4

Le resultaba imposible conciliar el sueño en esas noches que parecían poco más que un brevísimo intervalo entre el resplandor del crepúsculo y la luz cenital de la mañana. A las cuatro de la madrugada la luz diurna ya introducía los dedos insidiosos por los bordes de las cortinas del dormitorio. Había probado a usar un antifaz, pero la negrura lo desorientaba, y los elásticos de sujeción le dejaban unas vistosas marcas laterales en forma de V, en las sienes, que le duraban horas. Así pues, permanecía tendido en cama, desesperado, como un escarabajo que hubiera caído de espaldas, procurando no pensar en todas las cosas en las que no quería pensar, según se tamizaba el alba en la habitación como un polvo grisáceo y radiante. Esta mañana, como en cualquier otra mañana reciente, sopesaba el rompecabezas de Billy Hunt y de su joven esposa muerta, aun cuando fuese precisamente una de esas cosas que más le valdría no sopesar.

Si fuera sabio, se abstendría de enredarse con Billy Hunt y sus problemas. Desde el primer momento debiera haberse abstenido de toda relación con él. Su primer error consistió en devolverle la llamada; el segundo había sido acordar un encuentro con él. ¿Era tal vez simpatía lo que sentía por Billy, una cierta consonancia, dado que ambos habían perdido a sus esposas cuando eran jóvenes? A Quirke le pareció más bien improbable. Delia había muerto mucho tiempo atrás y, de todos modos, ¿no había sentido un secreto y vergonzante alivio ante su muerte? Aunque era Delia con quien se había casado, no era a Delia a quien él quiso, puesto que quiso a su hermana Sarah, a quien había perdido, por pura desidia, a manos de Malachy Griffin, nada menos que de Malachy Griffin. Sin embargo, algo había en Billy Hunt, algo en torno a su aflicción, a su sudorosa desolación, que a Quirke de alguna manera le había picado en lo más hondo, y que aún le picaba. «Algo huele a podrido», le había dicho a Mal, y sabía sin lugar a dudas que era en efecto un tufillo tenebroso lo que había percibido. No era el mismo hedor que emanó de las entrañas hinchadas de la joven muerta; era al mismo tiempo más tenue y más pugnaz que eso.

No supo qué hacer a continuación, aun cuando hubiera una continuación y, caso de que sí, aun cuando quedara algo que él debiera hacer. Podría tal vez hablar de nuevo con Billy Hunt, averiguar algo más acerca de lo que él sabía de la defunción de su mujer y, de modo más relevante, tal vez, acerca de lo que no sabía. En cuyo caso… ¿qué le iba a preguntar? ¿Qué forma daría a las preguntas? ¿Quién le clavó la aguja en el brazo, Billy? ¿Quién la atiborró de droga? ¿Fuiste tú por ventura? No creía que Billy fuese el asesino. Era demasiado inane, demasiado inepto. Los asesinos, de seguro, estaban hechos de otra pasta, nada que ver con el pobre, con el pecoso, con el apenado, con el arrastrado Billy Hunt.

Bajo la colcha, la rodilla le había empezado a doler, la rodilla izquierda, la rótula que se había destrozado cuando lo asaltaron dos agresores que lo apalearon en la zona de las escaleras de una casa desierta en Mount Street, una noche de lluvia, dos años atrás. Ésa, reflexionó ahora, era la clase de cosas que a uno le pasaban por meter la cabeza en donde más valía no meter ni un dedo.

Se volvió de costado con la mano bajo la mejilla, en la almohada caliente, y contempló las pesadas cortinas que caían hasta el suelo, colgadas ante él, a la media luz, como una laja ondulada e imponente de piedra oscura. ¿Qué debería hacer? Las aguas en las que se había precipitado el cadáver de Deirdre Hunt eran profundas y turbias. La autopsia que había practicado a aquella otra mujer joven, dos años antes, había dado lugar a una oleada de fango y de mierda, en los sedimentos de la cual aún estaba metido hasta media pierna. ¿No corría ahora el peligro de llevarse otro apestoso remojón? No hagas nada, le decía su juicio más lúcido; quédate donde estás, no te mojes. Pero ya sabía que se iba a lanzar de cabeza a esas profundidades. Algo en su interior anhelaba las tinieblas de allá abajo.

A las ocho y media de esa misma mañana se encontraba en la Comisaría de la Garda, en Pearse Street, preguntando por el inspector Hackett. El día ya era caluroso, y los rayos de sol se reflejaban como espadas que blandieran los techos de los coches que pasaban de largo en el aire ahumado, azul gasolina. En el interior, la sala de recepción diurna era todo una sombra densa, motas de polvo que flotaban en suspensión, y olía a lápices recién afilados, a documentos dejados a cocer al sol, todo lo cual a Quirke le recordó sus tiempos de escolar interno en Carricklea. Iban y venían los policías de uniforme y algunos con ropa de calle, con movimientos lentos, vigilantes, decididos. Uno o tal vez dos lo miraron de un modo tal que a él no se le ocultó que sabían quién era; los vio preguntándose qué estaba haciendo allí Quirke, el célebre patólogo del Hospital de la Sagrada Familia, estropeando el buen cuero de sus zapatos con el roce de aquel entorno trasnochado; a esas alturas, él mismo estaba haciéndose también esa pregunta.

Hackett bajó a recibirlo. Bajó en mangas de camisa, con unos tirantes anchos; Quirke reconoció los voluminosos pantalones azules, abrillantados de manera llamativa en la culera y en las rodilleras, la mitad de lo que sin duda tenía que ser el único traje que poseía. La cara grande y cuadrada, con una boca como una raja y unos ojos atentos, también la tenía abrillantada, sobre todo en los carrillos y el mentón. El cabello, negro y peinado con brillantina, lo llevaba para atrás, formando una cresta como la de un ave rapaz. Quirke no estuvo seguro de haber visto alguna vez a Hackett sin su sombrero. Habían pasado dos años desde la última vez que hablaron los dos, y le supuso una tenue sorpresa descubrir cuánto le agradaba volver a ver al artero y viejo bruto, con su cabeza cuadrada y su boca de pez y su traje de sarga abrillantada y todo lo demás.

—¡Señor Quirke! —dijo el detective con ánimo expansivo, aunque mantuvo los pulgares encajados en los tirantes y no le tendió la mano—. ¿De veras es usted?

—Inspector…

—¿Y qué le trae por aquí a estas horas de la mañana?

—Me acordé de que es usted madrugador.

—Desde luego, eso siempre. Al que madruga, ya se sabe.

El oficial de guardia en el mostrador, un gigante de cabeza enana y orejas de soplillo, los miraba sin disimular su interés.

—Vayamos arriba —dijo Hackett—. Vayamos a mi despacho y allí me cuenta usted las novedades.

Levantó la hoja levadiza del mostrador para que pasara Quirke y al mismo tiempo alargó el pie y empujó la puerta de cristal esmerilado que, a sus espaldas, daba a las escaleras del interior. Las paredes de la caja de la escalera estaban pintadas de una tonalidad entre verde y gris, y el barniz marrón de la balaustrada resultaba pegajoso al tacto. Todos los edificios institucionales producían en Quirke, el huérfano, un escalofrío.

El despacho del inspector, como recordaba Quirke, tenía forma de cuña y estaba atestado. En la pared más estrecha, una ventana sucia iluminaba el espacio que ocupaba la mesa grande de Hackett, sólida, cuadrada, como un bloque de carnicero. Había tan poco espacio que fue como si la entrada de Quirke, con sus hombros de buey y su gran cabeza rubia, obligase a las paredes a ceder hacia fuera.

—Siéntese, siéntese, señor Quirke —dijo riendo el inspector—. Me pone nervioso ahí de pie, como si fuera un enterrador.

El aire, caluroso, apestaba a sudor y a moho, y las paredes y el techo estaban sucias, de una biliosa tonalidad de marrón Woodbine, debida a los años que llevaban aguantando el humo de los cigarrillos. El inspector tuvo que comprimirse y pasar de costado hasta su lugar ante la mesa. Se sentó con un gruñido y ofreció a Quirke un paquete abierto de Players, en cuya abertura los cigarrillos formaban como tubos de órgano en miniatura.

—Fume, fume —a su espalda, a través de la ventana, tornasolada por la suciedad y las telarañas, Quirke acertó a ver una vaga amalgama de tejados y de chimeneas que se cocían al sol del verano—. ¿Y qué tal está usted después de todo este tiempo? —dijo el policía—. A lo que se ve, ha tenido tiempo de engordar.

—Ya no bebo.

—No me diga —el inspector frunció los labios y silbó en silencio—. Bueno —añadió—. El alcohol es cojonudo si se trata de mantener el peso a raya, eso no hay quien lo niegue.

Quirke tomó un bolígrafo plateado, de rosca, que llevaba en el bolsillo, y comenzó a enredar con él. Hackett se recostó en su sillón, que rechinó; lanzó una bocanada de humo al techo y lo contempló con la cara ladeada, con un brillo de afecto en los ojos, aun cuando sus ojillos castaños, oscuros, fueran tan penetrantes como siempre. La última vez que se habían visto fue en una mañana, dos años antes, cuando Quirke fue a visitarlo a su despacho con pruebas sobre los culposos secretos que guardaba el Juez y con una lista de nombres, los nombres de quienes compartían con él la culpa. Más adelante, por teléfono, Hackett le dijo: «Han formado un círculo con las carretas, señor Quirke, y nosotros somos un par de indios desdichados, que podemos hartarnos a lanzar todas las flechas que nos dé la gana». Los dos eran conscientes de que hoy no comentarían aquel asunto: ¿quedaba acaso algo que decir? Era historia, estaba zanjado, olvidado, y todos los cuerpos estaban debidamente enterrados, aunque, según reflexionó Quirke, más bien casi todos lo estaban.

—Un día espléndido —dijo Hackett—. Con todo lo que llovió la semana pasada, creí que nos íbamos a quedar sin verano —el destello de sus ojos brilló un poco más—. Supongo que se irá usted a la playa, siendo como es dueño de su tiempo. O a las carreras… Si no recuerdo mal, tiene usted buen ojo para los caballos, ¿no? ¿O lo estoy confundiendo con otra persona?

—Me temo que me confunde con otro —dijo Quirke de mala gana, acordándose del desastroso día que había pasado con Mal en Leopardstown. Fumaron un rato en silencio.

—Dígame, señor Quirke —preguntó al cabo el inspector con voz afable—. Esta visita que me hace… ¿tiene carácter de visita de cortesía, o viene con algún asunto de trabajo a la vista?

Quirke, sentado en ángulo frente a la mesa, con una rodilla sobre la otra, sopesó el polvo que se le había posado en la puntera del zapato negro y carraspeó.

—Quería preguntarle… —vaciló—. Quería en realidad pedirle consejo.

No se alteró la expresión de interés amistoso que mostraba Hackett.

—No me diga…

Quirke volvió a vacilar.

—Hay una mujer…

Las gruesas cejas negras del inspector ascendieron dos centímetros en forma de interrogación.

—No me diga —repitió sin dar entonación a sus palabras.

Quirke guardó el bolígrafo prendiéndolo en el bolsillo interior de la chaqueta y se apoyó sobre la mesa para apagar el cigarrillo a medio fumar en un cenicero de baquelita que había en la esquina y que ya rebosaba de colillas y ceniza.

—Se llama Deirdre Hunt —dijo—. Mejor dicho, se llamaba.

El inspector, con las cejas todavía enarcadas, alzó ahora los ojos en un mismo movimiento y pareció estudiar el techo durante unos instantes, dando muestras de estar sumamente concentrado.

—Me pregunto —dijo— si será la misma Deirdre Hunt a la que pescamos del agua en Dalkey el otro día…

Y sin dar tiempo de responder a Quirke, el policía de pronto se puso a reír con su familiar risa de fumador, con blandura al principio, luego con fuerza creciente, sin poder contenerse. Se aupó sin llegar a levantarse de la silla, entre estornudos y toses, y dio una palmada con la mano abierta sobre la mesa, divertidísimo. Quirke se quedó a la espera, y al cabo el detective se sentó jadeando. Miró a Quirke casi con verdadero cariño.

—Dios mío, señor Quirke —dijo—. Pero es que usted es terrible cuando hay una jovencita muerta.

—También era conocida —dijo Quirke con una voz bronca de repente— con el nombre de Laura Swan.

Esto provocó un rebrote de toses y estornudos de contento.

—¿De veras?

—Tenía un salón de belleza en Anne Street.

—Así es. Mi señora fue las pasadas Navidades para darse un homenaje.

Quirke calló de pronto, presa de una cierta consternación. Nunca se le había pasado por la cabeza que pudiera existir una señora Hackett. Trató de imaginársela grandullona y cuadrada, como su marido, con los brazos moteados y los tobillos poderosos y un busto como el de un mascarón de proa. Una clienta poco probable, seguro, para las técnicas de embellecimiento en las que era maestra Laura Swan. Y si Hackett tenía esposa, Dios Santo, ¿tendría también hijos, una carnada de pequeños Hacketts, con sus sombreros en miniatura, sus trajes azules, sus tirantes anchos, igualitos que el padre?

Recuperado del ataque de risa floja, y después de secarse los ojos, el inspector rebuscó entre los desordenados papeles de su mesa y extrajo una hoja que se puso a estudiar con sobriedad.

—Da la impresión de que sabe usted muchísimo sobre esta desdichada mujer —le dijo—. ¿Cómo es posible?

—Conozco a su marido. Lo conocí hace tiempo. Fuimos juntos a la universidad. Quiero decir… él estudiaba allí cuando yo estudiaba allí, pero no en el mismo curso. Es más joven que yo.

—¿Así que es médico?

—No, dejó los estudios de Medicina.

—Ya —Hackett seguía escudriñando la hoja, la sostenía muy cerca de la cara y entornaba los ojos, haciendo como que leía con atención minuciosa lo que estuviera escrito en el papel. Miró a Quirke por encima de la hoja—. Disculpe —dijo—, se me han olvidado las gafas —dejó caer el papel sobre un montón de papeles semejantes y volvió a recostarse en el sillón. Quirke, al bajar la mirada, vio que el documento no era más que una lista de turnos—. Bien, vamos a ver, señor Quirke… ¿Qué piensa usted que puedo yo decirle de la difunta señora Hunt?… ¿O es que hay algo que tiene usted que decirme al respecto?

Quirke miró por la ventana la brumosa vista tras el cristal. Bajo un sol insólito, los tejados y las chimeneas renegridas por el humo parecían planas, irreales, como el perfil de una ciudad en una película musical.

—Le practiqué la autopsia.

—Eso mismo habría supuesto yo. ¿Y bien?

—Su marido me había llamado por teléfono, salido como quien dice de la nada.

—¿Para qué?

—Para pedirme que no se le practicase la autopsia.

—¿Y eso?

—Dijo que no soportaba la idea de que rajasen a su mujer de arriba abajo.

—Extraña petición, desde luego.

—Es una de esas cosas que obsesionan a algunas personas, sobre todo si alguien muy amado ha tenido una muerte violenta. Tengo entendido que se trata de un desplazamiento de la pena, o de la culpa.

—¿Culpa? —dijo el inspector.

Quirke lo miró de plano.

—El que sobrevive siempre se siente culpable de algún modo.

—Eso tiene entendido usted.

—Sí, eso tengo entendido.

La cara inexpresiva de Hackett había adoptado el aire, en su marmórea imperturbabilidad, de una máscara primitiva.

—En fin, es probable que tenga usted razón —dijo. Aplastó el cigarrillo en el cenicero, aunque se quedó una esquina encendida, de la que emanaba una arbórea columna de humo—. ¿Y qué le dijo usted al apenado viudo?

—Le dije que haría lo que pudiera.

—Y sin embargo siguió adelante y practicó la autopsia.

—Ya se lo he dicho. Naturalmente.

—Ah, naturalmente —murmuró el detective con sequedad—. ¿Y qué descubrió?

—Nada —dijo Quirke—. Murió ahogada.

El inspector lo estaba estudiando desde una calma profunda y, en apariencia, inamovible.

—Ahogada —dijo.

—Sí —dijo Quirke—. Me preguntaba si… —tuvo que carraspear de nuevo—. Me preguntaba si podría usted hablar con el juez de instrucción —sacó la pitillera y le tendió un cigarrillo al otro.

—¿El juez de instrucción? —dijo Hackett en un tono de sorpresa matizada e inocente—. ¿Por qué quiere usted que hable con el juez de instrucción? —Quirke no respondió. El detective tomó un cigarrillo y se inclinó hacia la llama del encendedor de Quirke. Había adoptado un aire ausente, como si de pronto hubiera perdido el hilo de lo que estaban los dos diciéndose. Quirke conocía esa mirada—. ¿No prefiere usted, señor Quirke —el inspector se arrellanó de nuevo en su sillón y sopló dos trompetas gemelas de humo por las fosas nasales bien abiertas—, no prefiere usted hablar personalmente con el juez de instrucción?

—La verdad es que en un caso como éste…

El inspector dio un respingo.

—¿Un caso como éste? ¿Qué tiene de especial el caso?

—Quiero decir de suicidio.

—Y eso es lo que fue, ¿no es cierto?

—Sí. No seré yo quien lo diga. Al juez de instrucción, claro está.

—Pero estará al tanto.

—Es probable. Sin embargo, se lo callará… si alguien accede a hablar con él.

Quirke bajó la mirada.

—Por el hecho de que acudiera a mí —dijo—, me refiero al marido, a Billy Hunt… siento cierta responsabilidad.

—Para proteger sus sentimientos.

—Sí. Algo así.

—¿Algo así?

—No es la forma en que yo lo habría dicho.

Se hizo el silencio. El detective miraba a Quirke con una expresión de curiosidad infantil, los ojos muy abiertos, intensos, relucientes.

—¿Y usted diría que fue un caso de suicidio? —preguntó, como si se tratara de aclarar una duda de segunda fila, un detalle sin importancia.

—Supongo que sí.

—Pero usted sin duda lo sabe. No en vano le ha practicado la autopsia, claro está.

Quirke no quiso mirarle a los ojos.

—No es mucho pedir —dijo pasado un instante—. La mayoría de los suicidios se encubren, eso lo sabe usted tan bien como yo.

—Con todo, señor Quirke, estoy convencido de que no es corriente que un marido se presente ante un patólogo y le pida que no lleve a cabo la autopsia de rigor. Me pregunto si podría ser que el señor… ¿cómo se llama, el señor Swan? No, el señor Hunt. Me pregunto si podría ser que le preocupara lo que pudiera usted descubrir caso de rajar de arriba abajo a su señora.

Quirke tampoco dio respuesta, y Hackett dejó que su mirada se perdiera y se desdibujara una vez más. Apartó el sillón de la mesa hasta que el respaldo golpeó contra el alféizar, y levantó los pies, calzados con unas botas pesadas, negras, claveteadas, para colocarlos sobre la pila de papeles de la mesa, entrelazando al tiempo los dedos rechonchos de ambas manos y colocándoselas sobre la panza. Quirke reparó, y no por primera vez, en sus manos gruesas, despuntadas, unas manos de campesino, hechas para trabajar con la azada, para arar surcos profundos y sin descanso; pensó en Billy Hunt y lo recordó en la mesa de Bewley’s, entristecido, desasosegado, enredando con la cucharilla en el cuenco del azúcar.

—Lo lamento —dijo Quirke, y recogió la pitillera y el encendedor—. Le estoy haciendo perder el tiempo. Tiene usted razón. Hablaré yo mismo con el juez de instrucción.

—Si no, esperará a que tenga lugar la investigación y dirá una mentira piadosa —dijo el inspector, y sonrió contento.

Quirke se puso en pie.

—O diré una mentira, así es.

—Para proteger los sentimientos de su amigo.

—Sí.

—Porque no pudo usted encargarse de hacer lo que le pidió, o más bien de lo que le pidió que no hiciera.

—Sí —dijo Quirke de nuevo, insensible como una piedra.

El inspector lo observó con lo que bien podría ser un interés mínimo, como el visitante del zoo que se encuentra ante la jaula del espécimen poco o nada interesante, si bien mucho tiempo atrás había sido el animal más fiero, el más pulcro y reluciente del mundo entero.

—Pues hasta la próxima, señor Quirke —dijo—. Si no le molesta, no le acompaño. ¿Sabrá encontrar la salida?

A la altura de Trinity College, un vendedor de periódicos, harapiento y con una gorra de tweed enorme para su talla, pregonaba ejemplares del Independent. Quirke compró uno y revisó las páginas a la vez que caminaba. Iba en busca de alguna novedad sobre la trabajadora de la fábrica de camisas que apareció ahogada en el Foyle, pero hoy no había noticias de ella.

Fue desde Pearse Street a su oficina en el sótano del hospital y se acomodó ante su mesa durante cinco minutos, tamborileando con los dedos en el secante. Por fin tomó el teléfono. Billy Hunt contestó al primer timbrazo.

—Hola, Billy —dijo Quirke—. Lo que me pediste ya está hecho, no hay de qué preocuparse. No habrá autopsia.

La voz de Billy al responder sonó espesa e imprecisa, como si hubiera estado llorando, como tal vez había hecho. Dio las gracias a Quirke y dijo que le debía una, que tal vez un día de éstos Quirke le dejara invitarle a una copa.

—Yo no bebo, Billy —dijo Quirke, a lo que Billy no prestó atención.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo, y colgó.

Quirke dejó el aparato y permaneció un instante conteniendo la respiración, que luego soltó en un largo suspiro hastiado. Cerró los ojos y se pellizcó la piel en el puente de la nariz, entre el índice y el pulgar. ¿Qué más daba qué hubiera ocurrido la noche en que murió Deirdre Hunt? ¿Qué más daba que Billy hubiera llegado a casa y se hubiera encontrado a su mujer muerta de una sobredosis, y que se hubiera llevado el cuerpo desnudo en el coche hasta Sandycove, y que la hubiera deslizado en las aguas a medianoche? ¿Qué importancia podía tener? Ella entonces ya estaba muerta, y como bien sabía Quirke, pues lo sabía mejor que la inmensa mayoría de las personas, un cadáver no es más que un cadáver.

Pero sí que importaba, y eso también lo sabía Quirke.