De pequeña la llamaban Zanahoria, cómo no. Nunca le importó; en el fondo, sabía que todos tenían celos de ella, salvo los que eran tan tontos que ni siquiera podrían tener celos, y por esa razón ni siquiera se tomaba la molestia de pensar en ellos. Su cabello no era rojo de verdad, no era de ese rojo herrumbre, como el de las otras chicas del colegio —sobre todo aquellas cuyos padres eran oriundos del campo, no genuinos dublineses, como eran los suyos—, sino que tenía un tono más intenso, más brillante, entre rojizo y dorado, como un millón de hebras finas de un metal blando, flexible, en el que se reflejaba la luz procedente de todos los ángulos, de modo que tenía ese relumbre incluso en penumbra. No se le alcanzaba a ella saber de dónde venía ese cabello, que desde luego no había heredado por vía directa de sus padres, y tampoco dio ninguna importancia a lo que un día dijo su tía Irene sobre su «cabello de gitana», antes de soltar aquella risa tan desagradable que tenía. Su madre, desde el principio, nunca permitió que se cortara el pelo, por más que dijera que salía a la familia de su padre, a los Ward, de cabellos rubios y de ojos azules, y su madre nunca había tenido ni tiempo ni ganas de aguantar a «esa gentuza», que así era como los llamaba cuando su padre no estaba a tiro y no podía oírla. Sus hermanos, por divertirse, le tiraban del pelo, agarrándola como si el cabello le formase unas cuerdas gruesas que se enrollaban en las manos antes de tirar con fuerza para obligarla a chillar. Esto era sin embargo preferible al modo en que su padre se lo alisaba con la mano cuan largo era, apretándoselo con los dedos y acariciándole los huesos de la espalda. Su color preferido era el verde esmeralda, a sabiendas, ya de niña, de que era el tono que mejor sentaba a su coloración natural, y que le daba más realce. Un cabello rojo como el suyo y unos brillantes ojos azules, o más bien de un violeta azulado, era algo insólito, desde luego, incluso entre los Ward. Todo el mundo la envidiaba también por su cutis: tenía una piel traslúcida como esa piedra, alabastro creía que se llamaba, tanto que se tenía la impresión de que se le alcanzaban a ver sus lechosas profundidades.
Aunque siempre fue plenamente consciente de lo atractiva que resultaba, nunca se las dio de estirada, ni fue una engreída. Sabía, por descontado, que los Bloques se le quedaban pequeños, y sólo era cuestión de tiempo que se largase de allí y que empezase su verdadera vida. Los Bloques… Alguna vez tuvieron que ser nuevos, seguro, pero ella no se lo imaginaba. ¿Quién sería el chistoso de la Corporación Municipal al que se le ocurrió la brillante idea de llamarlos «las Mansiones»? Los tabiques y el suelo eran delgados como el cartón —se oía a los vecinos de arriba e incluso a los de al lado cuando iban al retrete— y siempre había cochecitos de niño y bicicletas destartaladas en los rellanos, en los pasillos entre puerta y puerta, por donde correteaban los niños como salvajes y los gatos descarriados rondaban y maullaban, y las parejas de novios se toqueteaban en los rincones más oscuros. No había controles de ninguna clase —¿quién se hubiera encargado de aplicar las normas, caso de que las hubiera?— y los inquilinos hacían lo que les venía en gana. Los Goggin, en la cuarta planta, tenían un caballo en el cuarto de estar, un caballo grande, pinto; de noche, y a primera hora de la mañana, se oía el ruido que hacía con los cascos en las escaleras de cemento cuando Tommy Goggin y las mocosas de sus hermanas se llevaban al animal a que hiciera sus quehaceres y lo montaban un rato por el solar desierto que había detrás de la fábrica de galletas. Sin embargo, lo peor de todo, peor incluso que el frío en las habitaciones de techo bajo, peor que las cañerías que se estropeaban cada dos por tres, peor que la suciedad por todas partes, era el olor que se adhería a las escaleras y los pasillos, en verano y en invierno, el hedor marronáceo y cansino de los colchones con meadas y la hediondez de los váteres atascados, el olor, el olor exacto de lo que era la pobreza, un olor al que ella nunca podría acostumbrarse, nunca jamás.
Jugaba con los demás niños de su edad en la plaza polvorienta, a la entrada de los Bloques, en donde había unos columpios desvencijados y un balancín en el que había escritas guarradas de toda clase, y una verja de alambre que tendría que impedir que la pelota saliera rodando a la calle. Los chicos le daban pellizcos o empujones, y los mayores intentaron palparle por debajo de la falda, mientras las chicas hablaban de ella a sus espaldas y se conjuraban en su contra. Todo eso nunca le importó. Una vez, por Navidad, su padre volvió a casa con una cogorza y un regalo para ella, una bicicleta roja —seguro que robada, dijo su hermano Mikey con una risotada—, y ella se pasó el día andando en bici por la plaza donde jugaban, se pasó el día andando en bici durante una semana entera, aunque lloviese, hasta que con el Año Nuevo alguien se la robó y nunca más la volvió a ver. Enrabietada por haber perdido la bici se lió a tortas con Tommy Goggin, al cual le saltó un diente. «Ah, ésa es peor que un tártaro», dijo su tía Irene con los brazos cruzados sobre los pechos, voluminosos y caídos, y asintió malhumorada. Había en cambio momentos, en los anocheceres de verano, en los que se plantaba ante la ventana abierta del llamado cuarto de estar —en realidad, era la única habitación del piso, además de los dos dormitorios sin ventana, con el aire viciado, uno de los cuales tenía que compartir con sus padres— y saboreaba el olor delicioso y cálido que llegaba de la fábrica de galletas, y escuchaba el canto de un mirlo que se desgañitaba posado en un alambre tan negro como la misma ave, que parecía dibujada a tinta, con una pluma fina, sobre el rojo resplandor que se apagaba poco a poco en el cielo, más allá del campo de fútbol gaélico, y algo se henchía entonces en ella, algo secreto y misterioso, que parecía contener todas las abundantes e indefinidas promesas del futuro.
Cuando cumplió dieciséis años entró de aprendiza en un establecimiento de perfumería y farmacia. Le gustaba estar entre los medicamentos apilados con orden, entre los frascos de perfume y los jabones de capricho. A pesar de estar casado, el boticario, el señor Plunkett, intentó convencerla de que se fuese con él. Se negó, como es natural, aunque a veces, para conseguir que él le permitiera quedarse sola un rato, y por pensar que podría echarla si no cooperaba, se colaba a regañadientes en la trastienda, que hacía las veces de almacén, y él cerraba con llave y ella le permitía que le introdujera las manos por debajo de la ropa. Era viejo, unos cuarenta, quizá más, y le olía el aliento a tabaco y a caries, aunque él en sí no era lo peor, como reflexionaba ella a la vez que miraba con ojos soñadores por encima del hombro del boticario y veía las estanterías ordenadas mientras él le daba palmadas y le hacía caricias en el vientre, por debajo de la goma elástica de la falda, y le presionaba con un pulgar los pezones, tercos en su ausencia de respuesta. Luego cazaba la mirada de la señora Plunkett, que se ocupaba de los libros de cuentas y que la estudiaba a su vez con ojos entornados, especulativos. Si el viejo Plunkett alguna vez pensó en quitársela de encima, ella no perdería el tiempo en hacerle saber que tenía un par de cosillas que comentarle a su señora, y que así a lo mejor el viejo aprendía de una vez por todas a comportarse.
Entonces un buen día apareció Billy Hunt con su maleta llena de muestras, y aunque no era su tipo —tenía una coloración pareja de la suya, y ella sabía a ciencia cierta que a una mujer no le conviene salir con un hombre que tenga la misma piel que ella— le sonrió y le hizo saber que estaba atenta mientras él gastaba su labia de vendedor con el señor Plunkett. Después, cuando fue a hablar con ella, le escuchó como si se hubiese concentrado al máximo, y fingió reírse de sus chistes, más bien sosos, de colegial, e incluso logró ponerse un tanto colorada ante los más atrevidos. En su siguiente visita él le propuso que fuese al cine con él, y ella dijo que sí, y lo dijo a un volumen suficiente para que se enterase el señor Plunkett, que frunció el ceño.
Billy era mucho mayor que ella: le sacaba casi dieciséis años. ¿Tendría quizás algo, se preguntó un tanto arrepentida, que atrajera de manera especial a los hombres mayores? Y tampoco es que fuera guapo, ni inteligente, pero tenía un encanto algo torpón que a ella le gustó muy a su pesar, y que con el tiempo le llevó a convencerse de que estaba enamorada de él. Llevaban unos cuantos meses saliendo juntos cuando una noche él la acompañó a casa —entonces ya vivía en una habitación pequeña, por su cuenta, encima de una carnicería, en Kevin Street— y se puso a balbucear y de improviso la tomó de la mano y le apretó en la palma una cajita cuadrada. Tan sorprendida quedó ella que no se dio cuenta de qué contenía la caja hasta que la abrió.
Aquélla fue la primera vez en que le permitió subir a su cuarto. Se sentaron uno junto al otro, en la cama, y él la besó por toda la cara —seguía tartamudeando y reía, incapaz de creer que ella hubiera dicho sí—, y hablaron de los planes que él tenía para el futuro, y ella a punto estuvo de creerle mientras se miraba la mano extendida, con los dedos flexionados para arriba, admirando el fino anillo de oro y el minúsculo diamante que lanzaba destellos. Él era de Waterford, donde su familia tenía una taberna que su padre con toda probabilidad iba a dejarle en herencia, si bien afirmó que no estaba dispuesto a volver al pueblo, aunque ella se dio cuenta de que cuando hablaba de Waterford lo llamaba «su casa». Le habló de Ginebra, en donde estaba citado dos veces al año para acudir a una reunión en la sede central, como él la llamaba, con todos los jefazos del mundo entero, centenares de jefazos. ¡Qué orgulloso estaba de que lo convocasen allá, siendo como era un simple vendedor! Le describió el lago y los montes de los alrededores y la ciudad —«Tan limpia que no te lo podrías ni creer»— y le dijo que un día la llevaría con él de viaje. Pobre Billy, con sus ideas a lo grande, sus planes a lo grande.
Así fueron pasando los años y así parecía que fueran a seguir por siempre, hasta el día en que el Doctor entró en la tienda. Aunque se apellidaba Kreutz, y eso sonaba a alemán, a ella le pareció que debía de ser indio, indio de la India, claro está. Era alto y delgado, tan delgado que era difícil ver si dentro del cuerpo le quedaba sitio para los órganos vitales, y tenía un rostro maravillosamente alargado, delgado, el rostro, pensó ella nada más verlo, de un santo en uno de esos libros que tenían en el colegio para explicarles las misiones en el extranjero. Vestía un traje muy bonito de una tela azul oscuro, seguro que de seda, sólo que tenía un peso que le daba una caída de veras elegante por el modo en que se le ceñía a los hombros ahusados, huesudos, y a las caderas, poco menos que inexistentes. Nunca había estado ella tan cerca de un hombre de color, y le costó Dios y ayuda abstenerse de mirarlo tan pasmada, de mirarle sobre todo las manos, tan esbeltas y tan oscuras, con una línea más oscura aún, aterciopelada, en la frontera en que comenzaba, en el canto, la piel más pálida, como polvorienta y rosada, de las palmas. Tenía también un olor propio que a ella le pareció oscuro, oscuro y especiado; lo percibió con toda nitidez en cuanto entró, y no le cupo duda de que no era debido a una colonia ni a una loción para después del afeitado, sino que era un perfume producido por su propia piel. Descubrió que le habían entrado ganas de tocar esa piel, de pasarle los dedos por sentir qué textura tenía. Y su cabello, muy recto, muy liso, muy negro, aunque con un reflejo tirando a púrpura, peinado para atrás en una serie de ondas suaves, también tuvo deseos de tocarlo.
Vino a preguntar por una medicina de herboristería de la que el señor Plunkett nunca había oído hablar. Tenía una voz suave, ligera, a la vez que profunda, y podría haber estado cantando más que propiamente hablando. «Ah, pues qué raro —dijo cuando el señor Plunkett le indicó que no tenía aquella sustancia que le había pedido—, es muy raro». Pero no por ello pareció desanimado. Comentó que había visitado unas cuantas boticas y farmacias y que nadie había sabido ayudarle. El señor Plunkett asintió con simpatía, aunque fue evidente que no supo qué más decir, si bien el hombre seguía allí delante, con el ceño fruncido no por estar contrariado, sino sólo con algo que más bien parecía desconcierto y cortesía, como si esperase algo más y tuviera la certeza de que iba a recibirlo. Ni siquiera cuando el boticario se dio la vuelta de forma ostensible hizo el hombre ademán de marcharse. Éste era un rasgo muy suyo que ella había de llegar a conocer muy bien, esa manera tan curiosa de quedarse en un lugar o con una persona cuando ya parecía que nada podría suceder; lo hacía además de una manera siempre relajada, siempre calmado, aunque siempre a la expectativa, como si diera por sentado que algo más iba a suceder y esperase a fin de cuentas si se producía lo esperado. En todo el tiempo en que ella lo trató, nunca lo oyó reír, ni lo vio sonreír tampoco, o no vio al menos que se le pintara en la cara lo que podría pasar por una sonrisa, a pesar de lo cual daba la impresión de estar sosegada, benignamente entretenido ante algo, o más bien ante todo.
Aquella primera vez ni siquiera la miró, o no de lleno, pero ella se dio cuenta de que la asimilaba casi como si la mirase de hito en hito: eso fue lo que le pareció sentir, que él de alguna manera para ella incomprensible la estaba absorbiendo. La mayoría de los hombres que entraban en la tienda eran demasiado tímidos para mirarla y se quedaban un tanto alelados, de costado, nerviosos, sonriendo como bobos, con la punta de la lengua entre los dientes. Pero el doctor Kreutz no tenía nada de tímido, no señor: nunca se había encontrado con nadie que tuviera tanto aplomo, tanta convicción. Satisfecho, ésa era la palabra que a ella se le ocurrió para describirlo, o más bien bastante bastante satisfecho, pues ése era otro de sus curiosos hábitos, la manía de decir dos veces la misma palabra, muy de seguido, tan deprisa que convertía las dos en una sola, muymuy, bastante-bastante, con su voz suave, divertida, como una cantinela.
Sacó una libreta pequeña, con tapas de cuero, del bolsillo interior de la chaqueta, y arrancó una página e insistió en anotar su nombre y dirección para dejárselos al señor Plunkett, por si acaso recibiera aquello que había ido buscando —no era más que áloe vera, aunque ella se pasó el día pensando que había dicho «aló», como un francés en un tebeo que intentase decir «helio»—, y entonces por fin se marchó agachando la cabeza ahusada, oscura, al pasar por la puerta, igual que un peregrino, pensó ella, o uno de esos santones que hacen una reverencia con devoción en el umbral de un templo. Tenía unos modales maravillosos. Cuando se marchó, el señor Plunkett algo masculló por lo bajo a cuento de los morenos, y tiró la hoja de papel con el nombre y la dirección a la papelera. Ella esperó un rato y aprovechando un momento de descuido, cuando el boticario no la miraba, rescató el papel y se lo guardó.
El doctor Kreutz tenía su consulta —así la llamaba él— en una casa antigua de Adelaide Road, en el piso del sótano. Cuando la vio por primera vez se llevó una decepción. No estuvo muy segura de qué era lo que esperaba, pero no podía ser, desde luego, aquel cuchitril deprimente, con una sola ventana, la mitad superior de la cual daba a una estrecha franja de hierbín que olía a húmedo, y a una barandilla de hierro negro. Al día siguiente de que él visitara la tienda, un miércoles, que era un día en que cerraba pronto y por tanto le quedaba la tarde libre, dijo a Billy que se iba a visitar a su madre y tomó el autobús hasta Leeson Street, desde donde fue a pie a Adelaide Road, calle que enfiló por el lado contrario al de la dirección del doctor Kreutz, pasando bajo los árboles del Hospital de Oftalmología y Afecciones del Oído. Pasó una sola vez por delante de la casa y se obligó a seguir derecha hasta Harcourt Street antes de dar la vuelta y regresar sobre sus pasos, esta vez por la acera de la derecha. Al pasar de largo miró la casa de reojo y leyó la placa de latón colocada sobre un tablero en la barandilla.
No se veía nada en la ventana del doctor Kreutz, cuyos cristales le devolvieron un reflejo fugaz, un perfil difuso y acuoso de su cabeza y de sus hombros. Se dijo que se estaba portando como una estúpida, rondando por las calles de ese modo en una espléndida tarde de octubre, malgastando su tiempo libre. ¿Y si saliera de detrás de la casa y la viese allí y quizá se acordase de ella? Y cuando lo estaba pensando lo vio de repente caminar hacia ella, procedente de Leeson Street. Iba vestido con una especie de túnica de la largura de una camisa, entre marrón y dorada, con un cuello alto, redondo, unos pantalones holgados, de seda, y unas sandalias que no eran sino unas suelas de cuero sujetas con un par de tiras también de cuero que llevaba anudadas a los tobillos; sus pies le parecieron otra versión de sus manos, alargados y estrechos, de un tono castaño claro, como la tela de la túnica. Llevaba una bolsa de redecilla con tres manzanas y un paquete de pan de molde de marca Procea. Qué raro, pensó, que a pesar de la agitación que sentía se fijara en esos detalles. Pensó en darse la vuelta en redondo y en largarse a paso veloz, fingiendo que acabara de acordarse de algo, pero en cambio siguió por el camino que llevaba, aunque las rodillas le temblaban tanto que a duras penas lograba caminar en línea recta. Pero… por Dios bendito, ¿te quieres estar tranquila?, se dijo, si bien no le sirvió de nada, y sintió que la sangre se le subía a la cara, a esa cara que tenía, de un blanco tan alabastrino que en las mejillas se le marcaba incluso el más leve y remoto de los azoramientos con dos manchas sonrosadas. La había visto… La había reconocido. Se preguntó, de un modo tan incongruente que le pareció demencial, qué edad tendría, y calculó que debía de ser tan viejo como el señor Plunkett, aunque llevaba los años de un modo que nada tenía que ver. Sus pasos la llevaron adelante. Qué andares tan distendidos y tan atrayentes tenía él, inclinándose un tanto a un lado y luego al otro con cada una de sus largas y gráciles zancadas, marcando con los hombros el ritmo de sus pasos, la cabeza un tanto echada hacia atrás, o adelante, meciéndola con suavidad en el alto tallo del cuello, como si fuera la cabeza de un ave maravillosa, exótica, que caminara por el agua poco profunda.
Tan aturullada estuvo en esos momentos que después no supo recordar con exactitud cómo se había detenido él para charlar con ella. Soplaba un viento frío, recordó, a rachas largas, que parecían venir del cielo, y que alborotaban las hojas caídas de los sicomoros revolviéndolas por la acera, como si fuesen unas manos grandes y marchitas. A él no pareció que le afectase el frío, ni siquiera con su fino caftán, ni siquiera yendo poco menos que descalzo. Un viejo de cara amoratada que pasó en un coche redujo la marcha y los miró con los ojos fuera de las órbitas, la pálida joven y el hombre de piel oscura, juntos los dos, de pie, ella sonriendo como una loca de atar, él tan tranquilo como si se conocieran desde siempre.
Sí, unos cuarenta, pensó; debe de tener cuarenta, día arriba o día abajo, la misma edad de Billy, tal vez un poquito mayor. ¿Y qué más daba qué edad tuviera?
Él le había preguntado su nombre.
—Deirdre —dijo ella con una voz apenas más alta que un suspiro, y lo repitió intentando que fueran las dos primeras sílabas de una canción, de un himno incluso. Deirdre.