Ayer descubrí un frontón inesperado. Mil veces debo de haber pasado por ese rincón hasta entonces anodino y sucio de Diez de Octubre, tan cerca de la esquina donde estuvo la valla de gallos en que el abuelo Rufino se jugó ocho veces su fortuna a unas espuelas, para enriquecerse cuatro y empobrecerse otras tantas. Pero sólo ayer una llamada de alarma, especialmente dirigida a mi cerebro, me obligó a levantar la vista y allí estaba, esperándome desde siempre: en el centro de un triángulo de un clasicismo simplón, un escudo de hidalgos criollos remataba una construcción sin trazas de hidalguía, roída por los años y la lluvia. Sólo la fecha permanecía misteriosamente íntegra: 1919, sobre el alero desconchado y bajo el escudo vencido, en el vórtice de dos cornucopias que expulsaban al aire frutas tropicales —la inevitable piña, las guanábanas y anones, los mangos y el esquivo aguacate, ni fruta, ni vianda, ni verdura, y, donde otros hubieran colocado castillos o campos de azures, un cañaveral prodigioso al que se le rendía tributo, pues a él se debía, necesariamente, toda aquella riqueza de mansión, fecha y escudo frutal… Me gusta descubrir esos altos impredecibles de La Habana —segundas y hasta terceras plantas, frontones de un barroquismo trasnochado y sin retorcimientos espirituales, nombres de propietarios olvidados, fechas de cemento y lucetas de vidrios incompletas por las piedras y las pelotas y los años—, donde siempre pensé que había aire hasta el cielo. A esa altura, superior a la escala humana, está el alma más limpia de la ciudad, que abajo se contamina de historias sórdidas y lacerantes. Desde hace dos siglos La Habana es una ciudad viva, que impone sus propias leyes y escoge sus peculiares afeites para marcar su singularidad vital. ¿Por qué me tocó esta ciudad, precisamente esta ciudad desproporcionada y orgullosa? Intento entender este destino insoslayable, no escogido, tratando a la vez de entender a la ciudad, pero La Habana se me escapa y siempre me sorprende con sus rincones perdidos de foto en blanco y negro y mi comprensión queda roída como el viejo escudo de unos hidalgos de riqueza de mango, piña y azúcar. Al final de tantas entregas y rechazos mi relación con la ciudad se ha marcado por los claroscuros que le van pintando mis ojos y la muchacha bonita se convierte en una jinetera triste, el hombre airado en un posible asesino, el joven petulante en un drogadicto incurable, el viejo de la esquina en un ladrón acogido al retiro. Todo se ennegrece con el tiempo, como la ciudad por la que camino, entre soportales sucios, basureros petrificados, paredes descascaradas hasta el hueso, alcantarillas desbordadas como ríos nacidos en los mismísimos infiernos y balcones desvalidos, sostenidos por muletas. Al final nos parecemos la ciudad que me escogió y yo, el escogido: nos morimos un poco, todos los días, de una muerte prematura y larga hecha de pequeñas heridas, dolores que crecen, tumores que avanzan… Y aunque me quiera rebelar, esta ciudad me tiene agarrado por el cuello y me domina, con sus últimos misterios. Por eso sé que es pasajera, mortal, la ruinosa belleza de un escudo de hidalgos y la paz aparente de una ciudad que por ahora veo con los ojos del amor y se atreve a descubrirme esas alegrías inesperadas de su fastuosa prosapia. Me gustaría ver con tus ojos la ciudad, me dijo ella cuando le hablé de mi último hallazgo, y pienso que sí, que sería hermoso y lúgubre —escuálido y conmovedor, tal vez— mostrarle mi ciudad, pero ya sé que es imposible, pues ella nunca podrá calzar mis anteojos, está desbordada de felicidad, y la ciudad no se le va a revelar. Decía Miller que París es como una puta, pero La Habana es más puta todavía: sólo se ofrece a los que le pagan con angustia y dolor, y ni aun así se da toda, ni aun así entrega la última intimidad de sus entrañas.
—La prueba más contundente de la autoridad de Jesús es que no necesitaba de distancia sino que se realizaba en la cercanía total. El poder se viste de atributos (riqueza, fuerza, sabiduría bancaria) que constituyen su gloria a la vez que propician su lejanía. El poderoso desnudo se ve impotente, pero Jesús, hijo de hombre, desnudo y descalzo, vivió entre los hombres, permaneció entre ellos y sobre ellos ejerció la dulzura infinita de su infinito poder…
Siempre lo infinito, lo invariable infinito, y el dilema del poder, pensó el Conde, que había entrado por última vez en una iglesia el día memorable en que tomó su primera comunión. Durante largos meses se había preparado en el catecismo dominical para aquel acto de reafirmación religiosa al cual debía ir con pleno conocimiento de causa: iba a recibir, de manos del cura, un diminuto pedazo de harina que contenía toda la esencia del gran (infinito) misterio: el alma inmortal y el cuerpo doliente de Nuestro Señor Jesucristo (con todo su poder) pasaría de su boca a su alma también inmortal, como digestión necesaria para la posible salvación o la más terrible de las perdiciones; ya él sabía, y saber lo convertía en un ser (infinitamente) responsable. Sin embargo, a los siete años el Conde creía saber mejor otras muchas cosas: que el domingo era el día en que se armaban los mejores piquetes de pelota en la esquina de la casa, o se iba a robar mangos a la finca de Genaro, o se viajaba en bicicleta —dos y hasta tres a bordo de cada una— a pescar biajacas y a bañarse al río de La Chorrera. Por eso, satisfecha con haberlo vestido de punta en blanco para que recibiera la comunión, la madre del Conde debió de escuchar después, al borde de la ira que le prohibía su misma comunión, el fallo inapelable del muchacho: quería mataperrear los domingos por las mañanas y no volvería a la iglesia.
El Conde no imaginaba que su regreso a una parroquia, casi treinta años después de su defección, le produciría aquel sentimiento de recuperación inmediata de una memoria aletargada, más que perdida: el olor cavernoso de la capilla, las sombras altas de las cúpulas, los reflejos del sol mitigados por los vitrales, los brillos tenues del altar mayor estaban allí, en el recuerdo de la parroquia pobre y diminuta de su barrio y en la presencia palpable de aquella iglesia inevitablemente lujosa de Los Pasionistas, con todo el fasto de su neogótico criollo, las cúpulas altísimas y decoradas con cielos fileteados en oro, la sensación de pequeñez humana provocada por su estructura de conducto hacia lo celestial y la profusión de imágenes hiperrealistas de estatura humana y gestos resignados que parecían dispuestas a hablar, aquella iglesia a la que había entrado, en plena misa, en busca del salvador que él necesitaba ahora mismo: Candito el Rojo.
Cuando Cuqui le dijo que Candito estaba en la iglesia, la primera reacción del Conde fue de sorpresa. Nunca se había enterado de aquella profesión de fe del Rojo, pero se alegró, pues podría conversar con él en un terreno neutral. Ya frente a la fachada de torres como exóticos pinos europeos, el policía dudó un instante sobre el destino inmediato de sus pasos: pero no lo pensó más, y prefirió esperar a Candito participando él también de la misa. Respirando el olor dócil de un incienso barato, el Conde ocupó el último banco de la iglesia y terminó de escuchar el sermón dominical de aquel cura, joven y vigoroso en sus gestos y palabras, que hablaba a los feligreses de los más altos misterios, precisamente de lo infinito y del poder, con entonaciones de buen conversador:
—La paternidad de Jesús, que revelaba la paternidad de Dios realizándola, consistía en su solidaridad fraternal. Al relacionarse desde abajo, al mismo nivel, no sólo quedaba a salvo aquel que recibía el evangelio, sino que Jesús también quedaba realizado como hermano y como hijo de Dios. De ahí la vulnerabilidad de Jesús: sus alegrías por la gente sencilla que acogían la revelación de Dios y su llanto por Jerusalén, por las autoridades que no lo reciben…
Y entonces levantó los brazos y los feligreses que colmaban la iglesia se pusieron de pie. El Conde, sintiendo que profanaba un arcano al que él mismo había renunciado, aprovechó el movimiento y escapó como un perseguido hacia la claridad de la plaza con un cigarro entre los labios y un amén en los oídos, coreado por aquellas personas felices de haber conocido, una vez más, los sacrificios de su Señor.
Quince minutos después comenzó el desfile de los creyentes. Tenían los rostros iluminados por un reflejo interior que rivalizaba con el esplendor del sol dominical. Candito el Rojo, en el último paso de la escalera, se detuvo para encender un cigarro y saludó a un negro viejo, ataviado con sombrero de pajilla y guayabera de hilo, que, tal vez fugado de una vieja foto de los años veinte, pasaba ahora por su lado. El Conde lo esperó, en medio de la plaza, y percibió el movimiento de las cejas de su amigo cuando lo descubrió.
—No sabía que venías a la iglesia —le dijo el Conde, alargándole la mano.
—Algunos domingos —admitió Candito y le propuso atravesar la calzada—. Me siento bien cuando vengo.
—A mí me deprime la iglesia. ¿Qué buscas tú aquí, Candito?
El mulato sonrió, como si el Conde hubiera dicho una triste estupidez.
—Lo que no encuentro en otras partes…
—Claro, lo infinito. Oye, últimamente vivo rodeado de místicos.
Candito volvió a sonreír.
—¿Y qué pasa ahora, Conde?
Subían la cuesta de Vista Alegre y el Conde esperó a que su respiración recuperara el ritmo maltratado por el ascenso y a la vez que se hiciera visible la estructura ocre de la escuela donde había enseñado Lissette Núñez y en la que ellos se habían conocido.
—Ayer pensaba que este cabrón Pre tiene algún poder sobre mi destino. No puedo desentenderme de él.
—Fueron unos años buenos.
—Creo que los mejores, Rojo, pero es algo más complicado. Aquí nos hicimos adultos, ¿no? Y aquí conocí a casi todas las gentes que son mis amigos. Tú, por ejemplo.
—Discúlpame por lo del viernes, Conde, pero me tienes que entender…
—Yo te entiendo, compadre, yo te entiendo. Hay cosas que no se les pueden pedir a las gentes. Pero ahí, en una de esas aulas, estuvo enseñando hasta el otro día una muchacha de veinticuatro años que apareció muerta, la mataron, y yo tengo que saber quién fue el que lo hizo. Es así de simple. Y lo tengo que saber por varias cosas: porque soy policía, porque el que lo hizo no se puede quedar sin pagarlo, porque era profesora del Pre… Es una cabrona obsesión.
—¿Qué hubo con Pupy?
—Parece que no fue él, aunque lo estamos apretando. Nos dijo algo importante: el director del Pre estaba con la profesora.
—¿Y no fue el director?
—Ahorita voy a verlo otra vez, pero tiene una buena coartada.
—¿Y qué crees entonces?
—Que si el director no es la solución a lo mejor la marihuana podía darme la pista.
Candito encendió otro cigarro. Estaban a la altura del patio de educación física y desde la calle se veía el terreno de basquet con sus aros desnudos y los tableros desgastados por tantos pelotazos. El patio estaba vacío, como todos los domingos, triste sin la algarabía de juegos, competencias y muchachas histéricas por jugadas antológicas.
—¿Te acuerdas de quién metía más canastas ahí?
—Marcos Quijá —dijo el Conde.
—Ah, no jodas —protestó Candito con una sonrisa—. A Marcos yo lo enseñé a driblar. Mira, en un mismo juego, contra los gansos del Vedado, metí dos bolas desde el círculo central.
—Sí tú lo dices…
—Mira, Conde —dijo Candito, deteniéndose en la esquina, hasta donde llegaban los efluvios ácidos de un basurero que antes no existía—, ahora las cosas son distintas. En la época de nosotros el que fumaba es porque era marihuanero, pero ahora por embullo cualquiera puede encender un taladro y entonces vienen los líos, porque se vuelven como locos. Lo mismo pasa con el ron: antes tú tomabas o no tomabas, ahora cualquiera se mete un trago, y como ya no quedan señoritas, pues a templar se ha dicho… Pero te voy a decir algo que oí ayer y que a lo mejor te ayuda…, y acuérdate que me estoy jugando el pescuezo. No sé si será verdad o no, pero oí decir que hay un tipo que vive en el Casino Deportivo, no sé dónde pero eso tú lo averiguas fácil, que hace días está moviendo una hierba que es candela. Nadie sabe de dónde salió, pero es candela. Al tipo le dicen Lando el Ruso… Mira a ver qué sale de ahí. Pero no vengas a verme otra vez hasta dentro de dos años, Conde, ¿está bien?
El Conde tomó a Candito por un brazo y suavemente lo obligó a caminar.
—¿Y cómo hago para comprarte unas sandalias del número cinco?
—Bueno, te llevas las chancletas y después empiezas a contar los dos años que vas a estar sin verme…
—¿Y en todo ese tiempo no me vas a invitar a darme un trago?
—Vete pal carajo, Conde.
—¿Qué lío es el que tú has formado, Conde? —le preguntó el Viejo sin moverse de su asiento tras el buró.
—Enseguida te digo. Déjeme saludar al camarada —alzó los brazos, como pidiendo tiempo a un árbitro exigente de las buenas formas, y estrechó la mano del capitán Cicerón, que ocupaba uno de los butacones de la oficina. Como siempre, sonrieron mientras se saludaban y el Conde le preguntó—: ¿Todavía te duele?
—Un poquito —respondió el otro.
Desde hacía tres años el capitán Ascensio Cicerón había sido designado para la jefatura del Departamento de Drogas de la Central. Era un mulato prieto, de risa adormecida en los labios y fama extendida de buena persona. Sólo de verlo, el Conde recordaba un fatídico juego de pelota: se habían conocido en los tiempos de la universidad y por 1977 coincidieron en el equipo de la facultad, y Cicerón se había hecho célebre por un fly que le había caído en la cabeza, el único día que le dieron el guante y salió a cubrir, con más entusiasmo que aptitudes, la segunda base. Siempre faltaban peloteros en aquella facultad de artistas y pensadores, y Cicerón debió aceptar la encomienda que le asignara su Comité de Base: sería integrante del team para los Juegos Caribes. Por suerte, cuando el fly maldito vino a caer sobre la cabeza de Cicerón, ellos perdían doce carreras por cero y el manager, convencido de lo inevitable, apenas le gritó desde el banco: «Arriba, mulato, que estamos mejorando». Desde entonces el Conde lo saludaba con una sonrisa y la misma pregunta.
El teniente se sentó en la otra butaca y miró a su jefe:
—Esto se pone bueno —le dijo.
—Me imagino que sí, porque hoy, precisamente este domingo, yo no pensaba venir por aquí y Cicerón había salido ayer de vacaciones, así que trata de que esté bueno de verdad.
—Ustedes van a ver… Vayamos de lo simple a lo profundo, como dice la canción… Chequeamos la coartada del director y todo es como nos dijo, pero también puede ser una puesta en escena. Según la esposa, él estuvo por la noche en su casa redactando un informe y ella viendo una película. Y en realidad el informe existe, pero fácilmente pudo haberlo hecho el día antes y después ponerle la fecha del martes 18. Lo que sí es seguro es que esta gracia le va a costar el matrimonio. Se jodió el hombre. Bueno, hablando con Pupy salió que Lissette había tenido hace unos meses un novio mexicano. Nos interesó ese dato por lo de la marihuana que no es cubana. Pues bien, hoy por la tarde se va para México un tal Mauricio Schwartz, el único Mauricio mexicano que está de turista en Cuba en estos días. Mandamos a fotografiarlo para que Pupy lo identifique. Si es el mismo no sería absurdo que hubiera regresado y se encontrara de nuevo con Lissette… Vamos a ver. Pero lo mejor de todo es que tengo un nombre y una pista que pueden ser dinamita —dijo y miró al capitán Cicerón—. El informe sobre la marihuana que apareció en casa de Lissette Núñez dice que no es una hierba común, que debe de ser mexicana o nicaragüense, ¿no es verdad?
—Sí, ya tú lo dijiste. Estaba adulterada por el agua, pero es casi seguro que no sea de aquí.
—Y tú agarraste a dos tipos con cigarros de marihuana centroamericana, ¿verdad?
—Sí, pero no he podido saber de dónde la sacaron. El supuesto proveedor desapareció o los tipos inventaron un fantasma.
—Pues yo tengo un fantasma de carne y hueso: Orlando San Juan, alias Lando el Ruso. Oyeron el comentario de que tenía una marihuana muy fuerte y me la juego que es esa misma que anda dando vueltas por ahí.
—¿Y cómo tú sabes eso, Conde? —preguntó el mayor Rangel, que al fin se había puesto de pie. Como cada domingo había ido a la Central sin el uniforme y lucía uno de aquellos pullovers ajustados que le permitían exhibir sus pectorales de nadador y canchista empecinado en retardar la llegada del otoño.
—Me pasaron la bola. Un comentario que oyeron.
—Así que un comentario… ¿Y ya tienes la ficha del Ruso ese?
—Aquí está.
—¿Y quieres que Cicerón te ayude?
—Para eso están los amigos, ¿no? —dijo el Conde y miró al capitán.
—Yo lo ayudo, mayor —aceptó Cicerón y sonrió.
—Bueno —dijo el Viejo e hizo un gesto con las manos como para espantar unas gallinas—, andando se quita el frío. Busquen al Ruso ese a ver qué sale de ahí y no paren hasta que yo les diga. Pero quiero saber cada paso que dan, ¿me oyen? Porque esto se está poniendo color de hormiga. Sobre todo tus pasos, Mario Conde.
El Casino Deportivo parecía barnizado bajo el sol del domingo. Todo limpio y pintado, con sus fulgores de tecnicolor. Lástima que ya no me guste este barrio, se dijo el Conde frente a la casa de Lando el Ruso. Se encontraban apenas a cinco cuadras de donde vivía Caridad Delgado y pensó que le gustaría sacar algo a aquella cercanía. ¿Caridad, Lissette y el Ruso, todos en un mismo saco? El teniente se quitó los espejuelos cuando el capitán Cicerón salió a la calle.
—¿Qué?, ¿apareció algo?
—Mira, Conde, Lando el Ruso no es un vendedor al por menor. Con ese expediente que tiene no va a andar por la calle vendiéndole cigarritos a los fumadores. Y alguien que tiene el mazo en la mano no va a tener la carga en su casa, así que seguir registrando aquí es perder el tiempo. Voy a dar la orden de búsqueda y captura, pero si lo que dice la tía es verdad y el tipo alquiló una casa en la playa, en dos o tres horas la gente de Guanabo me lo tiene localizado y no te preocupes, que a mí me hace más falta que a ti agarrar a ese tipo. Lo de esa marihuana me tiene jodido y tengo que saber de dónde coño salió y quién la trajo. Ahora mismo voy a mandar al teniente Fabricio para que trabaje con la gente de Guanabo.
—¿Fabricio está ahora contigo? —preguntó el Conde, recordando su último encuentro con el teniente.
—Hace como un mes. Está aprendiendo.
—Menos mal… Oye, Cicerón, ¿la marihuana no habrá sido un paquete perdido, de esos que tiran en el mar? —preguntó el Conde mientras encendía un cigarro y se recostaba contra el carro oficial del capitán Cicerón.
—Puede ser, todo puede ser, pero lo curioso es que haya caído precisamente en las manos de los tipos que la pueden colocar bien. Y el otro problema es que no es suramericana, que es la que a veces tratan de pasar cerca de Cuba. No me imagino cómo eso vino a dar aquí, pero si la entraron a propósito, por esa misma canal puede entrar cualquier cosa… Lo que hace falta ahora es coger a Lando con algo arriba.
—Hace falta, porque Manolo me llamó por tu radio y dice que lo del mexicano es negativo. Era la primera vez que venía a Cuba y además Pupy dice que no es el mismo que andaba con Lissette. Así que Lando es el hombre del momento. Bueno, pues el caso es tuyo, ¿no?
Cicerón sonrió. Casi siempre sonreía y ahora lo hizo mientras ponía una de sus manos sobre un hombro del Conde.
—Oye, Mario, ¿por qué me regalas un caso así?
—Ya te lo dije ahorita, ¿no? Para algo están los amigos.
—¿Tú sabes que nunca vas a llegar a ningún lado si vas por el mundo regalando los casos?
—¿Ni siquiera a mi casa para ponerme a lavar toda la ropa que tengo sucia?
—Me gustan tus aspiraciones.
—Pues a mí no: lavar me cae como una patada en el culo. Bueno, si hay cualquier cosa, me localizas entre la tendedera y el lavadero —dijo y estrechó la mano que le extendía su colega.
En el carro, de regreso a su casa, el Conde se descubrió pensando que después de todo el Casino Deportivo sí era un buen lugar para vivir: desde viceministros y periodistas hasta marihuaneros, allí había de todo, como en cualquier otro estanco de la viña del Señor.
El último calzoncillo quedó preso en la tendedera y el Conde miró satisfecho aquella obra encomiable. Policía de avanzada voy a ser, se dijo, observando cómo las rachas del viento ponían a bailar toda aquella ropa que había pasado por sus manos reblandecidas por la humedad y todavía olorosas a potasa y cebo perfumado: tres sábanas, tres fundas y cuatro toallas, hervidas y lavadas; dos pantalones, doce camisas, seis pullovers, ocho pares de medias y once calzoncillos: todo el arsenal de su closet, limpio y reluciente bajo el sol del mediodía. No podía evitarlo: extasiado observaba su obra, con profundos deseos de asistir al milagro de su secado aséptico y total.
Entró en la casa y vio que eran casi las tres de la tarde. Desde las tinieblas de sus tripas escuchó una llamada pavorosa. Ir a implorarle a Josefina un plato de comida era injusto a aquella hora de la tarde: la imaginó ante el televisor, devorando entre cabezadas y bostezos de madrugadora las películas de la Tanda del Domingo y decidió ganarse otro mérito laboral preparándose su propio almuerzo. Qué falta me haces, Karina, se dijo cuando abrió el refrigerador y descubrió la dramática soledad de dos huevos posiblemente prehistóricos y un pedazo de pan que bien pudo haber asistido al sitio de Stalingrado. En una manteca con sabor heterodoxo de fritadas excluyentes dejó caer los dos huevos, mientras con la punta del tenedor tostaba sobre la llama las dos rebanadas que logró arrancarle al corazón de acero del pan. Puro realismo socialista, se dijo. Se comió los huevos pensando otra vez en Karina y en la cita pactada para esa noche, pero ni siquiera la ilusión del encuentro fue capaz de mejorar el sabor de la comida. Aunque presentía única e irrepetible la atrevida aventura sexual del día anterior, llena de hallazgos, sorpresas, revelaciones y señales de portentosos caminos por explorar, aquel segundo encuentro, asumido desde la experiencia, podía romper todos los récords de sus expectativas y conocimientos sexuales reales e imaginarios: mientras tragaba los huevos grasientos y desparramados, el Conde se veía, en aquella misma silla, siendo beneficiario y objeto de una felación devastadora que lo dejó exhausto hasta que, dos horas después, Karina inició su tercera ofensiva victoriosa contra sus defensas aparentemente caídas. Y esa noche ella vendría, saxofón en ristre…
—No me llames, que a lo mejor tengo que salir. Yo vengo por la noche —le había dicho.
—¿Con el saxofón?
—Anjá —dijo, imitando la entonación del hombre.
Cantaba el Conde cuando fregó el plato, la sartén y las tazas con huellas del café y de la lujuria del día anterior. Alguna vez había oído decir que sólo una mujer muy bien despechada sexualmente podía cantar mientras fregaba. Machismo solapado: simple determinismo sexual, concluyó y siguió cantando, «Good morning, star shine, / I say hello…». Mientras se secaba las manos miró críticamente el estado del piso: los mosaicos empañados de grasa, polvo y suciedades más viejas que la envidia no hacían de su casa, precisamente, un lugar encantado para citas pasionales con saxofón incluido. Es el precio del cariño, se dijo, mirando con amor de hombre la escoba y el trapeador, dispuesto ya a entregarle a Karina un lugar limpio y bien iluminado.
Eran más de las cuatro y media cuando concluyó la limpieza y observó orgulloso el renacer de aquel lugar huérfano de manos femeninas desde hacía más de dos años. Hasta Rufino, el pez peleador, había recibido los favores de aquel impulso de pulcritud y ahora nadaba en aguas claras y oxigenadas. Eres un cabrón friqui, Rufino, no esperas nada… Satisfecho, el Conde concibió, incluso, para un futuro cercano, la posibilidad de pintar paredes y techos y colocar algunas plantas en rincones propicios y hasta conseguirle una hembra al pobre Rufino. Estoy asquerosamente enamorado, se dijo, y marcó en el teléfono el número del Flaco Carlos.
—Oye esto, salvaje: lavé las sábanas, las toallas, las camisas, los calzoncillos y hasta dos pantalones y ahora mismo terminé de limpiar la casa.
—Estás asquerosamente enamorado —le confirmó su amigo y el Conde sonrió—. ¿Y ya te pusiste el termómetro? Mira que debes de estar grave.
—¿Y tú qué estás haciendo?
—¿Qué tú crees que puedo estar haciendo, tú?
—¿Viendo la pelota?
—Ganamos el primero y ahora va a empezar el segundo juego.
—¿Contra quién?
—Los negritos de Matanzas. Pero la serie buena empieza el martes, contra los Orientales del coño de su madre… Y hablando de eso, dice el Conejo que si no se complica nos va a llevar el martes al estadio en su carro. Mi hermano: me muero de ganas de ir al estadio. Oye, y tú, ¿vienes hoy o no?
El Conde miró la casa reluciente y sintió en el estómago la levedad de los dos huevos fritos.
—Voy a verla por la noche… ¿Qué hizo Jose de almuerzo?
—Bestia, lo que te has perdido: un arroz con pollo chorreao que levantaba a un muerto. ¿Tú sabes cuántos platos me comí?
—Dos, ¿no?
—Tres y medio, tú.
—¿Y quedó algo?
—Creo que no… Aunque oí a la vieja diciendo que si te guardaba un poco…
—Oye, oye…
—¿Qué cosa?
—El timbre de la puerta de tu casa. Dile a Jose que abra, que ése soy yo —y colgó.
EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
por Caridad Delgado
«Siempre he defendido la libertad del amor. La plenitud de su realización, la belleza de su hallazgo, las inquietudes de su destino. Pero entre los muchos recordatorios amargos que nos ha hecho el sida, a los que habitamos la casa común del planeta Tierra, está el de que nada que ocurra en ningún sitio puede sernos ajeno: ni las guerras, ni las pruebas nucleares, ni las epidemias, y mucho menos el amor. Porque el mundo se ha hecho cada vez más pequeño.
»Y aunque la felicidad siempre es posible en estos tiempos de fin de siglo, un flagelo azota al amor hasta convertirlo en una elección peligrosa y difícil. El sida nos amenaza y sólo hay un medio de evitarlo: sabiendo elegir la pareja, buscando el sexo seguro, más allá de medidas necesarias como el uso del preservativo.
»No pensarán mis lectores que pretendo darles una lección de moralidad ni de puritanismo extemporáneo. Ni que pretenda coartar la libre elección del amor, que suele sorprendernos con su misteriosa y cálida presencia. No. Y mucho menos que ataque desde mi posición asuntos de total intimidad. Pero es que el peligro nos acecha a todos, sin distinción de inclinaciones sexuales.
»No pretendo descubrir lo ya descubierto cuando recuerdo que la promiscuidad ha sido el principal agente de trasmisión de ese flagelo apocalíptico del sida por todo nuestro planeta. Por eso me asombro cuando converso con algunas personas, especialmente con jóvenes con los que mi trabajo me relaciona, y desconocen el peligro de ciertas actitudes ante la vida y practican el sexo como si se tratara de un simple juego de barajas al que se va a ganar o a perder, pues, como dicen a veces, “De algo hay que morirse”…».
El Conde cerró el periódico. ¿Hasta cuándo?, se preguntó. Una hija promiscua había muerto tres días antes de una causa menos romántica y novedosa que el sida y ella podía escribir aquella monserga en torno a las inseguridades sexuales finiseculares. Comemierda. En aquel momento el Conde lamentó su insultante torpeza manual. Nunca, ni cuando eran ejercicios obligatorios en clase, había logrado armar un avioncito de papel, ni siquiera un vasito para tomar agua o café, a pesar de los esfuerzos de aquella profesora de la que se había enamorado. Pero ahora puso todo su empeño y casi amorosamente rasgó la hoja del periódico, separando del resto del tabloide el fragmento leído. Se puso de pie, se inclinó levemente hacia delante y, con la pericia que crea la costumbre, limpió con el artículo las huellas estriadas de la defecación. Dejó caer el papel en el cesto y descargó la taza del inodoro.
Sólo cuando se enamoraba Mario Conde se atrevía, golosamente, a pensar en el futuro. Encender luces de esperanzas para el porvenir se había convertido en el síntoma más evidente de una satisfacción amorosa y vital capaz de desterrar de su conciencia la nostalgia y la melancolía entre las que había vivido durante más de quince años de persistentes fracasos. Desde que debió abandonar la universidad y engavetar sus desvelos literarios para sepultarse en una oficina de información clasificando los horrores que cada día se cometían en la ciudad, en el país (tipos delictivos, modus operandi, por cientos de crímenes y fichas policiacas), los derroteros de su vida se habían torcido malévolamente: se casaría con la mujer equivocada, sus padres morirían en menos de un año y el Flaco Carlos volvería de Angola con la espalda rota para languidecer, como un árbol mal podado, sobre un sillón de ruedas. La felicidad y la alegría de vivir habían quedado como atrapadas en un pasado que se hacía cada vez más utópico, inasible, y sólo el aliento propicio del amor, como en los cuentos de hadas, podía devolverlas a la realidad y a la vida. Porque, aun estando enamorado de una mujer de pelo rojo y apetitos notables, Mario Conde sabía que su destino se acercaba hacia una oscuridad de noche lunar: las esperanzas de escribir y de volver a sentir y actuar como una persona normal y con opciones en la rifa caprichosa de la felicidad se tornaban cada vez más remotas, pues también sabía que su vida estaba ligada al destino del Flaco Carlos, cuando Josefina faltara para siempre y él se negara, como se iba a negar, a que su amigo se consumiera de tristezas y abstinencias en un hospital de incapacitados. El miedo a aquel futuro que debería enfrentar más tarde o más temprano sin estar capacitado para asumirlo, llegaba a desvelarlo y a hacerle difícil la respiración. La soledad se le ofrecía entonces como un túnel sin salida porque —era otra de las muchas cosas que sabía— ninguna mujer se atrevería a enfrentar con él aquella prueba superior que el destino —¿el destino?— le había reservado.
Sólo cuando se enamora, Mario Conde se da el lujo de olvidar por un instante aquella condena tangible y siente deseos de escribir, de bailar, de hacer el amor para descubrir que el cúmulo de instintos animales de la práctica sexual puede ser también un feliz esfuerzo por dar cuerpo y memoria a viejos sueños, a olvidadas promesas de la vida. Por eso también siente deseos, aquel día irrepetible de su biografía amatoria, de masturbarse viendo a una mujer desnuda soplar una melodía viscosa con un brillante saxofón.
—Quítate la ropa, por favor —le pide y la sonrisa complaciente y complacida de Karina acompaña el acto de sacarse la blusa y el pantalón—. Toda la ropa —exige y, cuando la ve desnuda, reprime uno a uno los deseos de abrazarla, de besarla, de tocarla al menos, y él se desviste sin dejar de mirarla: lo sorprende la quietud de aquella piel, sólo manchada por los pezones y la cabellera del sexo, de un rojo más intrincado, y el nacimiento preciso de brazos, senos y piernas, articulados con elasticidad al conjunto. Las caderas, levemente retraídas, de buena paridora, son mucho más que una promesa. Todo lo sorprende en el aprendizaje que realiza de esta mujer.
Entonces desviste también al saxofón y lo siente sólido y frío entre sus dedos que por primera vez calibran el peso inesperado de aquel instrumento perdido en sus fantasías eróticas, las cuales, ahora mismo, se convertirán en la más palpable realidad.
—Siéntate aquí —le indica la silla y le entrega el saxofón—. Toca algo, algo hermoso, por favor —le pide y se aleja, para ocupar otra silla.
—¿Qué quieres hacer? —investiga ella, mientras acaricia la boquilla del metal.
—Comerte —dice él e insiste—. Toca.
Karina sigue sobando la boquilla y sonríe, ahora indecisa. Se la lleva a los labios y la succiona, dejándole restos de saliva, que cuelga como hilos de plata desde su boca. Acomoda las nalgas en el borde de la silla y abre las piernas. Coloca entre sus muslos el largo cuello del saxofón y cierra los ojos. Un lamento metálico y bronco empieza a brotar de la boca dorada del instrumento y Mario Conde siente cómo la melodía se le clava en el pecho, mientras la figura serena de Karina —ojos cerrados, piernas abiertas hacia una profundidad carnosa y más roja, más oscura, que la parte al medio, senos que tiemblan con el ritmo de la música y la respiración— pone sus deseos a una altura inimaginada e insoportable, mientras escarba con sus ojos los rincones de la mujer y sus dos manos se dedican a recorrer sin prisa la longitud y el volumen de su pene, del que empiezan a brotar unas gotas de ámbar que facilitan la manipulación, y se acerca a ella y a la música para acariciarle el cuello y la espalda, vértebra por vértebra, y la cara —los ojos, las mejillas, la frente—, siempre con la cabeza amoratada y como en ebullición de su miembro que va dibujando en su recorrido un rastro húmedo de animal herido. Ella respira profundamente y deja de tocar.
—Toca —le exige otra vez el Conde, pero su orden es un susurro lamentable y Karina cambia la frialdad del metal por el calor de la piel.
—Dámela —le pide y besa la cabeza inflamada, triangular en su nueva dimensión, antes de emprender con toda la boca la búsqueda de una melodía en la que ella pueda participar… Con las lenguas trabadas caminan hacia el cuarto y hacen el amor sobre unas sábanas muy limpias, que huelen a sol, a jabón, a vientos de Cuaresma. Mueren, resucitan, vuelven a morir…
Él termina el rito de crear espuma y sirve el café. Ella se ha puesto uno de los pullovers que el Conde lavó esa tarde y que, sentada, logra cubrirle hasta la parte superior de los muslos. En los pies lleva las sandalias hechas por Candito el Rojo. El se ha enrollado una toalla a la cintura y arrastra una silla hasta colocarla muy junto a la de ella.
—¿Te quedas a dormir hoy?
Karina prueba el café y lo mira.
—Creo que no, mañana tengo mucho trabajo. Prefiero dormir allá.
—Y yo también —asegura él, con un acento de ironía.
—Mario, estamos empezando. No te apures.
El enciende un cigarro y detiene el gesto de lanzar el fósforo hacia el fregadero. Se pone de pie y busca un cenicero de metal.
—Es que me pongo celoso —dice y trata de sonreír.
Ella le pide el cigarro y aspira el humo un par de veces. El siente que de verdad está celoso.
—¿Ya leíste el libro?
Ella asiente y termina el café.
—Me deprimió, ¿sabes? Pero si a ti te gusta tanto es porque te pareces un poco a esos hermanos de Salinger. Te gusta que la vida sea atormentada.
—No es que me guste. Yo no la escogí. Ni siquiera a ti te escogí: algo te puso en el camino. Después que uno pasa de los treinta años debe aprender a conformarse: lo que no has sido ya nunca lo serás, y todo se repite, una y otra vez, si triunfaste, vas a seguir triunfando; si fracasaste, acostúmbrate al sabor del fracaso. Y yo me estoy acostumbrando. Pero cuando aparece algo así, como tú, uno tiende a olvidarse de todo. Hasta de los consejos de Caridad Delgado.
Karina se frota los muslos con las palmas de las manos y hace un intento de prolongar la escasa cobertura ofrecida por el pullover.
—¿Y qué pasa si no podemos seguir juntos?
El Conde la mira. No entiende por qué, después de tanto amor, ella puede imaginar algo así. Pero él mismo no ha dejado de pensarlo.
—No quiero ni pensarlo. No puedo pensarlo —dice, sin embargo—. Karina… creo que el destino del hombre se realiza en la búsqueda, no en el hallazgo, aunque todos los descubrimientos parecen la coronación de los esfuerzos: el Vellocino de Oro, América, la teoría de la relatividad…, el amor. Prefiero ser un buscador de lo eterno. No como Jasón o Colón, que murieron pobres y desencantados después de tanta búsqueda. Más bien un buscador de El Dorado, de lo imposible. Ojalá nunca te descubra, Karina, ojalá nunca te encuentre sobre un árbol, ni siquiera protegida por un dragón, como el viejo Vellocino. No dejes que te atrape, Karina.
—Me da miedo oírte hablar así —dice ella y se pone de pie—. Piensas demasiado. —Recoge el saxofón, abandonado en el suelo, y lo guarda en su estuche. El Conde mira sus nalgas, que ahora el pullover no alcanza a cubrir, breves y enrojecidas por el calor de la silla, y piensa que no importa siquiera que tenga tan poco culo. Más que una mujer está contemplando un mito, se dice, cuando suena el teléfono.
El Conde mira el reloj que está sobre la mesa de noche y se pregunta quién podrá ser a esa hora.
—Sí —dijo al auricular.
—Conde, soy yo, Cicerón. El negocio se complica.
—¿Pero qué pasó, viejo?
—Lando el Ruso. Apareció en Boca de Jaruco, al lado del río. Iba a decir adiós desde la lancha cuando lo agarraron… ¿Te gusta la noticia?
El Conde suspiró. Sintió cómo el horizonte comenzaba a iluminarse con un rayo de sol, tenue pero inconfundible.
—¡Me encanta! ¿Cuándo me lo das? —El silencio, del otro lado de la línea, alteró al teniente investigador—. ¿Cuándo me lo das, Cicerón? —repitió entonces.
—Mañana por la mañana, ¿está bien?
—Anjá, pero no me lo des con mucho sueño —y colgó.
Cuando regresa a la sala se encuentra a Karina sonriente y vestida, con el saxofón en su estuche, como una maleta lista para un viaje.
—Me voy, policía —dice ella y el Conde siente deseos de amarrarla. Se va, piensa, se me va. Siempre tendré que buscarla.
* * *