El viento soplaba del sur, transportando vapores de flores mustias y petróleo quemado, efluvios de muertes recientes y de muertes remotas, cuando los autos y las guaguas se detuvieron en la avenida principal del cementerio. El coche fúnebre se había adelantado unos metros para permitir que los dolientes pusieran en práctica su experiencia de tantos años y formaran una cola espontánea y disciplinada, sin números ni temores a quedar con las manos vacías, preparados para seguir al féretro hasta su fosa definitiva. La fila la encabezaban la mujer y los dos hijos de Jorrín, a los que el Conde tampoco conocía, y el mayor Rangel y otros oficiales de alta graduación, todos vestidos con sus uniformes y grados. Era un espectáculo demasiado triste para la sensibilidad lastimada del Conde: le dolían la cabeza, el hígado y hasta el alma y el corazón; y cuando llegaron a la altura de la capilla central del cementerio, le dijo a Manolo:

—Sigue tú, yo los alcanzo —y se apartó de la procesión que continuó su avance de serpiente con sueño. El sol le hería las pupilas, venciendo la protección de los espejuelos oscuros, y el Conde buscó la sombra de un sauce llorón para sentarse en un contén de la acera. Era de los pocos oficiales que no había asistido a la ceremonia de completo uniforme y debió acomodarse mejor la pistola cuando se dejó caer sobre el pequeño muro. El silencio del cementerio era compacto y el Conde lo agradeció. Ya tenía bastante con los ruidos interiores, y se negó a escuchar el panegírico más o menos imaginable con que despedirían el duelo del capitán Jorrín. ¿Buen padre, buen policía, buen compañero? Al cementerio no se viene a aprender esas cosas, menos cuando ya se saben. Encendió un cigarro y vio, del otro lado de la capilla, al grupo de mujeres que cambiaba las flores de una tumba y limpiaban el polvo de la losa. Parecía un acto social más que de recogimiento y el Conde recordó que le habían comentado sobre la existencia de una Milagrosa, allí en el cementerio, a la que mucha gente se acercaba para pedirle su misterioso y frecuente socorro de espíritu comprensivo y a la altura de los tiempos. Se puso de pie y avanzó hacia las mujeres. Había tres sentadas en un banco junto a la tumba y dos que continuaban empeñadas en la limpieza, barriendo ahora las hojas y la tierra traída por el viento, organizando mejor los ramos de flores en los búcaros de barro. Todas llevaban la cabeza cubierta por un pañuelo negro, como uniformadas de infatigables aldeanas gallegas, y se cruzaban informaciones sobre rumores más o menos veraces de una próxima reducción de la cuota semanal de huevos y su seguro aumento de precios. Sin pedir permiso el Conde ocupó el banco más próximo al de las mujeres y observó la tumba sobre la que había flores, velas, rosarios de cuentas negras y la foto borrosa de una mujer, protegida por un marco con cristal.

—Es la Milagrosa, ¿verdad? —preguntó el policía a la mujer más próxima a él.

—Sí, señor.

—¿Y ustedes cuidan la tumba?

—Nos toca una vez al mes. La limpiamos, la cuidamos y le explicamos a los que vienen a pedir algo.

—Yo quiero pedir algo —dijo entonces el Conde.

Tal vez no tenía aspecto de pagador de promesas, porque la mujer, una negra sesentona con brazos de jamón blando, lo miró un instante antes de hablar.

—Ella ha dado muchos testimonios de su poder. Y algún día la Iglesia la va a reconocer como lo que es: una santa milagrosa, una criatura amada del Señor. Si usted puede traerle flores, velas, cosas así, es mejor para pedir, porque le ilumina el camino, pero en verdad lo único que hace falta es tener fe, mucha fe, y entonces pedirle ayuda a Ella y rezar alguna oración. Un Padrenuestro, un Ave María, la que más le guste a usted. Y pedir desde el corazón, con mucha fe. ¿Me entiende?

El Conde asintió y recordó a Jorrín. Ya debían de estar despidiéndolo, seguramente el Viejo, que había sido su compañero durante treinta años, hablaría de su impecable hoja de servicios a la sociedad, a la familia y a la vida. Entonces miró la tumba que estaba frente a él y trató de recordar una oración. Si iba a pedir, pediría en serio, tratando de rescatar los ripios dispersos de su fe de renegado, pero no logró pasar de los primeros versos del Padrenuestro que ahora se le confundía con fragmentos del «Padrenuestro Latinoamericano» de Benedetti, que tan popular se hizo en su época de la universidad, cuando se decretó una urgente latinoamericanización cultural y los estridentes grupos de rock se trasmutaron en cultores no menos lamentables y camaleónicos del remoto folklor andino y del altiplano, con quenas, tamboriles y ponchos incluidos, y en lugar del inglés algunos cantaron hasta en quechua y en aymar. Pero ahora lo que importaba era la fe. ¿Cuál fe? Yo soy ateo, pero tengo fe. ¿En qué? En casi nada. Demasiado pesimismo para dejar algún espacio a la fe. Pero tú me vas a ayudar, ¿no, Milagrosa? Anjá. Yo sólo te voy a pedir una cosa, pero es una cosa muy grande, y como tú haces milagros, tú me vas a ayudar, porque me hace falta un milagro del tamaño de este cementerio para conseguirlo, ¿me entiendes?… Ojalá me entendieras y me oyeras: yo quiero ser feliz. ¿Es pedir mucho? Ojalá que no, pero no te olvides de mí, Milagrosa, ¿está bien?

—Muchas gracias —le dijo a la negra cuando se puso de pie. Ella no había dejado de mirarlo y sonrió.

—Vuelva cuando quiera, señor.

—Creo que voy a volver —dijo y saludó con la mano a las mujeres, que habían cambiado el tema de los huevos por el del pollo, que seguía sin venir a la carnicería. Lo mismo de siempre: ¿el huevo o la gallina? Regresó a la avenida central del cementerio y vio, a la derecha, el grupo que regresaba del entierro. Se acomodó los espejuelos y fue en busca del auto con la esperanza de poder sentarse. Se sentía débil y ridículo y sabía que se estaba ablandando. Es como si me derritiera. Mierda de tipo. Probó con su puerta y la encontró cerrada, igual que la de Manolo. Sobre el asiento trasero vio la antena del radio. Este no confía ni en los muertos, pensó. Y pensó: ¿Me concederá el milagro?

—¿Cómo salió la cosa?

El Greco, vestido de uniforme, los esperaba bajo el almendro plantado junto a la entrada del parqueo de la Central. Apenas esbozó un saludo cuando el Conde se acercó y le respondió.

—Sin problemas. Llegamos a su casa a las ocho, como nos dijo Manolo, llamamos a la madre, le explicamos que era una investigación de rutina por lo de Orlando San Juan, y luego lo llamamos a él, que todavía estaba durmiendo. El registro de la gente de Cicerón no dio nada, Conde.

—¿Qué te pareció él?

—Tiene la boca un poco dura, protestó al principio, pero creo que es pura fachada.

—¿Le dijeron algo más?

—No, más nada. Crespo lo tiene allá arriba en tu cubículo. Ya todo está preparado como nos dijeron.

—Arriba, Manolo —dijo entonces y entraron en el edificio, prácticamente vacío a aquella hora habitualmente agitada. Encontraron el elevador detenido en el vestíbulo y con las puertas abiertas. ¿Ya empezaron los milagros?, se preguntó el Conde y oprimió el botón de su piso. Cuando salieron al corredor, el sargento Manuel Palacios respiró hasta llenarse los pulmones, como un clavadista que se dispone al salto.

—¿Empezamos?

—Métele mano —dijo el Conde y lo siguió.

Manolo abrió la puerta del cubículo donde estaban sentados Lázaro San Juan y el calvo Crespo. Crespo se puso de pie y saludó a Manolo, con cierta marcialidad.

—Tráelo, Crespo —pidió el sargento.

El Conde, todavía en el corredor, vio salir al muchacho. Lo habían esposado y llevaba las manos al frente.

—Quítele las esposas —ordenó a Crespo y observó el rostro de Lázaro San Juan; aunque no guardaba ningún parecido con Lando el Ruso, tenían cierto aire de familia: la mirada como perdida y la boca, casi recta y sin labios. Aquel muchacho aparentaba más edad que los dieciocho años recién cumplidos. Su cuerpo tenía una estructura ósea firme y adulta, cubierta de músculos bien desarrollados. Algunos granos en la cara delataban su juventud, pero ni siquiera aquellos puntos rojos de acné opacaban su gracia masculina. Llevaba el pelo peinado al medio y no parecía asustado. Lissette era de las que, con el mismo apetito, comía bueno y comía malo, porque así comía dos veces. Aquel muchacho debía de ser su manjar favorito, pensó el Conde. Mala digestión.

Avanzaron como una torpe procesión por el pasillo y subieron al elevador. Marcaron el próximo piso y salieron a un corredor similar, pero franqueado por puertas de aluminio y cristal. Atravesaron dos puertas y abrieron una de madera, para penetrar en un pequeñísimo cubículo que permanecía en penumbras. En un costado la habitación tenía una cortina. Manolo le indicó a Lázaro la única silla que había en el local y el joven se sentó. Entonces Crespo encendió la luz.

—¿Lázaro San Juan Valdés? —le preguntó Manolo y el muchacho asintió—. Estudiante de onceno grado del Preuniversitario de La Víbora, ¿verdad?

—Sí —contestó.

—Bueno, ¿sabes por qué estás aquí?

El muchacho miró a su alrededor, como para hacerse idea del lugar en que estaba.

—Me dijeron que una investigación en el Pre.

—¿Sabes o te imaginas qué investigación?

—Creo que sobre la profesora Lissette. Yo estaba en el baño el día que el compañero entró y preguntó por ella —dijo mirando al Conde.

—Pues sí —siguió Manolo—, es sobre ella. La profesora Lissette fue asesinada el martes 18, alrededor de las doce de la noche. La asfixiaron con una toalla. Antes alguien tuvo contacto sexual con ella. Antes alguien la golpeó bastante. Pero todavía antes se bebió bastante en su casa y hasta se fumó marihuana. ¿Qué sabes tú de eso?

El muchacho volvió a mirar al Conde, que había encendido un cigarro.

—Nada, compañero, ¿qué iba a saber?

—¿Estás seguro? Llama al Greco —pidió Manolo dirigiéndose a Crespo. El policía levantó un teléfono y susurró algo. Colgó. Mientras, Manolo hojeaba la pequeña libreta que tenía entre sus manos y decía que sí a la lectura, parecía apasionante, mientras el Conde fumaba con gesto despreocupado, como si asistiera a una representación que ya tenía bien sabida. Sentado en el centro de la pequeña habitación, Lázaro San Juan movía los ojos de un hombre a otro, como si esperara de ellos la dilatada calificación de un examen final. La duda crecía en su mirada, de modo ostensible, como hierba mala bien alimentada.

Dos golpes sobre la madera de la puerta, y apareció la osamenta afilada del Greco. Estoy rodeado de flacos, hasta yo me estoy volviendo flaco, recordó el Conde. El Greco traía un papel en la mano. Se lo entregó al Conde y salió. El teniente lo miró un instante y asintió una vez, cuando levantó los ojos hacia Manolo. La mirada de Lázaro San Juan volaba de un personaje a otro. Seguía esperando la calificación.

—Bueno, Lázaro, ahora vamos en serio. El día 18 tú estuviste en la casa de la profesora Lissette. Ahí están tus huellas digitales. Y es muy probable que hayas sido tú quien se acostó con ella esa noche: tu sangre es del tipo O, como la del semen que ella tenía en la vagina al morir. —Manolo avanzó hacia la cortina que estaba a la izquierda de Lázaro, la corrió y dejó a la vista el cristal traslúcido que, como un juego de espejos, hacía al fin visible una reproducción a escala de la habitación en que ellos estaban, pero menos poblada de escenografía, acción y personajes—. Ahí está tu primo Orlando San Juan, acusado de tenencia y tráfico de drogas, de salida clandestina del país y de robo de una lancha del Estado. Confesó todos sus delitos y nos dijo además que el martes 18, sobre las siete de la tarde, tú pasaste por su casa y estuviste allí un rato. Sucede además que la marihuana que tenía tu primo es del mismo tipo que la que apareció en el inodoro de la casa de Lissette. Como ves, Lázaro, estás más envuelto que un tamal en una historia de asesinato y drogas. Aunque no confieses, cualquier tribunal hace una fiesta con estos datos que te di. Pero además, el compañero que me trajo estos papeles acaba de salir para la calle a buscar a Luis Gustavo Rodríguez y a Yuri Samper, tus amiguitos del Pre, y cuando hablemos con ellos seguro nos van a confirmar muchas cosas. Bueno, como ves, era muy en serio. ¿Me vas a contar algo?

El Conde observó cómo se producía la mutación. Era como una ola, que avanzaba de las entrañas para romper en la piel. Los músculos de Lázaro perdieron volumen y la caja del pecho se desinfló. El pelo ya no caía peinado al centro, sino abierto como una peluca mal llevada. Los granos de la cara se oscurecieron y ya no pareció ni bello, ni fuerte, ni joven y el instinto le dijo al Conde que habían llegado al epílogo de aquella historia. ¿Por qué la habría matado? ¿Por qué un muchacho de dieciocho años podía hacer algo así, tan definitivo y animal? ¿Por qué la búsqueda de la felicidad podía terminar en aquel deterioro que apenas comenzaba a producirse y que no terminaría nunca, ni siquiera después de los diez, quince años que Lázaro San Juan iba a cumplir en el rigor degradante de una cárcel, rodeado de otros asesinos como él, ladrones, violadores y estafadores, que se disputarían el corazón oscuro de su belleza y su juventud como un trofeo que más tarde o más temprano devorarían con todo placer? A este Lázaro no lo salvaría ningún milagro.

—Vaya, todo eso es verdad, menos que yo la maté y que me acosté con ella, se lo juro por mi madre. Yo no la maté ni estuve con ella ese día, y Luis y Yuri lo pueden decir, ustedes van a ver. La fiesta sí, vaya, eso fue un invento de ella, que me dijo a la hora del recreo en el Pre, oye, Lacho, ella me decía así, ¿saben?, ¿por qué no vas un ratico esta noche que tengo ron allá? Ella y yo, bueno, desde hacía unos meses, desde diciembre, ella me pintó fiestas y uno es hombre y, bueno, empezamos a acostarnos, pero en el Pre nadie lo podía saber, y yo nada más se lo dije a Luis y a Yuri y me juraron que más nadie lo iba a saber, y así fue, nadie lo sabía. Entonces yo se los dije a ellos, vaya, que fueran conmigo para tomarnos unos tragos, y se me ocurrió pasar por casa de Lando y robarle un par de cigarritos de los que él fumaba, yo sabía que los ponía en una cajetilla de Marlboro, de esas de cartón, en el bolsillo de un jacket en su cuarto, porque un día lo vi sacar uno de allí y fui y se los robé, pero eso fue dos o tres veces. Y más nada, recogí a mis socios en la esquina de la casa de ella, subimos, como a las ocho y media, empezamos a tomar, a oír música y a bailar, y yo, vaya, encendí un cigarro y fumamos nosotros nada más, ella no quiso porque decía que quería más ron, y Yuri fue hasta El Niágara y compró dos botellas más con dinero que ella le dio, y más nada, le digo, ella estaba medio borracha cuando nos fuimos como a las once, teníamos tremenda hambre porque no habíamos comido nada, ella nunca tenía comida en la casa, y fuimos para la parada y cogimos la guagua, ellos la 15 y yo la 174, que me deja más cerca de mi casa, y más nada, más nada, y al otro día nos enteramos de todo y nos asustamos cantidad y decidimos que mejor, vaya, que mejor no le decíamos a nadie que habíamos estado con ella, porque cualquiera iba a sospechar, como ustedes. Así fue, por mi madre. Yo ni la maté ni me acosté con ella ese día, de verdad que no. Pregúntenle a Yuri y a Luis que estaban conmigo, pregúntenle, vaya…

Demasiados misterios juntos, se dijo el Conde. Quería pensar en el misterio fabricado de la muerte de Lissette pero se le interponía en la mente el enigma inesperado de la desaparición de Karina, dónde se habrá metido anoche, volvió a llamarla después de hablar con Lázaro y la misma voz de mujer de la noche anterior le dijo: No, no vino ayer, pero llamó por teléfono y yo le di el recado. ¿No lo llamó? Aquella confirmación fue como un vendaval de popa que hinchó las velas de sus dudas y sus temores y los puso a navegar libremente y a toda velocidad por un mar de sargazos punzantes como la incertidumbre. Tenía el dato de que la empresa en la que trabajaba Karina radicaba en El Vedado, pero su entusiasmo le había impedido ser más policía y nunca le preguntó con exactitud por la dirección, total, si la tenía al doblar del Flaco, y no se atrevió a preguntárselo a su interlocutora telefónica. ¿La madre de Karina? Algo irremediable había sucedido, como la noche del martes 18, pensó. Recostado contra la ventana de su oficina, observó las copas desafiantes de los laureles, que podían resistirlo todo, todavía con hojas, siempre verdes. Quería que pasaran las horas, volver a su casa y esperar frente al teléfono. Ella lo llamaría y tendría una buena explicación, trataba de convencerse. Estaba de guardia y se me olvidó decírtelo. Teníamos un trabajo de apuro y me quedé en la empresa, y tú sabes lo malo que están los teléfonos, no pude comunicar, mi amor. Pero sabía que se estaba mintiendo a sí mismo. ¿Un milagro?

Sólo un milagro de la primavera, diría el viejo Machado, también tocado por un amor que al final se le escaparía.

Se volvió al escuchar que se abría la puerta de la oficina. Manolo, con más papeles en la mano, se dejó caer en el butacón, imitando la fatiga envolvente de un corredor victorioso. Reía.

—Me da lástima con el chiquito, pero se jodió, Conde.

—¿Se jodió? —preguntó el teniente, para dar tiempo a que el flujo de sus pensamientos volviera a correr por el cauce correcto—. ¿Qué dice el laboratorio?

—El semen es de Lázaro. Sin dudas.

—¿Y Yuri y Luis?

—Lo que tú pensabas, ellos cogieron la guagua primero y dejaron a Lázaro en la parada. Dicen que siempre se iban juntos hasta el paradero de La Víbora y entonces bajaban a buscar la Avenida de Acosta, pero esa noche él les dijo que se fueran, que iba a esperar la 174 para caminar menos.

—¿Y la camisa blanca?

—Sí, era de él y se la llevó esa noche. Ella a veces le lavaba alguna ropa. Pobre Lázaro, con lo cómodo que estaba, ¿no?

—Sí, pobre Lázaro, no sabe la que le espera. ¿Y qué contaron de la fiesta?

—Era otra fiesta distinta a la que inventó Lázaro. Dicen que cuando ella se emborrachó se puso muy pesada porque Lázaro le dijo que le consiguiera los exámenes de física y de matemáticas y ella empezó a decirle cosas, que no le iba a dar más ningún examen porque él luego se hacía el bárbaro con los demás diciendo lo que iba a salir y que la iba a embarcar, que él nada más la quería para eso y para templársela, dicen que dijo, y entonces los botó de la casa. Dice Luis que la verdad es que Lázaro vendía las respuestas de los exámenes, pero que ella no lo sabía. De pinga el muchachito, ¿no? Bueno, Lázaro trató de aliviar la tensión pero ella insistió en que se fueran los tres, hasta que sacó a Lázaro casi a empujones cuando ya Yuri y Luis estaban en la escalera. La versión de los dos es igual, paso por paso. Entonces, cuando se enteraron de la muerte de la profesora fueron a hablar con Lázaro y decidieron que lo mejor era no decirle a nadie que ellos habían estado esa noche allí. A ellos les pareció lo mejor, para evitarse problemas, pero dice Yuri que el de la idea de no decir nada siempre fue Lázaro.

El Conde encendió un cigarro y observó un instante los datos del laboratorio central que Manolo había traído. Los dejó sobre la mesa y regresó a la ventana. Con la vista fija en una molécula perdida del horizonte dijo:

—Entonces Lázaro regresó desde la parada. El no tenía llave, así que fue ella la que le abrió la puerta. La convenció de que se había equivocado y se acostaron en el sofá de la sala. Toda una reconciliación, casi puedo oír la música de fondo. Pero ¿por qué la mató? —se preguntó, y perdió la molécula escogida cuando vio a Lázaro sobre Lissette, ahora al fin le veía la cara, mientras le apretaba el cuello con la toalla, más fuerte, más fuerte, hasta que sus brazos de remero se agotaron por el esfuerzo y la cara de belleza enigmática de la muchacha guardó para siempre aquella mueca absurda, a medio camino entre el dolor y la incertidumbre. ¿Por qué la mató?

El humo es azul y huele como la primavera: fresco y penetrante. De la boca a los pulmones, de los pulmones al cerebro se mueve el humo con su evanescencia vaporosa y amanece detrás de los ojos: un brillo de día nuevo se descubre en cada cosa, con una percepción preferenciada y sensible que revela aristas de una lucidez esmaltada que antes no se advirtieron. El mundo, todo el mundo, es más amplio y más cercano, tan brillante, mientras el humo vuela, convirtiéndose en respiración perdida en cada célula de la sangre y en cada neurona desvelada y puesta en máxima alerta. Linda es la vida, ¿no?, linda la gente, grandes las manos, poderosos los brazos, enorme el rabo. Gracias al humo.

Entre las cosas que descubrió Cristóbal Colón sin imaginarse que las había descubierto estaba esta marihuana. Aquellos indios «con tizones en la boca» tenían caras demasiado felices para ser simples fumadores de tabaco al borde del enfisema. Hierbas secas, hojas oscuras, humo azul que hacían posible confundir al desconsolado y triste Colón con un dios rosado venido de algún misterio perdido en la memoria mítica de los indios. Un buen areíto con marihuana. Pero demasiado fatal aquella hierba cuando se descubre al fin que Colón no es Dios, ni uno su espíritu elegido.

Pero fumarla es un placer, es flotar, sobre la espuma de los días y de las horas, sabiendo que todo el poder nos ha sido dado: el de crear y el de creer, el de ser y estar donde nadie puede ser ni estar, mientras la imaginación vuela azul como el humo y respirar es fácil, mirar es una fiesta, oír un privilegio superior.

Pobre Lázaro: como un indio irá a la hoguera, sin humo azul ni luces de amanecer, y ya condenado al primer recinto del séptimo círculo infernal, a seguir ardiendo eternamente con todos los violentos contra el prójimo.

Entró en la antesala de la dirección y la sonrisa de Maruchi lo sorprendió. La secretaria del mayor le hizo un gesto, espérate, espérate ahí, para que se detuviera, y en puntas de pie abandonó su sitio, tras el buró, y se acercó al Conde.

—Pero ¿qué te pasa, hija mía?

—Habla bajito, chico —le exigió, pidiéndole también con las manos que bajara el volumen y le susurró—. Oye, está ahí con Cicerón y con el gordo Contreras y me llamó para que les diera café. ¿Y tú sabes de quién estaban hablando cuando entré?

—De un cadáver.

—De ti, chico.

—De un cadáver —le confirmó el teniente.

—No seas bobo. Estaba diciéndole al Gordo y a Cicerón que tú los habías puesto a ellos dos en la pista de dos casos importantes. Que si se habían descubierto era gracias a ti. ¿Qué te parece?

El Conde trató de sonreír, pero no pudo.

—Hermoso —dijo.

—Bah, estás más pesado… —dijo ella, recuperando el tono de su voz.

—Dile que estoy aquí, anda.

La jefa de despacho regresó al buró y oprimió la tecla roja del intercomunicador. Una voz de lata dijo «¿Sí?», y ella lo anunció:

—Mayor, aquí el teniente Conde.

—Dile que venga —respondió la voz metálica.

—Maruchi, gracias por la noticia —dijo el Conde y acarició el pelo de la secretaria. Ella sonrió, con una sonrisa halagada que sorprendió al Conde. ¿De verdad le caeré bien a esta pepilla? Se acercó al cristal de la puerta y tocó con los nudillos.

—Dale, entra, no te extremes —dijo la voz del mayor, y el Conde abrió la puerta.

El Viejo, con su uniforme y sus condecoraciones oficiales, estaba tras el buró como si fuera a despedir otro duelo —el mío, pensó el teniente— y, frente a él, se ubicaban los dolientes: los capitanes Contreras y Cicerón.

—Estás bien acompañado —dijo para aliviar la tensión, y vio sonreír al Gordo Contreras, que se puso de pie, haciendo un esfuerzo de venas que se hinchan para levantar de un golpe todo el peso de sus trescientas libras.

—¿Cómo estás, Conde? —Y le tendió la mano. Me cago en ti, pensó el teniente y dejó caer su pobre mano en la de Contreras, que sonrió un poco más cuando descargó toda su presión sobre los dedos indefendibles del Conde.

—Bien, capitán.

—Bueno, siéntense —ordenó el jefe—. A ver, Conde, ¿qué hubo con tu caso?

El Conde ocupó el sofá que estaba a la derecha del mayor. A su lado colocó el sobre que había traído y lo tocó antes de responder.

—Aquí está todo. Le traje las grabaciones por si quiere oírlas. Y mañana entregamos el informe para fiscalía.

—Bueno, pero ¿qué pasó, viejo?

—Lázaro San Juan, como pensábamos. Se confirmó lo de la fiesta, con dos amigos más, tomaron ron, fumaron marihuana y hubo una discusión con ella cuando Lázaro le pidió los exámenes de física y matemáticas. El problema es que Lázaro vendía a cinco pesos la respuesta de los exámenes. Un buen negocio, porque había pruebas de hasta diez preguntas y una clientela fiel y selecta.

—No ironices —lo cortó el mayor.

—No estoy ironizando nada.

—Sí que lo estás haciendo.

—Te juro que no, Viejo.

—Ya te dije que no me jures nada.

—Pues no te lo juro.

—Oye, ¿vas a seguir con el informe o no?

—Voy a seguir —suspiró el Conde, pero todavía se demoró dándole fuego a un cigarro—. Ya sigo: ella los botó de la casa, parece que la borrachera le dio por eso, pero Lázaro regresó cuando sus amigos cogieron la guagua. Ella le abrió, se reconciliaron y se acostaron y él encendió otro cigarro de marihuana que llevaba. Lo fumaron entre los dos, pero ella siempre lo hizo de la mano de él, por eso no tenía restos de la droga en los dedos. Y entonces él le volvió a pedir los exámenes. Se había enviciado, el cabrón. Ella se encabronó otra vez e intentó botarlo de nuevo y dice él que lo golpeó en la cara y que entonces no se pudo contener y le fue para arriba, empezó a darle golpes y que cuando se dio cuenta ya la había ahogado. Dice que no sabe cómo fue que lo hizo. A veces esas cosas pasan, y más con dos marihuanasos de esos entre pecho y espalda… Ahora está llorando. Le costó trabajo, pero está llorando. Me da lástima ese muchacho, hizo toda la confesión sin mirarnos. Me pidió pararse al lado de la ventana y habló todo el tiempo mirando para la calle. No es fácil lo que le espera. Aquí está todo —repitió y volvió a tocar el sobre, que sonó como un tambor de señales en medio del silencio.

—Bonita historia, ¿no? —preguntó el Viejo y se puso de pie—. Un muchacho de Pre y una profesora como protagonistas y un director, un mercader de motocicletas y un traficante de marihuana en los papeles secundarios; hay de todo, de todo: sexo, violencia, drogas, crímenes, alcohol, fraude, tráfico de divisas, favores sexuales bien retribuidos —dijo y su voz cambió repentinamente para agregar—. Da ganas de vomitar. Mañana mismo suelto tu informe para todas partes, Conde, para todas partes…

Y regresó a su asiento y al tabaco maltrecho con que lidiaba esa tarde. Era una breva triste y oscura, de ceniza renegrida y olor penetrante y ácido. Fumó dos veces, como si tomara una medicina amarga pero necesaria, y dijo:

—Acá Contreras y Cicerón me estaban informando de las otras conexiones del caso. El tal Pupy cantó tanto que por poco hay que darle golpes para que se calle. Subimos por él y llegamos hasta tres funcionarios de embajadas extranjeras, pasando por dos tipos de Cubalse, tres del INTUR, dos taxistas y no sé cuántos jineteros.

—Ocho para empezar —acotó Contreras y sonrió.

—Y lo de la marihuana es como una mecha que se sigue quemando y vamos a ver adonde llega. El guajiro del Escambray es una escenografía que parece de película: le traían la droga para que la vendiera como suya a varios puntos como Lando. Ya tenemos a tres más. Y vamos a encontrar al hombre de Trinidad que se la llevaba al guajiro, y vamos a seguir, hasta que explote la bomba, porque hay que saber de dónde salió esa marihuana y cómo entró en Cuba, porque esta vez no me trago el cuento de que se la encontraron en la costa. Hasta que explote la bomba…

—Y haya lluvia de mierda —dijo el Conde, en voz muy baja.

—¿Qué dijiste? —preguntó el mayor.

—Nada, Viejo.

—Pero ¿qué dijiste que no te oí?

—Que va a haber lluvia de mierda. No sólo en el Pre de La Víbora.

—Lluvia de mierda, sí —admitió el mayor y trató en vano de sacar humo al renegrido tabaco—. Y ya yo me estoy mojando —dijo, con cara de asco, mostrando el falso habano a su público. Se puso de pie, avanzó hasta la ventana y lanzó el tabaco a la calle, como si lo odiara. Claro que lo odiaba. Cuando el mayor dio la espalda al grupo, Cicerón miró al Conde y le sonrió: levantó su brazo derecho y sus dedos formaban la V de la victoria.

El mayor regresó al buró y apoyó los nudillos en la madera. El Conde se preparó para el discurso.

—Aunque me cueste decirlo, Conde, tengo que felicitarte. Tú fuiste el que desataste esta cagazón de Pupy y de Lando y ya resolviste lo del Pre. Lo del tráfico de divisas y la compra en las diplotiendas va a seguir tumbando gentes, y lo de la marihuana centroamericana va a llegar hasta las nubes, estoy seguro, porque esto no parece una operación cualquiera. Y por todo eso yo te felicito, pero mañana, después que me entregues el informe, te vas para tu casa y te pones cómodo, con pijama y todo, y no vuelvas a aparecer por aquí hasta que te llame la comisión disciplinaria.

—Pero, Rangel… —trató de intervenir Contreras y la voz del Viejo lo interrumpió.

—Contreras, lo que tú opines se lo vas a decir a la Comisión. A mí no me importa. El Conde hizo algo bien hecho y lo felicité y lo voy a escribir en su expediente. Además, para eso le pagan. Pero metió la pata y se jodió. Eso es así de claro. Pueden irse los tres. Mañana a las nueve, Conde —dijo y lentamente se dejó caer en su butaca. Oprimió el botón blanco de su intercomunicador y pidió—: Maruchi, tráeme un vaso de agua y una aspirina.

El Conde, Contreras y Cicerón salieron al vestíbulo y el teniente, en voz baja, le dijo a la secretaria:

—Dale una duralgina. No la pidió porque yo estaba delante —y siguió.

—Manolo, quiero pedirte un favor.

—Me encanta que me pidas favores, Conde.

—Por eso te complazco: prepara tú el informe para entregárselo mañana al Viejo. Quiero irme de aquí —dijo, y abrió las manos para abarcar el espacio que lo agredía. El cubículo, más que nunca, le parecía una estrecha y caliente incubadora en la que irremediablemente su cáscara iba a reventar. La sensación de estar al final de algo y la perspectiva de tener que enfrentarse al proceso que le anunciaba el mayor Rangel lo dejaban en un limbo inasible en el que todo acto escapaba de su potestad. Recogió los últimos papeles que aún estaban sobre el buró y los metió dentro de un file.

—Oye, Conde, que no es para tanto, ¿no?

—No, no es para tanto —dijo, por decir algo, mientras le entregaba el file a su subordinado.

—No te dejes aplastar, compadre. Tú sabes que no vas a tener problemas. Cicerón me lo dijo. Y yo oigo, Conde: todo el mundo en la Central está hablando de la polvareda que levantamos con este caso y la gente apuesta que van a seguir cayendo pejes en el jamo… Y Fabricio tiene fama de imperfecto y de pesado, eso lo dice aquí hasta el gato. Y además el mayor es tu amigo, tú lo sabes —argumentó Manolo, tratando de aliviar la turbación evidente del Conde. Aunque eran dos personalidades tan opuestas, los meses que llevaban trabajando juntos les había creado una dependencia mutua que ambos disfrutaban como una prolongación de sus capacidades y deseos. Al sargento Manuel Palacios se le hacía difícil creer que al día siguiente dejaría de trabajar con el teniente Mario Conde para responder a las órdenes de otro oficial. Necesitaba que el Conde peleara—. No te preocupes por el informe, yo lo hago, pero quita esa cara.

El Conde sonrió: se llevó las manos a la barbilla y empezó a quitarse una máscara que se negaba a desprenderse.

—No jodas, Manolo, no es esto sólo. Es todo. Estoy cansado, a los treinta y cinco años, y no sé qué voy a hacer ni qué carajos quiero hacer. Trato de hacer las cosas bien hechas y siempre meto la pata: ése es mi sino, una vez me lo dijo un babalao. Tengo la letra de la babosa: por delante todo lo veo lindo, pero detrás voy dejando una huella sucia. Es así de simple. Mira, esto es para ti —dijo y le extendió un papel doblado que guardaba en el bolsillo de la camisa.

—¿Qué es eso?

—Un poema épico-heroico que le escribí a la marihuana. Ponlo en el informe.

—Ahora sí te quemaste, compadre.

El Conde sintió deseos de acercarse a la ventana y observar otra vez —¿por última vez?— aquel paisaje al que le había otorgado su favoritismo, pero pensó que no era un buen momento para despedirse de aquel pedazo de ciudad y de vida. Le extendió la mano al sargento y se la estrechó con fuerza.

—Nos vemos, Manolo.

—¿No quieres que te lleve para la casa?

—No, deja, últimamente me están gustando las guaguas llenas.

No se sentía dispuesto a realizar disquisiciones climáticas cuando salió al vestíbulo principal de la Central, pero lo removió la luz del sol que penetraba aviesamente por los altos cristales de la fachada, y el Conde, para marcar distancias y estados de ánimo, buscó sus espejuelos oscuros. Afuera había dejado de soplar el viento de Cuaresma, agotadas tal vez sus existencias para ese año, y una tarde esplendorosa de marzo lo recibió con su cielo despejado y su brillantez perfecta de temporada primaveral de postales para turistas fugitivos del frío. Era en verdad una tarde ideal para estar junto al mar, muy cerca de la casa de madera y tejas que alguna vez el Conde había soñado tener. Habría aprovechado la mañana para escribir —claro, una historia simple y conmovedora sobre la amistad y el amor— y ahora, con los cordeles bien cebados en el mar, esperaría a que la suerte pusiera en su anzuelo un lindo pescado para la comida de esa noche. En una roca cercana, que se asomaba a la playa como una mano extendida, una mujer dorada de tanto sol leía las páginas que él había escrito ese día. Con ella haría el amor en la ducha, al anochecer, mientras que el olor del pescado que se cocinaba en el horno invadía el espacio de aquel sueño recurrente. Tal vez en la noche, mientras él leía una novela de Hemingway o un cuento intachable de Salinger, ella tocaría su saxofón, para dar algún sonido triste a tanta felicidad acumulada.

El Fiat polaco está allí, agazapado junto al contén, como un pequeño dinosaurio, y el Conde comprueba que sus cuatro gomas descansan repletas de aire. La puerta de la casa sigue cerrada y el Conde avanza hacia ella a través del breve jardín de marpacíficos y crotos deshojados por tantos días de viento. La aldaba de hierro, labrado como la lengua colgante de un león de ojos astigmáticos, levanta un sonido profundo que corre despavorido hacia el interior de la casa. Guarda sus espejuelos, acomoda el revólver contra la cintura del jean y desea intensamente que exista una justificación. Cualquier justificación, porque él está dispuesto a aceptarla, y sin preguntar. A estas alturas ha aprendido —y puede practicarlo en la realidad más objetiva— que los excesos de dignidad son impulsos dañinos: prefiere otorgar, perdonar, hasta prometer el olvido para obtener el mínimo espacio que necesita. ¿Por qué no dejó pasar de largo la petulancia de Fabricio? A veces le parece mezquino, pero sabe que al final se acostumbrará.

Karina abre la puerta y no luce sorprendida. Incluso intenta sonreír y abre una brecha que él no se atreve a franquear. Lleva el short del día que se conocieron y una camiseta de hombre, sin mangas, que al Conde le parece atrevida. Las bocamangas caen vencidas y dejan ver el instante preciso en que el pecho comienza a ascender por la colina de los senos. Hace muy poco se ha lavado el pelo, que cae blando, oscuro y húmedo sobre sus hombros. Le gusta demasiado esta mujer.

—Entra, te estaba esperando —le dice y se aparta. Cierra la puerta y le indica uno de los sillones de madera y rejilla que ocupan la boca del corredor que conduce hacia el fondo de la casa.

—¿Estás sola?

—Sí, llegué hace un rato. ¿Cómo te va con tu caso?

—Creo que bien: descubrí que un muchacho de dieciocho años fumaba marihuana y mató a una muchacha de veinticuatro que también se drogaba y tenía varios novios.

—Es terrible, ¿no?

—No creas, los he tenido peores. ¿Qué te pasó ayer? —pregunta al fin y la mira a los ojos. Estaba de guardia. Mucho trabajo. Me ingresaron en un hospital. Estuve presa, por culpa de un policía. Cualquier justificación, por Dios.

—Nada —responde ella—. Recibí una llamada por teléfono.

El Conde trata de entender: sólo una llamada. Pero no entiende.

—No entiendo. Habíamos quedado…

—Una llamada de mi marido —dice y el Conde vuelve a pensar que no entiende. La palabra marido suena sencillamente absurda y mal ubicada en aquella conversación. ¿Un marido? ¿Un marido de Karina?

—¿Qué me quieres decir?

—Que esta noche regresa mi marido. Es médico, está en Nicaragua. Suspendieron su contrato y adelanta el regreso. Eso es lo que te quiero decir, Mario. Me llamó ayer por la mañana.

El Conde busca un cigarro en el bolsillo de la camisa, pero desiste. En realidad no quiere fumar.

—¿Cómo es posible, Karina?

—Mario, no me hagas más difíciles las cosas. No sé por qué empecé esta locura contigo. Me sentía sola, me caíste bien, me hacía falta acostarme con un hombre, entiende eso, pero escogí el peor hombre del mundo.

—¿Soy el peor?

—Te enamoras, Mario —dice ella y se acomoda el pelo tras las orejas. Así, con el short y la camiseta, parece un muchacho afeminado. De ella siempre se volvería a enamorar.

—¿Y entonces?

—Entonces vuelvo a mi casa y a mi esposo, Mario, no puedo hacer otra cosa, ni quiero hacerla. Me encantó haberte conocido, no lo lamento, pero es imposible.

El Conde se niega a entender lo que está entendiendo. ¿Una puta? Piensa que es un error, y no encuentra la lógica de la posible equivocación. Karina no es para él: concluye. Dulcinea no aparece porque no existe. Pura mitología.

—Te entiendo —dice al fin y ahora sí siente verdaderos deseos de fumar. Deja caer el fósforo en una maceta sembrada con malangas de corazón rojo.

—Yo sé cómo te sientes, Mario, pero todo fue así, de improviso. No debí haberte conocido.

—Creo que sí, que debimos habernos conocido, pero en otro tiempo, en otro lugar, en otra vida: porque igual me hubiera enamorado de ti. Llámame alguna vez —dice y se pone de pie. Le faltan fuerzas y argumentos para luchar contra lo irrebatible y sabe que ya está derrotado. Piensa que no hay más remedio que acostumbrarse al fracaso.

—No pienses mal de mí, Mario —dice ella, también de pie.

—¿Te importa lo que yo piense?

—Sí, sí me importa. Creo que es verdad, debimos encontrarnos en otra vida.

—Lástima de equivocación. Pero no te preocupes, yo siempre estoy equivocado —dice y abre la puerta. El sol se pierde detrás de la antigua escuela de los maristas de La Víbora y el Conde siente que puede llorar. Últimamente vive con frecuentes deseos de llorar. Mira a Karina y se pregunta: ¿por qué? La toma por los hombros, le acaricia el cabello pesado y húmedo y la besa suavemente en los labios—. Avísame cuando tengas que cambiar una goma. Es mi especialidad.

Y avanza por el portal hacia el jardín. Está seguro de que ella lo va a llamar ahora, le va a decir que al carajo con todo, se queda con él, adora a los policías tristes, siempre tocará el saxofón para él, sólo tiene que decir play it again, serán aves nocturnas, devoradores de amor y de lujuria, la siente que corre hacia él con los brazos abiertos y una dulce música de fondo, pero cada paso hacia la calle hunde un poco más el cuchillo que desangra velozmente la última esperanza. Cuando pisa la acera es un hombre solo. Qué mierda, ¿no?, piensa. Ni siquiera hay música.

El Flaco Carlos movía la cabeza. Se negaba a aceptar.

—No jodas, salvaje. Hace una pila de años que no voy al estadio y tú tienes que ir conmigo. ¿Te acuerdas cuando íbamos antes? Sí, sí, tú fuiste el día que el Conejo cumplió los dieciséis años y lo celebró con nosotros en el estadio fumándose dieciséis cigarros. El vómito de croquetas rascacielo y refresco de líquido de freno que soltó en la guagua parecía lava de volcán, por mi madre. Echaba humo, así…

—Y sonrió.

El Conde también sonrió. Observó los affiches decolorados por el tiempo que durante tantos años había visto casi cada día de su vida. Eran el testimonio de una crisis antibeatleriana del Flaco, convertido a la religión de Mick Jagger y los Rolling Stones, de la que se recuperaría para volver al nido seguro del Rubber Soul y Abbey Road y entablar otra vez con el Conde la insoluble disputa entre la genialidad de Lennon o la de McCartney. El Flaco era del equipo de McCartney y El Conde militaba en las filas del difunto Lennon, Strawberry Fields era demasiada canción para no admitir aquella supremacía del más poeta de los Beatles.

—Pero no tengo ganas, bestia. Lo que quiero es tirarme en la cama, taparme la cabeza y despertarme dentro de diez años.

—¿Rip Van Winkle con este calor? ¿Y dentro de diez años qué? Ibas a estar más flaco que el carajo y a seguir en las mismas y te ibas a perder diez campeonatos, cientos de botellas de ron y hasta alguna mujer que toque el cello. ¿De verdad prefieres el saxo al cello? Lo más jodido es que me iba a aburrir muchísimo hasta que te despertaras.

—¿Me estás consolando?

—No, no, me estoy preparando para cagarme en tu estampa si sigues en esa bobería. Vamos a comer, que ahorita llegan el Conejo y Andrés. Me gusta que vayamos los cuatro solos al estadio, eso es cosa de hombres, ¿no?

Y otra vez el Conde sintió que había perdido hasta los deseos de pelear, y se dejó arrastrar hacia el refugio de los amigos, que quizás fuera el único lugar seguro que le quedaba en aquella guerra que parecía empeñada en derribar todas sus defensas y parapetos.

—Hoy no estaba inspirada —advirtió Josefina cuando se sentaron a la mesa—. Además, nada más que tenía un pollo, y así no se me ocurría nada. Pero me acordé de que mi prima Estefanía, que había estudiado en Francia, me dio un día la receta del pollo frito a lo Villeroi y dije, vamos a ver cómo queda.

—¿A lo cuánto? ¿Cómo se hace eso, Jose?

—No, si es muy fácil, por eso lo hice. Descuarticé el pollo y le eché una naranja agria y dos dientes de ajo, y lo dejé adobarse. Pero tiene que ser un pollo grande, la verdad. Entonces lo doré con media libra de mantequilla y rodajas de dos cebollas. Dicen que una cebolla, pero yo le puse dos, y me estaba acordando del cuento de los cochinos que van al restaurant. Ustedes se lo saben, ¿verdad? Bueno, ya dorado se le echa una taza de vino seco y se le riega la sal y la pimienta. Entonces se pone a ablandar. Cuando está frío se deshuesa. Y ahí empieza la historia: tú sabes que los franceses lo hacen todo con salsa, ¿no? Esta lleva mantequilla, leche, sal, pimienta y harina. Entonces se pone en la candela hasta que se hace una crema doble, bien espesa, pero sin un solo grumito, ¿sabes? Ahí viene más vino seco y jugo de limón. La mitad de esa crema se pone en una fuente honda y la otra mitad se le echa por arriba al pollo y se deja enfriar hasta que se endurece, ¿no? Entonces se empanizan los pedazos de pollo y ya: acabo de freírlos en manteca caliente. Es comida para seis franceses, pero con tragones como ustedes… ¿Me van a dejar algo?

El olor del pollo a la Villeroi prometía placeres olvidados. Cuando el Conde probó la primera masa, estuvo a punto de reconciliarse con la vida: la sensación de que su paladar renacía con sabores inéditos y contundentes le despertó una ilusión de que algo se recomponía dentro de él.

—¿Y a qué hora viene a buscarnos esta gente? —le preguntó al Flaco al abordar la segunda porción de pollo, ya acompañada por el arroz blanco, los plátanos verdes a puñetazos y el arcoiris primaveral de la ensalada de lechuga, tomate y zanahoria aderezadas con mayonesa casera.

—No sé, a las siete y pico. Ya deben de estar al caer.

—Lástima que no haya un vino blanco —se lamentó Josefina y abandonó un momento los cubiertos—. Oye, Condesito, tú sabes que también eres mi hijo, y por eso te voy a decir esto: yo sabía la historia de Karina, que estaba casada y eso. Lo averigüé, enseguida aquí en el barrio. Pero pensé que no tenía derecho a meterme en eso. A lo mejor me equivoqué y debí decírtelo.

El Conde terminó de tragar y sirvió agua en su vaso.

—Me alegro de que no me lo hayas dicho, Jose. ¿Quieres que te diga la verdad? Aunque la cosa haya terminado así, vale la pena por los tres días que pasé con ella.

—Menos mal —dijo la mujer y recuperó los cubiertos—. No quedó tan mal el pollo, ¿verdad?

La escenografía redescubierta del estadio era un llamado a los recuerdos. La hierba verde brillando bajo las luces azulosas y la grama rojiza, recién peinada para el inicio del juego, arman un contraste de colores que es patrimonio exclusivo de los terrenos de pelota. Andrés, al frente, caminaba por el pasillo buscando el palco que le habían resuelto para esa noche. Detrás, el Conejo abría espacio para la silla de ruedas que el Conde conducía con habilidad adquirida a lo largo de diez años. «Permiso, caballeros», decía el Conejo, que trataba a la vez de mirar el calentamiento del pitcher del Habana, junto al dogout de la izquierda. En la pizarra lumínica ya estaban anotadas las alineaciones y el murmullo que como una cascada bajaba de las graderías era una promesa de buen espectáculo: orientales y habaneros iban a dirimir otra vez, como si fuera un juego, una disputa histórica que se inició, tal vez, el día en que la capital de la colonia fue transferida de Santiago a La Habana, más de cuatrocientos años atrás.

El palco conseguido a través de un paciente de Andrés que trabajaba en el INDER resultó una de las preferencias más codiciadas: al borde mismo del terreno, entre el home y el banco de tercera base. El Conde, sentado junto al Flaco, observó el terreno marrón y verde, las graderías repletas, los colores de los uniformes, azules y blancos unos, rojos y negros los otros, y recordó que alguna vez, como Andrés, quiso echar su vida en aquellas extensiones simbólicas, donde el movimiento de la diminuta estructura de una pelota era como el flujo de la vida, impredecible pero necesario para que el juego continuara. Siempre le gustó la soledad del jardín central, la amplitud de sus espacios, la responsabilidad de recibir contra la piel del guante la masa sólida de la pelota, el asombro intelectual provocado por la capacidad instintiva que lo hacía correr en busca de aquella bola blanca en el preciso instante en que salía del bate y apenas había iniciado su caprichoso recorrido. Aquéllos eran los olores, los colores, las sensaciones, las habilidades de una pertenencia posible a un lugar y a un tiempo que podía recuperar con la simple acción de ver y respirar con deleite un ambiente irrepetible y profundamente incorporado a su experiencia vital, que le resultaba tan cercano como el de las vallas de gallos. La tierra, el sudor, la saliva, el cuero, la madera, el olor verde y dulce de la hierba pisoteada y, más de una vez, el sabor de la sangre, eran sensaciones asumidas y reciamente asimiladas por su memoria y sus sentidos. El Conde respiró tranquilo: algo le pertenecía, con amor y escualidez.

—Pensar que yo pudiera estar allá abajo, ¿no? —dijo Andrés, al que los otros tres, muchas veces, fueron a aplaudir por los estadios de La Habana. En una época había sido el mejor pelotero del Pre y llegar a jugar en la inmensidad de aquel terreno de lujo se convirtió en un sueño común, hasta el día en que Andrés comprobó que sus posibilidades no alcanzaban para completar la hazaña.

—Mira que hacía tiempo que no venía —comentó el Flaco, que ya no era flaco, y acarició los brazos de su silla de ruedas.

—Andrés —intervino entonces el Conejo—, si tú volvieras a nacer, ¿qué serías?

Andrés sonrió. Cuando reía, las arrugas precoces de su cara salían en manifestación tumultuosa.

—Creo que pelotero.

—¿Y tú, Carlos?

El Flaco miró al Conejo y luego al Conde.

—No sé. Tú serías historiador, pero yo, no sé… Músico a lo mejor, pero de cabaret, de los que tocan mambo y esas cosas.

—Y tú, Conde, ¿serías policía?

El Conde miró a sus tres amigos. Aquella noche eran felices, como las treinta mil personas que en las gradas empezaban a chiflar la entrada de los árbitros al terreno.

—Ni pelotero, ni músico, ni historiador, ni escritor, ni policía: sería ampaya —dijo y sin transición se puso de pie y se volvió hacia el terreno para gritar—: Ampaya, hijoeputa, cuchillero…

El reflejo de la luna atravesaba los cristales de la ventana y dibujaba formas esquivas en la superficie de la cama, que se transformaban grotescamente cuando se alteraba la perspectiva desde la que eran descubiertas. Eran las figuras de la soledad. La almohada parecía ahora un perro acurrucado y casi redondo, con el cuello partido. La sábana, caída hacia el piso, un velo abandonado, como una novia trágica. Encendió la luz y la magia se evaporó: la sábana perdía tragicidad y la almohada recuperó su identidad de simple, vulgar, desconsolada almohada. En la pecera, el pez peleador salió de su letargo de oscuridad y movió las aletas azules como dispuesto a volar: sólo que su vuelo era un círculo interminable alrededor de las fronteras que le imponía el cristal redondo. «Rufino, te voy a conseguir una pescada, pero tienes que quererla como yo», le dijo el Conde y golpeó con la uña el vidrio transparente y el animal adoptó posición de combate.

Regresó a la cocina y miró la cafetera. Aún no había comenzado a brotar el café. Con las palmas de la mano apoyadas en la meseta, el Conde observó la claridad de la noche de luna llena, reposada y somnolienta después de tantos días de implacable ventolera. A la distancia se podía ver el techo de tejas inglesas del castillo del barrio, construido sobre la única colina del lugar. Algunas de aquellas tejas las había colocado su abuelo, Rufino el Conde, hacía más de setenta años. No quedaban gallos de pelea, pero sobrevivía el castillo, con sus tejas rojas. El olor del café le advirtió que había comenzado la colada, pero no tuvo deseos de batir el azúcar. Simplemente dejó caer cinco cucharaditas en la cafetera y las revolvió. Esperó a que el canto de la colada se hiciera una tos sorda y apagó la llama. Se sirvió casi hasta el borde en una taza de desayuno y la dejó en la mesa. Recogió la camisa que había abandonado sobre otra silla y buscó un cigarro. Sobre la mesa estaba la libreta en que había escrito, como páginas de un diario, sus obsesiones de los últimos días: la muerte, la marihuana, el abandono, los recuerdos. Le pareció tonto e inútil aquel esfuerzo, sabía que nunca volvería a escribir y no resistió la lectura de aquellas revelaciones sin futuro. Dos noches antes, en aquella misma silla, había tenido el sueño feliz que le propició la música entonada por Karina. Ahora era una silla vacía, como su alma desinflada o su frágil reservorio de esperanzas. Le pareció alarmante la facilidad con que se podían unir el cielo y la tierra para aplastar al hombre como un emparedado listo para ser deglutido, dolorosamente. Bebió el café, a pequeños sorbos, y trató de imaginar cómo haría para levantarse de la cama con el amanecer. Nadie sabe cómo son las noches de un policía, pensó, presintiendo que le faltarían fuerzas para empezar de nuevo algo que ya no guardaba ningún viso de novedad. Lamentó, como siempre, no tener alguna provisión de alcohol en la casa, pero nunca había resistido el monólogo frustrante del bebedor solitario. Para beber, como para amar, era imprescindible una buena compañía, se dijo, a pesar de su recurrencia al onanismo. Pero con el alcohol no.

Apagó el cigarro en el fondo de la taza y regresó al cuarto. Dejó la pistola sobre la cómoda y el pantalón cayó al suelo. Se lo arrancó con los pies. Abrió las ventanas del cuarto y apagó la luz. No podía leer. Casi no podía vivir. Cerró con fuerza los párpados y trató de convencerse de que lo mejor era dormir, dormir, sin siquiera soñar. Se durmió, antes de lo que pensaba, sintiendo como si se estuviera sumergiendo en una laguna de la que nunca llegaría a tocar el fondo, y soñó que vivía frente al mar, en una casa de madera y tejas y que amaba a una mujer de pelo rojo y senos pequeños, con la piel tostada por el sol. En el sueño siempre veía el mar como a contraluz, dorado y agradecido. En la casa asaban un pez rojo y brillante, que olía como el mar, y hacían el amor bajo la ducha, que de pronto desaparecía para dejarlos sobre la arena, amándose más, hasta quedar dormidos y soñar entonces que la felicidad era posible. Fue un sueño largo, asordinado y nítido, del que despertó sin sobresaltos, cuando la luz del sol volvía a entrar por su ventana.

Mantilla, 1992