—No, no se preocupe, no muerden. No, no tengo clases hasta por la tarde —dijo Dagmar y trató de sonreírle, indecisa entre el bochorno de aquel recibimiento de ladridos y colmillos desenvainados y el orgullo de propietaria de perros tan trabajadores. El Conde la encontró en el portal, desafiando el viento, esperándolo como una novia que otea en el horizonte el barco en que volverá su amado. Los dos perros satos, feos y urgidos de mostrar su eficiencia, fueron espaciando sus ladridos alardosos mientras movían las colas y se esfumaba su pretendida fiereza. Lo invitó a pasar y le señaló un sofá donde el Conde comprendió que se hundía, sin remedios, como en un pantano sin fondo. Se sintió inferior y diminuto bajo el puntal, ahora más remoto, de aquella casona de La Víbora, ventilada y umbrosa—. Sí, es verdad, desde que Lissette entró a trabajar en el Pre me cayó bien y creo que éramos amigas. Por lo menos yo me sentía su amiga y me afectó mucho…
El Conde la dejó respirar y se alegró, en ese instante, de haber enviado a Manolo a entrevistarse con el médico forense. Si a esas alturas hubiera podido superar su fobia perruna, el sargento habría atacado de nuevo en un momento así. Mientras esperaba, el Conde volvió a recordar que era viernes. Al fin viernes, había dicho al abrir los ojos esa mañana y descubrir que, milagrosamente, todo estaba en orden y sin dolores dentro de su cabeza. Salvo las ideas.
Cuando parecía que el descenso blando al fin terminaba y las nalgas del policía anclaban sobre un muelle superviviente del peso de mil sentadas, el Conde le sonrió. Ella lo imitó, como disculpándose por su discurso de recibimiento, y cuando sonreía casi lograba ser una mujer hermosa. Dagmar tenía unos treinta años pero conservaba la levedad de una adolescente que todavía no ha ajustado sus proporciones: la boca grande y los dientes como en pleno crecimiento, las cejas pobladas hacia el puente de la nariz y cierta incongruencia de brazos y piernas demasiado largas para el tórax escuálido y mal tetado.
—¿Qué sabe usted de la vida íntima de Lissette? ¿Con quién salía, quién era su novio ahora?
—Bueno, teniente, de eso creo que no sé mucho. Yo estoy casada y tengo un niño y en cuanto termino las clases salgo para acá corriendo, usted sabe. Pero ella era una muchacha, cómo decirle, nada, una muchacha moderna, no una mujer complicada como yo. Yo conocí a un novio que ella tuvo, Pupy, pero ellos se habían peleado, aunque él seguía dándole vueltas y a cada rato la recogía en el Pre en la moto que él tiene. Es un muchacho muy bien parecido, la verdad. Y, no sé qué más… Ahora que lo pienso, ella casi no hablaba de eso.
—¿Ella salía con un hombre mayor, más o menos de unos cuarenta años o así?
Dagmar dejó de sonreír. Se acarició la frente con sus dedos largos, como si quisiera aliviar un dolor repentino o controlar un tránsito imprevisto de ideas.
—¿Quién le dijo eso?
—Caridad Delgado, la madre de Lissette. Ella se lo comentó, pero no le dijo quién era.
Dagmar volvió a sonreír y miró hacia el fondo lejanísimo de la casa. Además de su estructura, al Conde le resultó incongruente el exceso de responsabilidad que destilaba la jefa de cátedra.
—No, teniente, no sé nada de ese hombre. Ella nunca me habló de eso. A lo mejor no era nada importante, digo yo.
—Tal vez, Dagmar… Me dicen que ella tenía muy buenas relaciones con sus alumnos.
—Eso sí es verdad —admitió la profesora sin pensarlo un instante. Ahora pareció satisfecha con el giro de la conversación—. Se llevaba muy bien con todos y creo que la querían mucho. Es que era tan joven.
—¿Y ella le comentó alguna vez por qué no hizo el Servicio Social en el interior?
—No, no… Bueno, algo me dijo de que el padrastro, no sé si usted sabe…
—Me lo imaginaba. ¿Cuándo fue la última vez que usted vio a Pupy por el Pre?
—El lunes. El día antes…
—¿Hay algo más que usted crea importante que me pueda decir de Lissette?
Ella volvió a sonreír y cruzó las piernas.
—No sé, imagínese… Lissette era como un terremoto, lo revolvía todo. Siempre estaba haciendo algo, siempre estaba dispuesta. Y era ambiciosa: todos los días demostraba que podía ser mucho más que una simple maestra de química, como yo. Pero no era de esas gentes que suben sobre la cabeza de los demás, no. Es que tenía energía. No me imagino que nadie hubiera querido hacerle algo a una muchacha así. Fue horrible, una cosa tan salvaje.
Un loco, un sicópata que da golpes, viola y estrangula. ¿Tendría razón el Flaco? ¿O todo sería más fácil si fuera cantante de ópera?
—Hay algo muy importante en esta historia, Dagmar, y quiero que me responda con sinceridad y sin temor. Lo que usted me diga es totalmente confidencial… La noche que la mataron, en la casa de Lissette hubo algo así como una fiesta. Había música, ron, y se fumó marihuana —enumeró el Conde, dejando que los dedos de su mano marcaran cada elemento, y vio cómo los ojos de la profesora admitían el asombro que le provocaba la última información—. ¿Tiene alguna idea de si Lissette la fumaba? ¿Ha oído algo en el Pre sobre la marihuana?
—Teniente —dijo ella después de darse un largo minuto para pensar. Otra vez pasó sus dedos de prestidigitadora por la frente y en ningún momento sonrió. No, no es bonita, concluyó el Conde—, eso es muy grave. Pero no me imagino a Lissette haciendo algo así, me niego a pensarlo, aunque cualquiera le puede decir cualquier cosa. Es mentira eso de que de los muertos siempre se habla bien… ¿Y que haya marihuana en el Pre, muchachos que la fumen? Mire, eso es absurdo, discúlpeme que se lo diga así.
—Está disculpada —admitió el Conde, mientras comenzaba a luchar por librarse de las arenas movedizas del sofá. Cuando logró recuperar la verticalidad que tanto había significado en la evolución del hombre, tuvo que acomodarse la pistola que apenas se sostenía contra el fajín del pantalón. Entonces pensó que, tal vez, Manolo debía haber estado allí, y en su honor dijo, con la dureza que consideró más apropiada—. Pero yo tenía mucha fe en esta entrevista. Todavía creo que usted hubiera podido ayudarnos más. Recuerde que hay una persona muerta, una amiga suya, y que todo es importante, al menos por ahora. Perdone que se lo diga, pero es que éste es mi trabajo: no sé bien por qué, pero parece que usted no me dice todo lo que sabe. Mire, aquí tiene mis teléfonos. Si recuerda algo más me llama, Dagmar. Se lo voy a agradecer. Y no tenga miedo.
Tenía las piernas de piedra. Se sentaba en un taburete, en el portal de la gallería, y con el gallo en la mano iniciaba apenas un movimiento hacia atrás con sus piernas de piedra y el respaldo del taburete quedaba recostado contra el horcón de caguairán del portal. Entonces él acariciaba al gallo, le sobaba el cuello y la pechuga, le peinaba la cola, le limpiaba el aserrín de las patas y le soplaba el pico, inyectándole su aliento. Tenía un palillo de dientes en la boca y lo movía y lo movía y yo tenía miedo de que se lo fuera a tragar algún día. Guardaba una tijera medianita en el bolsillo de la camisa y después que había calmado al gallo, acariciándolo mucho, diciéndole Vamos, gallo bueno. Arriba, macho guapo, cogía la tijerita y lo empezaba a tuzar, no sé cómo podía hacerlo todo con dos manos, movía al gallo como si fuera de juguete y el gallo se dejaba mover, mientras la tijera lo iba descañonando y las plumas le caían sobre sus piernas de piedra y el gallo se iba haciendo fino, más fino, fino perfecto, con los muslos rojos y la cresta roja y las espuelas largas como agujas, no, como espuelas de gallo fino. A esa hora siempre el sol se filtraba a través de los gajos del tamarindo y con aquella luz el abuelo parecía jaspeado por el sol, como un enorme gallo giro. En el portal de la gallería flotaba el aroma noble de la panadería cercana, luchando contra el olor inconfundible de las plumas y el vaho del linimento para los músculos de las aves, la peste de la mierda fresca de los pollos y el perfume de la madera triturada de las virutas que cubrían el círculo cerrado de las peleas a muerte. Este va a matar o se va a morir, me decía, así tranquilo, cuando soltaba al gallo para que picoteara en la hierba y me sentaba sobre sus piernas, que yo sentía duras como si fueran de piedra. Para él era tan normal el destino del gallo, y yo quería decirle que me lo regalara, que era un gallo tan lindo, que yo lo quería para mí, que no lo mataran nunca. Míralo cómo escarba, mira qué estampa. Tiene sangre buena este gallo, tiene cojones, ¿no se los ves?, y yo nunca pude encontrarle los cojones al gallo y pensé que a los gallos los cojones no les cuelgan, sino que están por dentro, y los sacan nada más un momentico cuando se suben arriba de la gallina, pero lo hacen tan rápido que nunca se los puede ver, hasta que aprendí que mi abuelo Rufino era un poeta y lo de los cojones del gallo era una metáfora, o una asociación inesperada y feliz, como diría Lorca, que no sabía nada de gallos de lidia, aunque sí de toros y toreros, pero ésa es otra historia: ahí sí se ven los güevos. A veces sueño con el abuelo Rufino y sus gallos y es el sueño de la muerte: en algún combate murieron todos aquellos animales perfectos, y por falta de combates y de poesía murió mi abuelo, después de la prohibición de las peleas y cuando se hizo tan viejo que sus piernas de piedra se ablandaron y ya no podía ir a las vallas clandestinas con la seguridad de correr más que la policía. Entonces se hizo completamente viejo: Nunca pelees si no tienes las de ganar, me dijo siempre, y cuando tuvo las de perder no peleó más. Un poeta de la guerra. No sé por qué hoy pienso tanto en él. O quizás sí lo sé: viéndolo a él, con sus piernas de piedra y el taburete recostado al horcón de caguairán aprendí, sin saber que lo aprendía, que él, y también que yo, teníamos el mismo destino que los gallos finos.
—A ver, dime. —Desde la ventana de su cubículo, en el tercer piso, el teniente Mario Conde observó la soledad de la copa del laurel azotada por la brisa. Los gorriones que frecuentaban las ramas más altas habían emigrado y las pequeñas hojas del árbol parecían a punto de desfallecer después de tres días de ráfagas insistentes: «Resistan», le pidió a las hojas con una vehemencia desproporcionada, competitiva, como si en la obstinación de aquellas hojas estuviera comprometida también la lucha por su propia vida. A veces solía establecer aquellos símiles absurdos, y siempre los hacía cuando algo demasiado profundo lo martirizaba: una culpa, una vergüenza, un amor. O un recuerdo.
El sargento Manuel Palacios, moviendo un pie con la insistencia nerviosa de una bailarina al borde de la fatiga, esperó a que el Conde se volviera.
—¿Qué te pasa, Conde?
—Nada, no te preocupes. Canta.
Manolo abrió su desvencijada libreta de notas y comenzó la improvisación:
—Lo único que está claro es que no hay nada claro… Dice el forense que la muchacha tenía un alto por ciento de alcohol en la sangre, unos 225 mg, y que por su constitución física debía de estar bastante borracha cuando la mataron, porque además los golpes no indican que ella se haya defendido demasiado: por ejemplo, tenía las uñas limpias, es decir, que ni siquiera arañó al que la agredía, y no tenía golpes en los antebrazos, como hace alguien que se cubre. De marihuana no puede decir nada. Le rasparon el pulpejo de los dedos y le hicieron el análisis con los reactivos y no aparecieron restos. Pero no hay análisis para detectarla en el organismo, por lo menos si no es un fumador empedernido. Pero ahora viene lo bueno: tuvo contacto sexual con dos hombres y en los contactos no hubo violencia: no hay ninguna alteración en el sexo de ella que pueda indicar una penetración forzada. Mira las cosas que uno aprende, ¿no? Si entra con complacencia todo queda limpio y bien iluminado, como tú dices… Bueno, el caso es que hay semen de dos hombres, uno de una persona con sangre A positiva y el otro de uno con sangre del grupo O, que tú sabes que es el menos corriente, pero el médico me jura por su madre que entre una penetración, así dice él, Conde, no me mires con esa cara, que entre una penetración y otra hubo como cuatro o cinco horas de diferencia, por el estado en que estaban los espermatozoides cuando se hizo la autopsia. Eso quiere decir que la primera, la primera penetración tuvo que ser antes de que estuviera borracha, porque el alcohol en la sangre era reciente. ¿Tú entiendes algo? Y entonces, dice él, que aunque no es una prueba definitiva, que no hay certeza, así dice aquí, parece que el de sangre A positiva, que fue el primero, es un hombre de unos treinta y cinco a cuarenta y cinco años por el estado de los espermatozoides, y que el segundo, el de la sangre O, es una gente vigorosa, como si estuviera alrededor de los veinte, aunque hay viejos que tienen leche de jovencitos y por eso preñan. Mira tú todo lo que se saca de un cabrón espermatozoide. Y ahora asómbrate: ¿ya te asombraste? Bueno, Pupy, o sea, Pedro Ordóñez Martell, el de la moto, tiene sangre del grupo O. ¿No te caes de culo ni nada?
Sin llegar al extremo de caerse, el Conde se acomodó en su silla y apoyó los codos en el buró. Sus ojos quedaron a la misma altura de los ojos del sargento, como reclamándole toda su atención.
—¿Por fin tú eres bizco, Manolo?
—¿Vas a seguir jodiendo con eso?
—¿Y cómo tú te enteraste de lo de Pupy?
—¿Tú no sabes que yo soy la flecha? Deberían darme alguna vez la orden al policía más rápido… Nada, se me ocurrió localizarlo porque todavía me faltaba una hora para verte y fui al Comité, pregunté por él, y por lo que me dijeron es medio lumpen, o lumpen y medio. Se dedica a comprar y vender motos y vive de eso. Los padres parecen gente limpia y siempre están en bronca con él, pero a él eso le importa un carajo. Tiene fama de bonitillo y se las da de castigador con las niñas. No quise ir a verlo ni nada, pero entonces se me despertó el genio que casi siempre tengo en surna y se me ocurrió con ese lío de las sangres ir a ver al médico de la familia por si tenía ese dato y sí, lo tenía: ¡Oh!, O, me dijo el médico y me confirmó que Pupy tiene veinticinco años. ¿Qué te parece, marqués?
—Que voy a proponerte para esa orden de la rapidez. Pero no me cambies el título, coño —protestó sin fuerzas y volvió a la ventana. El mediodía era intachable: la luz batía por igual todo lo que estaba a su alcance y las sombras eran estrictas y descarnadas. De la iglesia que estaba al otro lado de la calle salía en ese momento una monja con los hábitos revueltos por la Cuaresma. Nadie se salva del pecado original, ¿no? Dos perros se reconocían en la acera, oliéndose los culos ordenada y alternativamente, como gesto de buena voluntad para el inicio de una posible amistad—. Entonces hay dos hombres, uno de más o menos cuarenta años y otro más joven que estuvieron con ella la misma noche, pero en horas diferentes y… y a lo mejor ninguno de los dos la mató, ¿verdad?
—¿Por qué tú dices eso?
—Porque es posible. Acuérdate que esa noche de amor, de locura y de muerte hubo además una fiesta con varias gentes y… hace falta hablar con Pupy. Y si supiera quién es el hombre de cuarenta años… ¿Por qué no tratas de conseguir un poco de café, anda?
—¿Vas a pensar? —preguntó Manolo con toda su socarronería y el Conde prefirió no responderle. Observó cómo la frágil estructura del sargento se reordenaba para ponerse de pie y abandonar la incubadora, como ambos le llamaban al diminuto cubículo que les habían asignado en el tercer piso.
Como siempre, regresó a la ventana. Había decretado que aquel pedazo de ciudad, que se extendía entre los falsos laureles que rodeaban la Central y el mar que apenas se presentía en la distancia, era su paisaje favorito. Allí estaban aquella iglesia sin torres ni campanarios, varios edificios apacibles, todavía bien pintados, muchas arboledas, el griterío reglamentado de un colegio primario. Todo aquello conformaba un ideal estético bajo un sol que difuminaba los contornos y fundía los colores según las reglas de la escuela impresionista. En verdad, quería pensar: el Viejo le había pedido que se metiera hasta los hombros en aquella historia turbia y él apenas lograba tocarla con la punta de los dedos. Se le hacía difícil hablar una y otra vez de muerte, drogas, alcohol, violación, semen, sangre y penetración, cuando una mujer de pelo rojo con saxofón podía esperarlo al doblar de aquella misma tarde de viernes. El Conde todavía arrastraba el desgarramiento de su última frustración amorosa, con Tamara, aquella mujer a la que había deseado durante casi veinte años, a la que había dedicado sus más entusiastas masturbaciones desde la adolescencia hasta la madurez de los treinta y cinco años, para descubrir, cuando más enamorado creía estar después de una noche de amor consumado y consumido, que cualquier intento por retenerla había sido siempre una fantasía mal fundada, una ilusión adolescente, desde el día de 1972 en que se enamoró de aquella cara, que había certificado como la más linda del mundo. ¿Y a qué hora llegará Karina de Matanzas? ¿Será posible esta otra mujer?
Hundió el dedo en el timbre, por quinta vez, convencido de que la puerta no se abriría, a pesar de sus ruegos mentales y de las patadas nerviosas que daba en el piso: quería hablar con Pupy, saber de Pupy y, si era posible y real, culpar a Pupy y olvidarse del caso. Pero la puerta no se abrió.
—¿Dónde estará metido éste?
—Imagínate, Conde, estas gentes con moto…
—Pues me cago en las motos. Vamos al garaje.
Esperaron el elevador y Manolo marcó el botón de la S. Las puertas se abrieron en un sótano oscurecido, medio vacío, en el que sólo descansaban un par de carros americanos de las promociones indestructibles de los cincuenta.
—¿Dónde estará metido éste? —repitió el teniente, y Manolo prefirió esta vez no intentar una respuesta. Escalaron la rampa que daba salida hacia la calle Lacret, casi en la intersección con Juan Delgado. Desde la acera el Conde volvió a mirar el edificio, el único de su altura y modernidad en toda la zona, y caminó entonces hasta el Lada 1600 en que habían venido desde la Central. Manolo reinstalaba la antena del radio, que como medida profiláctica siempre guardaba cuando parqueaba en la calle, y el Conde abrió la puerta de la derecha.
—A sus órdenes —dijo Manolo, mientras ponía en marcha el motor. El Conde miró un instante su reloj: eran apenas las dos de la tarde y percibió la ingrata sensación de saberse con las manos vacías.
—Dobla ahí en Juan Delgado y parquea en la esquina de Milagros.
—¿Y adónde vamos ahora?
—Voy a ver a un amigo —apenas respondió el Conde, casi cuando el auto se detenía, a unas pocas cuadras de distancia—. Espérame aquí, tengo que ir solo —dijo y abandonó el carro, mientras encendía un cigarro.
Bajó por Milagros, caminando contra el polvo y el viento que no amainaba. Sentía otra vez el escozor cálido en la piel que le provocaba aquella brisa sin duda infernal. Tenía que hablar con Candito, tenía que despejar de compromisos aquella noche ya comprometida, y quería saber.
El pasillo del solar también estaba desierto a esa hora del mediodía, ideal para la siesta, y respiró aliviado cuando sintió unos martillazos blandos que brotaban de la barbacoa de Candito el Rojo. En plena faena.
Desde el interior, Cuqui preguntó «quién es», y él sonrió.
—El Conde —dijo, sin gritar, y esperó a que la muchacha le abriera. Tres, cuatro minutos después, fue Candito quien abrió. Se limpiaba las manos con un trapo mugriento y el Conde comprendió que no era especialmente bienvenido.
—Entra, Conde.
El teniente miró al Rojo antes de entrar y trató de comprender lo que sentía su viejo compañero del Pre.
—Siéntate —dijo Candito, mientras servía en dos vasos un alcohol lechoso de una botella sin etiqueta.
—¿Mofuco? —preguntó el Conde.
—Pero baja bien —dijo el otro y bebió.
—Sí, no es tan perrero —concedió el Conde.
—¡Qué va a ser perrero! Esto es un Don Felipón, el mejor mofuco que se fabrica en La Habana. Fíjate que está a quince pesos y hay que encargarlo con antelación. Cosechas limitadas. ¿Estás apurado, no?
—Siempre estoy apurado, tú lo sabes.
—Pero yo no puedo apurarme, asere. Yo me la juego toda en esta gracia.
—No jodas, que esto no es la mafia siciliana.
—Créete eso, créete eso. Si hay hierba, hay plata, y donde hay plata hay gente que no la quiere perder. Y la calle está que hierve, Conde.
—¿Entonces hay hierba?
—Sí, pero no sé de dónde sale ni adónde va.
—No me metas cuento, Rojo.
—Oye, ¿qué tú te crees, que yo soy papá Dios que lo sabe todo?
—¿Y qué más?
Candito probó otro sorbo de alcohol y miró a su antiguo compañero de estudios.
—Conde, tú estás cambiando. Ten cuidado, que tú eres bueno, pero te estás volviendo un cínico.
—Coño, Rojo, ¿qué te pasa?
—Al que le pasa es a ti. Me estás utilizando y yo te importo un carajo. Ahora lo tuyo es resolver tu problema…
El Conde miró los ojos enrojecidos de Candito y se sintió desarmado. Sintió deseos de irse, pero escuchó la voz de su informante.
—Pupy es un tigre. Está en todo: facho de motos para venderlas por piezas, compra de fulas, bisnes con extranjeros. Vive como Dios manda. Fíjate que la moto que tiene es una Kawasaki, creo que de 350, de las bacanas de verdad. ¿Qué más quieres saber?
El Conde miró sus uñas limpias, de un matiz rosado, tan diferentes de las uñas oscuras y largas de Candito.
—¿Y hierba?
—Va y sí.
—Debe de estar fichado.
—Eso averígualo tú, que eres fiana.
El Conde terminó su trago y encendió un cigarro. Miró a los ojos a Candito.
—¿Qué te pasa hoy, compadre?
Candito trató de sonreír, pero no lo consiguió. Sin volver a tomar dejó su vaso en el suelo y empezó a limpiarse una uña.
—¿Qué tú quieres que me pase? Oye, Conde, ¿qué es lo que tú quieres que me pase? Tú eres de la calle, tú no viniste en un preservativo ni nada de eso y sabes que lo que yo estoy haciendo no se hace. Esto no es juego. ¿Por qué no me dejas tranquilo haciendo mis chancletas sin meterme con nadie, eh? ¿Tú sabes que a mí me da vergüenza estar en esta descarga? ¿Tú sabes lo que es ser un trompeta? No jodas, Conde, ¿qué tú quieres que me pase? ¿Que eche a la gente para alante y me quede tan tranquilo…?
El Conde se puso de pie cuando Candito recogió su vaso y terminó el trago. Sabía muy bien lo que le pasaba a su amigo y sabía muy bien que cualquier justificación sonaría con acordes de falsedad. Sí, Candito era su informante: vulgo, trompeta, chiva, soplón. Miró al amigo que lo había defendido más de una vez y se sintió sucio y culpable y cínico, como le había dicho. Pero necesitaba saber.
—Sé que estás pensando que soy un hijo de puta, y a lo mejor es verdad. Tú sabrás. Pero voy a hacer mi trabajo, Candito. Gracias por el trago. Salúdame a tu pepilla. Y acuérdate que quiero regalarle unas sandalias a la jevita que conocí —y ofreció su mano para recibir la palma callosa y manchada de pegamento que desde el fondo de su sillón le extendió Candito el Rojo.
El viento peinaba la Calzada del barrio como si aquel arrastre de suciedades y tierras muertas fuera su única misión en el mundo. El Conde lo sintió hostil, compacto, pero decidió enfrentarlo. Le pidió a Manolo que lo dejara allí mismo, en la esquina del cine, sin decirle que solamente quería caminar, caminar por su barrio en aquel día impropio para tales ejercicios de piernas y espíritu, porque la angustia de la espera parecía dispuesta a devorarlo. Casi dos años de trabajo y convivencia con el Conde le habían enseñado al sargento Manuel Palacios a no hacer preguntas cuando su jefe le pedía algo que pudiera parecer insólito. La fama del Conde como el loco de la Central no eran simples habladurías y Manolo lo había comprobado más de una vez. Aquella mezcla de empecinamiento y pesimismo, de inconformidad con la vida y de inteligencia agresiva eran los componentes de un tipo demasiado raro y eficaz para policía. Pero el sargento lo admiraba, como no había admirado a casi nadie en su vida, pues sabía que trabajar con el Conde era una fiesta y un privilegio.
—Nos vemos, Conde —le dijo y realizó un giro en U en plena Calzada.
El Conde miró su reloj: iban a dar las cuatro y Karina nunca lo llamaría antes de las seis. ¿Me llamará?, dudó y avanzó contra el viento, sin preocuparse siquiera por echar un vistazo a la cartelera del cine, que resurgía después de una reparación que demoró diez años. Aunque el cuerpo le pedía la horizontalidad de la cama, las revoluciones en que giraban sus ideas hubieran hecho imposible la inconsciencia del sueño para mitigar la espera. De cualquier forma aquel paseo en solitario por el barrio era un placer que cada cierto tiempo el Conde se concedía: en aquella geografía precisa habían nacido sus abuelos, su padre, sus tíos y él mismo, y deambular por aquella Calzada que vino a tapizar el antiguo sendero por el que viajaban hacia la ciudad las mejores frutas de las arboledas del sur era una peregrinación hacia sí mismo hasta límites que pertenecían ya a las memorias adquiridas de sus mayores. Desde que el Conde naciera hasta entonces aquella ruta había cambiado más que en los doscientos años anteriores, cuando los primeros canarios fundaron un par de pueblos más allá del barrio y comenzaron el negocio de frutas y verduras, al que luego se sumarían algunas decenas de chinos. Un camino de polvo y unas casas de madera y teja en la guardarraya fueron acercando aquellos confines del mundo a la agitada capital y, justo por la época en que nacía el Conde, el barrio ya era parte de la ciudad, y se pobló de bares, bodegas, un club de billar, ferreterías, farmacias y un paradero de ómnibus, moderno y competente, encargado de hacer factible aquella participación citadina conseguida por el barrio. Entonces las noches se fueron haciendo largas, iluminadas, concurridas, con una alegría pobre pero despreocupada de la que el Conde sólo tenía algunos recuerdos desgastados por el tiempo. Avanzando hacia su casa, de cara al viento y dejando que la brisa arrastrara minutos vacíos, el Conde sintió otra vez la comunión sentimental que lo ligaba a aquella calle mal pintada y sucia en la que faltaban ya muchos jirones de sus propias remembranzas: el puesto de fritas del Albino, junto a la escuela donde estudió varios años; la panadería demolida, a la que cada tarde iba en busca de un pan tibio y generoso; el bar El Castillito, con su victrola cargada de voces que siempre encontraban algún borracho dispuesto a hacerles la segunda; la guarapera de Porfirio; la sociedad de los guagüeros; la barbería de Chilo y Pedro, devastada por el único incendio realmente feroz en la historia del barrio; el salón de bailes, convertido en escuela, donde un día de 1949 se produjo la misteriosa conjunción sentimental de aquellos adolescentes que hasta entonces ignoraban cada uno la existencia del otro y que unos años después serían sus padres; y la ausencia notable de la valla de gallos donde se forjaron todos los sueños de grandeza de su abuelo Rufino el Conde, convertida ahora en un solar yermo del que habían desaparecido los jaulones, el olor de las plumas, el círculo de los combates y hasta las estampas prehistóricas de los tamarindos que él había aprendido a trepar bajo la mirada experta del abuelo. Sin embargo, hasta en la tristeza de sus ausencias, en sus desolaciones, en sus nostalgias irrecuperables, aquel ámbito era el suyo porque allí había crecido y aprendido las primeras leyes de una selva del siglo XX tan esquemática en sus dictámenes como las reglas de una tribu en plena edad de piedra: había aprendido el código supremo de la hombría que estipulaba que los hombres son hombres y no hay que pregonarlo, pero hay que demostrarlo cada vez que sea necesario. Y, como en su vida en aquel barrio el Conde había tenido que demostrarlo varias veces, no le importaba ejecutar una nueva corroboración. La imagen de Fabricio destilando una apatía incontenible era un boomerang en su memoria. Y no se lo voy a aguantar, se dijo, cuando llegó a su casa y trató otra vez de lanzar lejos aquella imagen que lo irritaba para dedicarse a pensar en un futuro tapizado de esperanzas y amores posibles.
Seis menos cuarto y no llama. Rufino, el pez peleador, dio un giro veloz en la redondez interminable de su pecera y se detuvo, muy cerca del fondo. El pez y el policía se miraron. ¿Qué coño tú miras, Rufino? Sigue nadando, dale, y el pez, como si lo obedeciera, reinició su eterno baile circular. El Conde había decidido cortar el tiempo en cuartos de hora y ya había trucidado cinco partes iguales. Al principio trató de leer, buscó en todos los estantes del librero y fue descartando cada posibilidad de las que en un tiempo le resultaron más o menos tentadoras: en verdad ya no resistía las novelas de Arturo Arango, escribía muchísimas el tipo, siempre sobre personajes tronados y con ganas recuperadas de vivir en Manzanillo y rescatar la inocencia a través de la novia perdida; los cuentos de López Sacha ni hablar, eran palabreros y rebuscados y más largos que una condena perpetua; a Senel Paz había jurado no volver a leerlo, que si las florecitas amarillas, que si la camisita amarilla, si algún día escribiera algo con demonio… Podría sugerirle, por ejemplo, una historia sobre la amistad de un militante y un maricón; y Miguel Mejides, ni hablar, pensar que alguna vez le gustaron los libros de Mejides, con lo mal que escribe ese guajiro con ínfulas hemingwayanas. Qué literatura contemporánea, ¿no?, se dijo, y optó por intentarlo otra vez con una novelita que le parecía de lo mejor que había leído en los últimos tiempos: Fiebre de caballos. Pero le faltaba concentración para disfrutar la prosa y apenas pudo remontar la segunda página. Entonces trató de ordenar el cuarto: su casa parecía un almacén de olvidos y posposiciones y se juró dedicar la mañana del domingo a lavar camisas, medias, calzoncillos y hasta sábanas. Qué horror, lavar sábanas. Y los cuartos de hora fueron cayendo, pesados, compactos. Teléfono, coño, por lo que tú más quieras: suena. Pero no sonaba. Lo descolgó por quinta vez, para comprobar de nuevo que funcionaba, y devolvió el auricular a la horquilla cuando se le ocurrió la idea de su última desesperación: emplearía todo el poder de su mente, que para algo existía. Colocó el teléfono sobre una silla y acomodó otra frente al teléfono. Desnudo como estaba, ocupó la silla vacía y, después de observar críticamente la colgadura moribunda de sus testículos en los que había descubierto dos canas, se concentró y empezó a mirar al aparato y a pensar: Ahora vas a sonar, ahora mismo vas a sonar, y voy a oír una voz de mujer, una voz de mujer, porque ahora vas a sonar, y va a ser una mujer, la mujer que yo quiero oír porque tú vas a sonar y ahora, saltó, ¡coñó!, con el corazón latiéndole como un loco, cuando de verdad el teléfono emitió un largo timbrazo y el Conde escuchó —también de verdad, de salvadora verdad— la voz de la mujer que él quería oír.
—Con Sherlock Holmes, por favor. Habla la hija del profesor Moriarty.
El ego del Conde estaba de fiesta: siempre había sido vanidoso y arrogante y cuando podía sacar a pasear sus aptitudes lo hacía sin el menor remordimiento. Desde el portal de su casa saludaba ahora a todos los conocidos que pasaban por la acera y rogaba porque Karina llegara a recogerlo en el momento en que mucha gente lo viera. El miraría su llegada, así como distraído, y caminaría muy lentamente… Eh, mira al Conde cómo está. Coñó, jeva con carro y to. El sabía cuántos puntos significaba ese detalle para la escala de valores de las gentes del barrio y quería aprovecharlo. Lástima que aquella ventolera insolente hubiera desperdigado al grupo de la esquina, refugiados en algún lugar seguro para tragar sus alcoholes pendencieros y crepusculares, y que a la bodega, ahorita la cierran, no hubiera llegado nada atractivo como para armar una cola. La tarde se iba demasiado ecuánime para sus deseos. Además, se había vestido con sus mejores trapos: un jean prelavado que había conseguido comprar vía Josefina y una camisa a cuadros, suave como una caricia, con las mangas dobladas hasta los codos, de estreno para aquella noche especial. Y olía como una flor: Heno de Pravia, regalo del Flaco por su último cumpleaños. Tenía deseos de besarse a sí mismo.
Al fin la ve pasar frente a su casa, veinte minutos después de lo acordado, llegar hasta la esquina siguiente y doblar en U para detenerse en su lado de la acera, con el viento a popa y la proa indicando algún rumbo prometedor hacia el corazón negro de la ciudad.
—¿Me demoré mucho? —pregunta ella y le deja caer un beso cálido en la mejilla.
—No, no. Hasta tres horas después está bien para una mujer.
—¿Y qué, descubriste algún misterio? —ella sonríe, mientras pone en marcha el motor.
—Oye, que no es broma, de verdad soy policía.
—Ya sé: de la Policía Judicial, como Maigret.
—Bueno, allá tú.
El pequeño artefacto salta, mal preparado para la arrancada, y se lanza a toda velocidad por la calzada semidesierta. El Conde encomienda su suerte al dios que bendijo el guano colgado en el espejo retrovisor y piensa en Manolo.
—¿Y por fin adónde vamos?
Ella maneja con una mano y con la otra devuelve a la cabeza el pelo que insiste en caerle sobre los ojos. ¿Verá la carretera? Se ha maquillado con esmero y lleva un vestido que altera los deseos del Conde, de flores malvas contra un fondo verde, amplio y de proporciones estudiadas: por el sur le cubre más allá de la rodillas y por el norte baja descotado en la espalda y hasta el nacimiento mismo de los senos. Ella lo mira antes de responderle y el Conde piensa que está frente a una mujer demasiado mujer, de la que va a enamorarse sin remedios ni alternativas: es algo que se siente en el pecho, como una sentencia inapelable.
—¿Te gusta Emiliano Salvador?
—¿Como para casarme con él?
—Ah, ¿así que también eres chistoso?
—Muchacha, yo trabajé en el circo haciendo el papel del payaso policía. La gente se divertía muchísimo cuando interrogaba al elefante.
—Bueno, serio, si te gusta el jazz podemos ir al Río Club. Ahora está el grupo de Emiliano Salvador. Yo siempre consigo una mesa.
—Todo por el jazz —admite el Conde y se dice que sí, que está muy bien aquello de comenzar en franca improvisación de instrumentos en medio de tanta vida pautada por algún gran maestro que apenas da márgenes para intentar cualquier variación.
Desde el carro la ciudad le parece más sosegada, más promisoria y hasta más limpia, aunque duda de la validez circunstancial de sus apreciaciones. No jodas, Conde, se dice, siempre tienes que dudar. Pero qué va a hacer: se siente feliz, conducido y tranquilo, seguro de que no va a morir en un vulgar accidente de tránsito y ni Lissette, ni Pupy, ni el derrumbe de Caridad Delgado, las impertinencias de Fabricio o los reproches de Candito el Rojo significan mucho en aquel tránsito indetenible hacia la música, hacia la noche, y —está más que seguro— hacia el amor.
—Entonces tengo que creer que eres policía. Policía de la policía, de los que tiran tiros y te meten preso y te ponen multas por mal parqueo. Cuéntame quién eres para poder creerte.
Había una vez, hace algún tiempo, un muchacho que quería ser escritor. Vivía tranquilo y feliz en una posesión no muy apacible, ni siquiera hermosa pero que desde niño aprendió a querer, no lejos de aquí, dedicado, como todo muchacho feliz, a jugar pelota por las calles, a cazar lagartijas y a ver cómo su abuelo, a quien quería mucho, preparaba gallos de pelea. Pero todos los días de su vida soñaba con ser escritor. Primero quiso ser como Dumas, el papá, el de verdad, y escribir algo tan fabuloso como El Conde de Montecristo, hasta que se peleó para siempre con el infame Dumas porque había escrito una continuación de aquel libro alentador, la tituló La mano del muerto, donde mata todo lo bello que creó en su primera historia: es una venganza muy mezquina contra toda la felicidad concedida a Mercedes y Edmundo Dantés. Pero el muchacho insistió y buscó otros ideales, que se fueron llamando Ernest Hemingway, Carson McCullers, Julio Cortázar o J. D. Salinger, que escribe esas historias tan escuálidas y conmovedoras, como la de Esmé o los tormentos de los hermanos Glass. Pero la historia de nuestro muchacho es como la biografía de todos los héroes románticos: la vida comenzó a ponerle pruebas que debía vencer, y no siempre las pruebas venían en forma de dragón, de Grial perdido o de identidades trastocadas, algunas vinieron vestidas con los lazos de la mentira, otras escondidas en la profundidad de un dolor incurable, otras como un jardín con senderos que se bifurcan y él se ve obligado a tomar el camino inesperado, que lo aleja de la belleza y la imaginación y lo lanza, con una pistola en la cintura, al mundo tenebroso de los malos, sólo de los malos, entre los que debe vivir creyendo que él es el bueno encargado de restablecer la paz. Pero el muchacho, que ya no es tan muchacho, sigue soñando que alguna vez saldrá de la trampa del destino y regresará al jardín original y recuperará el sendero soñado, pero mientras, va dejando atrás afectos que se le mueren, amores que se le pudren, y días, muchos días, dedicados a caminar por las alcantarillas inmundas de la ciudad, igual que los héroes de Los misterios de París. El muchacho está solo. Para no estar tan solo visita siempre que puede a un amigo que vive en una buhardilla húmeda y fría, de la que no puede salir porque está paralítico desde que los malos lo hirieron en una guerra. Era un gran amigo, ¿sabes? Era el mejor amigo, un verdadero caballero que había vencido en muchas cruzadas y que únicamente puede ser doblegado cuando lo hieren a traición, después de tenerlo atado y amordazado. Pues va a ver a su amigo, cada noche, y habla con él de las aventuras que va viviendo día a día, de los entuertos que ha debido desfacer, y a contarle sus felicidades y sus pesares… Hasta que un día le cuenta que quizás haya encontrado a una Dulcinea —y de La Víbora, no del lejano Toboso— y que otra vez está soñando con escribir y, más que soñando, está escribiendo, de sus recuerdos felices y de sus noches de angustias, sólo porque el halo mágico del amor en que lo ha envuelto aquella princesa que es su Dulcinea es capaz de devolverlo a lo soñado, a lo más entrañable… Y el final de la historia debe ser feliz: el muchacho, que ya no es tan muchacho, sale un día a oír música con su Dulcinea y atraviesan toda la ciudad, iluminada, llena de gentes sonrientes y amables que los saludan porque respetan la felicidad de los otros, y pasan la noche bailando, hasta que, al dar las doce campanadas, él le confiesa que la quiere, que sueña con ella más que con la literatura o con los horrores del pasado, y ella le dice que también lo ama y desde entonces viven juntos y felices y tienen muchos hijos y él escribe muchos libros… Ah, eso es si no interviene el genio del mal y con las doce campanadas Dulcinea huye, para siempre, sin dejar tras de sí ni siquiera un zapato de cristal. Y él entonces se preguntará: ¿qué pie calzará ella? Y ahí termina esta historia singular.
—¿Qué hay de verdad en lo que me contaste?
—Toda la verdad.
Ella aprovechó la pausa que hacen los músicos y le preguntó, mirándolo a los ojos. El sirve ron en los dos vasos y agrega hielo y cola en el de ella. El nivel de las luces ha descendido y el silencio es un alivio difícil de asumir. Todas las mesas del club están ocupadas y los rayos ambarinos de los reflectores tiñen la nube de humo que flota contra el techo, en busca de un escape imposible. El Conde observa aquellas aves nocturnas convocadas por el alcohol y un jazz demasiado estridente y rumboso para su gusto preciso en cuestiones de jazz: de Duke Ellington a Louis Armstrong, de Ella Fitzgerald a Sarah Vaughan, su clasicismo sólo le ha permitido incorporar muy recientemente —a instancias del entusiasmo del Flaco— a Chick Corea con Al Di Meola y un par de números de Gonzalo Rubalcava Jr. Pero el lugar tiene, con sus medias luces y sus brillos discretos, una magia tangible que complace al Conde: le gusta la vida nocturna y en el Río Club todavía se puede respirar una atmósfera bohemia y de caverna para iniciados que ya no existe más en otros sitios de la ciudad. Sabe que el alma profunda de La Habana se está transformando en algo opaco y sin matices que lo alarma como cualquier enfermedad incurable, y siente una nostalgia aprendida por lo perdido que nunca llegó a conocer: los viejos bares de la playa donde reinó el Chori con sus timbales, las barras del puerto donde una fauna ahora en extinción pasaba las horas tras un ron y junto a una victrola cantando con mucho sentimiento los boleros del Benny, Vallejo y Vicentico Valdés, la vida disipada de los cabarets que cerraban al amanecer, cuando ya no se podía soportar un trago más de alcohol ni el dolor de cabeza. Aquella Habana del cabaret Sans Souci, del Café Vista Alegre, de la Plaza del Mercado y las fondas de chinos, una ciudad desfachatada, a veces cursi y siempre melancólica en la distancia del recuerdo no vivido ya no existía, como no existían las firmas inconfundibles que el Chori fue grabando con tiza por toda la ciudad, borradas por las lluvias y la desmemoria. Le gusta el Río Club para su encuentro definitivo con Karina y lamenta que no haya un negro con frac al piano insistiendo en tocar Según pasan los años.
—¿Vienes mucho a este lugar?
Karina se acomoda el pelo y hace con su vista un paneo del ambiente.
—A veces. Más por el lugar que por lo que se oye. Soy una mujer nocturna, ¿sabes?
—¿Qué quiere decir eso?
—Eso mismo: que me gusta vivir la noche. ¿A ti no? De verdad debí haber sido músico y no ingeniera. No sé todavía por qué soy ingeniera y me acuesto temprano casi todos los días. Me gusta el ron, el humo, el jazz y vivir la vida.
—¿Y la marihuana?
Ella sonríe y lo mira a los ojos.
—Eso no se le responde a un policía. ¿Por qué me dices eso?
—Estoy obsesionado con la marihuana. Tengo un caso en el que hay una mujer muerta y marihuana.
—Me da miedo que todo eso que me contaste sea verdad.
—Y a mí me espanta. ¿Es posible después de todo un final feliz? Yo creo que el muchacho se lo merece.
Ella toma un sorbo pequeño de su trago y se decide a coger un cigarro de la cajetilla de él. Lo enciende pero sin absorber el humo. Desde la barra llega ahora el sonido de maracas de una coctelera batida con sabiduría. El Conde respira el calor nítido de una mujer dispuesta y debe secarse sudores imaginarios acumulados en su frente.
—¿No vas muy rápido?
—Voy a mil. Pero no puedo parar…
—Un policía —dice ella y sonríe. Como si fuera difícil de creer que existieran policías—. ¿Por qué eres policía?
—Porque en el mundo hacen falta también los policías.
—¿Y te gusta serlo?
Alguien mantiene abierta por unos segundos la puerta de entrada y la luz platinada de los faroles callejeros irrumpe en la penumbra del club.
—A veces sí, a veces no. Depende de las cuentas que saquemos mi conciencia y yo.
—¿Y ya investigaste quién soy yo?
—Confío en mi olfato de policía y en las evidencias visibles: una mujer.
—¿Y qué más?
—¿Tiene que haber más? —pregunta y vuelve a beber. La mira porque no se cansa de mirarla y entonces, muy lentamente, desliza su mano sobre la mesa húmeda y atrapa una de las manos de ella.
—Mario, yo creo que no soy lo que tú piensas.
—¿Estás segura? ¿Por qué no me cuentas quién eres tú para saber con quién ando?
—Yo no sé hacer historias. Ni siquiera biografías. Yo soy…, bueno, sí, una mujer. Y tú, ¿por qué querías ser escritor?
—No sé, un día descubrí que pocas cosas podían ser tan hermosas como contar historias y que las gentes las leyeran y supieran que yo las había escrito. Creo que por vanidad, ¿no? Después, cuando comprendí que era muy difícil, que escribir es algo casi sagrado y además doloroso, creí que debía ser escritor porque yo mismo necesitaba serlo, por mí mismo y para mí mismo, y si acaso para una mujer y un par de amigos.
—¿Y ahora?
—Ahora no lo sé muy bien. Cada vez voy sabiendo menos cosas.
Termina el silencio. En el pequeño escenario los instrumentos todavía descansan, pero de la cabina de audio empieza a brotar música grabada. Una guitarra y un órgano que arman un matrimonio joven, todavía muy bien llevado. El Conde no identifica la voz ni la melodía, aunque le parece conocida.
—¿Quién es?
—George Benson y Jack McDuff. O debería decir al revés: Jack McDuff primero. El fue el que enseñó a Benson todo lo que podía sacarle a la guitarra. Es el primer disco de Benson, pero sigue siendo el mejor.
—¿Y cómo tú sabes todas esas cosas?
—Me gusta el jazz. Igual que tú sabes la vida y milagros del septeto de los hermanos Glass.
El Conde descubre entonces que sobre la pista de madera varias parejas se han decidido a bailar. La música de McDuff y Benson es una incitación demasiado evidente y él siente que tiene tanto ron en las venas como para atreverse.
—Vamos —le dice, ya de pie.
Ella vuelve a sonreír y pone orden y concierto en su pelo antes de levantarse y soltar las alas floreadas de su amplísimo vestido. Es la música, es el baile y es el primero de los besos de una noche hecha para besar. El Conde descubre que la saliva de Karina tiene un gusto de mangos frescos que desde hacía mucho tiempo no encontraba en ninguna mujer.
—Hacía años que no me sentía así —le confiesa entonces y la vuelve a besar.
—Eres un tipo raro, ¿no? Eres más triste que el carajo y eso me gusta. No sé, me parece que vas por el mundo pidiendo perdón por estar vivo. No entiendo cómo puedes ser policía.
—Ni yo tampoco. Creo que soy demasiado blando.
—Eso también me gusta —ella sonríe y él le acaricia el pelo, tratando de robarle con el tacto aquella suavidad que presiente en otra cabellera más íntima, oculta de momento. Ella deja correr el filo de sus uñas por la nuca del Conde, para que un temblor incontrolable se despeñe por la espalda del hombre. Y se besan, frotándose los labios.
—¿Y, por cierto, qué número de zapatos tú usas?
—El cinco, ¿por qué?
—Porque no me puedo enamorar de mujeres que calcen menos del cuatro. Mis estatutos me lo prohíben.
Y la vuelve a besar, para encontrarse, por fin, con una lengua tibia y lenta que lo embiste y viola su espacio bucal con un esmero devastador. Y el Conde decide pedir su residencia: se hará ciudadano de la noche.
* * *