto histérica. Bueno, bastante más que un tanto, la verdad. Dijo que había encontrado un montón de fotografías guarras que estaban escondidas. No sé a qué se refirió exactamente. Y un montón de cartas que esa mujer había escrito a su marido, cartas que por lo visto también eran bastante guarras. Saltaba a la vista, me dijo, que los dos se habían liado, que habían tenido una aventura delante de sus narices, el rata de su marido y aquella mujer. Estuvo hablando durante una eternidad. Parte del tiempo creo que estuvo llorando también, pero más que nada de rabia. Sí, como una histérica, sin lugar a dudas. ¿Quién no iba a estarlo, digo yo, después de hacer semejante descubrimiento?

Mientras hablaba, Quirke había sentido que algo se estiraba en él, que algo iba ganando fuerza, como la cuerda de un arco que se tensara lentamente, con un temblor y un zumbido propios. Phoebe seguía dando vueltas al encendedor entre los dedos.

—Esa mujer —preguntó—, ¿cómo se llama?

Ella lo miró.

—¿Cuál?

—La que no estaba disponible.

Supo qué iba a decir antes de que lo dijera.

—Deirdre no sé cuántos, aunque su nombre profesional es Laura Swan. ¿Por qué me lo preguntas?

Salieron del hotel y cruzaron la calle hacia el Green, donde pasearon por la verja del perímetro en dirección a Grafton Street. Se adensaba el atardecer en el aire, pero el cielo en lo alto seguía claro, una cúpula de azul blanquecino, en la que una sola estrella brillaba pálida y baja sobre los tejados.

—¿Qué sueles hacer a estas horas —preguntó Phoebe— ahora que ya no sales a matarte a copas?

No le respondió. Y, sin embargo, ¿qué era lo que hacía con su tiempo? Temía haberse convertido en un sonámbulo, en uno de esos solitarios que con la caída de la noche recorrían las calles de la ciudad pegados a las paredes, o se plantaban a la entrada de las tiendas, o se pasaban las horas sentados en el coche con el motor en marcha, tipos desdibujados, sin rostro, entrevistos sólo con el destello de una cerilla o a la luz del salpicadero, lamiéndose las heridas o cuidando sus oscuras penas.

—Eres tú el que debería ir en busca de un romance —dijo Phoebe.

Fueron al Shelbourne, donde antiguamente habían pasado tantos ratos juntos, y se sentaron en el salón a tomar café. Cuando era poco más que una niña, él la llevaba allí mismo por la tarde, a tomar un té con canapés y éclairs de chocolate y madalenas rellenas de mermelada. Parecía que hubiera pasado una eternidad. Y es que había pasado una eternidad. Esa noche, el salón estaba desierto, con la excepción de un trío de políticos, los tres con traje azul, que trabajaban en los Ministerios, a la vuelta de la esquina, y que conspiraban juntos en un rincón, cerca de la chimenea vacía. Con la caída de la noche, la luz en aquel salón enorme siempre resultaba extraña, más una penumbra granulosa que una luminosidad, que descendía ingrávida de las dos arañas enormes, de cristal, sobrecogedoramente inmóviles. Quirke, por su parte, estaba preguntándose qué hacía Phoebe a esas horas. Vivía sola en un piso de tres habitaciones, en Harcourt Street. No tenía novio, de esto estaba seguro, pero ¿tendría amistades, personas a las que veía con frecuencia? ¿Alguien la invitaba a salir, o pasaba por su casa a visitarla? No soltaba prenda sobre su vida privada.

Estaba fumando otra vez, sentada muy erguida en una silla pequeña, sobredorada, con una pierna montada sobre la otra. Tenía puntillas también en los puños del vestido, así como en el cuello, que le daban cierto aire antiguo: podría ser una institutriz, se dijo él por decir, en los viejos tiempos, o la dama de compañía de una señora adinerada.

—¿Por qué te interesa tanto Laura Swan? —le preguntó.

Él enarcó una ceja.

—No me digas que me interesa…

—Me fijé en la cara que se te ponía cuando te dije su nombre. ¿La conoces?

—No. No la conozco. Conocía a su marido, pero de eso ya hace bastante, mucho tiempo.

—¿Y cómo es? Por teléfono me pareció que estaba un poco desequilibrado.

Quirke vaciló.

—Es que ha sufrido una dura pérdida —dijo. Dejó que se hiciera otro momento de silencio—. En fin. La verdad es que su esposa ha muerto.

Ella se le quedó mirando con el cigarrillo a mitad de camino de la boca.

—¿Quién?

—Su esposa. Deirdre… Deirdre Hunt. La que se hacía llamar Laura Swan.

Algo titiló en sus ojos, una incertidumbre infantil, un destello casi, tal vez, de miedo. Pasó un rato sin que dijera nada.

—¿Cómo? —dijo al fin—. Quiero decir, ¿qué ha pasado?

—Encontraron su cuerpo la semana pasada. Una mañana, en las rocas de la orilla de Dalkey Island, adonde lo había arrastrado la mar. Lo lamento. ¿La conocías bien? ¿Era amiga tuya? —ella permanecía con el ceño fruncido, mirando al frente sin ver—. Lo lamento —volvió a decir, y ella tal vez tuvo un escalofrío, o tal vez se dio una sacudida.

—La conocía —dijo—, pero no diría que la llegase a conocer bien. A veces se paraba a charlar un poco cuando nos cruzábamos en la calle. Y le compraba cosméticos en un local que tiene en Anne Street. El Silver Swan se llama —hizo una pausa—. Ahogada… Pobrecilla —se le ocurrió algo más, y miró a Quirke enseguida—. ¿Ha sido un suicidio?

—Ese será el dictamen del juez de instrucción —respondió Quirke con cautela.

Ella reparó en su tono comedido.

—¿Y tú piensas que no? —él no le contestó; se limitó a encoger un hombro y a dejarlo caer. Ella insistió—: ¿Has tenido algo que ver con el cadáver? ¿Le has hecho tú la autopsia? —él asintió—. ¿Y qué has descubierto?

Él miró hacia los tres politicastros de la esquina, pero sin verlos.

—¿Cómo era?

Phoebe se paró a pensar.

—No lo sé. Era… normal y corriente. Guapa, desde luego, pero ordinaria. Es decir, no tenía nada especial, o nada especial que a mí me llamara la atención. Muy seria. Apenas sonreía nunca. Pero siempre era atenta, siempre se la veía deseosa de ayudar a los demás. Tuve la impresión de que algo se llevaba entre manos con el tipo con el que dirige el negocio.

—¿Quién es?

—Leslie White. Inglés, me parece. Alto, flaco, tremendamente pálido. Incoloro incluso. Con un pelo extraordinario, blanco plateado. Se podría decir que el nombre le sienta como un guante: White. Suele llevar un pañuelo plateado al cuello —torció la nariz. Él la estaba mirando con gran atención.

—¿Cómo lo conociste?

—Me dio su tarjeta de visita un día en que fui al local —con un dedo, trazó un rótulo adornado en el aire—. «Leslie White - Director Comercial - The Silver Swan». Anda siempre yendo y viniendo. Es un tipo que da mala espina. No diría yo que no sea capaz de arrojar a una mujer al mar —dedicó a Quirke una mirada de intensidad—. ¿Tú crees que la empujaron al mar?

Apartó la mirada. El hecho de que ella los conociera, de que conociera a Deirdre Hunt y a ese tal White, era inquietante. Fue como si algo que había considerado muy lejano de pronto se hubiera rozado con él, tocándolo con su tentáculo. El reloj de la repisa de la chimenea en la otra punta del salón comenzó a dar la hora, un sonido susurrante y siniestro; a su señal, los tres políticos se pusieron en pie y salieron veloces de la sala, todavía apiñados y sigilosos, como los malvados de un melodrama.

—No lo sé —dijo Quirke—. No sé qué fue lo que la pasó. Pero sé que no se ahogó.

Mintió ante el tribunal de instrucción, tal como dio por hecho el inspector Hackett cuando le dijo que iba a mentir. No quiso engañarse pensando que de ese modo protegía los sentimientos de Billy Hunt ni que escudaba su reputación. Por así decir, lo que hizo fue sellar el escenario del crimen a toda investigación ulterior. Eso fue todo.

Cuando se reunió el tribunal a media mañana, el aire de la sala ya era caldoso y rancio. Se oía el ajetreo de costumbre, un runrún proclive a causar jaquecas, mientras los funcionarios llevaban los documentos de acá para allá y el jurado tomaba asiento con evidente malhumor y los perros de presa de los periódicos intercambiaban bromas en la perrera acordonada, en un lateral de la sala. Quirke reparó en que los chicos de la prensa eran sobre todo novatos; daba la impresión de que los directores de sección no esperasen gran cosa de la noticia. Era casi como si de un suicidio no se debiera dar noticia; ésa era la norma oficiosa que se observaba a rajatabla en los periódicos. La galería reservada al público contaba con la presencia escasa y habitual de los papamoscas y los fantasmas. Billy Hunt estaba sentado a un lado, en la primera fila, flanqueado por dos mujeres, una joven, la otra vieja, y durante todo el proceso permaneció con la cara sujeta entre las manos. En la otra punta de la misma fila se encontraba una pareja que, supuso Quirke, debían de ser los padres de Deirdre Hunt, una mujer vaciada, enfermiza, con el cabello teñido de rubio, de unos cincuenta y tantos, y un tipo bajo, de cabello crespo, ojos iracundos y traje marrón, la chaqueta del cual llevaba abotonada y muy prieta sobre un torso en forma de tonel.

Sheedy, el juez de instrucción, vestía su habitual traje gris polvoriento, con un pulóver azul y una corbata estrecha, de rayas. Escuchó las pruebas que aportó el sargento de la Garda cuyos hombres procedieron al levantamiento del cuerpo desnudo de Deirdre Hunt en las rocas de Dalkey Island, tras lo cual se volvió con toda su palidez hacia Quirke y le interrogó con la misma gelidez de siempre, inquiriendo si en el examen que había realizado sobre los restos de la difunta había llegado a alguna conclusión en lo relativo a la causa del fallecimiento.

—En efecto —dijo Quirke con una voz demasiado sonora, demasiado resuelta, y creyó que vio temblar la punta de la nariz de Sheedy.

Éste había sido juez de instrucción de la ciudad desde hacía una veintena de años, y tenía una rápida y fina percepción de las vacilaciones y las evasivas que se deslizaban como los peces en la presentación de las pruebas, incluso entre los testigos más libres de toda culpa que comparecían ante él. Quirke se dio prisa en terminar. Había llevado a cabo un examen externo del cuerpo, dijo, a resultas del cual llegó a la conclusión de que la mujer había muerto por ahogamiento.

Lo cierto era que él había rajado a Deirdre Hunt y que no había hallado en sus pulmones la espuma que habría sido de esperar si se hubiese ahogado. Sí encontró un fuerte rastro de alcohol en sangre y residuos de morfina, en una dosis elevada y casi con toda certeza fatal.

Sheedy le escuchó en silencio, una mano sobre la otra, encima de la mesa, y tras una breve pausa, aunque a Quirke se le antojó cargada de escepticismo, indicó al jurado que emitiera su veredicto, muerte por ahogamiento accidental. Billy Hunt se apartó las manos del rostro apenado y se puso en pie y salió de la sala, seguido de cerca por las dos mujeres que lo acompañaban, y que Quirke calculó, por el parecido de familia en sus rasgos, debían de ser su madre y su hermana. También Quirke se dispuso a marcharse, pero Sheedy lo llamó y, sin mirarle, concentrándose en un fajo de documentos bien apilados sobre su mesa, le interpeló en voz baja.

—Hay algo que no me quiere usted contar, señor Quirke.

Éste se cuadró y cerró la mandíbula y no dijo nada, y Sheedy inspiró con fuerza, y Quirke llegó a la conclusión de que lo iba a dejar marchar sin más. A fin de cuentas, allí nadie era inocente. El propio Sheedy muy probablemente sospechaba que fue un caso de suicidio, pero no hizo ninguna mención al respecto. El suicidio era un engorro, pues comportaba una tediosa cantidad de papeleo; además, un veredicto de felo de se tan sólo podía ser causa de mayor dolor entre los familiares, quienes tendían a pensar que su difunta y muy amada estaría asándose en lo que a decir de los curas era un pozo especial en lo más profundo del infierno, reservado a las almas de quienes se hubieran quitado la vida.

Cuando Quirke se dio la vuelta vio por primera vez —¿había estado allí desde el primer momento?— al inspector Hackett, que se encontraba en el pasillo, entre los bancos, con el sombrero en la mano, aguantando la salida en masa de los asistentes, espectadores y periodistas por igual. Sonrió y le guiñó un ojo a Quirke y batió el sombrero contra el pecho haciendo un saludo en broma, como Stan Laurel cuando batía el extremo de la corbata, a un tiempo avergonzado y sabedor. Se dio la vuelta y salió entonces tras la estela de los demás.

Una vez en la calle, Quirke encaminó sus pasos hacia el río con el calor de mediodía, lamentando haberse puesto el traje negro y llevar el sombrero negro. Hizo un alto para fumar un cigarro apoyado en el pretil de granito. Había marea baja, y el fango azulado de la orilla apestaba. Las gaviotas trazaban círculos y daban chillidos en derredor. Se alegró de que hubiera concluido la investigación, a pesar de lo cual sentía una carga, una sensación peculiar: era como si hubiera vaciado algo y acabara de descubrir que el contenedor pesaba tanto como antes. Aún estaba deseoso de saber cómo y por qué había muerto Deirdre Hunt. Había supuesto que la sobredosis había sido accidental, si bien ningún síntoma indicaba que fuera adicta, y que alguien se llevó el cadáver a Sandycove y lo había deslizado al mar. Pero si fue Billy quien de este modo se deshizo de su esposa, tan inconvenientemente muerta, ¿por qué había supuesto que el suicidio por ahogamiento iba a parecer menos deshonra que una muerte a raíz de una sobredosis de morfina, producto de un descuido? Y es que aun cuando hubiera dado por supuesto que Quirke no iba a reparar en la huella del pinchazo, no podía haber sabido que Quirke y el juez de instrucción iban a actuar en connivencia pasando por alto la obvia probabilidad de que su mujer se hubiera ahogado. ¿Había albergado Billy la esperanza de que el cuerpo se hundiera y no apareciera jamás? ¿O acaso había pensado que, caso de recuperarlo, sería irreconocible? ¿Era ésa la razón de que la hubiera desnudado, si era él quien lo había hecho? Los ciudadanos de a pie vivían en una pasmosa ignorancia respecto de los intrincados vericuetos de la medicina forense, así como de los procedimientos policiales, por cierto. Cuando se encontró el cuerpo, y además con una prontitud tan sorprendente, ¿cómo había imaginado Billy que Quirke, aun cuando no hubiese practicado la autopsia, no llegaría a descubrir cuál había sido la causa de la muerte? Claro que tal vez eso a Billy no le importase demasiado. Quirke sabía bien qué se siente cuando uno pierde a su esposa, conocía como nadie esa confusa mezcolanza de rabia y de aturdimiento y de extraño, vergonzoso regocijo.

Tiró la colilla al río por encima del pretil. Una gaviota, engañada, se lanzó a por ella. Nada es lo que parece.