En mañanas así, el sonido del timbre siempre fue una agresión: ráfagas de ametralladora que penetran por el oído, dispuestas a macerar los restos adoloridos de la masa blanda que todavía flota entre las paredes del cráneo. La historia se repetía, siempre como tragedia, y el Conde logró estirar el brazo y atrapar, allá a lo lejos, la frialdad del auricular.
—Coño, Conde, menos mal, ayer te estuve llamando como hasta las dos de la mañana y tú perdido.
El Conde respiró y sintió que se moría de dolor de cabeza. Ni siquiera se atrevió a jurar en vano que ésa era la última, pero que la última vez.
—¿Qué pasó, Manolo?
—¿Que qué pasó? ¿Tú no querías a Pupy? Bueno, pues anoche durmió en la Central. ¿Qué tú crees que debo ordenarle como desayuno?
—¿Qué hora es?
—Siete y veinte.
—Recógeme a las ocho. Y por si acaso trae una pala.
—¿Una pala?
—Sí, para que me recojas —y colgó.
Tres duralginas, ducha, café, ducha, más café y un pensamiento: cómo me gusta esa mujer. Mientras las duralginas y el café hacían su efecto de poción mágica, el Conde pudo al fin pensar y se alegró de que ella le pidiera esperar un poco, porque con aquella borrachera emotiva que lo sorprendió al inicio de la segunda botella no hubiera sido capaz ni de zafarse los pantalones, como lo comprobó en plena madrugada cuando lo despertó una sed de dragón y descubrió que todavía estaba vestido. Y ahora, cuando se miró en el espejo, se alegró de que ella no lo viera así: las ojeras le caían como cascadas sucias y el color de sus ojos era de un anaranjado feroz. Además, parecía un poco más calvo que el día anterior y, aunque no fuera tan evidente, estaba convencido de que el hígado ya debía de llegarle a las rodillas.
—Ve suave, Manolo, por una vez en tu vida —le rogó el Conde a su subordinado cuando abordó el carro y se aplicó en la frente una capa de pomada china—. Dime qué pasó.
—Dime tú qué pasó: ¿te arrolló un tren o te dio el paludismo?
—Peor: bailé.
El sargento Manuel Palacios comprendió la extrema gravedad de su jefe y no pasó de los ochenta kilómetros por hora mientras le contaba:
—Bueno, el hombre apareció como a las diez de la noche. Ya yo estaba a punto de irme y dejar al Greco y a Crespo en la esquina del edificio, cuando llegó. Entró en la moto y lo fuimos a buscar al parqueo. Le pedimos la propiedad de la moto y nos quiso hacer un cuento. Entonces decidí ponerlo en remojo. Yo creo que ya debe de estar más blandito, ¿no? Ah, y dice el capitán Cicerón que lo veas. Que aunque la marihuana de casa de Lissette ya estaba adulterada por el agua, es más fuerte que la normal y que en el laboratorio piensan que no sea cubana: dicen que mexicana o nicaragüense. Que hace como un mes agarraron a dos tipos en Luyanó vendiendo unos cigarros y parece que es del mismo tipo.
—¿Y de dónde la sacó esa gente?
—Ese es el lío, se la compraron a un tipo en El Vedado, pero por más señas que dieron el gallo no aparece. A lo mejor están tapando a alguien.
—Así que no es cubana…
El Conde se ajustó las gafas oscuras y encendió un cigarro. Debían hacerle un monumento al inventor de la duralgina. DE LOS BORRACHOS DEL MUNDO…, más o menos debía decir la leyenda en el memorial. Él le llevaría flores. Volvía a ser persona.
—¿Nombre completo?
—Pedro Ordóñez Martell.
—¿Edad?
—Veinticinco.
—¿Centro de trabajo?
—No, no tengo.
—¿Y de qué vives?
—Soy mecánico de motos.
—Ah, de motos… Mira, cuéntale al teniente lo de la Kawasaki, anda.
El Conde se separó de la puerta y avanzó hasta colocarse de frente a Pupy, dentro del ámbito calcinante de la potente lámpara. Manolo miró a su jefe y luego al muchacho.
—¿Qué pasa, se te olvidó el cuento? —le preguntó Manolo, inclinándose hacia él y mirándolo a los ojos.
—Se la compré a un marino mercante. El me hizo un papel que se lo di anoche a él. El marino mercante se quedó en España.
—Pedro, eso es mentira.
—Oiga, sargento, no me diga más mentiroso. Eso, eso es una ofensa.
—Ah, sí, ¿y pensar que acá el teniente y que yo somos unos comemierdas qué cosa es?
—Yo no los he ofendido.
—Bueno, vamos a aceptarlo por ahora. ¿Qué me dices de la causa que te podemos abrir por venta ilícita? Me contaron que vendías cosas de la diplotienda y que ganaste muchísima plata.
—Oiga, eso hay que demostrarlo, porque yo no me robé nada, ni trafiqué nada, ni…
—¿Y qué pasa ahora mismo si hacemos un buen registro en tu casa?
—¿Por lo de la moto?
—¿Y si aparecen algunos billeticos verdes, y unos ventiladores y cosas así, qué me vas a contar, que nacieron ahí?
Pupy miró al Conde como pidiéndole, quítame a éste de arriba, y el Conde pensó que debía complacerlo. El joven era una versión tardía y trasplantada de los Ángeles del Infierno: el pelo largo, peinado al medio, le caía sobre los hombros de un jacket de cuero negro que era un insulto climático. Llevaba incluso botas altas, de doble cremallera, y un jean de montar, reforzado en las nalgas. Demasiadas películas habían pasado por aquellos ojos.
—Con su permiso, sargento, ¿puedo hacerle una pregunta a Pedro?
—Cómo no, teniente —dijo Manolo y se apoyó en el respaldo de la silla. El Conde apagó la lámpara pero siguió de pie, tras el buró. Esperó a que Pupy terminara de frotarse los ojos.
—Le gustan mucho las motos, ¿verdad?
—Sí, teniente, y la verdad, yo le sé un mundo a esos bichos.
—Hablando de cosas que sabe… ¿Qué sabe usted de Lissette Núñez Delgado?
Pupy abrió los ojos y en su mirada había toneladas de terror. La geografía equilibrada de su rostro de bonitillo asumido se resintió, como alterada por un terremoto. La boca trató de iniciar una protesta que no fructificaba, sacudida por un temblor que no lograba controlar. ¿Va a llorar?
—¿Qué me dice, Pedro?
—¿Pero qué es lo que quieren ustedes? Ahí sí que no, teniente, yo de eso sí que no sé nada, se lo juro por lo que usted quiera, se lo juro…
—Espérate, no jures todavía. ¿Cuándo fue la última vez que la viste?
—No sé, el lunes o el martes. Yo fui a recogerla al Pre porque ella me dijo que quería comprarse unos tenis de esos de suela ancha que yo tenía, que eran legales, legales de verdad, y fuimos a mi casa y se los probó y le servían, y entonces íbamos a la casa de ella a buscar el dinero y después yo me fui.
—¿Cuánto le cobró por los tenis?
—Nada.
—¿Pero no los estaba vendiendo?
Pupy miró goloso el cigarro que el Conde había encendido.
—¿Quieres uno?
—Se lo voy a agradecer.
El Conde le entregó la cajetilla y la fosforera y esperó a que Pupy encendiera el cigarro.
—A ver, ¿cómo es la historia de los tenis?
—Nada, teniente, es que, ella y yo, bueno, fuimos novios, eso usted lo sabe, y a la que fue novia de uno cuesta trabajo venderle algo.
—Así que se los regalaste, ¿verdad? ¿No se los habrás cambiado?
—¿Cambiarlos?
—¿Tuvieron relaciones sexuales ese día?
Pupy dudó, pensó rebelarse, aducir tal vez la intimidad de la cuestión, pero pareció pensarlo dos veces.
—Sí.
—¿Por eso fue que ella te llevó a su casa?
Pupy chupó ávidamente de su cigarro y el Conde pudo oír el levísimo crepitar de la hierba quemada. Movía ahora la cabeza, negando algo que no podía negar, y volvió a fumar antes de decir:
—Mire, teniente, yo no quiero pagar lo que no hice. Yo no sé quién mató a Lissette, ni en qué lío estaba ella metida, y aunque es feo lo que le voy a decir, se lo voy a decir, porque yo no voy a pagar de zonzo los platos rotos. Lissette era un cohete, eso mismo, un cohete, y yo estaba con ella así, por pasar el tiempo, pero nada serio, porque sabía que me la dejaba en los callos en cualquier momento, como hizo cuando conoció a un mexicano ahí que parecía un tamal mal envuelto, un tal Mauricio, creo que se llamaba. Pero es que ella era una fiera en la cama. Pero una fiera de verdad, y a mí me gustaba acostarme con ella, para serle franco, y ella era una cabrona y lo sabía y me tumbó los tenis con esa onda.
—¿Y tú dices que eso fue el lunes o el martes?
—Creo que fue el lunes, sí, que ella terminaba temprano. Eso lo pueden averiguar.
—A Lissette la mataron el martes. ¿Tú no la volviste a ver?
—Por mi madre que no. Se lo juro, teniente.
—¿De dónde sacó Lissette al novio mexicano? Mauricio se llamaba, ¿no?
—No sé bien esa historia, teniente, creo que lo conoció en Coppelia, o por ahí. El tipo estaba de turista y ella lo enganchó. Pero hace ya un tiempo de eso.
—¿Y quién era el novio de ella ahora?
—Bueno, teniente, vaya usted a saber. Yo casi no la veía ya, tengo otra novia, una pepilla ahí…
—Pero ella andaba con un hombre de unos cuarenta, cuarenta y pico de años, ¿no es verdad?
—Ah, pero no era el novio —y por fin Pupy sonrió—. Eso era otro vacilón de ella. Cuando yo le digo que era un cohete.
—¿Y quién era ese hombre, Pedro, usted lo conocía?
—Claro que sí, teniente, el director del Pre. ¿Pero ustedes no lo sabían?
—Vengo a tomar café —anunció el Conde, y el Gordo Contreras sonrió desde su butaca a prueba de cargas pesadas.
—El Conde, el Conde, mi amigo el Conde. Así que café, ¿no? —dijo y, aunque parecía imposible, puso en pie su tremenda anatomía de cachalote terrestre, mientras extendía la mano derecha con el propósito alegremente malvado de descoyuntarle los dedos al Conde. ¿Y no se sabrá otro jueguito menos pesado? El teniente sacó fuerzas de su masoquismo y se dejó torturar por el capitán Jesús Contreras, jefe del Departamento de Tráfico de Divisas.
—Coño, Gordo, suelta ya.
—Hacía días que no venías por aquí, mi amigo.
—Pero te extrañé mucho. Fíjate que te escribí dos cartas. ¿No te llegaron? Es verdad lo que dice la gente, que el correo es una mierda.
—No jodas, Conde, ¿qué te hace falta?
—Ya te lo dije, Gordo, café. Además, vengo a hacerte un regalo, envuelto en papel de celofán. Para que veas que tú no eres el único aquí que hace regalitos.
Entonces el Gordo rió. Era un espectáculo único en la tierra: su papada, su barriga, sus tetas de obeso transgresor de los límites de las trescientas libras, se pusieron a bailar al ritmo de sus carcajadas, como si la carne y la grasa estuviesen mal atadas a la remota osamenta que debía sustentarla, y fuera posible asistir a un streap-tease total que descubriera la identidad oculta de un esqueleto cubierto por tres quintales de carne y cebo. Viéndolo reír, el Conde siempre pensaba en la extraña y predestinada relación que encontraba entre el apellido del Gordo y su figura: sencillamente era Contreras, redondo, rollizo, voluminoso y espeso.
—Oye, Conde, desde que cumplí siete años no me regalan nada. Mierda, si acaso.
—¿Pero tienes o no tienes café?
Contreras iba a recuperar la risa, pero se detuvo.
—Para los amigos siempre tengo. Y todavía está caliente.
Rodó, más que caminó, hacia la gaveta del buró y extrajo un vaso mediado de café.
—Pero no te lo tomes todo, acuérdate que ya no tengo cuota.
El Conde bebió un sorbo más que generoso y vio una alarmante desesperación en la mirada crítica del Gordo. Era el mejor café que se tomaba en la Central, especialmente enviado al capitán Contreras de las reservas estratégicas del mayor Rangel. Antes de devolver el vaso, el Conde volvió a beber.
—Oye, oye, está bueno ya. Mira eso… Bueno, a ver, ¿qué te pasa?
—Una moto Kawasaki de tres y medio que no se sabe de dónde salió, compras en la diplotienda y casi seguro tráfico de divisas. Un encanto. Lo tengo en mi cubículo y está tan maduro que se cae de la mata. Te lo regalo con la condición de que me lo conserves porque todavía no he terminado con él. ¿Te gusta?
—Me gusta —admitió el Gordo Contreras y ya no se pudo contener: soltó las amarras de sus carcajadas y el Conde pensó que un día iba a rajar las paredes del edificio.
—Entra, dale, entra —tronó la voz cuando el Conde puso la mano sobre el picaporte. Me olfatea este cabrón, pensó el teniente y empujó la puerta por el cristal nevado. El mayor Antonio Rangel se balanceaba con abulia en su silla giratoria y, contra lo que imaginaba el teniente, había cierta placidez en su rostro. El Conde olió: flotaba en el ambiente perfume de tabaco fino, joven pero bien curado. El Conde miró: sobre el cenicero descansaba en ese momento una breva larga y aceitunada.
—¿Qué cosa es?
—Un Davidoff 5000, ¿qué iba a ser?
—Me alegro por ti.
—Y yo por ti. —El mayor detuvo el balanceo y recuperó el habano. Lo chupó como si fuera ambrosía—. Ya ves, estoy de buena… ¿Dónde coño tú estabas metido? ¿Ahora eres policía por cuenta propia? ¿Tú no sabes que yo estoy aquí para algo?
El Conde se sentó frente al mayor y trató de sonreír. Rangel necesitaba saber cada paso de cada investigación de cada subordinado, sobre todo si el subordinado se llamaba Mario Conde. Aunque confiaba en la capacidad del teniente más que en la suya propia, el mayor le tenía miedo. Sabía de todas las patas que cojeaba el Conde y trataba de mantenerlo atado lo más corto posible. Ahora al Conde se le ocurrían un par de chistes y pensó que podía intentarlo al menos con uno:
—Mayor, vengo a pedirle la baja.
El Viejo lo miró un instante y, sin inmutarse, devolvió el tabaco al cenicero.
—Menos mal que era eso —dijo y bostezó, sosegadamente—. Baja a personal y dile que te llenen los papeles, que yo los firmo. Me alegro por mi hipertensión. Por fin voy a trabajar tranquilo…
El Conde sonrió, defraudado.
—Coño, Viejo, ya ni se puede jugar contigo.
—¡Nunca se ha podido! —rugió, más que habló, el Viejo. Si Dios hablara tendría la voz de este hombre—. Yo no sé cómo es que tú te atreves. Oye, Conde, de verdad, ¿alguna vez vas a decirme por qué carajo te metiste a policía?
—Esas preguntas sólo las respondo delante de mi abogado.
—Pues se van al carajo tú, el derecho romano y el Colegio de Abogados. ¿Qué pasa con el caso? Ya hoy es sábado.
El Conde encendió un cigarro y observó el cielo despejado que se veía por el ventanal de la oficina. ¿Nunca se verían las nubes desde aquella ventana?
—Va lento.
—Yo te pedí que fuera rápido.
—Pero va lento. Acabamos de interrogar a uno de los sospechosos, un tal Pupy, un bisnero que fue novio de la muchacha. Por ahora creo que no tiene nada que ver con la muerte de ella, tiene una coartada con demasiados testigos, pero nos confirmó dos cosas importantes que le dan otra música a esta rumba: que la profesora era un cohete, como él dice, más rápida sacando los «Coles» que Billy el Niño, y que tenía relaciones con el director del Pre, que ahora es el segundo sospechoso. Pero hay algo que no funciona muy bien en todo esto. Dice el forense que el último contacto sexual de la muchacha, poco antes de que la mataran, fue con un hombre joven, de alrededor de veinte años, y que tiene sangre del grupo O. Y Pupy tiene ese tipo de sangre… El director tiene unos cuarenta, y pudiera ser el que estuvo con ella unas cinco o seis horas antes. Pero si es verdad, como parece, que Pupy no la vio el martes por la noche porque andaba con un piquete de motociclistas por el Havana Club de Santa María, y entonces no fue el último que estuvo con ella, ¿quién fue? Y si no fue Pupy el que la mató, ¿quién fue? El director tiene papeletas en esa rifa, pero hay algo que no me cuadra: la fiesta de por la noche y la bebedera y la fumadera de marihuana. El director no es santo de mi devoción, pero tampoco parece de los que se entregan tan fácil. Aunque la pudieron matar después de la fiesta… ¿Qué tú crees, Viejo?
El mayor abandonó su silla y puso a funcionar su Davidoff. Aquel tabaco prodigioso era como un incensario que derramaba su humo fragante en cada exhalación del Viejo.
—Tráeme la grabación de Pupy, quiero oírla. ¿Por qué tú piensas que él no fue? ¿Ya comprobaste lo que te dijo?
—Mandé a Crespo y al Greco a verificarlo, pero estoy seguro. Me dio demasiados nombres como para ser un invento. Además, tengo el presentimiento de que no fue él…
—Mira, mira, me erizo de miedo cuando tú presientes algo. ¿Y el director, por qué no te gustó?
—No sé, tal vez por ser director. Es como si hubiera nacido para ser director, y no sé, eso no me gusta.
—Así que eso no te gusta… ¿Y tú dices que la muchacha era un poco loca? El informe…
—Era un informe, Viejo. ¿Nunca oíste decir que el papel aguanta cualquier cosa? No te imaginas todo lo que puede haber detrás de ese papel. Arribismo, oportunismo, hipocresía y quién sabe cuántas cosas más. Pero el papel dice que era un ejemplo de la juventud…
—Deja eso, deja eso, no me des clases de corte y costura que yo estoy en esto de antes que tú supieras limpiarte los mocos… Oye, te veo lento, Mario, ¿qué te pasa, chico?
El Conde apagó su cigarro en el cenicero antes de responder:
—No sé, Viejo, hay algo que me confunde en esta historia, el lío de esa marihuana que no se sabe de dónde salió, y estoy así, que no puedo concentrarme.
El gesto del mayor fue teatral y perfecto: se llevó las manos a la cabeza y miró hacia el techo, buscando quizás la misericordia del cielo.
—Éramos pocos y parió mi abuela. Ahora sí te doy la baja. ¿Así que es un problema de concentración, como tú dices?
—Pero me siento bien, Viejo.
—¿Con esa cara de mierda…? Mario, Mario, acuérdate de lo que te dije: pórtate bien, por lo que más tú quieras. No saques el pie del plato, porque yo mismo te lo voy a tener que cortar.
—¿Pero qué es lo que pasa, Viejo?, ¿cuál es el lío?
—Ya te dije que no lo sé, pero lo puedo oler: hay candela. Hay una investigación en el ambiente que viene de muy arriba. No sé qué pasa ni qué están buscando, pero es algo gordo y creo que van a caer unas cuantas cabezas, porque la cosa va en serio. Y no me preguntes más… Oye, ¿tú sabes que recibí ayer un paquetico y una carta de mi hija? Parece que después de todo le va bien con su austríaco ecologista. Viven en Viena, ¿te lo dije, no?
—Me encantaría vivir en Viena. A lo mejor me dedicaba a dirigir el coro de niñas cantoras. Niñas de veinte años… ¿Hay policías en Viena?
—En la carta me contaba que había ido a Ginebra con el marido, a una de esas reuniones sobre las ballenas, y sabes dónde estuvo: en la tienda de tabacos de Zino Davidoff. Dice que es un lugar precioso y me compró una petaquita con cinco habanos… Pero no te imaginas cómo la extraño, Mario. No sé por qué esa chiquilla tuvo que irse de aquí.
—Porque se enamoró, Viejo, ¿qué más tú quieres? Mira, yo también estoy enamorado y si ella me dice que nos vayamos para Nueva Orleans, pues me voy con ella.
—¿Nueva Orleans? ¿Estás enamorado? ¿Y esa descarga?
—Nada, para oír blues, soul, jazz y esas cosas.
—Mario, vete, dale, vete, no te resisto. Pero te doy cuarenta y ocho horas para que me entregues el paquete. Si no, mejor ni vengas a cobrar este mes.
El Conde se levantó y miró a su jefe. Se atrevió de nuevo:
—No importa: el amor alimenta… —sentenció el Conde y se dirigió hacia la puerta.
—Ya te morirás de hambre… Oye, por cierto, ¿supiste lo de Jorrín? Le dio una sirimba el miércoles por la noche. Una cosa rarísima, dicen que fue como un preinfarto. Ayer lo fui a ver y me preguntó por ti. Está en el Clínico de 26. Oye, Mario, creo que se acabó Jorrín como policía.
El Conde pensó en el capitán Jorrín, el viejo lobo de la Central. Y recordó que nunca, en diez años, se habían visto fuera de las paredes de aquel edificio. Siempre le prometía ir a visitarlo algún día, sentarse una tarde a tomar un café, unos tragos de ron, hablar de lo que suele hablar la gente, y al final nunca cumplía su promesa. ¿Eran amigos? Una sensación de culpa irremediable lo envolvía, cuando le dijo a su jefe:
—Viejo, qué mierda, ¿no? —Y salió, dejando a su jefe envuelto en una nube de humo azul y fragante de Davidoff 5000, Gran Corona, de 14,2 cm, cosecha de Vueltabajo, 1988, expedido en Ginebra en la tienda del mismísimo zar: Zino Davidoff.
Hay gentes que tienen más suerte y viven confiados de esa suerte que Dios o el diablo les dio. Yo no, yo soy un desastre, y lo peor es que insisto, a veces me la juego y miren, ya se jodió todo. ¿Qué va a pasar ahora? Sí, es verdad. Yo pensé llamarlo y decírselo, pero no me atreví. Tuve miedo: miedo de que ustedes me relacionaran con lo que pasó, miedo de que mi mujer se enterara, miedo de que se supiera en el Pre y me perdieran el respeto… No me da ninguna pena decirlo: tengo miedo. Pero yo no tuve nada que ver con lo que pasó. ¿Cómo iba yo a hacerle algo así? Ella me tenía loco y hasta pensé hablar con mi mujer y decírselo, pero Lissette no quiso, me dijo que era muy pronto, no quería nada formal, que era muy joven. Un desastre. No, hace dos meses nada más. Cuando estuvimos en la Escuela al Campo. Ustedes saben que ahí es distinto, no hay la formalidad que existe en la escuela y casi empezó como un juego, ella todavía era novia de Pupy, el de la moto, y yo pensé que no podía ser, que eran ilusiones de viejo verde, pero cuando regresamos a La Habana, un día que terminamos como a las siete en una reunión, le dije que si me invitaba a tomar café y así empezó todo. Pero nadie lo sabía, estoy seguro. ¿Ustedes creen que yo podía hacerle algo así a ella? Creo que Lissette fue una de las mejores cosas que me han pasado en la vida, me dio ganas de vivir, de hacer una locura, de dejarlo todo, hasta de olvidarme de la suerte, porque ella podía ser la suerte… ¿Por celos? ¿Qué celos? Ella se había peleado con Pupy, me juró que ya no quedaba nada, y cuando uno tiene cuarenta y seis años y eso se lo dice una mujer veinte años más joven, no queda más remedio que creerle o irse a la casa a arreglar el patio y dedicarse a criar pollos… Ese día yo iba a ir verla más temprano, pero esto es un infierno, si no es Juan es Pedro, y si no es el Partido es el Municipio, y salí de aquí como a las seis y media. Estuve en la casa de ella como una hora y pico, no más, porque llegué a mi casa cuando empezaba la novela de las ocho y media… Bueno, sí, tuvimos relaciones sexuales, es lógico, ¿no? ¿Tipo A positivo? Sí, ¿cómo ustedes lo saben? Bueno, lo saben todo, ¿no? Sí, sí, estuve toda la noche en mi casa, iba a preparar un informe para el día siguiente, por eso fue que salí tarde del Pre ese día. Sí, estaba mi mujer y uno de los muchachos, el más chiquito, el otro tiene dieciséis años y sale casi todas las noches, ya tiene novia. Sí, mi esposa lo puede confirmar, pero, por favor, ¿es necesario? ¿Ustedes no me creen? Sí, es el trabajo de ustedes, pero yo soy una persona, no una pista… ¿Qué quieren, que el mundo me caiga arriba? ¿Por quién se lo tengo que jurar? No, ella no tenía a más nadie, eso yo lo sé, tiene que ser que la violaran, porque la violaron, ¿no? ¿No la violaron y la mataron después? ¿Por qué me obligan a hablar de esto, coño?, si esto es como un castigo por haberme creído que todavía era posible sentirme vivo, vivo como ella… Tengo miedo… Sí, es un buen alumno, ¿pasa algo con él? Menos mal. Sí, en la secretaría le dan la dirección… ¿Pero qué va a pasar ahora? ¿A mi esposa? Si yo tuviera suerte…
El olor de los hospitales es un vaho doloroso: éter, anestesias, aerosoles, alcohol intragable… Entrar en un hospital era una de las pruebas que el Conde nunca hubiera querido volver a pasar. Los meses en que noche a noche vigiló el sueño adolorido del Flaco, cuando fue más flaco que nunca, bocabajo en una cama, con la espalda destruida y las piernas ya inservibles y aquel color de vidrio sucio en los ojos, le habían instalado para siempre en la memoria el olor inconfundible del sufrimiento. Dos operaciones en dos meses, todas las esperanzas perdidas en dos meses, toda la vida cambiada en dos meses: un sillón de ruedas y una parálisis progresiva como una mecha encendida que avanzaba y se iba tragando nervios y músculos, hasta el día en que le tocara al corazón y lo calcinara definitivamente. Y allí estaba otra vez el olor de los hospitales, recuperado mientras caminaba por el vestíbulo desierto a aquella hora de la tarde y, sin hablar, casi restregaba la credencial policiaca en los ojos del custodio que se les interpuso frente al elevador.
En el pasillo del tercer piso buscaron una señal de orientación. La 3-48 debía de quedar a la izquierda, según, el cartel que descubrió el sargento Manuel Palacios, y avanzaron, descontando cubículos de números pares.
El Conde asomó la cabeza y vio, sobre una cama Fowler con la cabecera levantada, el rostro sin afeitar del capitán Jorrín. A su lado, en el sillón indispensable, una mujer de unos cincuenta años y gesto cansado detuvo el leve balanceo y los interrogó con los ojos. La mujer se levantó y avanzó hacia el pasillo.
—Teniente Mario Conde y sargento Manuel Palacios —dijo el Conde, a modo de presentación—. Somos compañeros del capitán.
—Milagros, yo soy Milagros, la esposa…
—¿Cómo está? —preguntó Manolo, asomando otra vez la cabeza.
—Está mejor. Lo tienen sedado para que duerma —y miró el reloj—. Lo voy a despertar, a las tres le toca la medicina.
El Conde fue a detenerla, pero ya la mujer avanzaba hacia el durmiente y le susurraba algo mientras le acariciaba la frente. Los ojos de Jorrín se abrieron con una mansedumbre forzada y con el movimiento de los párpados inició el esbozo de una sonrisa.
—El Conde —dijo y levantó un brazo, para estrechar la mano del teniente—. ¿Qué tal, sargento? —saludó también a Manolo.
—Maestro, ¿cómo se le ocurrió hacer esto? Creo que lo van a juzgar por desacato y después van a clausurar la Central —sonrió el Conde y obligó a que el capitán Jorrín lo correspondiera.
—Nada, Conde, hasta los carros viejos se rompen.
—Pero son tan buenos que con cualquier pieza vuelven a caminar.
—¿Tú crees?
—Dígame cómo se siente.
—Extraño. Con sueño. Por las noches tengo pesadillas…¿Tú sabes que ésta es la primera vez en mi vida que duermo después de almuerzo?
—Es verdad —dijo la mujer, y volvió a acariciarle la frente—. Pero yo le digo que ahora tiene que cuidarse. ¿No es así, teniente?
—Claro que sí —aceptó el Conde y sintió todo el ridículo de la frase hecha: sabía que Jorrín no quería cuidarse, sólo deseaba levantarse y volver a la Central, y salir a la calle y sufrir, y buscar, y cazar hijos de puta, ladrones, asesinos, violadores, estafadores, porque aquello, y no dormir al mediodía, era lo único que sabía hacer en su vida, y además lo hacía bien. El resto era una muerte, más o menos lenta, pero igual la muerte.
—¿Cómo te va, Conde? ¿Otra vez andas con este loco?
—Qué remedio, maestro. Debería dejarlo aquí y llevármelo a usted. A ver si operan a éste y lo vuelven persona…
—Me extrañaba que no hubieras venido.
—Me acabo de enterar hace un rato. Me lo dijo el Viejo. Es que estoy enredado.
—¿Qué estás haciendo?
—Nada, una bobería. Un robo normal.
—Él no puede hablar mucho —dijo entonces la mujer, que ahora había tomado una de las manos del capitán. Sobre la mano se veía la marca que habían dejado el esparadrapo y la aguja de un suero. Jorrín derrotado. Increíble, se dijo el Conde.
—No se preocupe, ya nos vamos. ¿Cuándo lo botan de aquí, maestro?
—No sé todavía. En tres o cuatro días. Dejé un caso pendiente y quiero ver…
—Pero no se preocupe ahora por eso. Alguien lo va a trabajar. No tan bien como usted, pero alguien lo trabaja. Mire, nosotros venimos mañana. A lo mejor tengo que consultarle algo.
—Que se mejore, capitán —dijo Manolo y le estrechó la mano.
—No dejes de venir, Conde.
—Seguro, pero cuídese, maestro, que de los buenos quedamos pocos —dijo el Conde y retuvo en la suya la mano del viejo lobo. Aunque reconoció la mancha de nicotina entre los dedos, oscureciendo incluso las uñas, aquélla no era ya la mano fuerte que conocía y eso lo alarmó—. Maestro, hoy me di cuenta de que nunca habíamos hablado fuera de la Central. Qué desastre, ¿no?
—Desastres de policía, Conde. Pero hay que asumirlos. Aunque te des cuenta de que no hay policía que sea feliz, que eres un tipo en el que nadie confía y al que a veces hasta tus propios hijos te tienen miedo por lo que representas, aunque se te destrocen los nervios y te quedes impotente a los cincuenta años…
—¿Qué cosa tú estás diciendo? —lo interrumpió la mujer, tratando de no llegar al regaño—. Estáte tranquilo, anda.
—Desastres de policía, maestro. Nos vemos por ahí —dijo el Conde y soltó la mano del capitán. Ahora el hospital olía a sufrimiento y también a muerte.
—Vamos para el Zoológico —ordenó el Conde al entrar en el carro, y Manolo no se atrevió a preguntar: ¿quieres ver los monos? Sabía que el Conde iba herido y levantó la capa para dejarlo pasar. Encendió el motor, salió a la Avenida 26 y cubrió lentamente las pocas cuadras que lo separaban del Parque Zoológico—. Arrima debajo de una mata que dé sombra.
Dejaron atrás los patos, los pelícanos, los osos y los monos y Manolo detuvo el carro a la vera de un álamo antiquísimo. El viento del sur seguía batiendo y entre el follaje del parque se escuchaba su silbido pertinaz.
—Se muere Jorrín —dijo el Conde y prendió un cigarro con la colilla del que venía fumando. Se observó entonces los dedos y se preguntó por qué a él no se le manchaban con la nicotina.
—Y tú te vas matar si sigues fumando así.
—No jodas, Manolo.
—Allá tú, compadre.
El Conde miró hacia su derecha el grupo de niños que observaban a los leones flacos y envejecidos que apenas se decidían a caminar, fatigados por la brisa caliente. El aire olía a meadas viejas y a mierda joven.
—Estoy perdido, Manolo, porque creo que ni Pupy ni el director tuvieron que ver con lo que pasó el martes por la noche.
—Mira, Conde, déjame decirte…
—Dale, dime, que para eso estamos aquí.
—Bueno, el director tiene una buena coartada y parece que la puede mantener. Es la palabra suya y la de su mujer, si es que la mujer la confirma. Y si de verdad Pupy no fue el que se acostó con Lissette la noche que la mataron, ¿qué queda entonces? La fiesta: ron, música, marihuana. Por ahí está la cosa, ¿no?
—Tiene que estar, pero ¿cómo vamos a encontrar la punta de la madeja? ¿Y si Pupy nos engañó? No creo que haya tenido tiempo para preparar una coartada con tanta gente, pero tampoco hay mucha gente con sangre del grupo O y fue alguien del grupo O el último que estuvo con ella.
—¿Quieres que le apriete un poco más las tuercas?
El Conde lanzó el cigarro por la ventanilla y cerró los ojos. Una imagen de mujer bailando en la penumbra vino a su mente. Movió la cabeza, como tratando de espantar aquella sombra feliz e inapropiada. No quería mezclar su posible felicidad con la sordidez de su trabajo.
—Déjaselo un rato a Contreras y después nosotros lo exprimimos otra vez hasta que suelte jugo… Y también vamos a comprobar hasta el último minuto la historia del director. Él va a saber lo que es tener miedo…
—Oye, Conde, ¿y qué tú crees del turista mexicano que fue novio de Lissette? Mauricio, ¿no?
—Sí, eso dijo Pupy… Y la marihuana es de Centroamérica o de México. ¿Se la habrá dejado el mexicano ese?
—Conde, Conde —se alarmó entonces Manolo, y dio incluso un golpe sobre el timón—. ¿Y si el mexicano volvió?
El teniente afirmó con la cabeza. Claro que para algo le servía Manolo.
—Sí, sí, también puede ser. Hay que hablar con Inmigración. Hoy mismo. Pero mientras tanto yo voy a hacer otro intento de encontrar la punta de la madeja… Marihuana: no sé por qué, pero estoy seguro de que por ahí tenemos que llegar. Bueno, arranca este cacharro. Este zoológico huele a amoniaco. Además, toda la vida los zoológicos me han caído como una patada en el culo. Vamos a llamar a la Dirección de Inmigración y después seguimos para la costa.
El mar, como el enigma de la muerte o los desafueros del destino, siempre provocaba una fascinación magnética en el espíritu de Mario Conde. Aquel azul inmenso, oscuro, insondable, lo atraía de un modo enfermizo y amable a un tiempo, como una mujer peligrosa de la que no se quiere escapar. Otros, antes que él, sintieron los mismos efluvios de aquella seducción irremediable y por eso lo habían, la habían, llamado la mar. Nada en su memoria vital tenía relación alguna con el mar: había nacido en un barrio bien enterrado en el fondo de la ciudad, árido y miserable, pero tal vez su conciencia de isleño, heredera del remoto origen insular de su tatarabuelo Teodoro Altarriba, alias el Conde, un canario estafador que cruzó todo un océano en busca de otra isla alejada de acreedores y policías, se despertaba con la sola visión del agua y las olas, del horizonte preciso donde ahora tenía colgados los ojos, como si quisiera ver algo más allá de aquel límite engañoso, que parecía ser la linde última de todas las posibilidades. Sentado, frente a la costa, el Conde volvía a pensar en la rara perfección del mundo, que dividía sus espacios para hacer más compleja y cabal la vida y, a la vez, separar a los hombres y hasta a sus pensamientos. En una época aquellas ideas y la fascinación por el mar tuvo que ver con los deseos de viajar y conocer y volar sobre los otros mundos de los cuales estaba separado por el mar —Alaska, con los exploradores y trineos, Australia, la Borneo de Sandokán—, pero hacía ya muchos años que se había acostumbrado a su destino de hombre anclado y sin viento a favor. Se conformaba, entonces, con soñar —sabiendo que sólo soñaba— que alguna vez viviría frente al mar, en una casa de madera y tejas siempre expuesta al olor de la sal. En aquella casa propicia escribiría un libro —una historia simple y conmovedora sobre la amistad y el amor— y dedicaría las tardes, después de la siesta —que tampoco había escapado a sus cálculos— en el largo portal abierto a las brisas y terrales, a lanzar unos cordeles al agua y a pensar, como ahora, con las olas batiéndole los tobillos, en los misterios de la mar.
La frialdad del agua y la persistencia del viento, menos caliente en la costa, las olas incansables y el sol que ya descendía hacia un rincón del horizonte, tal vez habían ahuyentado a los fieles, y en la agresiva playa de rocas, marginal y abandonada como sus clientes habituales, el Conde no encontró la colonia de friquis que había imaginado. En el agua dos parejas insistían en hacer el amor a temperatura y ritmo inapropiados y, junto a unos arbustos, conversaba un grupo de muchachos, todos flacos como perros sin dueño.
—¿Serán friquis?, ¿eh, Conde? —le preguntó Manolo cuando el teniente salió del mar y regresó a la roca.
—A lo mejor. No es un buen día para venir a bañarse. Pero sí para venir a filosofar.
—Los friquis no son filósofos, Conde, no me vengas con ésa.
—A su manera sí, Manolo. No quieren cambiar el mundo, pero tratan de cambiar la vida, y empiezan por la de ellos mismos. No les importa nada, o casi nada, y ésa es su filosofía y tratan de convertirla en praxis. Por mi madre que suena a sistema filosófico.
—Hazle ese cuento a los friquis. Oye, ¿y los friquis no son hippies?
—Sí, pero posmodernos.
Manolo le entregó los zapatos a su jefe y se sentó junto a él, también de cara al mar.
—¿Qué pensabas encontrar aquí, Conde?
—De verdad no lo sé, Manolo. Quizás una razón para fumar marihuana o soplarse una raya de coca y sentir que la vida es más leve. Cuando me siento así, a mirar el mar, a veces pienso que estoy viviendo una vida equivocada, que todo es una pesadilla, y estoy a punto de despertarme, pero no puedo abrir los ojos. Qué mierda, ¿no?… De verdad me gustaría hablar con estos friquis, pero sé que no me van a decir nada.
—¿Hacemos el intento?
El Conde miró a los muchachos de la costa y a las parejas que permanecían trabadas en el agua. Con las manos trataba de secarse los pies y movía los dedos como si tocara una trompeta —o un saxofón. Decidió guardar las medias en un bolsillo y se calzó los zapatos.
—Dale, vamos.
Se pusieron de pie y buscaron el mejor camino sobre las rocas para llegar al grupo que hablaba y fumaba bajo los arbustos. Eran cuatro hombres y dos mujeres, todos muy jóvenes, mal peinados y peor comidos, pero con cierto estado de gracia en la mirada. Como todos los miembros de una secta se sentían sectarios, pues se sabían elegidos, o al menos creían saberlo. ¿Elegidos de qué o por quién? Otra cuestión filosófica, pensó el Conde, y cuando estuvo a menos de un metro del grupo, se detuvo.
—¿Me dan candela?
Los jóvenes, que habían pretendido ignorar la presencia de los intrusos, los miraron y el del pelo más largo estiró una mano con una caja de fósforos. El Conde falló un par de intentos y al fin encendió su cigarro y devolvió los fósforos a su propietario.
—¿Quieren fumar? —propuso entonces, y el del pelo largo sonrió.
—¿No se los dije? —Y miró a sus compañeros—. Los policías siempre vienen con el mismo truco.
El Conde miró su cigarro como si hubiese descubierto que era especialmente bueno, y volvió a fumar.
—¿Entonces no quieren fumar? Gracias por los fósforos. ¿Cómo supieron que éramos policías?
Una de las muchachas, de pecho sin alteraciones topográficas y piernas largas como la desesperación, levantó su cara hacia el Conde y se puso un dedo sobre la nariz.
—Eso se huele. Y ya tenemos el olfato acostumbrado… —Y sonrió, convencida de su ingenio.
—¿Qué quieren? —preguntó entonces el Pelos Largos, en su posible función de jefe de tribu.
El Conde sonrió y se sintió extrañamente tranquilo. ¿Será el mar o que ya no me hace falta fingir?
—Hablar con ustedes —informó y se sentó, muy cerca del paladín—. Ustedes son friquis, ¿verdad?
Pelos Largos sonrió. Era evidente que se sabía todas las preguntas posibles de los seguros policías que de tanto en tanto los asediaban.
—Le propongo algo, señor policía. Como usted no tiene ningún motivo para llevarnos presos y no nos gusta hablar por gusto con los policías, le vamos a responder tres preguntas, las que usted quiera, y después se va. ¿Estamos?
Dentro del Conde se revolvió su espíritu de grupo: él también podía ser sectario y como policía no estaba acostumbrado a aceptar condiciones para hacer todas sus preguntas, a gritarlas si era preciso y a recibir todas las respuestas, pues para algo era policía y por lo pronto era su tribu la que tenía la fuerza y hasta la legalidad para reprimir. Pero se contuvo.
—De acuerdo —aceptó el Conde.
—Sí, somos friquis —afirmó Pelos largos—. La segunda.
—¿Por qué son friquis?
—Porque nos gusta. Cada cual es libre para ser lo que quiera, pelotero, cosmonauta, friqui o policía. A nosotros nos gusta ser friquis y vivir como nos da la gana. Eso no es delito hasta que se demuestre lo contrario, ¿verdad? No nos metemos con nadie y no nos gusta que nadie se meta con nosotros. No le pedimos nada a nadie, no le quitamos nada a nadie, y no nos gusta que nadie nos exija nada. Eso es democrático, ¿no le parece? Le queda una.
El Conde miró con añoranza la botella de ron calzada en un hueco de la roca. El oráculo de la democracia pasiva lo iba a vencer, limpiamente, y comprendió que por algo era el cacique natural de la horda.
—Ésta quiero que me la responda ella —y señaló a la flaca sin tetas, y ella sonrió halagada por el reclamo policial que la elevaba a roles protagónicos—. ¿Está bien?
—Está bien —admitió Pelos Largos, poniendo en práctica su autoproclamado programa democrático.
—¿Qué esperan de la vida? —preguntó y lanzó la colilla hacia el mar. El cigarro, atrapado por el viento, realizó una parábola alta y, con un giro de boomerang, regresó a las rocas, como demostrando la imposibilidad de una huida. El Conde observó a la encuestada mientras ella pensaba su respuesta: si era inteligente, se dijo el Conde, trataría de filosofar. Tal vez le contaría que la vida es algo que uno se encuentra sin haberlo pedido, en una época y en un lugar que son arbitrarios, con unos padres y unos familiares y hasta unos vecinos impuestos. La vida es una equivocación, y lo más triste es, pensaba el Conde que ella podría decir, que nadie puede cambiarla. Si acaso separarla de todo, ¿no?, descontaminarla de la familia, de la sociedad y del tiempo hasta el último límite posible, y por eso eran friquis.
—¿Hay que esperar algo de la vida? —dijo al fin la flaquita y miró a su líder—. Nosotros no esperamos nada de la vida —y le pareció tan inteligente su respuesta que, como el atleta victorioso, acercó la palma de la mano a sus amigos para recibir los saludos que los otros, sonrientes, le concedieron—. Vivirla y ya —agregó mirando otra vez al intruso preguntador.
El Conde miró a Manolo, de pie muy cerca de él, y le extendió una mano para que lo ayudara en el despegue. Otra vez sobre sus dos piernas, desde arriba, observó al grupo. Demasiado calor en este país para que germine la filosofía, se dijo, mientras se sacudía sus manos sucias de arenilla y salitre.
—Eso también es mentira —dijo el teniente y entonces miró al mar—. Ni siquiera eso se puede hacer, aunque está bien que lo intenten. Pero van a sufrir cuando no lo logren. Gracias por el fuego. —Saludó al grupo con la mano y golpeó levemente la espalda de Manolo. Mientras se alejaban de la costa, por un instante el Conde pensó que tenía frío. Los misterios del mar y de la vida siempre le provocaban frío.
También él vivía en una casona vieja de La Víbora, de puntal alto y ventanales enrejados que partían desde el piso para perderse en las alturas. Por la puerta abierta se observaba un largo corredor, umbrío y fresco, ideal para los mediodías, que iba a morir en un patio con árboles. El Conde tuvo que poner un pie en el interior de la casa para llegar a la aldaba de la puerta y la dejó caer un par de veces. Regresó al portal y esperó. Una niña de unos diez años, tensa como una bailarina interrumpida en pleno ejercicio, salió de la primera habitación y miró al visitante.
—¿José Luis está? —preguntó el teniente y la niña, sin hablar, dio media vuelta y con pasos de cuerpo de baile en retirada se perdió en el interior del caserón. Pasaron tres minutos, y cuando el Conde se disponía a repetir el toque de aldaba, vio la figura endeble de José Luis que se acercaba por el corredor. El Conde preparó una sonrisa para recibirlo.
—¿Cómo estás, José Luis? ¿Te acuerdas de mí, en el baño del Pre?
El muchacho se pasaba la mano por el pecho desnudo y marcado por demasiadas costillas. Tal vez dudaba si debía recordarlo.
—Sí, claro. ¿Qué quería?
El Conde sacó la cajetilla de cigarros y le ofreció uno al joven.
—Me hace falta hablar contigo. Ya hace muchos años que no tengo amigos en el Pre y creo que a lo mejor tú me podrías ayudar.
—¿Ayudar a qué?
Es desconfiado como un gato. Es un tipo que sabe lo que quiere, o por lo menos lo que no quiere, pensó el Conde.
—Tú te me pareces mucho al que era mi mejor amigo en el Pre. Le decíamos el Flaco Carlos, creo que hasta era más flaco que tú. Pero ya no es flaco.
José Luis dio un paso y salió al portal.
—¿Qué es lo que quiere saber?
—¿Podemos conversar aquí? —preguntó el Conde, indicando el murito que separaba el portal del jardín.
José Luis asintió y el policía fue el primero en sentarse.
—Te voy a ser franco, para que tú me seas franco también —propuso el Conde y prefirió no mirarlo para evitar una respuesta—. He hablado con varias gentes sobre la profesora Lissette. Tú y otros me hablan muy bien de ella; otras gentes dicen que era un poquito loca. No sé si tú sabes cómo la mataron: la asfixiaron cuando estaba borracha, después de haberla golpeado y de haberse acostado con ella. Además hubo alguien que fumó marihuana en su casa esa noche.
Sólo entonces miró a los ojos del muchacho. El Conde pensó que lo había tocado.
—¿Y qué quiere que yo le diga?
—Lo que tú y tus compañeros pensaban de Lissette.
El muchacho sonrió. Lanzó el cigarro a medio fumar hacia el jardín y volvió a ocuparse del conteo de sus costillas.
—¿Lo que pensábamos? ¿Eso es lo que usted quiere? Mire, compañero, yo tengo ahora diecisiete años, pero eso no quiere decir que nací ayer. ¿Qué usted quiere, que yo me queme con usted y le diga lo que pienso? Eso es para los bobos, y perdone la expresión. A mí me queda un año y pico en el Pre y quiero terminar bien, ¿usted sabe? Por eso le repito que era buena profesora y que nos ayudaba mucho.
—Me estás embutiendo, José Luis. Y acuérdate de una cosa: yo soy policía y no me gusta que la gente se pase el día poniéndome condiciones. Creo que tú me caes bien, pero no me maltrates, porque a veces hasta me pongo bravo. ¿Por qué contestaste el día que pregunté en el baño?
El muchacho movió una pierna con gesto nervioso. El Flaco Carlos, antes, solía hacer aquel movimiento.
—Porque usted preguntó. Y le dije lo que le hubiera dicho cualquiera.
—¿Tienes miedo? —preguntó el Conde, mirándolo a los ojos.
—Sentido común. Ya le dije que no nací el otro día. No me complique la vida, por favor.
—Últimamente nadie quiere complicarse la vida. ¿Por qué no te atreves?
—¿Qué gano con atreverme?
El Conde negó con la cabeza. Si él era un cínico, como le había dicho Candito, ¿qué era aquel muchacho?
—Tenía esperanzas de que me ayudaras, la verdad. Tal vez porque te parecías a mi amigo Flaco de cuando estuve en el Pre. ¿Por qué te portas así?
El muchacho estaba serio y ahora movía la pierna con más rapidez y volvía a acariciarse a la altura del esternón que le partía el pecho como una quilla.
—Porque hay que portarse así, compañero. ¿Quiere que le cuente algo? Mire, cuando yo estaba en sexto grado vino una inspección a mi escuela. Un papá había dicho que el maestro de nosotros nos daba golpes y estaban investigando si eso era verdad. Querían que alguien, además de aquel muchacho, dijera que era verdad. Porque era verdad: aquel maestro era el tipo más hijo de puta del mundo. Nos daba hasta por gusto. Pasaba así entre las filas de pupitres y si te veía, por ejemplo, con un pie sobre el pupitre de alante, te daba una patada por la canilla con aquellas botas que usaba… Y bueno, nadie dijo nada, todo el mundo tenía miedo. Pero yo sí: dije que era un abusador y nos daba patadas, cocotazos, que nos halaba las orejas cuando no sabíamos algo y que a más de uno le había restregado la libreta en la cara. A mí me lo hizo. Al maestro lo botaron, claro, hicieron justicia, y vino otro maestro nuevo. De lo más buena gente. No nos daba golpes ni nada… Al final del curso hubo dos suspensos en el aula: el muchacho por el que empezó el lío y yo. ¿Qué le parece?
El Conde se recordó a sí mismo en el Pre: ¿qué hubiera hecho? ¿Hablaría con aquel policía desconocido en quien no tenía ninguna razón para confiar, más allá de la idea de que se hiciera justicia? ¿Y si se hacía justicia de aquel modo? Sacó otra vez la caja de cigarros y le dio uno al flaco José Luis.
—Está bien, muchacho. Pero mira, coge mi teléfono, el de mi casa, y si se te ocurre algo me llamas. Esto es más complicado que un cocotazo o un tirón de orejas, acuérdate de eso… Por lo demás, me parece muy bien que tengas miedo. El miedo es tuyo. Ojalá apruebes sin problemas —dijo y alargó la fosforera encendida hasta el cigarro de José Luis, pero no encendió el suyo: tenía en la boca un inconfundible sabor a mierda.
—Oye, Jose, me hace falta que me ayudes.
Como siempre, la puerta de la casa estaba abierta al viento, a la luz y a las visitas, y Josefina gastaba la tarde del sábado ante la pantalla del televisor. Sus gustos televisivos —como los de su hijo en música— recorrían una escala en la que cabían todas las posibilidades: películas las que pusieran, incluso las soviéticas de guerra y las de artes marciales de Hong-Kong; telenovelas, vengan telenovelas, brasileñas, mexicanas, cubanas y de todo tipo, de amor, de esclavitud, de dramáticos pedraplenes y duros conflictos obreros. Y musicales, noticieros, aventuras, muñequitos. Por ver televisión digería hasta los programas de cocina de Nitza Villapol, sólo por el placer de enmendarle la plana cuando descubría ausencias o añadidos torpes en ciertas recetas de la especialista. Ahora veía la retransmisión de los capítulos de la semana de la telenovela brasileña y por eso el Conde se atrevió a interrumpirla. La mujer escuchó la llamada de auxilio del Conde, que se había sentado ya junto a ella, y concluyó:
—Mi padre lo decía: cuando el blanco busca al negro seguro es para joderlo. A ver, ¿qué te pasa, mijo?
El Conde sonrió y dudó de lo adecuado de su decisión.
—Tengo un lío ahí, Jose…
—¿La novia nueva?
—Coño, vieja, eres una flecha.
—¿Yo? Pero si ustedes hablan a grito limpio…
—Bueno, dice que ha vivido ahí al doblar toda la vida, en el 75. Pero yo nunca la había visto y el Flaco no sabe nada de ella. Tírame un cabo, anda. Averíguame quién es, de dónde salió, no sé, lo que puedas.
La mujer reinició el balanceo del sillón y observó la pantalla del televisor. La heroína de la telenovela no la estaba pasando nada bien. Bueno, pensó el Conde, ése es el precio que se paga por ser protagonista de telenovelas.
—¿Tú me oíste, Jose? —insistió entonces el Conde, reclamando la atención que creía perdida.
—Sí, sí te oí… ¿Y si no te gusta lo que averiguo? Oye, Condesito, déjame decirte una cosa. Tú sabes que tú también eres mi hijo, y sí, yo voy a averiguar lo que tú quieres. Voy a hacer de policía. Pero te estás equivocando. Te lo digo desde ahora.
—No, no te preocupes. Ayúdame en eso. Me hace falta… ¿Y el tipo, ya está despierto?
—Creo que está oyendo música con los audífonos. Ahorita me preguntó si tú habías llamado… Ah, en la cazuela que está en el fogón te dejé un poco de arroz frito.
—Coño, claro que eres mi madre —dijo el Conde y, después de darle un beso en la frente, se dedicó a despeinarla—. Pero acuérdate de hacerme el informe.
El Conde entró en el cuarto de su amigo con el plato en una mano y un trozo de pan en la otra. De espaldas a la puerta, con los ojos perdidos en el follaje de los plátanos, el Flaco cantaba muy quedamente la música que recibía por los audífonos. A pesar de su esfuerzo, el Conde no pudo identificar la melodía.
Se acomodó en la cama, detrás de la silla de ruedas, y después de llevarse la primera cucharada a la boca, golpeó con un pie la rueda más próxima.
—Dime, salvaje.
—Me tienes tirado a mierda, tú —protestó el otro, mientras se sacaba los audífonos y hacía girar lentamente la silla de su condena.
—No jodas, Flaco, fue un día sin verte. Ayer me compliqué.
—Hubieras llamado. Se ve que te va bien: mira las ojeras que tienes. ¿Qué? ¿Te la bailaste?
—Bailamos, aunque no me la bailé. Pero mira —dijo, señalando el bolsillo de la camisa—, ya la tengo aquí.
—Me alegro —dijo Carlos, y el Conde notó la falta de entusiasmo de aquella alegría enunciada. Sabía que el Flaco estaba pensando que una relación así le robaría noches y domingos de la compañía del Conde, y el Conde también sabía que su amigo tenía razón, porque en el fondo nada había cambiado entre ellos: seguían siendo posesivos, como adolescentes inseguros.
—No jodas, Flaco, no se va a acabar el mundo.
—De verdad me alegro por ti, bestia. Te hace falta una mujer y ojalá la acabes de encontrar.
El Conde abandonó en el suelo el plato que parecía fregado y se dejó caer en la cama del Flaco y observó los viejos affiches de las paredes.
—Creo que ésta sí es. Y estoy enamorado como un perro, como un perro sato. De verdad no tengo remedio: no sé cómo puedo enamorarme así. Pero es que es linda, salvaje, y es inteligente.
—Ya estás exagerando. ¿Linda y además inteligente? Bah, estás hablando mierda.
—Te lo juro por tu madre, vaya. Que no me guarde más arroz frito si es mentira.
—Oye, asere, ¿y por qué no te la echaste?
—Me dijo que esperara, que era muy pronto…
—Tú ves, no puede ser inteligente. ¿Resistir el asedio feroz de un tipo tan lindo y brillante y buen bailador como tú? Lo que yo digo.
—Vete pal carajo, anda. Oye, Flaco, estoy más preocupado que el carajo. La otra noche, oyendo a Andrés, me quedé pensando en las cosas que dijo. Yo sé que estaba medio borracho, pero sentía lo que estaba diciendo. Y ahora me acaba de pasar algo descojonante.
—¿Qué te pasó, mi hermano? —preguntó, uniendo las cejas. En otros tiempos, con una pregunta como aquélla hubiera movido el pie, se dijo el Conde, mientras le contaba su entrevista con José Luis.
»¿Quieres que te diga una cosa, salvaje? —dijo Carlos e interrumpió el movimiento que iba a iniciar en la silla—. Si te pones en el lugar del flaquito ese te vas a dar cuenta de que en el fondo él tiene la razón. Acuérdate de una cosa: una escuela a veces se parece a una cárcel, y el que habla pierde. De que la paga la paga. Por lo menos la fama de chivato la va a arrastrar toda la vida. ¿Tú hubieras hablado? Creo que no, la verdad. Pero sin hablar el muchacho te puso el pan en las manos: allí pasa algo o pasa todo. Lo de la marihuana, lo del lío de la profesora con el director y sabe Dios cuántas cosas más. Por eso no habló, porque sabe algo, o por lo menos se lo imagina. No es un cínico, Conde, es la ley de la selva. Lo terrible es que haya selva y que tenga ley… Tú mismo, que te pasas la vida recordando. ¿No te acuerdas que sabías lo del fraude cuando el escándalo Waterpre y te callaste como todo el mundo y hasta fuiste a algunos exámenes sabiendo ya todas las respuestas? ¿Tú no sabías que cuando fueron a pintar el Pre se robaron la mitad de la pintura y por eso no se pudieron pintar las aulas por dentro? ¿Y no te acuerdas de que ganábamos todas las banderas y todas las emulaciones en la caña porque había un contacto en el central que nos ponía arrobas que no eran de nosotros? ¿Ya se te olvidó todo eso? Coño, no pareces policía. Mira, mi socio, no te puedes pasar la vida viviendo de la nostalgia. La nostalgia te engaña: nada más te devuelve lo que tú quieres recordar y eso a veces es muy saludable, pero casi siempre es moneda falsa. Pero, bueno, yo creo que nunca vas a estar preparado para vivir, por mi madre, no tienes remedio. Eres un cabrón recordador. Pero vive hoy tu vida, viejo, que tampoco es tan mala. No jodas… Oye, aunque casi nunca yo hable de eso, a veces me pongo a pensar en lo que me pasó en Angola, y me veo otra vez metido en aquel hueco debajo de la tierra, tres y cuatro días sin bañarme y comiendo un poco de arroz con sardina, durmiendo con la cara pegada a ese polvo con peste a pescado seco que hay por toda Angola, y me parece increíble que uno pueda vivir así: porque lo raro es que eso no nos mataba. Nadie se moría por eso y uno aprendía que existía algo como otra vida, como otra historia, que no tenía nada que ver con todo aquello que estaba pasando. Por eso era más fácil volverse loco que morirse, metido en aquellos huecos, sin tener la más puta idea de cuánto tiempo había que estar allí y sin ver ni una sola vez la cara de tu enemigo, que podía ser cualquiera de esas gentes que nos encontrábamos en las aldeas por donde pasábamos. Era terrible, mi hermano, y además sabíamos que estábamos allí para morirnos, porque era la guerra, y era como una rifa en la que a lo mejor, si tenías suerte, te tocaba el número de salir vivo: así de sencillo, lo más irremediable del mundo. Entonces lo mejor era no recordar. Y los que mejor resistían eran los que se olvidaban de todo: si no había agua pues no se bañaban, se pasaban tres y cuatro días sin lavarse la cara ni los dientes y comían hasta piedras si podían ablandarlas y nunca decían que esperaban cartas ni hablaban de que se iban a morir o de que se iban a salvar, sabían que se iban a salvar. Yo no, yo me puse allá como eres tú, un nostálgico de mierda, y me dio por sacar la cuenta de cómo había llegado hasta allí, de por qué carajo estaba en aquel hueco, hasta que me dieron el tiro y entonces sí me sacaron de allá abajo. Buena papeleta me tocó en la rifa, ¿no?… Yo no sé por qué me obligas a acordarme de todo eso. Claro que no me gusta acordarme porque perdí, pero cuando lo pienso, como ahora, saco dos cuentas que están muy claras: el Conejo es un comemierda si piensa que la historia se puede escribir otra vez y yo estoy jodido, como dice Andrés, pero así y todo quiero seguir viviendo y eso tú lo sabes. Y tú sabes que eres mi amigo y que me haces falta, pero que no soy tan egoísta como para querer que tú también estés jodido, aquí al lado mío. Y también sabes que no tiene sentido que te pases la vida culpando a las demás gentes y culpándote a ti mismo… A lo mejor el flaquito es un cínico, como tú dices, pero trata de entenderlo, viejo. Mira, resuelve ese caso, averigua qué pasó en el Pre y haz lo que debes hacer, aunque sea con dolor de tu alma. Después témplate a Karina y enamórate si tienes que enamorarte y goza el enamoramiento y ríete y vacila, y si se jode todo, asume el daño, pero sigue viviendo, que eso es lo que hace falta, ¿no es verdad?
—Creo que sí.
—Anjá, te espero en la escalinata del Pre, ¿a las siete? A las siete. Y no lleves el carro —le había dicho, con la intención morbosa y calculada de hacer un viaje posible a la melancolía. Al carajo el Flaco, se dijo, hacía diecisiete años que había pactado su última cita amorosa en aquel lugar que constantemente lo asaltaba desde el pasado y desde el presente, como un polo magnético de la memoria y la realidad del que no podía, ni quería, escapar. Iba dispuesto a sumergirse en una piscina desbordada de nostalgia.
Llegó a las siete menos cuarto y, entre la luz rojiza del atardecer y las lámparas del alto soportal de las columnatas, trató de esperar leyendo el periódico del día. A veces pasaban semanas sin que se detuviera a leer el periódico, apenas revisaba los titulares y lo abandonaba sin remordimientos ni dudas: nada lo atraía a gastar sus minutos devorando informaciones y comentarios demasiado evidentes. ¿Sobre qué estaría escribiendo Caridad Delgado tres días después de la muerte de su hija? Debía buscar ese periódico. El viento había amainado, ahora podía abrir las páginas del diario y no tenía nada mejor que hacer. La primera plana le advirtió que de momento el desarrollo de la zafra marchaba lento pero seguro hacia una campaña llena de logros y buenos resultados, como siempre; los cosmonautas soviéticos seguían en el espacio, implantando récords de permanencia y ajenos a las noticias alarmantes de la página de internacionales donde se hablaba del deterioro de su —antes tan perfecto— país y de la guerra mortal desatada entre armenios y azerbaiyanos; el avance del turismo en Cuba marchaba —éste sí era un verbo cabalmente complementado— a pasos agigantados, se triplicaban ya las capacidades hoteleras; por su lado, los trabajadores de la gastronomía y los servicios en la capital comenzaban ya una ardua lucha intermunicipal para ganarse el derecho a ser la sede provincial del acto por el 4 de febrero, día de los Trabajadores del ramo: para ello ponían en práctica iniciativas, mejoraban la calidad de los servicios y se esforzaban por erradicar los faltantes, aquella especie de fatalidad ontológica que al Conde le parecía una hermosa y poética manera de bautizar el más elemental de los robos. Bueno, pero el Medio Oriente seguía igual: cada vez peor, hasta que todo se fuera a la mierda y llegara la guerra total; la violencia crecía en los Estados Unidos; más desaparecidos en Guatemala, más muertos en El Salvador, más desempleados en la Argentina y más pobres en Brasil. Una maravilla de planeta en el que he caído, ¿no? ¿Qué importa, entre tanta muerte, la de una profesora? ¿Tendrían razón Pelos Largos y su tribu? Bueno, la selectiva de pelota avanzaba —sinónimo menos deportivo de marchar— hacia su recta final con el Habana como líder; Pipín iba a tirarle a su propia marca de inmersión apnea (y recordó que siempre se prometía buscar el significado de aquella palabra en el diccionario, tal vez habría un sinónimo menos horripilante). Cerró el periódico convencido de que todo marchaba, avanzaba o continuaba según lo previsto y se dedicó a observar la caída definitiva de la tarde, también prevista para aquel instante preciso, 18.52 minutos, horario normal. Mirando el descenso veloz del sol pensó que le gustaría escribir algo sobre el vacío de la existencia: no sobre la muerte o el fracaso o la decepción, sólo sobre el vacío. Un hombre ante su nada. Valdría la pena si lograba encontrar un buen personaje. ¿El mismo sería un buen personaje? Seguro que sí, últimamente sentía demasiada autocompasión y el resultado podía ser inmejorable: toda la oscuridad revelada, todo el vacío en un solo individuo… Pero no puede ser, se dijo, espero a una mujer y me siento bien, me la voy a templar y nos vamos a emborrachar.
Sólo que era policía y, aunque algunas veces a él mismo no le pareciera serlo, no dejaba de pensar como un policía. Estaba en los predios de su melancolía, pero también en los dominios de Lissette Núñez Delgado, y volvió a pensar que el vacío y la muerte podían parecerse demasiado y que aquella muerte en singular, aun en un planeta lleno de cadáveres más o menos previstos, pesaba todavía como un riesgo sobre la balanza del equilibrio más necesario: el de la vida. Apenas seis días antes, tal vez sentada en ese mismo paso de la escalinata, aquella muchacha de veinticuatro años y muchas ganas de vivir pudo haber disfrutado de una puesta de sol tan rotunda como ésa, ajena a las guerras del mundo y las angustias de un nadador apneo, sólo ilusionada por unos tenis nuevos que muy pronto iba a poseer. De las esperanzas y desasosiegos de aquella persona ya no quedaba nada: si acaso el recuerdo con que marcó aquel edificio donde habitaban otros millones de recuerdos, como los suyos; si acaso la frustración amorosa y hasta la culpa posible de un director que se sintió rejuvenecer y la incertidumbre de unos alumnos que pensaban aprobar química sin mayores dificultades gracias a aquella profesora inusual. A las 18.53 ya el sol se había hundido en el fin del mundo, pero —como el recuerdo— dejaba tras de sí la luz perseverante de sus últimos rayos.
Entonces la ve avanzar bajo las majaguas en flor y siente cómo su vida se llena, igual que sus pulmones, repletos de aire y perfumes de primavera, y se olvida del vacío, de la muerte, del sol y de la nada: ella puede ser todo, piensa, mientras baja a paso doble las escalinatas del Pre para encontrarse con un beso y un cuerpo que se adhiere al suyo como una promesa del más ansiado encuentro cercano de primer tipo.
—¿Qué tú piensas de la nostalgia?
—Que es un invento de los compositores de boleros.
—¿Y de la inmersión apnea?
—Que es contranatura.
—¿Y no te han dicho alguna vez que eres la mujer más linda de La Víbora?
—He oído comentarios.
—¿Y que hay un policía bueno que te persigue?
—De eso sí me di cuenta, por los interrogatorios —dice ella y se vuelven a besar, en plena calle, con impudicia de adolescentes en estado de ebullición.
—¿Te gusta que te enamoren en los parques?
—Hace mucho tiempo que no me enamoran en un parque, ni en ningún lado.
—¿Qué parque de La Víbora te gusta más? Escoge: el de Córdoba, el de los Chivos, cualquiera de los dos de San Mariano, el Parque del Pescao, el de Santos Suárez, el del Mónaco, el de los leoncitos del Casino, el de Acosta… Lo mejor que tiene este barrio son los parques, son los más lindos de La Habana.
—¿Estás seguro?
—Más que seguro. ¿Por cuál te decides?
Ella lo mira a los ojos y piensa. En su mirada hay una profundidad en la que el Conde se pierde como un policía enamorado.
—Si sólo me vas a enamorar, prefiero el del Mónaco. Si estás manisuelto, el Parque del Pescao.
—Vamos al Parque del Pescao. No respondo de mí.
—¿Y por qué no me invitas a tu casa?
Lo sorprende, se le adelanta a la invitación que no se atrevió a proponer cuando hablaron por teléfono y corrobora su sospecha de que aquella mujer es demasiado mujer y que con ella no vale la pena andar por las ramas, como un Tarzán en celo en busca de Juana.
—No te hice caso —dice ella y sonríe—. Tengo el carro parqueado en la esquina. ¿Me invitas o no? Me gusta el café que tú haces.
Las manos le tiemblan mientras ajusta las dos mitades de la cafetera. La proximidad del amor lo alarma con la misma intensidad de los viejos tiempos de las iniciaciones y entonces improvisa sobre temas apresurados que se van encadenando: los secretos del café que ha aprendido con Josefina; tenemos que ir a conocerlos, a ella y al Flaco, mi mejor amigo, no entiendo cómo no se conocen, y se asoma sobre la cafetera a ver si comenzó la colada, viven al doblar de tu casa; su preferencia por la comida china, Sebastián Wong, el padre de la china Patricia, una compañera de la Central, cocina unas sopas que son increíbles; la idea de un cuento que quisiera escribir, sobre la soledad y el vacío, vierte el primer café en la jarra donde están las dos cucharaditas de azúcar y lo bate hasta lograr una pasta ocre y acaramelada, mientras te esperaba se me ocurrió escribir algo así, hace varios días que estoy con deseos de escribir otra vez, y agrega el resto del café en la jarra y ve cómo en la superficie se forma una espuma amarilla y sin duda amarga, que sirve en las dos tazas grandes y lo anuncia, café express, cuando se sienta frente a ella, cada vez que me enamoro pienso que puedo volver a escribir.
—¿Tan rápido te enamoras?
—A veces no me demoro tanto.
—¿Amor a la literatura o a las mujeres?
—Miedo a la soledad. Terror pánico. ¿Está bueno el café?
Ella asiente y mira hacia la ventana y hacia la noche.
—¿Qué sabes de la muchacha muerta?
—Poco nuevo: le pedía demasiado a la vida, era hábil y ambiciosa y cambiaba de novio como de ajustadores.
—¿Y eso qué significa?
—Es lo que los antiguos, y algunos de los modernos, llamarían una putica.
—¿Porque cambiaba de novio? ¿Piensas así de las mujeres? ¿Eres de los que quisiera casarse con una virgen?
—Es la aspiración secreta de todos los cubanos, ¿no? Pero ya no pido tanto: me conformo con una pelirroja.
Ella no demuestra que acepte el galanteo y termina el café.
—¿Y si la pelirroja fuera una puta?
El sonríe y mueve la cabeza, para convencerla de que no lo ha entendido.
—Cuando dije putica es porque era putica: se podía acostar con un hombre por un par de zapatos —le explica y lamenta haberle dicho la verdad: él quiere acostarse con ella y pretende regalarle, precisamente, un par de zapatos—. Lo del cambio de novios sólo me importa ahora como policía, pueden haberla matado por eso. Los muertos no tienen vida privada.
—Es increíble, ¿no? Que puedan matar a alguien así, por cualquier cosa.
El Conde sonríe y termina su café. Enciende el cigarro que su boca le reclama con urgencia para complementar el sabor obstinado de la infusión.
—Es lo más común, que maten a alguien por cualquier cosa, sin habérselo propuesto a lo mejor. Muchas veces es un error: los criminales preferirían no llegar al asesinato, pero atraviesan la línea sin poder evitarlo. Es una reacción química en cadena… Y yo vivo de esa incontinencia. ¿No te parece triste?
Ella asiente y es la que inicia la ofensiva: extiende su mano a través de la fórmica opaca de la mesa y toma el antebrazo del hombre que parece disfrutar su tristeza y se dedica a acariciarlo. Una mujer que sabe acariciar, piensa, no es un fantasma que pasa…
—¡He aquí que eres hermosa, oh amiga mía, he aquí que eres hermosa! ¡Tus ojos son como palomas!
Declama él, bíblico y salomónico, cuando ella, que se siente hermosa como Jerusalén, abandona el café y la silla y avanza hacia él, sin soltarle el brazo, y le acerca a la boca sus senos —«que son como gemelas de gacela, que pacen en medio de los lirios»—, para que con su mano libre él desabotone la blusa con toda su torpeza y se encuentre no ante dos gacelas, sino frente a unas tetas tibias y agrestes con dos pezones de ciruelas maduras que despiertan inquietos al primer contacto de su lengua de reptil amaestrado y se dedique a mamar, niño otra vez, en el inicio de un viaje a los orígenes de la vida y del mundo.
Pero la penetra suavemente, como si temiera deshojarla, él sentado sobre la silla, ella dócil y leve cuando él la toma por la cintura y comienza a arriarla por el asta, como una bandera sagrada que necesita protección contra la lluvia y el crepúsculo. El primer rugido de ella lo sorprende, se le arquea entre las manos como herida por una bala de plata que le partiera el corazón, pero la abraza con más fuerzas, para sentir sobre el pubis la selva negra de su triángulo insondable, y baja las manos hasta las nalgas para recorrer el surco perfecto que la divide en dos y deja que su dedo goloso corra sin prisa pero sin pausas desde el ano hasta la vulva, desde la vulva hasta el ano, transportando humedades calientes, sintiendo el grosor estimulante de la raíz de su pene, rígido y ríspido en su movimiento perforador y la suavidad acolchonada de sus labios opulentos y diestros, que lo succionan como un pantano implacable, y entonces deja correr su dedo entre los pliegues del ano y siente el rugido mayor que le provoca la doble penetración que se hace triple con la lengua feroz que trata de acallarla, cuando ya todos los silencios son imposibles porque, abiertas las compuertas profundas, los ríos más escondidos de sus deseos fluyen hacia la gloria terrenal rescatada. Por la ventana abierta, las ráfagas resucitadas del viento de Cuaresma los envuelven como un abrazo cabal.
—Me vas a matar —es la frase de amor que él logra articular.
—Me estoy suicidando —es el lamento de ella, que tiembla desguarnecida, tal vez por la presencia del viento, quizás por la certidumbre física y moral de la satisfacción consumada.
Varios días después, especulando sobre las posibilidades concretas que tienen los policías de ser felices y de cambiar la vida, el teniente investigador Mario Conde empezaría a entender las dimensiones reales de aquel suicidio sobre una silla bien cabalgada, pero ahora no puede pensar, porque Karina se desmonta como si levitara y, recuperando el calzoncillo que aún cuelga de un muslo del Conde, limpia de espumas su pene y, arrodillada en penitencia, se lo traga con hambre de muchos días y ahora es el Conde quien ruge, «Cojones, coño», dice, pasmado por la hermosura que hay en la postración de la mujer de la que apenas logra ver una cabeza que afirma y afirma, con absoluto convencimiento, y un pelo rojizo que se abre en el centro de la cabeza en una raya inesperada. Mientras su pene empieza a crecer más allá de lo posible, de lo imaginable, incluso de lo permisible, el Conde siente cómo se vuelve poderoso y animal, dueño de todos sus sentidos, hasta que ejercita como un caudillo aquel poder que le ha sido dado y atrapa con sus dos manos la cabeza de la mujer y la obliga a tocar fondo, más allá del fondo, hasta que, prisionera y condenada, le vierte en la garganta una eyaculación que siente bajar desde las capas más profundas de su cerebro. Me vas a matar. Me estoy suicidando. Se besan, moribundos.
* * *