—Ahí lo tienes, Conde.

El capitán Cicerón parecía más somnoliento que feliz cuando le indicó, del otro lado del cristal translúcido, al hombre que en ese momento se rascaba la barbilla. Bueno el apodo: en verdad parecía un ruso. El pelo rubio, casi blanco, corría en cascadas suaves sobre una cabeza de redondez perfecta y la cara enrojecida de tragador de vodka. Con una chaqueta de cuello alto hubiera pasado por Aliosha Karamásov, pensó el Conde, que debió apartar a Manolo del cristal para obtener una visión definitiva de su mejor pista. Observó los ojos cansados y sanguíneos del hombre y quiso penetrar la ruta de aquella mirada oscura, viajar hacia las revelaciones necesarias, hasta que sintió un cansancio miope sobre el puente de su nariz.

—¿Y qué le sacaste?

—De la salida clandestina me lo contó todo, pero de la droga todavía no le pude sacar nada. Aunque estoy esperando el boletín de noticias del laboratorio: análisis de sangre, el raspado de los dedos y, lo más espectacular, los restos de un cigarro que encontramos en el patio de la casa de la playa donde estaban Lando y sus amiguitos.

—¿Cuántos eran?

—En la lancha cuatro: Lando y la novia y dos amigos más, Osvaldo Díaz y Roberto Navarro. El sábado hicieron algo así como una fiesta de despedida y hubo mucha gente. Se lo habían dicho hasta al gato. Increíble, ¿no?

—¿Y la mujer y los otros?

—También estamos trabajando con ellos, ¿te interesan?

El Conde volvió a apartar a Manolo del cristal. Ahora Lando se comía las uñas y las escupía hacia cualquier parte, con los gestos cansados de típico degustador de marihuana y otros sabores evanescentes. ¿Lissette y Lando?, se preguntó y no supo qué responderse. Cuando se volvió, encontró junto a Cicerón la figura y la sonrisa del teniente Fabricio.

—¿Viste cómo lo agarramos, Conde? —preguntó, y el Conde no supo si la pregunta era pura euforia o toneladas de ironía.

—A ti no se te podía escapar —respondió, optando por dar el vuelto con ironía.

—A mí sí no se me podía escapar —reafirmó Fabricio.

—Bueno —intervino Cicerón—, ¿qué piensas hacer?, ¿eh, Conde?

—Déjame empezar por éste. Tengo un presentimiento…

—¿Un presentimiento? —preguntó Manolo y sonrió. El Conde lo miró a los ojos y el sargento esquivó su mirada hacia el detenido.

—Pero primero me hace falta saber lo del laboratorio. Espérame ahí, Lando —dijo, haciendo un gesto hacia el cristal. Lando, por su parte, había terminado con las uñas y había recostado la cabeza sobre el borde de la mesa. Estás madurito, pensó el Conde y salió hacia el corredor, rozando con su hombro el brazo del teniente Fabricio que no se apartó para facilitar la salida. Este huevo quiere sal, se dijo el Conde.

Lando levantó la cabeza cuando escuchó el sonido de la puerta. Fue un gesto lento y oxidado como la mirada que ahora brotaba de sus ojos marrones. El Conde lo miró apenas un instante y avanzó hacia la pared del fondo, mientras Manolo dejaba caer sobre la mesa un file lleno de papeles. El teniente encendió un cigarro y se dedicó a observar las mañas de su compañero. Manolo se había sentado en un ángulo de la mesa, apenas apoyando una de sus nalgas sin fibras sobre la madera, mientras balanceaba el pie que no llegaba al suelo. Abrió el file y se puso a leer con todo interés. De vez en cuando miraba a Lando, como si la figura del hombre pudiera ilustrarle algo de lo que iba leyendo. El Ruso, por su parte, desplazaba la vista del file a los ojos del sargento.

Aunque el laboratorio había confirmado el origen similar de la marihuana de Lando y la de Lissette, buena parte del presentimiento del Conde había naufragado con el dictamen de los técnicos: la sangre de Orlando San Juan era B negativa y sus huellas dactilares no se correspondían con ninguna de las encontradas en el apartamento de Lissette. Por un momento pensó que la salida clandestina de Lando podía ser una fuga de homicida. Ahora el Conde debía aferrarse a la esperanza remota de alguna relación posible entre aquel hombre y la difunta profesora de química. ¿El Casino Deportivo? ¿Caridad Delgado?, ¿y el director?, se preguntaba, queriendo preguntar. De aquel interrogatorio dependía el destino inmediato del caso y los dos policías conocían el valor de la carta que estaban jugando.

Al fin Manolo cerró el file y lo dejó casi al alcance de las manos del detenido. Se puso de pie y fue a sentarse en la butaca, del otro lado de la mesa, fuera del círculo tórrido de la lámpara de interrogatorios.

—Pues sí, mayor —dijo sin apartar la vista de Lando—, él es Orlando San Juan Grenet. Anoche fue detenido cuando trataba de abandonar el país en una lancha robada y además está acusado de tenencia de drogas y de asesinato.

Los ojos de Lando perdieron el sueño.

—¿Cómo dice? ¿Asesinato de quién?, ¿usté está loco o qué?

Manolo sonrió, plácidamente.

—No vuelva a hablar si no le pregunto. Y no se le ocurra decirme loco otra vez, ¿me entiende?

—Pero es que…

—¡Pero es que se calla! —le gritó Manolo, poniéndose de pie, y hasta el Conde saltó en su rincón. Nunca se había podido explicar de dónde su compañero sacaba aquella fuerza brutal de peso completo—. Como le decía, mayor, en la casa de Guanabo que alquiló el detenido encontramos restos de un cigarro de marihuana, una marihuana de procedencia centroamericana, y dos detenidos por tenencia de esa droga identifican a Orlando San Juan como su proveedor. Eso es gravísimo, como usted sabe. Pero esto no es todo, esa misma droga fue encontrada en el apartamento de una joven a la que asesinaron hace una semana y vamos a procesar al detenido también por ese delito.

Lando inició un gesto de protesta, pero no llegó a hablar. Movía la cabeza, negando, como si no diera crédito a lo que acababa de oír. Entonces el Conde separó la espalda de la pared y aplastó el cigarro en el piso. Dio un paso hacia la mesa y miró a Lando.

—Orlando, su situación es difícil, ¿verdad?

—Pero yo no sé nada de una muerta ni nada de eso.

—¿No conoció a Lissette Núñez Delgado?

—¿Lissette? No, no, yo conozco a una Lissette pero ésa partió hace rato. Apañó a un italiano y pasó a mejor vida. Ahora está en Milán.

—Pero en casa de la Lissette que yo le digo apareció un cigarro de la marihuana que usted ha estado distribuyendo.

—Mire, general, con el mayor respeto. Yo no conozco a esa mujer ni estoy distribuyendo nada, se lo juro… ¿Quiere que se lo jure?

—No, no hace falta, Orlando. Eso es fácil de probar. Un careo con los dos vendedores detenidos y ya. Ellos lo van a identificar, porque están locos por identificar al que les vendió el paquete y quitarse con eso unos cuantos años de arriba. Dígame una cosa, ¿usted le vendió marihuana a alguien que tenga que ver con el Pre de La Víbora?

—¿Con el Pre? No, no, yo no tengo nada que ver con eso…

—Entonces dígame algo de Caridad Delgado.

—¿Y quién es ésa?

El Conde buscó otro cigarro en el bolsillo y lo encendió lentamente. Lando el Ruso no iba a admitir todavía su conexión con la droga y mucho menos si tenía alguna relación con Lissette. Pero insistió, aferrado a su única esperanza concreta:

—Orlando, ésta no es la primera vez que usted tiene problemas con nosotros, y a nosotros no nos gusta estar viendo siempre las mismas caras, ¿me entiende? No nos gusta que nos den tanto trabajo. Pero de todas maneras hacemos bien este trabajo. Usted va a estar aquí hasta que sepamos qué día nació su tatarabuelo y todo porque usted nos lo va a contar. ¿Quiere decirme ahora algo de Lissette Núñez o de la marihuana que llegó a su casa o nos vemos hoy a las doce de la noche, después que se acaben las películas?

Lando el Ruso se volvió a rascar la barbilla, mientras negaba con la cabeza. Sus ojos se habían oscurecido un poco más y su mirada era desesperadamente opaca.

—Se lo juro, general, no sé nada de eso —dijo y volvió a mover la cabeza. En aquel instante el Conde hubiera dado cualquier cosa por saber qué había debajo de aquel pelo rubio, de ruso apócrifo, que bailaba con el movimiento indetenible de la cabeza que negaba y negaba.

—Vámonos, Manolo. Hasta más tarde, Orlando, y gracias por ascenderme a general.

La vida en rosa, cantaba Bola de Nieve, atreviéndose con el idioma francés y desafiando abiertamente a Edith Piaf. Qué bárbaro, se dijo el Conde y trató de pensar un momento: los cubículos de interrogatorio provocan una sensación de encierro propicia para las confesiones. Son la antesala de la cárcel y el tribunal, y allí la indefensión se siente como un fardo muy pesado. Salir de aquellas cuatro paredes frías y atenazantes es como volver a la vida. Pero la presencia de un policía en el ámbito cotidiano puede remover cimientos inesperados: nace el miedo, la desconfianza, la necesidad de ocultar a los demás esa aparición indeseable, y a veces los temores provocan el salto necesario de la liebre. La-rala-rala, decía ahora. Entonces el policía dispara: y decidió ver al director en su propio terreno. Iría otra vez al Pre. Una idea muy vaga lo había rozado mientras hablaba con Lando y le propuso a Manolo una conversación con el director.

La mañana del lunes era benigna fuera del recinto de la Central. El viento había decretado una tregua y un sol decididamente veraniego ponía reflejos de charol en las calles de la ciudad. En la radio del auto, Manolo había encontrado un programa dedicado a Bola de Nieve y el Conde decidió concentrarse en la voz y el piano de aquel hombre que era la canción que cantaba: ahora decía «La Flor de la Canela», «y… jazmines en el pelo y rosas en la cara…», y el teniente recordó el final inesperado de su último encuentro con Karina. Se vio a sí mismo desarmado, sin argumentos para evitar su partida, cuando ella, vestida, le decía adiós desde la puerta y él, con cara de niño insatisfecho más que de buscador mitológico, sentía deseos de patear el piso. ¿Por qué se le iba? Las entregas totales de aquella mujer que se transformaba con el olor ácido del sexo no encajaban con la distancia infranqueable que después le imponía. Desde el principio él pensó que debía hablar más con ella, conocerla y entenderla, pero entre sus monólogos de desesperado y las conflagraciones sexuales que los devoraban, apenas quedaba tiempo para respirar, llenar los cargadores y tomar un café. El auto había pasado muy cerca del hospital donde estaba Jorrín y subía ahora por Santa Catalina, una avenida sembrada de flamboyanes y de recuerdos, de fiestas, de cines, de descubrimientos sentimentales de todo tipo, de una vida en rosa cada vez más alejada en la memoria y en el tiempo definitivamente perdido, como la inocencia. Bola de Nieve cantaba entonces Drume, negrito y el Conde se dijo: ¿Cómo puede cantar así? Era un susurro melodioso que devoraba escalas bajísimas y demasiado atrevidas, habitualmente intransitadas por su estrechez de última frontera entre el canto y el murmullo. Los flamboyanes de Santa Catalina habían resistido con firmeza los embates de las ventoleras y las cúpulas enrojecidas por las flores eran como un reto para cualquier pintor. Fuera del recinto de la Central a veces la vida podía parecer normal, casi en rosa.

Manolo parqueó a un costado del Pre y apagó la radio. Bostezó, con un temblor que recorrió su esqueleto demasiado evidente, y preguntó:

—Bueno, ¿cómo es la cosa?

—El director no ha dicho todo lo que sabe.

—Nadie dice todo lo que sabe, Conde.

—Este caso es muy raro, Manolo: todo el mundo dice mentiras, no sé si para proteger a alguien o para protegerse ellos mismos o porque ya se han acostumbrado y les gusta decirlas. Ya estoy hasta aquí de oír mentiras. Pero lo que me importa en este momento es que él sabe cosas muy interesantes.

—¿Piensas ahora que fue él?

—No sé, ya no sé nada, pero estoy pensando que no…

—¿Entonces?

El Conde miró hacia la estructura sólida de la escuela. Ahora dudaba si había decidido ver al director allí simplemente porque quería volver, como un eterno culpable, al lugar de sus fechorías preferidas.

—Hay un tercer hombre en esta historia, Manolo. Apuesto la cabeza a que sí. El primero es Pupy, que aunque tiene mil papeletas en la rifa no creo que se haya atrevido a tanto, tiene mucha calle para fallar así con una mujer que él conocía de todas las patas que cojeaba. Además, él sabía cómo sacarle lo que quería. Tiene que ser que se haya equivocado mucho. El segundo es el director, que incluso tiene buenos motivos: estaba enamorado y podía sentir celos. Pero si su coartada es cierta, es casi imposible que viniera hasta casa de Lissette a las once de la noche y la golpeara y la matara. ¿Y el tercer hombre? Si hay un tercer hombre fue el que la mató y debe de haber sido uno de los que estaba en la fiesta, y aunque las huellas de Lando no aparecieron en el apartamento, todavía no lo voy a descartar. Yo veo la cosa así: la fiesta se acabó, el tercer hombre se quedó y por algo mató a Lissette, algo que ella le hizo o no le quiso dar. Porque no fue para robarle ni para violarla, porque no pasó ninguna de esas dos cosas, y hasta es posible que el último que se acostó con ella no haya sido su asesino. ¿Qué podía tener Lissette que a él le interesara? ¿Droga? ¿Información?

—Información —respondió Manolo. Los ojos le brillaban de júbilo.

—Anjá. ¿Información sobre qué? ¿Sobre las drogas?

—No, creo que sobre las drogas no. Ella era calientica pero no creo que llegara a estar metida en este lío de Lando. Sabía muy bien hasta dónde podía jugar con candela.

—Pero acuérdate que Caridad Delgado vive a tres cuadras de Lando.

—¿Y tú crees que se conocían?

—No sé, la verdad. ¿Pero qué información?

—Algo que sabía.

—O mejor di algo que valía, ¿no te parece?

Manolo asintió y miró hacia el Pre.

—¿Y qué pinta en esto el director?

—Sencillo… o difícil, no sé. Pero creo que él conoce al tercer hombre que buscamos.

—Oye, Conde, esto se parece a la película de Orson Welles que pusieron el otro día.

—No me digas, ¿viste una película? Qué bien, cualquier día hasta me dices que leíste un libro…

—Hoy sí les puedo brindar té —dijo el director y les indicó el sofá que ocupaba toda una pared del despacho.

—No, gracias —dijo el Conde.

—No, para mí tampoco —dijo Manolo.

El director movió la cabeza, como desilusionado, y arrastró su butaca hasta colocarla frente a los policías. Parecía disponerse para resistir una larga conversación y el Conde pensó otra vez que había escogido mal el lugar.

—Bueno, ¿ya saben algo?

El Conde encendió un cigarro y lamentó no haber aceptado el té. El único café que tomó al amanecer había dejado una sensación de desconsuelo en su estómago, vacío y olvidado desde que la tarde anterior devoró los restos de arroz con pollo que habían sobrevivido al apetito del Flaco Carlos. Con hambre no se puede ser buen policía, pensó y dijo:

—La investigación sigue y debo recordarle que usted todavía está en la categoría de los sospechosos. De las cinco personas que debieron de estar en casa de Lissette la noche en que la mataron, usted fue una y tenía buenos motivos para haberla matado, a pesar de su coartada.

El director se removió incómodo, como sorprendido por una señal de alarma. Miró hacia los lados, dudando de la intimidad de su oficina.

—¿Pero por qué me dice eso, teniente? ¿No basta lo que les dijo mi mujer? —El tono era lastimero, de angustia apenas contenida, y el Conde rectificó su juicio: no, no se había equivocado de lugar.

—Por ahora vamos a decir que le creemos, director, no se preocupe. Y no nos interesa estropearle su matrimonio y su tranquilidad familiar, ni mucho menos su prestigio aquí en la escuela, después de veinte años, se lo aseguro. ¿Son quince o veinte?

—¿Entonces qué es lo que quieren? —preguntó, obviando la precisión que le pedía el Conde y con las palmas de las manos hacia arriba, como un niño en espera del castigo.

—Además de Pupy y usted, ¿qué otro hombre tenía relaciones con Lissette?

—No, si ella…

—Oiga, director, no nos diga mentiras, por favor, que eso sí es grave, y ya no aguanto una mentira más, ni a usted ni a nadie. ¿Quiere que le recuerde algo? Ella se acostaba con Pupy para que él le regalara cosas. ¿Usted abrió alguna vez el closet de Lissette? Me imagino que sí y lo vio bien llenito, ¿verdad? ¿Quiere que le recuerde todavía otra cosa más? Ella se acostaba con usted porque eso le daba impunidad aquí en el Pre para hacer cualquier cosa. Y no me contradiga más, ¿está bien?

El director hizo el intento deslucido de emprender una protesta, pero se contuvo. Al parecer, como él mismo comentó la última vez, aquellos policías lo sabían todo. ¿Todo?

—Mire esta foto —y el Conde le entregó la cartulina con la imagen de Orlando San Juan.

—No, no lo conozco. ¿Me van a decir que éste también era novio de Lissette?

Claro que yo hablé varias veces con Lissette sobre esas cosas, la verdad. No me explicaba cómo una muchacha así, tan joven, tan bonita, y creo que revolucionaria, sí, también revolucionaria, quisiera vivir de ese modo y lo mismo estuviera conmigo que con otro cualquiera, como si no le importara… Ella estaba muy confundida. Yo casi soy un viejo ya, ¿qué le podía dar? Eso está claro: impunidad en su trabajo, como Pupy le daba un pitusa o un perfume, ¿no? Está bien, es sórdido y vergonzoso… Yo la miraba y no me la podía creer: tenía unas agallas que, bueno, que eran envidiables. ¿De dónde las sacó? Pues yo no sé. O sí lo sé: de la educación que tuvo. El padre y la madre demasiado ocupados en sus cosas y tratando de compensar la atención que no le daban con ropas y privilegios. Ella siempre estuvo sola, aprendió a vivir por sí misma. Y lo que salió de ahí fue un Frankenstein. Pero es que uno no escarmienta: yo llevo veintiséis años en esto —no quince ni veinte— y sé cómo se arman esos muñecos, porque aquí es donde empiezan a crecer. ¡Y ya he visto tantos! Son los que siempre dicen que sí, que cómo no, están dispuestos para lo que sea sin discutir nada, y todo el mundo dice, mira eso, qué actitud, aunque después no importa si hacen o no las cosas, ni siquiera interesa si las hacen bien. Lo que queda en la imagen es eso: que son ágiles, oportunos, que están siempre dispuestos y, por supuesto, sin discutir, sin pensar, sin crear problemas… Y entonces nosotros mismos decimos que son buenos muchachos, confiables y esas cosas que se dicen. Ese era el origen de Lissette, aunque ella sí pensaba y sí sabía lo que quería. Y yo de comemierda hasta me enamoré de ella… Pero es lógico, es lógico, coño, si esa chiquilla me hizo sentir como no me había sentido en mi vida, me llegó a donde no me había llegado nadie. Cómo no me iba a enamorar, eso tienen que entenderlo… Aunque fuera descubriendo cosas que me espantaban, pero me decía, bueno, esto es pasajero, déjame vivir este pedazo de vida que encontré. Sí, ella tenía relaciones con un alumno, digo uno porque no sé si había alguno más. No, no sé quién es, pero estoy casi seguro que era de los grupos de ella. Claro que no me atreví a preguntarle, al final, ¿qué derecho tenía yo sobre su vida? Me di cuenta hace como un mes, cuando me encontré en su casa una mochila de esas que ahora usan los muchachos, era verde olivo pero de camuflaje, ¿saben las que le digo? Estaba al lado de la cama de ella. Yo le pregunté, ¿Y esto, Lissette? Nada, de un alumno que se le quedó en el aula, me dijo, pero claro que era mentira, a ningún alumno se le queda una mochila así en el aula, y si se le hubiera quedado, con dejarla aquí en la secretaría estaba bien, ¿no? Pero yo no pregunté nada más, no quería. Ni podía. Y el día que la mataron, en el baño de la casa había una camisa de uniforme. Estaba húmeda y colgada de un perchero. Cuando me fui estaba allí todavía. Pero no creo que un muchacho sea capaz de hacer lo que le hicieron a ella. No, no lo creo. Ya les dije que pueden ser despreocupados, bastante haraganes para estudiar, medio barcos, como dicen ellos, pero no para llegar a eso. Pero yo no he cometido ningún delito, nadie me puede juzgar por lo que hice, me enamoré como un muchacho, peor, como un viejo, y ahora mismo daría cualquier cosa por que a Lissette no le hubiera pasado nada. Ustedes son policías, pero son hombres, ¿es que ustedes no pueden entender eso?

El Conde observó el patio, donde habían quedado, como señales de un orden obsoleto, los postes numerados para organizar la formación. En su época la hilera del fondo era la preferida, lo más lejos posible del director y su cuadrilla de discurseantes y perseguidores de cualquier intento de bigote, patilla o el más mínimo asomo del pelo sobre la oreja. A la distancia de los años, perdida hacía mucho tiempo toda la pasión, al Conde le seguía doliendo aquella tenaz represión a la que los habían sometido simplemente por querer ser jóvenes y vivir como jóvenes. Quizás el Flaco, con su espíritu de redentor de la memoria, diría de todo aquello, Pero, Conde, al carajo, quién se acuerda de eso. Él, que había olvidado otras cosas, no podía perdonar sin embargo ese acoso perverso contra lo que más había deseado en aquellos años: dejarse crecer el pelo, sentirlo posado sobre sus orejas, trabado con el cuello de la camisa, para exhibirlo en las fiestas de los sábados por la noche y poder competir en pepillancia, como todos decían, con los que habían dejado la escuela y podían, ellos sí, llevar el pelo por donde les diera la gana… Cuando entró en la universidad y al fin nadie le pidió que se pelara, el Conde adoptó sin remordimientos el peinado que todavía llevaba: bien rebajado el pelo en toda la cabeza. Pero el recuerdo de aquellas formaciones a la una de la tarde casi lo hizo sudar.

—Manolo, sin armar bulla aquí en el Pre, me hace falta una lista de todos los alumnos varones de Lissette, los que tenía este año y los que tuvo el año pasado, y las notas que todos sacaron en química. Y fíjate bien en el nombre de José Luis Ferrer. Busca todas sus notas, todo lo que aparezca. ¿Me entiendes?

—¿Me lo explicas otra vez? —preguntó el sargento, poniendo cara de alumno poco aventajado.

—Vete al carajo, Manolo, y no me busques la lengua. Esta mañana te pasaste delante de Cicerón y de Fabricio, así que estate tranquilo… Yo voy otra vez a la casa de ella, a lo mejor la camisa está allí todavía y no nos dimos cuenta. Cuando termines aquí me recoges, ¿está bien?

—No hay líos, Conde.

El teniente abandonó el vestíbulo de la dirección sin despedirse de la mirada vencida y casi suplicante del director. Salió al patio y avanzó hacia el fondo del edificio. Recorrió uno de los largos pasillos laterales del colegio y dobló hacia la derecha al llegar al final. Hacia la mitad del corredor se asomó sobre el balcón y comprobó que todavía era posible: cruzó una pierna sobre el muro y se dejó caer sobre un alero y luego, como lo hizo cada día de un año, utilizó las barras de las espalderas como escala para descender hasta el patio de educación física. Como siempre, la libertad y la calle estaban a un paso. Y el Conde corrió, como si en la carrera estuviera comprometido el mismísimo destino del valiente Guaytabó en su lucha mortal contra el malvado turco Anatolio o el temible indio Supanqui. Entonces oyó el silbido.

Siguiendo sus pasos brincaba el muro y descendía por las espalderas el autor de la llamada, que ahora corría a encontrarse con él.

—Lo vi por la ventana y pedí permiso para ir al baño —dijo José Luis y su pecho escuálido de fumador empedernido se agitó con el esfuerzo y las toses.

—Vamos para la calle —le propuso el Conde y caminaron hacia los laureles que crecían al fondo del Pre—. ¿Cómo estás? —le preguntó mientras le ofrecía un cigarro.

—Bien, bien —dijo, pero se movía nervioso y en dos ocasiones miró hacia el edificio que acababan de abandonar.

—¿Quieres que nos vayamos de aquí?

El muchacho lo pensó y dijo:

—Sí, vamos a sentarnos ahí al doblar.

El Flaco y yo, pensó el Conde, y escogió el quicio de la bodega donde él y su amigo solían sentarse después de las clases de educación física.

—Bueno, ¿qué pasó?

José Luis lanzó su cigarro hacia la calle y se frotó las manos, como si tuviera frío.

—Nada, teniente, que me quedé pensando desde el otro día con la descarga que usted me echó y el lío de que hay una persona muerta por el medio y me puse a pensar…

—¿Y?

—Nada, teniente, que… —repitió, y miró hacia el Pre—. Que pasan cosas que a lo mejor usted no sabe. La gente aquí es del carajo, hay una tonga que lo que quiere es escapar sin mucho lío y no calentarse la cabeza. Por eso todo el mundo le va a decir que la profesora Lissette era buena gente.

—No entiendo, José Luis.

El muchacho tuvo que sonreír.

—No me la ponga difícil, teniente, que cualquiera saca esta cuenta: con ella todo el mundo aprobaba… Ella hacía repasos dos o tres días antes del examen y ponía como ejercicios lo mismo que iba a salir en la prueba. ¿Me entiende? Vaya, cambiaba un por ciento, un elemento, una fórmula, pero era lo mismo y la promoción se le ponía por las nubes y era la más destacada.

—¿Y eso lo sabe mucha gente? ¿Alguien se lo dijo al director, por ejemplo?

—Yo no sé, teniente. Creo que una chiquita lo dijo en una reunión de militantes, pero como yo no soy militante… Pero no sé si lo dijeron en otra parte.

—¿Y qué más hacía?

—Bueno, cosas que no hacen otros maestros. Iba a fiestas de la gente del grupo, o del barrio, y bailaba con nosotros y se recostaba a uno, bueno, usted sabe…

—Pero es que ella no era mucho mayor que ustedes.

—Sí, eso es verdad. Pero a veces se le iba la mano en la apretadera. Y era una maestra, ¿no?

El Conde miró el fragmento del Pre que se veía entre el follaje de los árboles. Acostarse con una profesora siempre fue el sueño mejor cotizado de todos los alumnos que durante cincuenta años habían pasado por allí, incluido él, cuando soñaba con la profe de literatura y se decía que era la mismísima Maga de Cortázar. Miró a José Luis: sería pedir demasiado, pensó, pero le preguntó:

—¿Qué alumno se estaba acostando con ella?

José Luis volteó la cara, como sorprendido por un corrientazo. Se frotaba otra vez las manos y movía el pie, con un ritmo sostenido.

—Eso sí que no lo sé, teniente.

El Conde le puso una mano sobre el muslo y detuvo el temblor de la pierna.

—Tú sí lo sabes, José Luis, y me hace falta que me lo digas.

—Que yo no lo sé, teniente —se defendió el flaco, tratando de recuperar la seguridad de su voz—, yo no andaba con el grupito de ella.

—Mira —dijo el Conde y sacó del bolsillo posterior de su pantalón una maltrecha libreta de notas—. Vamos a hacer una cosa. Confía en mí: nadie va a saber que estuvimos hablando de esto. Nunca. Ponme ahí los nombres del grupito más cercano a ella. Hazme ese favor, José Luis, porque si uno de ellos tuvo que ver con la muerte de Lissette y tú no me ayudas, después tú mismo no te lo vas a perdonar. Ayúdame —repitió el Conde, mientras le alargaba al muchacho la libreta y el bolígrafo. José Luis movió la cabeza, como diciendo, ¿por qué carajo salí del aula?

Si fueron el último acto de la creación, después de los seis días en que Dios experimentó con todo lo imaginable y de la nada creó el cielo y la tierra, las plantas y los animales, los ríos y los bosques, y hasta al hombre mismo, ese infeliz de Adán, las mujeres debían ser la invención más reposada y perfecta del universo, empezando por la propia Eva, que había demostrado ser mucho más sabia y competente que Adán. Por eso tienen todas las respuestas y todas las razones, y yo apenas una certeza y una duda: estoy enamorado, pero de una mujer a la que no logro conocer. En verdad, ¿quién eres, Karina?

Asomado al balcón, el Conde contemplaba otra vez la topografía intranquila de Santos Suárez, con los ojos puestos en el sitio del horizonte en que había ubicado la casa de Karina. La necesidad de penetrar a aquella mujer por el resquicio hasta ahora inviolable de su historia oculta comenzaba a convertirse en una obsesión capaz de acaparar los mejores impulsos de su inteligencia. Devolvió al bolsillo su libreta de notas porque en aquel cuarto piso se sentía otra vez la presencia agobiante de la ventolera tórrida que no se decidía a dejar en paz las últimas flores de la primavera ni las melancolías perennes de Mario Conde.

Bajo el sol agresivo del mediodía las azoteas parecían páramos rojos, vedados para la vida humana. Un piso más abajo, frente al edificio, el Conde buscó la ventana que lo hizo furtivo espectador de un drama matrimonial y la encontró abierta, como el primer día, pero la escena había cambiado: tras una máquina de coser, aprovechando la claridad que entraba por la ventana, la mujer trabajaba serenamente, escuchando la conversación del hombre que se balanceaba en un sillón. Ahora representaban un teatro hogareño tan clásico y rebuscado que incluía la acción de beber el café de la misma taza. Final de telenovela, se dijo el Conde y cerró el ventanal del balcón y apagó las luces del apartamento. Por un momento trató de imaginarse otra vez lo que había sucedido en aquel lugar seis días atrás y comprendió que debió de haber sido algo terrible: como si allí se hubiera desatado la Cuaresma implacable que desde entonces castigaba a la ciudad. De pie, en la penumbra y ante la figura de tiza grabada en las lozas, el Conde vio la espalda del hombre que golpeaba a una mujer y, sin transición, se le aferraba al cuello y la exprimía, dolorosamente. Se había convencido de que sólo necesitaba tocar un hombro de aquella espalda de camisa blanca para ver una cara —una de tres caras posibles, las tres desconocidas— y poner fin a aquella historia que ya le estaba resultando excesivamente patética.

Bajó para esperar a Manolo, pero antes hizo un alto en el tercer piso. Tocó a la puerta del apartamento que estaba justo debajo del que ocupaba Lissette y después del segundo toque se vio enfrentado a una cara que le parecía remotamente familiar: un viejo, al que le calculó unos ochenta años, con unos pocos mechones de pelo gris y unas orejas como de elefante dispuesto al vuelo, lo miraba por la puerta apenas entreabierta.

—Buenos días —dijo el Conde y extrajo del bolsillo su credencial policiaca—. Es por lo de la muchacha de los altos —explicó a la oreja de cartón corrugado que el viejo puso en primer plano y que se movió afirmativamente cuando su dueño se dispuso a abrir la puerta.

—Siéntese —lo invitó el anciano y el Conde entró en un sitio similar pero diferente al que acababa de abandonar. La sala del viejo tenía muebles de caoba y rejilla, sólidos y antiguos, que hacían juego con el aparador encristalado y la mesa de centro. Pero todo parecía recién torneado y barnizado por un exquisito maestro carpintero.

—Lindos muebles —admitió el Conde.

—Yo mismo los hice, hace casi cincuenta años. Y los mantengo así —dijo el viejo, y decididamente estaba orgulloso—. El secreto es limpiarlos con un paño húmedo con agua y alcohol, para quitarles el polvo, y no usar esos inventos que se venden como brilladores.

—Es bueno poder hacer cosas así, ¿verdad? Lindas y duraderas.

—¿Eh? —se lamentó el viejo, que había olvidado orientar sus embudos auditivos.

—Que son muy lindos —dijo el Conde, añadiendo algunos decibeles a su voz.

—Y no son los mejores que hice, qué va. A los Gómez Mena, los millonarios, ¿le suenan?, pues yo les hice la biblioteca y el comedor de ébano africano legítimo. Eso sí era madera: dura, pero noble para dejarse trabajar. Sabe Dios dónde fue a dar todo eso cuando ellos se fueron.

—Alguien los tendrá todavía, no se preocupe.

—No, no es que me preocupe. Qué carajo, a mi edad estoy inmunizado contra todo y ya no me preocupo por casi nada. Mear bien es mi mayor preocupación en la vida, ¿se imagina eso?

El Conde sonrió y, al ver un cenicero sobre la mesa de centro, se atrevió a sacar un cigarro.

—Usted es isleño, ¿verdad?

La sonrisa del viejo mostró una dentadura devastada por la historia.

—De La Palma, la Isla Bonita. ¿Por qué me lo pregunta?

—Mi abuelo era pichón de isleño y usted se me parece a él.

—Entonces somos casi paisanos. A ver, ¿qué quieren saber ahora?

—Mire, el día que pasó eso allá arriba —dijo el Conde, le parecía inapropiado mencionar allí, donde estaba tan cercana, la palabra muerte—, hubo antes una fiesta o algo así. Música y tragos. ¿Usted vio subir a alguien?

—No, nada más oí la bulla.

—¿Y había alguien con usted aquí?

—Mi mujer, que ahora fue a hacer los mandados, pero la pobre, ella está más sorda que yo y no oyó nada… Cuando se quita el aparatico… Y ya mis hijos no viven aquí. Hace veinte años que viven en Madrid.

—Pero usted ha visto alguna de la gente que visitaba a Lissette, ¿verdad?

—Sí, algunas. Pero venían muchos, ¿sabe? Sobre todo muchachitos jóvenes. Mujeres muy pocas, ¿sabe?

—¿Muchachos con uniforme de escuela?

El Viejo sonrió, y el Conde también, porque descubrió en aquella sonrisa incompleta la misma picardía con que su abuelo Rufino le hablaba a las mujeres cuando le decían que eran divorciadas. Por aquel tipo de sonrisa el Conde pensó durante muchos años que todas las divorciadas eran putas.

—Sí, vi unos cuantos.

—¿Y si hiciera falta podría identificar a alguno?

El viejo dudó. Y finalmente negó con la cabeza.

—Creo que no: a los veinte años todo el mundo se parece… Y a los ochenta también. Pero déjeme decirle una cosa, mi paisano, una cosa que no quise decirle a los otros, pero es que usted me cae bien. —Hizo una pausa para tragar y extendió hacia el Conde una mano de dedos robustos, con articulaciones como nudos torpes—. Esa muchacha no era una buena persona, no, se lo digo yo, que por ver en esta vida he visto hasta dos guerras. Y no es raro que se haya metido en ese lío. Una vez, en una de esas fiestas, daban unos brincos como si se hubieran vuelto locos, y parecía que el techo se me iba a caer arriba. Yo no me meto en la vida de nadie aquí, pregunte si quiere, pregunte…, porque tampoco permito que nadie se meta en mi vida. Pero ese día no me quedó más remedio que subir para decirle que no brincaran tan fuerte. Y sabe lo que me dijo: me dijo que si no me daba vergüenza estar protestando…, que lo que tenía que hacer era irme de aquí con mis hijos gusanos, que era un padre de gusanos y no sé cuántas cosas más, y que ella hacía en su casa lo que le daba la gana. Claro que estaba borracha, y me dijo eso porque era una mujer, porque si es un hombre yo mismo hubiera sido el que la hubiera matado… Total, ya yo estoy cumplido, ¿no? Y para tener dolores meando da lo mismo la cárcel que el Parque Central. Era mala, mi paisano, y una gente así puede sacar a cualquier hombre de sus casillas. Y le digo más… Míreme, soy un viejo de mierda que ya casi no puedo ni hablar y me duele hasta la comida que me trago, así que ya estoy aquí prestado. Pero me alegro de lo que le pasó, y se lo digo así, sin el menor remordimiento y sin esperar que Dios me perdone, porque sé hace rato que ese gilipollas no existe. ¿Y usted?

—Conde, Conde, Conde —brincaba Manolo, con un júbilo de niño en día de cumpleaños, cuando el teniente abandonó el edificio—. Creo que ahora sí lo tenemos aquí —dijo, mostrando un puño cerrado.

—A ver, ¿qué pasó? —preguntó el Conde, tratando de no mostrar demasiado entusiasmo. En realidad, la conversación con el viejo carpintero lo había deprimido: debe de ser terrible vivir pensando en la suerte de la próxima meada. Pero le gustaba la mezcla efervescente de odio y amor que todavía se agitaba en aquel hombre al borde de la tumba.

—Mira, Conde, si lo que encontré en las listas del Pre se comprueba, entonces esto es pan comido.

—Pero ¿qué fue, viejo?

—Oye bien. Anoté uno por uno los nombres de los alumnos de Lissette, empezando por los de este año, y luego salté para los del año pasado, que están ya en el último grado. Ahí me encontré a José Luis, que sacó noventa y siete puntos en química, y en todas las otras más de noventa y dos. Creo que es un buen alumno, ¿no? Y, bueno, la verdad, ya estaba cansado de poner nombres y notas y aquello no me daba ni frío ni calor, hasta que llegué al último nombre de la última lista del año pasado. Tú sabes que las listas están en orden alfabético, ¿no?

El Conde se pasó la mano por la cara. ¿Lo ahorco o lo degüello?, dudó.

—Acaba, compadre.

—Coño, Conde, no te desesperes, que lo bueno que tiene esto es el suspenso. Fue lo mismo que me pasó a mí. Apunta y apunta nombres y al final, cuando ya nada más quedaba un alumno, ahí estaba el nombre que puede resolver todo este mierdero.

—Lázaro San Juan Valdés.

La sorpresa del sargento fue espectacular: como si un perro lo hubiera mordido levantó los brazos y soltó los papeles, como un muchacho desilusionado.

—Coño, Conde, ¿pero tú lo sabías?

—Un pajarito me lo dijo en el oído cuando salí del Pre —sonrió el Conde y le mostró la hoja de papel en la que aparecían tres nombres: Lázaro San Juan Valdés, Luis Gustavo Rodríguez y Yuri Samper Oliva—. Sí, San Juan, como Orlando San Juan, alias Lando el Ruso. ¿Cuántos San Juan habrá en La Habana?, ¿eh, Manolo?

—El coño de su madre, Conde. Tiene que ser —dijo Manolo, mientras corría tras las listas de nombres que el viento empezaba a arrastrar.

—Bueno, dale, vamos para la Central. Y pisa el acelerador si quieres, que hoy tienes permiso —dijo, aunque debió retirar la autorización apenas seis cuadras después.

—Oye, Conde, que tengo hambre, viejo.

—¿Y yo soy de palo?

—Pero no me hagas subir a mí ahora —rogó Manolo cuando entraban en la Central.

—Dale, ve a comer y di que me guarden aunque sea un pan con cosa. Yo voy para arriba.

El sargento Manuel Palacios tomó el pasillo que conducía al comedor, mientras su jefe oprimía el botón del ascensor. Las cifras, en la pizarra superior, marcaban el descenso del aparato, pero el Conde insistió hasta que el elevador abrió sus puertas y entonces marcó el cuarto piso. Ya en el corredor decidió hacer una escala necesaria en el servicio. No había orinado desde que se levantó, hacía casi seis horas, y vio con preocupación cómo caía en la taza un chorro de orina oscura y fétida, que levantaba una espuma rojiza. Estaré jodido de los riñones, pensó, mientras se sacudía con prisa. A lo mejor por eso estoy bajando de peso, y recordó al viejo carpintero y sus desasosiegos mingitorios.

Regresó al pasillo y empujó la puerta del Departamento de Drogas. La sala principal estaba vacía y el Conde temió que el capitán Cicerón estuviera en la calle, pero tocó en el cristal de la puerta de su oficina.

—Adelante —oyó decir y entonces hizo girar el picaporte.

En uno de los butacones de la oficina, el más próximo al buró, estaba sentado el teniente Fabricio. El Conde lo miró y su primera intención fue la de volver a salir, pero se detuvo: no había razones para una retirada y decidió ser amable, como una persona bien educada. Así mismo, se dijo.

—Buenas tardes.

—¿Qué hubo? —dijo el otro.

—¿Y el capitán?

—No sé —contestó, abandonando sobre el buró los papeles que leía—, creo que está almorzando.

—¿No sabes o crees? —preguntó el Conde, haciendo un esfuerzo por no parecer irónico ni grosero.

—¿Para qué lo quieres? —preguntó Fabricio, haciendo lenta la interrogación.

—Por favor, dime dónde está, que es urgente.

Fabricio sonrió para preguntar:

—¿Y no me vas a decir para qué lo quieres? Si es por lo de Lando, déjame decirte que yo estoy ahora al frente del caso.

—Ah, te felicito.

—Oye, Conde, tú sabes que no me gusta ni tu ironía ni tu prepotencia —dijo Fabricio y se puso de pie.

El Conde pensó contar hasta diez pero no hizo siquiera el intento. No había testigos y podía ser una buena ocasión para ayudar a Fabricio a resolver de una vez y por todas el problema de sus gustos en materia de ironía y prepotencia. Aunque me boten de la Central, de la policía, de la provincia y hasta del país.

—Chico —dijo entonces el Conde—, ¿y a ti qué cojones te pasa conmigo? ¿Yo te gusto o a qué viene ese encarne?

Fabricio dio un paso para ripostar.

—Oye, Conde, los cojones te los metes. ¿Qué tú te crees?, ¿que este departamento es tuyo también?

—Mira, Fabricio, no es mío, ni es tuyo, pero yo me cago en la puta de tu madre —y dio un paso, cuando la puerta del despacho se abrió. El Conde volvió la cabeza y vio, detenida en el umbral, la figura del capitán Cicerón.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó el recién llegado.

El Conde sentía que cada músculo de su cuerpo temblaba y temió que la rabia lo hiciera llorar. Un dolor de cabeza, llegado como una punzada feroz, se le había clavado sobre la nuca y ahora le alcanzaba la frente. Miró a Fabricio y con los ojos le prometió todos los horrores que pudo.

—Me hace falta verte, Cicerón —dijo al fin el Conde y tomó del brazo al capitán para salir de la oficina.

—¿Qué pasó allá adentro, Conde?

—Vamos para el pasillo —pidió el teniente—. No sé qué le pasa a este hijoeputa conmigo, pero no le aguanto una más. Te juro que le voy a partir la vida al muy maricón.

—Oye, tranquilízate. ¿Qué es lo que te pasa? ¿Tú estás loco o qué?

El dolor de cabeza, desbocado, aumentaba, pero el Conde sonrió.

—Olvídate de eso, Cicerón. Espérate —y buscó una duralgina en el bolsillo de su camisa. Se acercó al bebedero y la hizo descender con el agua. Del otro bolsillo extrajo el pote de pomada china y se la frotó en la frente.

—¿Te sientes mal?

—Un poco de dolor de cabeza. Pero ya se pasa. Oye, ¿qué tienes de nuevo con Lando el Ruso?

Cicerón se recostó contra el ventanal del pasillo y sacó sus cigarros. Le ofreció uno al Conde y vio cómo las manos del teniente temblaban. Movió la cabeza en gesto de inconformidad.

—Ya empezó a cantar. Le hicimos el careo con los tipos de Luyanó y ellos lo reconocieron como el hombre que les vendió la marihuana en El Vedado. Él lo aceptó y dio el nombre de otros dos compradores. Pero dice que la marihuana se la compró a un guajiro del Escambray. Creo que inventó un personaje, aunque lo estamos verificando de todas maneras.

—Mira, en lo de la profesora me saltó un nombre que puede tener relación con Lando: Lázaro San Juan, un estudiante del Pre.

Cicerón miró su cigarro y pensó un instante.

—¿Y quieres hablar con él?

—Anjá —asintió el Conde y volvió a frotarse otro poco de pomada china. El calor penetrante de aquel bálsamo oscuro empezaba a aligerar el peso de su cabeza.

—Pues para luego es tarde. Vamos.

Cicerón abrió la puerta del cubículo y llamó a los custodios.

—Ya se lo pueden llevar —dijo y se situó junto al Conde para ver la salida de Lando el Ruso. El tono rojizo de la cara del hombre se había esfumado y ahora mostraba la palidez mezquina del miedo. Sabía que el cerco se cerraba y las preguntas inesperadas sobre su relación con Lázaro San Juan habían ayudado a remover los cimientos de sus posiciones.

—Está maduro, Cicerón —dijo el Conde y encendió el cigarro que había pospuesto durante el interrogatorio.

—Déjalo que piense un poco. Ahorita lo vuelvo a subir. ¿Y tú qué vas a hacer?

—Voy a hablar primero con el Viejo. Que Lázaro sea sobrino de Lando puede ser una bomba en el Pre y quiero que me repita al oído que me da carta blanca para llegar hasta donde tenga que llegar. Puede haber lluvia de mierda en La Víbora. ¿Vas conmigo?

—Sí, vamos, para ver cómo sale esto. Oye, Conde, si Lando está tapando a alguien debe de ser porque es alguien fuerte.

—¿Tú también crees que hay una mafia?

—¿Quién más cree eso?

—Un amigo mío…

Cicerón pensó un instante antes de responder.

—Si una mafia es un grupo de gente organizada en el negocio, pues creo que sí la hay.

—¿Una mafia criolla, de marihuaneros y afines? No jodas, Cicerón. ¿Te los imaginas con luparas y comiendo espaguetis napolitanos aquí en Cuba, en 1989, con lo difícil que se ha puesto la salsa de tomate?

—Pues sí jodo, porque se tiene que estar moviendo mucha plata y esa droga no salió del Escambray ni la pescaron en un cayo. Eso llegó directamente a las manos de la gente que la podía poner a circular. Detrás de esto hay algo bien organizado, me la juego a que sí.

Los pasillos y las escaleras formaban un laberinto irritante para la prisa del Conde. A cada paso había que abrir una puerta para enseguida encontrarse frente a otra. La última fue la de la jefatura, en el piso más alto de la Central, donde Maruchi hablaba por teléfono sentada tras su buró.

—Pepilla, me hace falta ver al mayimbe —dijo el Conde y apoyó los nudillos sobre la mesa.

—Salió hace como una hora, Mario.

El Conde resopló y miró a Cicerón. Se mordió el labio superior antes de continuar.

—¿Y dónde está ese hombre, Maruchi?

La muchacha miró al Conde y luego a Cicerón. Su respuesta se demoraba demasiado para la ansiedad del teniente.

—Pero, hija mía… —se lanzó el Conde y ella lo interrumpió.

—¿Entonces tú no sabes nada?

Preguntó y el Conde se irguió. Su alarma automática empezó a sonar.

—¿Qué cosa?

—Está puesto allá abajo en la tablilla… Que se murió el capitán Jorrín. A las once de la mañana. Le dio un infarto masivo. El mayor Rangel está para allá.

Estaba jugando en el patio. No sé por qué no andaba ese día con el abuelo Rufino, o en la esquina armando un piquete de pelota con los otros mataperros o durmiendo la siesta como mi madre quería, Mira qué flaco estás, se asombraba, seguro tienes lombrices. Y yo estaba justamente en el patio, precisamente sacando lombrices de tierra para echárselas a los gallos finos que se las bebían, cuando la vieja Amérida entró corriendo exactamente por el pasillo de su casa que daba a mi patio y gritando a voz en cuello: «Mataron a Kennedy, mataron al hijoeputa ese». Desde ese día tuve noción de que existía la muerte, y sobre todo de su insoportable misterio. Creo que por eso el cura de la iglesia del barrio no protestó cuando yo decidí abandonar la religión por la pelota a causa de mis dudas sobre su explicación mística acerca de las fronteras de la muerte: la fe no me bastaba para aceptar la existencia de un mundo eterno y estratificado de buenos al cielo, regulares al purgatorio, malos al infierno e inocentes directo al limbo, a vagar para siempre, como solución teórica a lo que nadie había vivido ni contado, a pesar de que hice mis concesiones cuando llegué a imaginarme que el alma es como un saco transparente, lleno de un gas rojizo y tenue, que está colgado de las costillas, al lado del corazón y por eso sale flotando al momento de la muerte, como un globo fugitivo. Sólo me convencí desde entonces de la inevitabilidad de la muerte y, sobre todo, de su larga presencia y del vacío real que deja su llegada: no hay nada, es la nada, y por eso tantas gentes en el mundo se consuelan de un modo u otro tratando de imaginar algo distinto a la nada, porque la sola idea de que el tránsito del hombre por la tierra sea apenas una breve estadía entre dos nadas ha sido la mayor angustia humana desde que se tuvo conciencia de existir. Por eso no puedo acostumbrarme a la muerte y siempre me sorprende y me aterra: es la advertencia de que la mía está cada vez más cercana, de que las muertes de mis vivos queridos también se aproximan y de que entonces todo lo que he soñado y vivido, amado y odiado, también se esfumará en la nada. ¿Quién fue, qué hizo, qué pensó el abuelo de mi tatarabuelo, aquel hombre del que no queda ni su apellido ni sus huellas? ¿Quién será, qué hará, qué pensará mi presunto tataranieto de finales del siglo XXI —si es que llego a engendrar al que debe ser su bisabuelo? Es terrible desconocer el pasado y poder actuar sobre el futuro: ese tataranieto sólo existirá si yo inicio la cadena, como yo existí porque aquel abuelo de mi tatarabuelo continuó una cadena que lo ataba al primer mono con cara de hombre que puso los pies en —sobre— la tierra. Hamlet y yo ante la misma calavera: no importa que se llame Yorik y haya sido bufón, o Jorrín y haya sido capitán de policías, o Lissette Núñez y haya sido una alegre buscona de fines del siglo XX. No importa.

—¿Qué vamos a hacer, Conde? Regálame un cigarro, anda.

Manolo tomó el cigarro mientras miraba hacia el parque donde se había reunido el grupo de muchachos recién salidos de la escuela. Las camisas blancas formaban una nube baja, hiperquinética, trabada entre los bancos y los árboles. Unos muchachos iguales que éstos, recordó el Conde, tan próximos y tan distantes de la solemnidad de la muerte.

—Voy a esperar a que el Viejo salga de allá dentro para hablar con él.

Del interior de la funeraria brotaba un vaho inconfundible que enfermaba al Conde. Había entrado un instante y, entre las flores y los familiares, observó de lejos la caja gris en que estaba encerrado Jorrín. Manolo se había asomado al borde del ataúd para verle el rostro, pero el Conde se mantuvo a buena distancia: ya resultaba demasiado alarmante la idea de que iba a recordar a Jorrín en una cama de hospital, pálido y adormecido, para sumar ahora la escatológica posibilidad de verlo definitivamente muerto. Demasiados muertos. Al carajo, se había dicho el Conde, negándose a ofrecer condolencias a los familiares, y buscó el aire de la calle y la imagen de la vida, sentado en la escalera que daba al parque y a la avenida. Hubiera querido estar lejos de allí, fuera del alcance y la memoria de aquel rito absurdo y melodramático, pero decidió montarle guardia al mayor.

—¿Y hasta cuándo va a estar jodiendo este viento? Ya no lo resisto más —protestó el Conde, cuando un viejo, con un pomo mediado de café en la mano, descendió por la escalera y se acercó a los dos policías. Movía la boca constantemente, como si masticara algo leve pero indestructible, mientras sus cachetes bombeaban aire o saliva a un ritmo pausado y monótono, hacia el motor que lo mantenía en pie. Llevaba un saco gris de muchísimos otoños y un pantalón negro, con marcas de orines mal escurridos en la periferia de la portañuela.

—¿Me regala un cigarrito, compañero? —dijo el viejo, tranquilamente, e inició un gesto, como para recibir el cigarro pedido.

El Conde, que siempre había preferido pagar un trago de ron a un borracho que regalarle un cigarro a un pedigüeño, lo pensó un instante y se dijo que le gustaba la dignidad con que el viejo exigía. La mano que esperaba el cigarro tenía las uñas rosadas y limpias.

—Agarre, abuelo.

—Gracias, mijo. Como hay coronas hoy, ¿verdad?

—Sí, bastantes —admitió el Conde mientras el anciano encendía el cigarro—. ¿Usted viene aquí todos los días?

El viejo levantó el pomo de café.

—Compro cinco reales de café y con esto tiro hasta por la noche. ¿Quién se murió hoy? Tiene que ser importante, porque casi nunca hay tantas flores —dijo, y bajó la voz hasta ubicarla en el tono de las confidencias—. El problema es que está flojo el suministro de flores y por eso están limitadas las coronas y a veces se demoran tanto que yo he visto cantidad de velorios sin flores. Y no es que a mí me importe, qué va. Cuando me muera me da igual que me pongan flores que mierda de vaca. El que se murió hoy era pincho, ¿verdad?

—No tanto —concedió el Conde.

—Bueno, eso tampoco importa, ya se jodió, el pobre. Gracias por el cigarro —dijo el viejo, otra vez en su entonación habitual, y continuó su descenso.

—Está más loco que el carajo —comentó entonces Manolo.

—No tanto —concedió otra vez el Conde, cuando vio detenerse un carro de la Central en uno de los costados del parque y recordó el origen del dolor de cabeza que ni la prodigiosa combinación de dos duralginas y varias capas de pomada china habían logrado vencer. Del auto descendieron cuatro hombres, dos de ellos uniformados. Por la puerta trasera derecha salió Fabricio y el Conde se alegró de verlo vestido de civil, porque en ese instante pensó que hay cosas que los hombres siempre han debido resolver del mismo modo, y la solución de aquella historia tenía que llegar ya a su capítulo final. A ver a cómo tocamos, pensó.

—Espérame aquí —le dijo a Manolo y bajó hacia la calle.

—¿Adónde…? —comenzó a preguntar el sargento, cuando comprendió las intenciones del Conde. Entonces soltó su cigarro y corrió en sentido opuesto, hacia el interior de la funeraria.

El Conde atravesó la callecita que separaba la funeraria del parque y se acercó al grupo de hombres que venía en el auto. Con un dedo indicó a Fabricio.

—No terminamos de hablar por el mediodía —le dijo, y con un gesto le propuso que se separara del grupo.

Fabricio se alejó de sus acompañantes y siguió al Conde hacia una esquina del parque.

—A ver, ¿qué es lo que tú quieres? —le preguntó el Conde, que sólo en ese instante recordó que hacía muchos años, para defender su comida en una escuela al campo, había tenido su última bronca callejera, durante la que recibió la ayuda de Candito el Rojo. Todavía debía agradecerle a Candito que aquel día los tres ladrones no lo molieran a golpes—. Dime, Fabricio, ¿qué es lo que te pasa conmigo?

—Oye, Conde, ¿quién tú te has creído que eres?, ¿eh? ¿Tú te crees que eres mejor que nadie o que…?

—Oye, yo no me creo ni pinga. ¿Qué es lo que tú quieres? —repitió y antes de pensar lo que hacía se lanzó en busca de la cara de Fabricio. Quería golpearlo, sentir que se deshacía entre sus manos, hacerle daño y no volver a verlo ni a oírlo nunca más. Fabricio intentó esquivar el golpe, pero el puño del Conde lo atrapó por el costado del cuello y lo hizo retroceder, apenas dos pasos, y entonces la izquierda del Conde se le clavó en un hombro. Fabricio lanzó un manotazo de revés y acertó en pleno rostro de su atacante. Un calor remoto, que creía olvidado, resurgió en las mejillas del Conde como una explosión: los golpes en la cara lo enloquecían y sus brazos se convirtieron en dos aspas desquiciadas que lanzaban puñetazos hacia la masa roja que veía frente a él, hasta que una fuerza extraña intervino para alzarlo y suspenderlo en el aire: el mayor Rangel había logrado atraparlo por las axilas y sólo entonces el Conde se percató del coro de estudiantes que se había formado alrededor de ellos, alentándolos al combate.

—Dale, por la quijá.

—Coñó, qué galletaza.

—Yo le voy al de la camisa de rayas.

—¡La galleta, la galleta!

Y una voz ronca, que le decía en su oído, con una modulación desconocida.

—Te voy a tener que matar, coño —para inmediatamente variar la inflexión y decir, casi en un susurro—: Está bueno ya, está bueno ya.

—Mira, Mario Conde, no voy a discutir ahora contigo lo que pasó, no quiero ni oírte hablar de eso. No quisiera ni verte, coño. Yo sé que tú querías a Jorrín, que estás tenso, que tienes un caso complicado, hasta sé que Fabricio es un comemierda, pero lo que tú has hecho no tiene perdón de Dios, y por lo menos yo no te lo voy a perdonar, aunque te quiera como a un hijo. No te lo voy a perdonar, ¿me entiendes? Préstame tu fosforera, creo que la mía se me perdió con el lío que tú armaste. Ya es el último tabaco que me queda y el entierro es mañana por la mañana. Pobre Jorrín, me cago en diez. No, ni hables te dije, déjame encender el tabaco. Coge tu fosforera. Oye, ¿no te dije bien claro que estuvieras más tranquilo que una monja? ¿No te advertí que no quería ningún problema? Y mira tú con la que me sales ahora: a piñazos con un oficial, en medio de la calle, delante de una funeraria donde está toda la gente de la Central. ¿Pero tú estás loco o eres comemierda? ¿O las dos cosas…? Bueno, después hablamos de esto, y prepara el culo para agarrar patadas. Te lo advierto. Y no te eches más pomada china que no te voy a coger lástima… Coño, pero si es que ahorita tienes cuarenta años y te portas como un muchacho… Mira, Conde, sí, después hablamos de esto. Ahora procura hacer bien el trabajo. Tú lo puedes hacer bien. Quédate tranquilo esta noche y mañana, después del velorio, vas a buscar a ese muchacho a su casa. Ya para esa hora se debe saber qué es lo que sabe el guajiro del Escambray que mencionó Orlando San Juan. El muchacho tiene clases por la tarde, ¿no? Bueno, pues lo traes para acá y que la gente de Cicerón le haga un registro a ver si aparece droga en su casa, porque a lo mejor es allí donde la guarda el Ruso. Pero tú acuérdate de que es un muchacho del Pre, así que llévalo suave, pero amarrado bien cortico, y sácale hasta el nombre de la comadrona que lo trajo al mundo. Hay que saber si por fin Lando tiene alguna relación con la maestra o si fue el muchacho quien metió la droga en casa de la profesora, y hasta dónde circuló esa marihuana en el Pre. Esta historia ligada con el Pre me aterra, por mi madre que sí… Y creo que tú tienes razón, la pista de la marihuana va a resolver lo del asesinato, porque sería mucha casualidad que el de la droga no fuera el asesino, en un caso donde por fin no hay violación ni hay robo, y yo me cago en las casualidades. ¿Te duele la cara? Pues jódete. Lo único que hubiera querido es que Fabricio te hubiera reventado a piñazos, que es lo que yo tengo ganas de hacer. Dale, muévete, y anda al hilo, que ahora sí tú vas a entrar en cintura o yo dejo de llamarme Antonio Rangel. Mira: por ésta te lo juro.

La depresión es un fardo pesado sobre los hombros que lo sigue hundiendo cuando se deja caer en la cama y cierra los ojos con la esperanza de sentir la huida del dolor de cabeza. La depresión es un agobio en las muñecas y en las rodillas, en el cuello y en los tobillos, como fatigados por una gigantesca tarea. No tiene fuerzas para rebelarse y gritar «Me cago en la mierda», «Váyanse para el carajo», o para olvidarse de todo. La depresión sólo tiene una cura y él la conoce: la compañía.

Cuando salió de la Central ya el Conde iba cargado con aquella depresión agobiante. Sabía que había violado un código, pero otro código más acendrado en él lo había lanzado sobre Fabricio. Entonces, para combatir la depresión, hizo una escala en un bar, pero comprendió, con el primer trago, que el escape en solitario por vía alcohólica tampoco tenía sentido. Se sintió ajeno a las alegrías y pesares de los otros parroquianos que de trago en trago profundizaban en sus confesiones necesarias: el ron era un vomitivo de incertidumbres y esperanzas y no una simple poción para el olvido. Por eso pagó, dejó a medias el trago y regresó a su casa.

Buscando el alivio posible, el Conde marca por primera vez el número de teléfono que le mencionó Karina, ocho días antes, cuando se conocieron junto a un Fiat polaco ponchado. La memoria puede reproducir la cifra y el timbre suena lejano, apagado.

—Oigo —dice una voz de mujer. ¿La madre de Karina?

—Por favor, con Karina.

—No, ella no ha estado por aquí hoy. ¿Quién la llama?

¿Quién?, se pregunta.

—Un amigo —dice—. ¿A qué hora llega?

—Ah, no, no sé decirle…

Una pausa, un silencio, el Conde piensa.

—¿Usted podría apuntar un número de teléfono?

—Sí, un momento… —debe de estar buscando dónde y con qué—, a ver, dígame.

—409213

—Cuatro-cero-nueve-dos-uno-tres —verifica la voz.

—Anjá. Que Mario va a estar ahí después de las ocho. Que espera su llamada.

—Está bien.

—Muchas gracias —y cuelga.

Hace el esfuerzo y se pone de pie. En el camino hacia el baño se va desvistiendo y deja caer la ropa en cualquier sitio. Entra en la poceta de la ducha y antes de someterse al tormento del agua fría mira por la pequeña ventana. Afuera cae la tarde. El viento sigue barriendo polvos, suciedades y melancolías. Adentro se han estancado el odio y la tristeza. ¿Es que no va a parar nunca?

Al pasar frente a la casa de Karina, el Conde comprobó que el Fiat polaco anaranjado no estaba allí. Faltaban quince minutos para las ocho, pero decidió que ya habría tiempo para preocuparse. Desde la acera miró la ventana del portal, sin recatos de espía, y sólo vio los mismos helechos y las malangas, ahora dorados por la luz de una lámpara incandescente.

En la casa del Flaco, como siempre, la puerta estaba abierta y el Conde entró, preguntando:

—¿A qué hora se come aquí? —Y llegó hasta la cocina, donde el Flaco y Josefina, como actores del teatro bufo, lo esperaban con las manos sobre la cabeza y los ojos bien abiertos, como diciendo: «No puede ser».

—No, no puede ser —dijo el Flaco, con la entonación del personaje que representaba y al fin sonrió—. ¿Tú eres adivino?

El Conde avanzó hacia Josefina, le dio un beso en la frente y preguntó, acentuando su inocencia.

—¿Por qué adivino?

—¿Tú no hueles, chico? —preguntó la mujer y entonces el Conde se asomó con cuidado, como al borde de un precipicio, sobre la boca de la olla que estaba en el fogón.

—No, mentira, ¡tamal en cazuela! —gritó y descubrió que ya no le dolía la cabeza y que la depresión podía ser curable.

—Sí, mijo, pero no es un tamal cualquiera: es de maíz rayado, que es mejor que molido, y lo colé para que no tuviera paja y le eché calabaza para darle cuerpo y además tiene carne de puerco, pollo y unas costillitas de res.

—¡Coñó! Y miren lo que yo traigo aquí —dijo, descubriendo del cartucho la botella de ron: Caney de tres años, refulgente y perlado.

—Bueno, si es así creo que te podemos invitar —admitió el Flaco y movió la cabeza hacia los lados, como buscando el consenso de muchos convidados—. ¿Y de dónde tú sacaste eso, salvaje?

El Conde miró a Josefina y le pasó un brazo por los hombros.

—Mejor no averigües, que tú no eres policía, ¿verdad, Jose? —Y la mujer sonrió, pero tomó la barbilla del Conde y le ladeó la cara.

—¿Qué te pasó ahí, Condesito?

El Conde dejó la botella sobre la mesa.

—Nada, me di con un palo de trapear. Mira, lo pise… —Y con artes de mimo trató de reproducir el origen del rasguño que la sortija de Fabricio le había hecho en el pómulo.

—Oye, salvaje, ¿de verdad fue eso?

—Ah, Flaco, no jodas más… ¿Quieres ron o no? —preguntó y miró el reloj. Iban a dar las ocho de la noche. Debe de estar al llamar.

El tema musical indicaba que había terminado la angustia que cada noche proponía la telenovela brasileña, pero el Conde acudió al juicio del reloj: las nueve y media. Dejó caer la cabeza en la almohada, con cansancio, pero estiró la mano con el vaso cuando sintió que el Flaco se servía más ron.

—Se acabó —anunció el otro, con el tono de voz de las malas noticias—. Verdad que has tenido un día cabrón, tú.

—Y lo que me espera con el Viejo. Y mañana con ese muchacho. Y esta hija de puta que no acaba de llamar. ¿Dónde estará metida, asere?

—Oye, no jodas más con esa cantaleta, ahorita aparece…

—Es demasiado, Flaco, es demasiado. Me di cuenta hoy cuando el Viejo me dijo que esperara hasta mañana para interrogar al muchacho y yo acepté. Yo tenía que haberlo buscado hoy mismo, pero es que quería verla a ella. Qué desastre.

El Conde se incorporó para sorber las gotas de ron que quedaban en el fondo del vaso. Como siempre, lamentó no haber comprado otra botella: aquellos 750 mililitros de alcohol eran insuficientes para las venas endurecidas de aquel dúo de altos promedios etílicos. Porque ya había tragado media botella de ron y su sed seguía inalterable, tal vez hasta más excitada, y pensó que en lugar de alcohol había estado bebiendo incertidumbre y desesperación. ¿Cuánto más iba a tener que tomar para asomarse por fin al borde del dique y derramarse hacia la inconsciencia que volvía a ser la meta de aquella sed infinita?

—Tengo ganas de emborracharme, Flaco —dijo entonces y dejó caer el vaso sobre el colchón—. Pero de emborracharme como un animal y caerme en cuatro patas y mearme en los pantalones y no pensar más nunca en mi vida. Pero más nunca…

—Sí, tú, creo que te hace falta —coincidió el otro y terminó su ron—. Y estaba bueno esto, ¿eh? Es uno de los pocos rones con vergüenza que quedan en el mundo. ¿Tú sabes que éste es el verdadero Bacardi?

—Oye, que ya me sé el cuento: que es el mejor del mundo, que es el único Bacardi legítimo que se fabrica y toda esa historia. A mí ahora no me importa: quiero cualquier ron. Quiero alcolite, quiero vino seco, alcohol boricado, vino de verdolaga, gualfarina, cualquier cosa que vaya directo a la cabeza.

—Estás de bala, ¿no? Te lo dije el otro día: estás enamorado como un perro, coño. Y eso es nada más porque la mujer no ha llegado del trabajo. Dime tú si te bota…

—Oye, ni lo digas, que no quiero ni pensarlo… Es que hoy era cuando me hacía falta de verdad. Mira, dame acá dinero para completar. Voy a discutirme un litro donde sea —dijo y se puso de pie. Buscó el cartucho que había traído y guardó otra vez la botella vacía.

En la sala, Josefina veía el programa Escriba y Lea. Los panelistas debían descubrir un personaje histórico, latinoamericano, por más señas cubano, del siglo XX. Un artista, lograban saber ahora.

—Debe de ser Pello el Afrokán —dijo el Conde y se acercó a la mujer—. ¿Supiste algo, Jose?

Sin mover los ojos del televisor, Josefina negó con la cabeza.

—Ay, mijo, llevo dos días sin moverme de aquí. Mira quién era el personaje histórico —dijo entonces, señalando con la barbilla hacia la pantalla del televisor—. El payaso Chorizo. Esto es una falta de respeto con esos profesores que saben tanto.

Antes de salir, el Conde le dio un beso en la frente y le anunció su pronto regreso —con más ron.

En la esquina se detuvo y dudó. Hacia la izquierda lo llamaban dos bares y hacia la derecha estaba la casa de Karina. En toda la cuadra sólo había parqueado un camión y se ilusionó pensando que tal vez detrás estaría el Fiat polaco. Dobló a la derecha, pasó frente a la casa de la muchacha que seguía cerrada y entonces descubrió el vacío detrás del camión. Caminó hasta la esquina y dio media vuelta, para pasar otra vez frente a la casa. Quería entrar, tocar, preguntar, Yo soy policía, coño, ¿dónde está metida?, pero el último ripio de orgullo y cordura detuvo aquel impulso de adolescente cuando puso la mano sobre la reja del jardín. Siguió calle abajo, en busca del ron y del olvido.

—Asere, y no llamó —logró decir y tuvo fuerzas para levantar el brazo y volver a tragar. La segunda botella de aguardiente también expiraba cuando de la sala llegó el clarín del Himno Nacional que remataba el final de las trasmisiones.

Josefina, de pie en la puerta del cuarto, observó la hecatombe y mecánicamente se santiguó: los dos, sin camisa, cada uno con su vaso en la mano. Su hijo, inclinado sobre un brazo del sillón de ruedas, con todas sus masas desbordadas y húmedas, y el Conde, sentado en el piso, con la espalda recostada a la cama, sufriendo los últimos estertores de un ataque de tos. En el suelo, un cenicero humeante como un volcán y los cadáveres de dos botellas y el epílogo de otra.

—Se están matando —dijo la mujer y recogió la botella de aguardiente. Salió, fugitiva. Aquellas escenas le oprimían el corazón porque sabía que estaba diciendo la verdad: se estaban suicidando, cobarde pero decididamente. Ya no quedaba nada, salvo el amor y la fidelidad, de aquellos tiempos en los que el Flaco y el Conde pasaban las tardes y las noches, en esa misma habitación, escuchando música a volúmenes sobrehumanos mientras discutían de muchachas y de pelota.

—Pues si no llamó, me voy pal carajo.

—Pero tú estás loco, tú. ¿Cómo te vas a ir así?

—Así con el culo en el piso no. Caminando —y comenzó el improbable esfuerzo por recuperar la verticalidad. Fracasó un par de veces, pero al final lo consiguió.

—¿Te vas de verdad?

—Sí, bestia, me voy echando. Me voy a morirme solo como un perro callejero. Pero acuérdate de una cosa: yo a ti te quiero con cojones. Tú eres mi hermano y eres mi socio y eres flaco y mi hermano —dijo y, tras abandonar el vaso sobre la mesa de noche, abrazó la sudada cabeza del amigo y le dio un beso mojado sobre el pelo, mientras las manos macizas del Flaco se apretaban contra los brazos que lo estrechaban, cuando el beso se convirtió en un sollozo ronco y enfermizo.

—Coño, mi hermano, pero no llores. Nadie se merece que tú llores. Despinga a Fabricio, mátala a ella, olvídate de Jorrín, pero no llores, porque si no yo también voy a llorar, tú.

—Pues llora, cabrón, que yo no puedo parar.

* * *