3

Quirke había perdido bastantes años antes la escasa fe que alguna vez llegó a tener en las devociones que habían intentado inculcarle a toda costa los frailes del internado, oficialmente llamado Escuela Industrial de Carricklea, en donde había soportado los duros años de su más tierna infancia. Sin embargo, bien entrado en la edad madura, aún tenía sus dioses lares, sus tótems indestructibles, uno de los cuales era el gigantesco remanente del hombre al que durante la mayor parte de su vida había considerado la bondad en persona, y había tenido por un ser humano grande de verdad. Garret Griffin, o el Juez, puesto que así lo llamaba todo el mundo, si bien había pasado ya algún tiempo desde que aún estuvo en posición de emitir juicio sobre cualquier cosa, había sido el año anterior, a los setenta y tres años de edad, abatido por un derrame cerebral que lo dejó paralizado del todo, con la excepción de los músculos de la boca y de los ojos, y los tendones del cuello. Se encontraba confinado, mudo, aunque sentiente todavía, en una amplia habitación de blancas paredes, en la tercera planta del Convento de la Presentación de St. Louis, en Rathfarnham, uno de los barrios más alejados del centro de la ciudad, en la que dos ventanas, una en cada una de las paredes que formaban un rincón, se asomaban a dos aspectos en contraste de los montes de Dublín, uno rocoso y yermo, el otro verdeciente y abundante de tojos y aulagas. Hacia esos montes de pendientes suaves volvía el anciano los ojos de continuo, con una expresión de desesperación, de pesadumbre y de rabia. Quirke se maravilló ante lo mucho que del hombre, lo mucho que en él quedaba del ser vivo, se concentraba alojándose ahora en sus ojos; era como si todo el poder de su personalidad se hubiera agolpado en esos últimos puntos gemelos en los que lucía un fuego fiero y sin esperanza.

Quirke visitaba al viejo los lunes y los jueves; Phoebe, la hija de Quirke, iba los martes y los viernes; los domingos le tocaba la visita al hijo del Juez, a Malachy. Los miércoles y los sábados el Juez contemplaba en completa soledad los efectos de sombra y luz que a lo largo del día se dibujaban en los montes, y resistía sin palabras y con resentimiento, con un resentimiento enfurecido, caso de dar crédito a la expresión de sus ojos, las atenciones de la monja octogenaria, sor Agatha, asignada a su cuidado. En su vida anterior, en su vida en el mundo, había hecho muchos favores a las monjas de la Presentación, favores a los que no dio ninguna publicidad, y fueron ellas las primeras que se ofrecieron a darle acogida cuando sobrevino la catástrofe. Se dio por supuesto que tras un derrame de efectos tan devastadores no viviría más de una semana, dos a lo sumo, pero las semanas fueron pasando, y luego los meses, y su voluntad de resistir no dio muestras de mermar. Había un colegio para niñas en las primeras dos plantas del edificio, y a determinadas horas del día —a media mañana, a la hora de comer y a las cuatro, cuando terminaban las clases—, las voces chillonas de las alumnas llegaban en una mezcla variopinta y resonante a la tercera planta. Con ese sonido, una mirada tensa y concentrada asomaba a los ojos del Juez, una mirada difícil de interpretar: ¿era indignación, nostalgia, pesaroso recuerdo? ¿Era tan sólo asombro? Es posible que el anciano no supiera en dónde se encontraba, ni tampoco qué llegaba a sus oídos; es posible que su mente —y aquellos ojos poca duda dejaban de que había una mente en funcionamiento tras ellos— se hallara atrapada en un estado de desconcierto continuo, de duda sin posible solución. Quirke no sabía qué pensar a este respecto. Una parte de él, la parte decepcionada, amargada, deseaba que el anciano sufriese, mientras otra parte, la parte en la que seguía siendo el niño que fue, deseaba que el derrame hubiera acabado con su vida en el acto y le hubiera ahorrado esas humillaciones últimas.

Quirke dedicaba estas visitas a leerle en voz alta al viejo algunas noticias sueltas del Irish Independent. Ese día era lunes, un lunes de mitad de verano, y apenas había nada de interés en las páginas del diario. Ochenta sacerdotes se habían ordenado en sendas ceremonias celebradas en Maynooth y en Todos los Santos: más clérigos, pensó Quirke, que es justo lo que necesitamos. Había una fotografía del señor Tom Bent, gerente del Garaje Talbot, en Wexford, en el acto de entregar las llaves de un nuevo camión de bomberos al alcalde de la localidad. Habían empezado las rebajas de verano en Macy’s, en George’s Street. Pasó a la sección de internacional. El viejo y adormilado Ike azuzaba a los rusos, para variar. «El pueblo alemán no puede esperar eternamente a que se le otorgue su soberanía», según el canciller Adenauer, en un discurso en las elecciones del estado de Renania del Norte-Westfalia, que había pronunciado en Dusseldorf la noche anterior. Los ojos de Quirke captaron entonces un párrafo de la primera plana, bajo el titular «Hallado cuerpo de muchacha».

El cuerpo de Mary Ellen Quigley, de dieciséis años, trabajadora de una fábrica de camisas, que faltaba de su casa de Derry desde el 17 de junio, fue localizado ayer en el río Foyle gracias a un pescador que había ido a recoger sus redes. Hoy tendrá lugar la investigación judicial pertinente.

Dejó el periódico a un lado. Necesitaba un cigarro. Sor Agatha le había advertido que no estaba permitido fumar en la habitación del enfermo. Para Quirke se trataba de un incordio adicional, aunque por otra parte le proporcionaba la excusa perfecta para escapar al menos dos veces por hora al pasillo con suelo de linóleo, por el que paseaba mientras fumaba en tensión, oyendo el eco de sus pasos, como el padre que espera el desenlace del parto en una comedia.

¿Por qué insistía en sus visitas? A buen seguro, nadie podría echarle en cara que se abstuviera de ir a verlo, que dejara al moribundo entregado a su colérica soledad. El Juez había sido un gran pecador, un pecador secreto, y fue Quirke quien expuso sus pecados. Murió una joven, fue asesinada otra mujer, y ambos sucesos fueron culpa del anciano. Lo que a Quirke más impresionó fue el manto de silencio que se tendió sobre el asunto, un manto con el que se encontró completamente solo en su indignación, expuesto, improbable, ignorado, como un chiflado que se desgañita en plena calle. Así las cosas, ¿por qué persistía en acudir con diligencia todas las semanas a esa habitación desolada, a la vista de las montañas yermas? Tenía sus propios pecados y debía dar cuenta de ellos, tal como podría atestiguar su hija, la hija a la que durante tanto tiempo no reconoció. Ir allí dos veces por semana y leer en voz alta las noticias de los tribunales y las esquelas en beneficio de aquel moribundo era un pequeño gesto de expiación.

Sus pensamientos volvieron a Deirdre Hunt. Ni siquiera se planteó la posibilidad de ahorrarle la autopsia cuando descubrió por azar la huella de una aguja en el brazo de la mujer. Tenía un deber profesional y tenía la obligación de cumplirlo, aunque no fuera ésa la razón por la cual empuñó el bisturí. Había tenido, como siempre, simple curiosidad, aunque Quirke bien sabía que nada era, nunca, simple en su curiosidad. Había rajado el cadáver, había palpado los órganos, había medido la sangre, y ahora, con el Juez por testigo silencioso, lo tenía extendido delante de sí y lo estaba examinando desde todos los ángulos posibles. Algo seguía sin encajar del todo.

Se volvió al convaleciente.

—¿Y a ti qué te parece, Garret? —le preguntó—. ¿Otra muchacha perdida, sin más?

El Juez, apoyado en los almohadones, con la boca torcida, lo fulminó con la mirada. Quirke suspiró. Hacía calor en la habitación sin ventilar, y aunque se había quitado la chaqueta estaba sudando y notaba los trozos húmedos y pegajosos de la camisa bajo las axilas y entre los omóplatos. Se preguntó, como hacía con frecuencia, si el Juez reparaba en estas cosas: el calor, el frío, los caprichos del día. ¿Pasaba dolor? Imagina: imagina ser presa de un dolor incesante sin poder siquiera gritar y pedir auxilio, alivio, sin poder siquiera pedir compasión.

Volvió a suspirar. Recordó el premonitorio calambre de intranquilidad que había acusado cuando la mujer del mostrador de recepción del hospital le hizo entrega de la nota de Billy Hunt, diciéndole que le llamara. ¿Cómo pudo saber que había algo que no terminaba de encajar? ¿Qué intuición, qué sexto sentido vino a prevenirle? ¿Qué era ese temor que le inquietaba ahora? Por una autopsia que practicó en el cuerpo de otra joven precipitó el desmantelamiento de la telaraña de secretos tramada por el Juez. ¿Tenía acaso ganas de verse envuelto en una nueva versión de todo aquello? ¿No debería dejar en paz la muerte de Deirdre Hunt, dejando a su marido sumido en una misericordiosa ignorancia? ¿Qué más daba que la mujer se hubiera ahogado adrede? Sus complicaciones por fin se habían resuelto: ¿por qué habían de recaer ahora sobre los hombros de su marido? Sin embargo, a la vez que se formulaba todas estas cuestiones, Quirke fue consciente de la antigua comezón que le incitaba a llegar hasta el tuétano de las cosas, ahondar en las tinieblas, desentrañar lo oculto; en suma, saber.

Afanosa, llegó sor Agatha a la habitación, claramente irritada por que aún siguiera allí, cuando en otras ocasiones era patente que no podía esperar un minuto más a marcharse. Además, ¿por qué se demoraba de ese modo? ¿Es que contaba con que el anciano le hiciera alguna suerte de revelación en silencio, que le diera una grandiosa señal que pudiera tomar por guía o admonición? ¿Contaba acaso con recibir ayuda? La monja era una mujer menuda, marchita, barbuda, con el ojo afilado de un zorzal. Igual daba en qué punto de la habitación se encontrase, pues se las ingeniaba para plantarse con ademán protector entre él y su enfermo desamparado, condenado a la cama. No veía a Quirke con buenos ojos y no hacía nada por disimularlo.

—¿No es una maravilla —dijo sin mirarlo— ver que aún brilla el sol ahora que es tan tarde?

No era tarde, eran las seis; con esas palabras se limitó a indicarle su deseo de que se marchase. La vio atender al anciano, reacomodarle los almohadones, alisarle la manta fina y el embozo de la sábana sobre el pecho, como una ancha franja gracias a cuya tensión estuviera inmovilizado. El Juez nunca había dado la impresión de ser tan enorme como allí, confinado sin remedio en su estrecha cama de metal; Quirke recordó de muchísimos años antes una tormenta enfurecida en Carricklea, en la que vio cómo el viento abatía a un álamo gigantesco cuya caída hizo estremecerse el terreno y el estruendo retemblar los cristales de la ventana en cuyo alféizar estaba viéndolo todo con ansiedad. La caída del viejo había sido algo semejante, un final de algo que llevaba tanto tiempo allí que parecía inamovible. ¿En qué medida, qué parte de aquella destrucción era obra de Quirke? ¿Iba ahora a desencadenar otra tempestad que derribase de su pedestal el monumento que Billy Hunt deseara erigir en memoria de su difunta esposa?

Tomó la chaqueta del respaldo de la silla en que la dejó, al lado de la cama.

—Adiós, sor Agatha —dijo—. Hasta el jueves.

No quiso ella mirarle y no dijo nada, tan sólo hizo un ruidito, una exhalación nasal, que podría haber sido una muestra de su desdén. Tampoco hubo respuesta del Juez, cuyos ojos miraban a otra parte, quizá con un desprecio en su caso desolador, hacia los montes.

En Baggot Street, Quirke se ventiló una cena espantosa en un restaurante chino, y después volvió a pie a su piso, tratando de quitarse con la lengua un grumo de grasa de los incisivos. En la actualidad, sin la anestesia del alcohol, había descubierto que las veladas eran una hora del día en especial difícil, sobre todo en pleno verano, con la lentitud del claror de la noche. Sus amigos, o al menos los pocos conocidos que tenía antes, eran gente de pub, y en las contadas ocasiones en que los veía saltaba a la vista que les causaba un claro nerviosismo en su nuevo estado de sobriedad permanente. Pensó en ir al cine, pero al imaginarse sentado a solas, en la oscuridad titilante, entre docenas de parejas de novios, incluso el silencio desierto de su piso en una velada de verano bañada por el sol le pareció preferible. Llegó a la desaseada casa de estilo georgiano en que vivía, en Upper Mount Street, cerró la puerta de la calle sin hacer ruido y siguió con paso quedo por el vestíbulo, por las escaleras. Se sentía siempre en cierto modo como un intruso entre aquellas sombras suspensas, en aquel silencio.

Y en su casa, en el tercer piso, le recibió el ambiente de costumbre, el sigilo de unos labios comprimidos, como si algo vagamente nefando hubiera acaecido allí y hubiera cesado en el momento en que introdujo la llave en el cerrojo. Por unos instantes se plantó en el centro del salón, la llave aún en la mano, mirando sus pertenencias: el mobiliario sin personalidad, las estanterías llenas de libros ordenados de un modo obsesivo, el maniquí de madera, de los que emplean los pintores, en una mesita junto a la ventana, con los brazos melodramáticamente en alto. En la repisa de la chimenea había un jarrón con unas rosas.

Las flores se las había regalado, de un modo un tanto inverosímil, pensó, una mujer —casada, aburrida, rubia— con la que estuvo saliendo durante una o dos semanas nada apasionantes, y no había tenido el valor de tirarlas, aunque ya estaban marchitas, y los pétalos apergaminados desprendían un olorcillo entre dulzón y rancio que le recordaba de un modo desasosegante a su lugar de trabajo. Encendió la radio y trató de sintonizar el Tercer Programa de la BBC, pero la señal era muy débil, como sucedía siempre con buen tiempo. Prendió un cigarrillo y se quedó ante la ventana mirando la calle ancha, vacía, con sus sombras inclinadas y tenuemente siniestras. Todavía era muy pronto para las putas que allí tenían su sitio en la acera —¡qué bien le sentaba a la calle el nombre de Mount Street!—, aunque incluso las más feas y las más avejentadas sacaban buen provecho en noches tan calurosas como ésta. Sintió los primeros picores de la desesperación que a menudo le asaltaba en esos crepúsculos veraniegos. Un ruido blando, apenas audible, lo obligó a darse la vuelta con un ligero sobresalto: un pesado pétalo se había desprendido de una de las rosas marchitas y había caído como un pedazo de terciopelo polvoriento, granate, arrugado por los bordes, a la chimenea. Masculló algo, tomó la chaqueta y se dirigió a la puerta.

Malachy Griffin, a quien atendía una criada anciana, seguía viviendo en el caserón de Rathgar en el que había vivido con Sarah durante quince años. Había pensado en venderlo ahora que Sarah ya no estaba, y algún día casi con toda certeza lo vendería, aunque por el momento no era capaz de afrontar siquiera la idea de los agentes inmobiliarios, pararse a considerar las ofertas, disponer todo lo necesario para la mudanza, mudarse al final, y adonde. Quiso imaginárselo, ver la última vez en que cerrase la puerta de la calle cuando se marchaba el camión de la mudanza, recorrer el camino estrecho entre los céspedes a uno y otro lado, hasta la cancela arrugada por un siglo o más de sucesivas capas de pintura negra, espesa, la última bocanada de aroma de la alheña, del seto, el último instante en que pusiera el pie en la calle, el último giro en dirección al canal 7 a un futuro inconcebible. No, era preferible conformarse de momento con lo que tenía, acoger la quietud, ver cómo iban cayendo las hojas del calendario. Nada que hacer, salvo levantarse por las mañanas, ir a trabajar, volver, dormir: existir. No, nada que hacer.

El perro captó los pasos que se acercaban a la puerta y ya gruñía y aullaba antes de que sonara el timbre. Mal se había quedado dormido en un sillón de la sala, y el ruido lo despertó de repente. ¿Quién podría ser, a esas horas? Estaban abiertas las puertaventanas que daban al amplio jardín de la parte posterior, en donde se adensaba el crepúsculo entre verde y plata. Aguzó el oído por saber dónde estaba Maggie, la criada, pero de un tiempo a esta parte se había mostrado terca y no salía de su sitio, debajo de la escalera, negándose incluso a abrir la puerta a las visitas. Pensó en no abrir —¿había alguien a quien le apeteciera ver en ese momento?—, pero por fin se puso en pie con un suspiro y dejó el periódico y salió al vestíbulo. El perro lo siguió de un salto y se agazapó con los cuartos traseros levantados, con un gruñido grave e incesante.

—Quirke —dijo Mal, sin demasiada sorpresa, con menos entusiasmo aún—. Vienes tarde.

Quirke no dijo nada. Mal se hizo a un lado y le abrió del todo la puerta. El perro se retiró al interior sin dejar de mirar a Quirke con vítrea hostilidad, resbalando sobre las almohadillas de las patas y emitiendo un ruido sordo, como si se hubiera tragado una serpiente de cascabel.

Mal le condujo a la sala, y cuando Quirke hubo entrado cerró la puerta para impedir que el perro los siguiera. Quirke se plantó ante las puertaventanas abiertas de par en par, con las manos en los bolsillos y contempló el jardín, de modo que su silueta en forma de cufia ocupó casi todo el espacio del vano. Parecía incongruente allí con su traje negro, un heraldo de la noche. Mal siempre lo había tenido por un niño pequeño, pero enorme, peligroso en su desconcierto, necesitado y destructivo.

—Odio esta época del año —dijo Quirke—, estos anocheceres interminables.

Estaba mirando las peonías y las rosas y el frondoso sauce llorón que había plantado Sarah cuando Mal y ella se fueron a vivir allí. El jardín estaba poco cuidado; la jardinera había sido Sarah.

El perro rascaba débilmente la puerta con las zarpas y gimoteaba.

—¿Te apetece una copa? —le preguntó Mal, y enseguida se corrigió—. ¿Algo de beber? ¿Un té, o…? —y se quedó sin palabras.

—No, gracias.

Habían firmado una especie de tregua los dos desde la desaparición de Sarah. Alguna que otra vez cenaban juntos en el St. Stephen’s Green Club, del que Mal había pasado a ser miembro cuando su padre dejó de serlo, y una vez fueron a las carreras a Leopardstown, pero no es que la excursión fuera un éxito: Quirke había perdido veinte libras y estaba resentido con Mal, quien, si bien apenas sabía nada de la carne de caballo, se había conformado con apostar sólo algunos chelines, y había terminado por embolsarse cinco libras.

Mal se preguntaba en esos momentos, con desasosiego, qué propósito podía tener la visita de Quirke. Ése no iba a su casa a menos que mediara una invitación, y Mal rara vez le invitaba. Suspiró en silencio; tuvo la esperanza de que Quirke no se hubiera empeñado en comentar con él ciertos detalles presupuestarios —Mal era jefe del departamento de Obstetricia en el Hospital de la Sagrada Familia y presidía la Junta Directiva—, pero en ese momento Quirke le sobresaltó al preguntarle si le apetecía dar un paseo. No creía Mal que Quirke fuera amigo de dar paseos, pero dijo que sí, que estaba a punto de sacar al perro para que diera una vuelta, y fue a cambiarse las zapatillas de andar por casa por unos zapatos de calle.

A solas en el silencio que zumbaba de un modo apenas perceptible en el jardín, a la media luz del crepúsculo, Quirke tuvo una extraña sensación: creyó que todas las cosas que había allí fuera, las rosas y las peonías de pesados pétalos y el árbol exuberante, con sus abundantes hojas inertes, hablaban de él sin levantar la voz, con escepticismo, unas cosas con las otras. Se acordó de Sarah y la vio con toda claridad, con un sombrero de paja de ala ancha, mediterráneo, con una falda de tweed y guantes de jardinero, caminar hacia él sobre la hierba, sonriente, y aún la vio levantar la mano para retirarse con la muñeca una hebra de cabello que le caía sobre la frente.

El periódico del día estaba en la mesa en que lo dejó Mal, y la tinta tenía un brillo anómalo, como el de un metal blanqueado y bruñido, a la luz vespertina del jardín. Quirke volvió a ver el titular:

HALLADO CUERPO DE MUCHACHA

Volvió Mal con unos zapatos de cordones algo resquebrajados por el uso y una chaqueta de lino un tanto arrugada. Ya no vestía como en otros tiempos: su antigua exquisitez en el atuendo había desaparecido, y se había dejado ganar por el descuido, igual en ese aspecto que el jardín. En lo físico también se había desdibujado con el tiempo; sus rasgos eran menos definidos, como si una fina polvareda se hubiera posado de un modo uniforme sobre su rostro. Tenía el cabello seco, parecía casi quebradizo, y visiblemente canoso en las sienes. Sólo las lentes de sus gafas de montura metálica estaban tan brillantes y despiertas como siempre, aunque los ojos, tras ellas, parecían vagos, como si los hubiera desgastado y fatigado el esfuerzo de escrutarlo todo sin descanso desde detrás de los redondeles de cristal con su brillo implacable.

—Bueno —dijo—, ¿nos vamos?

Pasearon por el canal con la quietud del anochecer. Pocas personas circulaban por la calle, y menos coches aún. Llegaron hasta Leeson Street y de allí siguieron hasta Huband Bridge. Allí mismo, hacía mucho tiempo, Quirke había paseado con Sarah Griffin un domingo por la mañana, una neblinosa mañana de otoño. Pensó en hablarle a Mal de aquel paseo, en contarle lo que se dijeron, el modo en que Sarah le suplicó que ayudase a Mal —«Es un hombre bueno, Quirke»— y lo mal que interpretó Quirke lo que ella le estaba pidiendo, lo que ella no fue capaz de decirle a las claras.

Mal tarareaba algo desafinando, muy quedo; era otra de las costumbres que había empezado a cultivar desde la muerte de Sarah.

—¿Cómo te las apañas? —le preguntó Quirke.

—¿Cómo dices?

—En la casa, por tu cuenta. ¿Qué tal te va?

—Ah, pues muy bien, claro. Maggie cuida de mí.

—No, quiero decir… ¿Cómo estás tú, cómo te encuentras?

Mal se paró a pensar.

—Bueno, en unas cosas mejoro, en otras voy a peor. Las noches se hacen duras, pero los días pasan sin sentir. Y tengo la compañía de Brandy —Quirke se quedó boquiabierto, y Mal esbozó una sonrisa deslucida y señaló al perro—. Lo tengo a él, claro.

—Ah. Se llama así, ¿no?

Quirke miró al animal, que correteaba presuroso, envuelto en la grisácea luz del crepúsculo, con un paso movido por la curiosidad, afanoso, las patas rígidas, como un juguete de cuerda, pero malhumorado, olisqueando la hierba. Era un bicho achatado, de pelo hirsuto, del color de un saco de arpillera húmedo. Phoebe se lo había regalado a ese hombre al que hasta dos años antes había considerado su padre; se lo había comprado para que le hiciera compañía. Era evidente que el perro y su amo no se habían caído en gracia, que el perro a duras penas toleraba al hombre y que el hombre parecía desvalido ante las irreprimibles, emperradas insistencias del animal. Era extraño, pero ser dueño de un perro daba a Mal un aire de envejecimiento mayor del que le correspondía, un aire de preocupación y desgaste, de irritabilidad y abatimiento. Como si hubiera leído los pensamientos de Quirke, se puso a la defensiva:

—Me hace compañía. En cierto modo.

Quirke de pronto tuvo ganas de tomarse una copa, sólo una: un trago corto, un visto y no visto, la quemazón, el desastre. Y es que, claro está, no sería sólo una. En los viejos tiempos, ¿cuándo había sido sólo una? Percibió un arranque de cólera, la rabia quejumbrosa, impotente, autolacerante, del bebedor en el dique seco.

Las farolas brillaban entre las copas de los árboles que apenas se movían nada, los árboles que jalonaban el camino de sirga, proyectando un bullicioso y áspero relumbre muy blanco, que prestaba más profundidad a las sombras de los alrededores. Hicieron un alto y se sentaron en un banco de hierro pintado de negro. Las sombras de las hojas se desperezaban en el camino, a sus pies. El perro, molesto, echó a correr de un lado a otro con nerviosismo. Quirke encendió un cigarrillo; la llama del encendedor formó una luz rojiza que abarcó un segundo en el hueco protector de ambas manos.

—Esta mañana me llamó un tipo —le dijo—. Un tipo que estaba en la facultad cuando éramos estudiantes. Billy Hunt… ¿Te acuerdas de él? Grandullón, pelirrojo. Jugaba al fútbol, o al hurling, no recuerdo a qué. Lo dejó tras los primeros exámenes —Mal miraba al perro y no dijo nada. ¿Estaba acaso escuchándole?—. Su mujer se ahogó. Se lanzó del muelle que hay en Sandycove. La encontraron ayer en las rocas de la orilla de Dalkey Island. Joven, veintitantos —hizo una pausa para fumar—. Billy me pidió que me cerciorase de que no se le practicase la autopsia. Dijo que no podía soportar que la rajasen —añadió.

Calló y miró de reojo el perfil anguloso de Mal, a su lado, en la penumbra que amortiguaban las farolas. El canal olía a agua estancada y a vegetación podrida. Vino el perro y plantó las patas delanteras en el banco para apresar la correa con los dientes y tratar de arrebatarla de manos de Mal. Éste alejó al animal con cansino desagrado.

—¿Cómo has dicho que se llamaba? —preguntó.

—Hunt. Billy Hunt.

Mal negó con un gesto.

—Pues no, no me acuerdo de él. ¿Qué le pasó a la mujer? Quiero decir, ¿por qué lo hizo?

—Bueno, ésa es la cuestión.

—No me digas… —fue Quirke quien no dijo nada, de modo que le tocó a Mal el turno de mirarlo de reojo—. ¿Es un caso de…? ¿Cómo lo llaman los de la Garda? ¿«Circunstancias extrañas»?

Quirke siguió sin responder.

—Se llamaba Deirdre —dijo entonces—, Deirdre Hunt. Se hacía llamar Laura Swan. Muy a la moda.

—¿Era actriz?

—No… Esteticista. O eso habría dicho ella, digo yo.

Dejó caer el resto del cigarrillo al camino y lo aplastó con la suela del zapato.

El perro había vuelto a dar tirones a la correa y aullaba.

—Más vale que nos vayamos —dijo Mal, y se puso en pie. Le puso la correa al collar y salieron por la cancela de la barandilla hasta Herbert Place, desde donde enfilaron hacia el punto del cual habían venido antes. Las casas altas, en terrazas, al otro lado de la calle, descollaban en la relumbrante oscuridad. Los seres humanos construyen en cuadrados, pensó Quirke, y la naturaleza en redondo.

—Laura Swan —dijo Mal—. Me suena un tanto familiar, no sé por qué.

—Tenía un salón de belleza en Anne Street, encima de una tienda. Todo un éxito, por lo visto. Las señoras ricas de Foxrock iban a que les depilase las piernas, les tiñese el bigote, esas cosas. Bronceados falsos, cremas para que desaparezcan las arrugas. Billy, el marido, es viajante de comercio de una industria farmacéutica. Seguramente le facilitaba los materiales a precio de coste, o incluso gratis. Una pareja inofensiva, diría cualquiera que los viese.

—¿Pero?

Quirke, con las manos en los bolsillos, hizo un gesto moviendo ampulosamente los hombros enormes. Empezaba a tener, Mal se había dado cuenta, una barriga bien visible; los dos envejecían. Bajo el ala de su sombrero negro, la expresión de Quirke se le antojó indescifrable.

—Algo no cuadra —dijo—. Algo huele… huele a podrido.

—¿Sospechas que él la echara al mar?

—No. No la echó nadie al mar, o al menos eso creo. Pero tampoco murió ahogada.

No volvieron a decir nada hasta que llegaron a la casa de Rathgar Road. Se detuvieron ante la cancela de entrada. Todas las ventanas estaban oscuras. Las fragancias entreveradas del jardín parecieron por un instante una vaharada que emanase del pasado, de un pasado que no era con toda exactitud el de ellos dos, sino un pasado en el que aún vivían sus yoes más jóvenes, en un presente tiempo atrás ido y, sin embargo, sin envejecer. Mal soltó al perro, que echó a correr por el camino y subió las escaleras de piedra para ponerse a arañar con frenesí la puerta de la casa, trazando con las zarpas un dibujo circular que a Quirke le recordó a una ardilla dando vueltas en un cilindro. Los dos hombres siguieron despacio, triturando con los tacones la gravilla polvorienta. Había terminado el paseo, aunque ninguno de los dos supiera cómo ponerle fin.

—¿Qué tal has encontrado a mi padre? —preguntó Mal—. ¿Has ido hoy a verle?

—Igual que siempre. No sabe cómo morir. Es pura fuerza de voluntad. Resulta de admirar.

—¿Y tú?

—¿Yo? ¿Qué?

—Que si lo admiras.

Habían llegado al pie de la escalera de granito y volvieron a detenerse. Un murciélago aleteaba sobre el jardín, a la luz de la farola; Quirke imaginó que alcanzaba a oír el velocísimo, imperceptible mecanismo de relojería con que batía las alas.

—Él me odia —dijo—. Se le ve en los ojos, en esa mirada fulminante.

—Tú quisiste destruirlo —dijo Mal sin ánimo de herirle.

—Se destruyó él solo.

A lo cual Mal no respondió nada. El perro seguía arañando la puerta.

—Oh, qué bicho —dijo Mal—. Cuando está dentro, se desgañita para que lo saque; cuando está fuera, se muere de ganas por entrar.

Siguieron en pie, Mal mirando con mal humor al perro, Quirke buscando al murciélago huidizo.

—Esa joven, esa Deirdre Hunt… ¿Piensas volver a meterte en líos, Quirke?

Quirke suspiró con pesadumbre y arañó la gravilla con la puntera del zapato.

—No me sorprendería que en eso diera la cosa —dijo—. En líos, quiero decir.