Las dos duralginas le pesaban en el estómago como una culpa. El Conde las había tragado con una taza gigantesca de café solitario, después de comprobar que los restos de la última leche comprada era un suero feroz en el fondo del litro. Por suerte, en el closet había descubierto que aún le quedaban dos camisas limpias, y se dio el lujo de seleccionar: votó por la de rayas blancas y carmelitas, de mangas largas, que se recogió hasta la altura del codo. El blue-jean, que había ido a parar debajo de la cama, apenas tenía quince días de combate después de la última lavada y podía resistir otros quince, veinte días más. Se acomodó la pistola contra el fajín del pantalón y notó que había bajado de peso, aunque decidió no preocuparse: hambre no era, pero cáncer tampoco, qué carajos. Además, salvo el ardor en el estómago todo estaba bien: apenas tenía ojeras, su calvicie incipiente no parecía ser de las más corrosivas, su hígado seguía demostrando valentía y el dolor de cabeza se esfumaba y ya era jueves, y mañana viernes, contó con los dedos. Salió al viento y al sol y casi se pone a maltratar una vieja canción de amor.
Pasarán más de mil años, muchos más,
yo no sé si tenga amor, la eternidad,
pero allá tal como aquí…
Entró en la Central a las ocho y cuarto, saludó a varios compañeros, leyó con envidia en la tablilla del vestíbulo la nueva resolución de 1989 sobre la jubilación y, fumando el quinto cigarro del día, esperó el elevador para reportar ante el oficial de guardia. Alentaba la hermosa esperanza de que no le entregaran todavía un nuevo caso: quería dedicar toda su inteligencia a una sola idea e, incluso, en los últimos días había sentido otra vez deseos de escribir. Releyó un par de libros siempre capaces de remover su molicie y en una vieja libreta escolar, de papel amarillo rayado en verde, había escrito algunas de sus obsesiones, como un pitcher olvidado al que envían a calentar el brazo para tirar un juego decisivo. Su reencuentro con Tamara, unos meses atrás, le había despertado nostalgias perdidas, sensaciones olvidadas, odios que creía desaparecidos y que regresaron a su vida convocados por un reencuentro inesperado con aquel trozo esencial de su pasado, con el cual valdría la pena ponerse alguna vez de acuerdo, y entonces condenarlo o absorberlo, de una vez y para siempre. Ahora pensaba que en todo aquello quizás había algún material para armar una historia bien conmovedora sobre los tiempos en que todos eran muy jóvenes, muy pobres y muy felices: el Flaco, cuando todavía era flaco, Andrés empecinado en ser pelotero, Dulcita, que no se había ido, el Conejo, claro, sería historiador, Tamara, que no se había casado con Rafael y era tan, tan linda, y hasta él mismo, entonces soñaba más que nunca ser escritor y solamente escritor, mientras desde su cama observaba una foto del viejo Hemingway, colgada en la pared, y trataba de descubrir en aquellos ojos el misterio de la mirada con que el escritor desanda el mundo, viendo lo que otros no ven. Ahora pensaba que si alguna vez escribía toda aquella crónica de amor y de odio, de felicidad y de frustración, la titularía Pasado perfecto.
El elevador se detuvo en el tercer piso y el Conde dobló hacia la derecha. Los pisos de la Central resplandecían, recién barridos con aserrín humedecido con luzbrillante, y el sol que penetraba por los altos ventanales de aluminio y cristal pintaba con su claridad recién despertada el largo corredor. Decididamente, aquello estaba tan limpio y bien iluminado que no parecía una central de policía. Empujó la doble puerta de cristales y entró en el salón de la guardia, que vivía a esa hora de la mañana sus momentos más huracanados del día: oficiales que entregaban informes, investigadores protestando contra alguna medida del tribunal, auxiliares que pedían auxilio y hasta el teniente Mario Conde, con un bolero insistente a flor de labios —«De mi vida, doy lo bueno / soy tan pobre qué otra cosa puedo dar…»—, y un cigarro entre los dedos, que al acercarse al buró del oficial de guardia, esa mañana ocupado por el teniente Fabricio, apenas pudo oír:
—Dice el mayor que vayas a verlo. Ni me preguntes que no sé ni cuero y esto hoy está del carajo, y tú sabes que tus casos te los da el jefe, para algo eres su niño lindo.
El Conde miró un instante al teniente Fabricio, parecía realmente aturdido entre papeles, timbres de teléfonos y voces, y se dio cuenta de que las manos le habían empezado a sudar: era la segunda vez que Fabricio lo trataba de aquel modo y el Conde se dijo que no, no estaba dispuesto a soportarle esas zoqueterías. Hacía unos meses, en la investigación de una serie de robos en varios hoteles de La Habana, el mayor Rangel había ordenado que el Conde, después de cerrar un caso, relevara a Fabricio en la investigación. El Conde trató de negarse pero no hubo escapatoria: el Viejo lo había decidido, Esto no se puede demorar más, y él optó por disculparse con el teniente Fabricio, explicándole que no era su decisión. Varios días después, cuando el Conde halló a los culpables de los robos, trató de comentarle a su compañero el destino del caso y Fabricio le dijo: «Me alegro, Conde, seguro que el mayor te va a dar un beso y todo». Y él buscó todas las razones posibles para disculpar la actitud del teniente. Y al final lo había disculpado. Pero ahora una conciencia remota de su origen le recordó que él había nacido en un barrio demasiado caliente y pendenciero, donde no se permitía arriar ni por un momento las banderas de la hombría, so pena de quedarse sin bandera, sin hombría, incluso sin asta: no, no estaba dispuesto a asimilar, a su edad, aquel tipo de respuesta. Levantó un dedo, preparándose para iniciar un discurso, pero se contuvo. Esperó un instante a que el buró quedara vacío y entonces apoyó las manos en el borde y bajó la cabeza hasta la altura de los ojos de Fabricio para decir:
—Si tienes picazón, me avisas. Yo puedo rascarte cuando tú quieras, donde tú quieras y como tú quieras, ¿me oíste? —Y dio media vuelta, sintiendo cómo los puñales salidos de los ojos del otro le cosían la espalda. Pero qué coño le pasa a éste…
Ya me jodió la mañana, se dijo. Ahora no tenía paciencia ni ánimos para esperar el elevador y atacó las escaleras hasta el séptimo piso. Sintió cómo las duralginas volvían a gravitarle en el estómago y pensó que aquella historia iba a terminar mal. Al carajo, se dijo, como él quiera, y entró en la antesala del despacho del mayor Rangel.
Maruchi lo miró y movió la cabeza en gesto de saludo sin dejar de teclear en su máquina.
—¿Qué hubo, pepilla? —la saludó y se acercó a su mesa.
—Te mandó a buscar tempranito, pero parece que ya tú habías salido —dijo la muchacha, mientras indicaba con la cabeza la puerta de la oficina—. No sé, creo que hay algún lío gordo.
El Conde suspiró y encendió un cigarro. Temblaba cuando el mayor hablaba de líos gordos, que venían de arriba, Conde, hay que apurarse. Pero esta vez no aceptaría sustituir a nadie, aunque le costara el trabajo. Se acomodó la pistola, siempre intentaba escapársele de la cintura del blue-jean, y más ahora que estaba adelgazando sin razón aparente, y puso una mano sobre el papel que copiaba la secretaria del Viejo.
—¿Cómo yo te caigo, Maruchi?
La muchacha lo miró y sonrió.
—¿Te me vas a declarar y quieres ir sobre seguro?
Ahora fue el Conde quien sonrió ante su torpeza:
—No, es que ya ni yo mismo me soporto —y tocó con los nudillos el cristal de la puerta.
—Dale, dale, acaba de entrar.
El mayor Rangel fumaba su tabaco y por el olor el Conde supo que no era un buen día para el Viejo: olía a breva barata y reseca, de las de sesenta centavos, y eso podía alterar definitivamente el humor del jefe de la Central. A pesar del mal tabaco capaz de agriarle el rostro, el Conde admiró la estampa marcial de su jefe: llevaba con distinción el uniforme, que hacía resaltar su piel tostada de jugador de squash y nadador consuetudinario. No se deja caer, el cabrón.
—Me dijeron… —trató de explicar, pero el mayor le indicó un asiento y luego movió una mano, pidiéndole silencio.
—Siéntate, siéntate, que se te acabó el vacilón. Busca a Manolo, que tienes un caso. Llevas como una semana sin nada especial, ¿no?
El Conde miró un instante hacia la ventana de la oficina del Viejo. Desde allí el horizonte era una mancha azul y no se advertía el revuelo de hojas y papeles desatado por el viento, y comprendió que no tenía escapatoria. El mayor intentaba ahora revivir la brasa de su tabaco y la angustia de aquel ejercicio de fumador mal correspondido se reflejaba en cada mueca de su rostro. Aquella mañana el Viejo tampoco era feliz.
Parece que viene el fin del mundo, o que nos cayó una maldición, o que la gente se volvió loca en este país. Oye, Conde: o yo me estoy poniendo viejo o las cosas están cambiando y nadie me había avisado. Yo creo que hasta voy a dejar el vicio, no se puede con esto, mira, mira bien, ¿tú crees que esta mierda se pueda llamar tabaco? Mira esto: pero si la capa tiene más arrugas que el culo de mi abuela, es como si me estuviera fumando un tarugo de hojas de plátano, de verdad que sí. Hoy mismo saco turno para un sicólogo, me le acuesto en el sofá y le digo que me ayude a dejar de fumar. Y con la falta que me hacía hoy un buen tabaco: no te digo un Rey del Mundo o un Gran Corona o un Davidoff… Me conformo con un Montecristo… Maruchi, traenos café, anda… A ver si me quito de la boca el sabor de esta bazofia. Bueno, si esto es café, que venga Dios y lo certifique… Oye, al grano. Me hace falta que te metas de cabeza en este caso y que te portes bien, Conde; no quiero oírte rezongar, ni lamentarte, ni que te tomes un trago, ni un carajo; quiero que lo resuelvas ya. Trabaja con Manolo y con quien te dé la gana, tienes carta blanca, pero muévete. Fíjate, esto es entre tú y yo, pero levanta bien la oreja: algo gordo está pasando, no sé bien dónde ni qué es, pero lo huelo en el ambiente y no quiero que nos coja en el aire, pensando en las musarañas. Tiene que ser algo gordo y feo porque el movimiento no es de los que yo conozco. Viene de muy arriba y es una investigación de arranca pescuezo. Métete esto en la cabeza, ¿está bien?… Y no me preguntes, que no sé nada, ¿me entiendes?… Bueno, mira, a lo que te interesa: aquí están los papeles de este caso. Pero no te pongas a leer ahora, viejo. Te digo: una profesora de preuniversitario, veinticuatro años, militante de la Juventud, soltera; la mataron, la asfixiaron con una toalla, pero antes le dieron golpes de todos los colores, le fracturaron una costilla y dos falanges de un dedo y la violaron al menos dos hombres. No se llevaron nada de valor, aparentemente: ni ropa, ni equipos eléctricos… Y en el agua del inodoro de la casa aparecieron fibras de un cigarro de marihuana. ¿Te gusta el caso? Es metralla, y yo, yo, Antonio Rangel Valdés, quiero saber qué pasó con esa muchacha, porque no soy policía hace treinta años por gusto: ahí tiene que haber mucha porquería escondida para que la hayan matado como la mataron, con tortura, marihuana y violación colectiva incluida… ¿Pero qué clase de tabaco es éste? Es como si viniera el fin del mundo, por mi madre que sí. Y acuérdate de lo que te dije: pórtate bien, que el horno no está para panetelas…
El Conde se consideraba un buen catador de olores. Era el único de sus atributos que le parecía respetable y su olfato le dijo que el Viejo tenía razón: aquello olía a mierda. Lo supo desde que abrió la puerta del apartamento y observó un escenario donde sólo faltaban una víctima y sus victimarios. En el suelo, marcada con tiza, aparecía en su posición final la silueta de la joven profesora asesinada: un brazo había quedado muy cerca del cuerpo y el otro como intentando llegar a la cabeza, las piernas unidas y flexionadas, en un esfuerzo inútil por proteger el vientre ya vencido. Era un contorno lacerado, entre un sofá y una mesa de centro volteada hacia un lado.
Entró en el apartamento y cerró la puerta tras él. Observó entonces el resto de la sala: en un multimueble que ocupaba toda la pared opuesta al balcón había un televisor en colores, seguramente japonés, y una grabadora de doble casetera con una cinta terminada por la cara A, oprimió el stop, sacó el cásete y leyó: Private dancer, Tina Turner. Sobre el televisor, en el paño más largo del mueble, había una hilera de libros que le interesó más: varios de química, las obras de Lenin en tres tomos de un rojo desvaído, una Historia de Grecia y algunas novelas que el Conde jamás se atrevería a volver a leer: Doña Bárbara, Papá Goriot, Mare Nostrum, Las inquietudes de Shanti Andía, Cecilia Valdés y, en el extremo, el único libro que sintió deseos de robarse: Poesía, Pablo Neruda, que tan bien jugaba con su ánimo de ese momento. Abrió el libro y leyó al azar unos versos:
Quítame el pan, si quieres
quítame el aire, pero
no me quites tu risa…
y lo devolvió a su sitio, porque en su casa tenía esa misma edición. No parece buena lectora, concluyó, cuando debió sacudirse el polvo que le quedó en las manos.
Caminó hacia el balcón, abrió las puertas de persianas y entró la claridad y el viento, que hizo trinar un sonajero de cobre que el Conde no había advertido. A un lado de la silueta marcada en el suelo descubrió entonces otra silueta, una mancha más pequeña y casi desvanecida, que oscurecía la claridad de los mosaicos. ¿Por qué te mataron?, se preguntó, imaginando a la muchacha tendida sobre su propia sangre, violada, golpeada, torturada y asfixiada.
Entró en la única habitación del apartamento y encontró la cama tendida. En una pared, bien montado, había un póster de Barbra Streisand, casi hermosa, por los años de The Way We Were. En el otro lado, un enorme espejo cuya utilidad el Conde quiso comprobar: se dejó caer en la cama y se vio de cuerpo entero. Qué maravilla, ¿no? Entonces abrió el closet y el olor inicial se intensificó: el ropero no era común ni corriente: blusas, sayas, pantalones, pullovers, zapatos, blúmers y abrigos que el Conde fue palpando en su calidad made in algún lugar lejano.
Regresó a la sala y se asomó al balcón. Desde aquel cuarto piso de Santos Suárez tenía una vista privilegiada de una ciudad que a pesar de la altura parecía más decrépita, más sucia, más inasequible y hostil. Descubrió sobre las azoteas varios palomares y algunos perros que se calcinaban con el sol y la brisa; encontró construcciones miserables, adheridas como escamas a lo que fue un cuarto de estudio y que ahora servía de vivienda a toda una familia; observó tanques de agua descubiertos al polvo y a la lluvia, escombros olvidados en rincones peligrosos, y respiró al ver, casi frente a él, un pequeño jardín plantado sobre barriles de manteca serruchados por la mitad. Entonces comprobó que hacia su derecha, apenas dos kilómetros detrás de unas arboledas que le cortaban la visión, estaban la casa del Flaco y, al doblar, la de Karina, y recordó otra vez que ya era jueves.
Regresó a la sala y se sentó lo más lejos que pudo de la figura de tiza. Abrió el informe que le entregara el Viejo y, mientras leía, se dijo que a veces vale la pena ser policía. ¿Quién era, de verdad, Lissette Núñez Delgado?
En diciembre de ese año 1989, Lissette Núñez Delgado cumpliría los veinticinco años. Había nacido en La Habana en 1964, cuando el Conde tenía nueve años, usaba zapatos ortopédicos y estaba en el esplendor de su infancia de mataperros callejero y no había imaginado ni una sola vez —como no lo haría en los próximos quince años— que sería policía y que en alguna ocasión debería investigar la muerte de aquella niña nacida en un moderno apartamento del barrio de Santos Suárez. Hacía dos cursos que la muchacha se había graduado de licenciada en química en el Pedagógico Superior de La Habana y, contra lo que cabía esperar en aquel tiempo de escuelas en el campo y plazas en el interior del país, fue ubicada directamente en el Preuniversitario de La Víbora, el mismo donde el Conde estudió entre 1972 y 1975 y donde se hizo amigo del Flaco Carlos. Ser profesora del Pre de La Víbora podía resultar un dato prejuiciante: casi todo lo que se relacionara con aquel lugar solía despertar la nostálgica simpatía del Conde o su condena inapelable. No quiero prejuiciarme, pero es que no hay término medio. El padre de Lissette había muerto hacía tres años y la madre, que se divorció de él en 1970, vivía en el Casino Deportivo, en la casa de su segundo esposo, un alto funcionario del Ministerio de Educación cuyo cargo le explicó inmediatamente por qué la joven no realizó su servicio social fuera de La Habana. La madre, periodista de Juventud Rebelde, era una columnista más o menos famosa en ciertas esferas gracias a aquellos comentarios bien calculados en tiempo y espacio que iban tranquilamente de las modas y la cocina hasta los intentos de convencer a los lectores, con ejemplos de la vida cotidiana, de la intransigencia ética y política de la autora, que se ofrecía a sí misma como un ejemplo ideológico. Su imagen se complementaba con asiduas apariciones en la televisión para disertar sobre peinados, maquillajes y decoración hogareña, «porque la belleza y la felicidad son posibles», como solía decir. Casualmente aquella mujer, Caridad Delgado, siempre le había caído al Conde como una patada en la barriga: le parecía hueca e insípida, como una fruta vana. El padre difunto, por su parte, había sido administrador perpetuo: desde fábricas de vidrio a empresas de bisuterías, pasando por combinados cárnicos, la heladería Coppelia y una terminal de ómnibus que le costó un infarto masivo del miocardio. Lissette era militante de la Juventud desde los dieciséis años y su hoja de servicios ideológicos aparecía impoluta: ni una amonestación, ni una sanción menor. ¿Cómo es posible en diez años de vida no tener un solo olvido injustificable, no cometer un solo error, ni siquiera cagarse en la madre de nadie? Había sido dirigente de los Pioneros, de la FEEM y de la FEU y aunque el informe no lo especificaba, debía de haber participado en todas las actividades programadas por estas organizaciones. Ganaba 198 pesos pues aún estaba en el supuesto periodo de Servicio Social, pagaba veinte de alquiler, le descontaban dieciocho mensuales por el refrigerador que le habían otorgado en una asamblea y debía de gastar unos treinta entre almuerzo, merienda y transporte hacia el Pre. ¿Alcanzaban 130 pesos para conformar aquel ropero? En la casa habían aparecido huellas frescas de cinco personas, sin contar a la muchacha, pero ninguna estaba registrada. Sólo el vecino del tercer piso había dicho algo ligeramente útil: escuchó música y sintió las pisadas rítmicas de un baile la noche de la muerte, el 19 de marzo de 1989. Fin del texto.
La foto de Lissette que acompañaba al informe no parecía muy reciente: se había oscurecido por los bordes y la cara de la joven detenida allí para siempre no lucía demasiado atractiva, aunque tenía unos ojos profundos, muy oscuros, y unas cejas gruesas, capaz de conformar una de esas miradas que se suelen llamar enigmáticas. Si te hubiera conocido… De pie, recostado otra vez contra la baranda del balcón, el Conde vio el ascenso decidido del sol hacia su cénit; vio a la mujer que luchaba contra el viento para tender en la azotea la ropa lavada; vio al niño que con su uniforme de escuela subía hacia un techo por una escalera de madera y abría la puerta de un palomar del que brotaron varias buchonas que se perdieron en la distancia, batiendo sus alas en libertad contra las rachas vehementes del vendaval; y vio, en un tercer piso, del otro lado de la calle, una escena que lo mantuvo alerta durante unos minutos, sufriendo el sobrecogimiento de los que develan sin derecho ciertas intimidades prohibidas: junto a una ventana, a través de la cual penetraban los vientos de la Cuaresma, un hombre de unos cuarenta años y una mujer quizás algo más joven discutían ya en la frontera misma de la conflagración bélica. Aunque las voces se perdían con la brisa, el Conde comprendió que las amenazas de puños y uñas crecían con la aproximación milimétrica de aquellos cuerpos enardecidos, colocados ya en posición uno. El Conde se sintió atrapado por el crescendo de aquella tragedia que le llegaba silente: vio el pelo de ella, como una bandera desplegada por el viento, y la cara de él enrojecía con cada ráfaga del vendaval. Es el viento maldito, se dijo, cuando la mujer se acercó a la ventana y, sin dejar de gritar, cerró los batientes y obligó al espectador furtivo a imaginar el final. Cuando el Conde pensaba que seguramente el hombre tenía la razón, ella parecía una fiera, vio un auto enloquecido que doblaba en la esquina y frenaba con chillido de caucho calcinado frente al edificio de Lissette Núñez Delgado. Finalmente vio cómo se abría la portezuela y ponía pie en tierra el tipo flaco y mal hecho que sería otra vez su compañero de trabajo: el sargento Manuel Palacios sonrió complacido cuando alzó la cabeza y descubrió que el Conde, entre tantas cosas que había visto, podía incluir ahora aquella demostración de automovilismo de Fórmula 1 en un Lada 1600.
Mentira, se dijo. La nostalgia no podía seguir siendo igual que antes. Ahora, a la altura de 1989, funcionaba como una sensación empalagosa y perfumada, cándida y apacible, que lo abrazaba con la pasión reposada de los amores bien añejados. El Conde se preparó y la esperó agresiva, dispuesta a pedir cuentas, a reclamar intereses crecidos con los años, pero un acecho tan prolongado había servido para limar todos los bordes ásperos del recuerdo y dejar apenas aquella sosegada sensación de pertenencia a un lugar y un tiempo cubiertos ya por el velo rosado de una memoria selectiva, que prefería evocar sabia y noblemente los momentos ajenos al rencor, al odio y a la tristeza. Sí, puedo resistirla, pensó al contemplar las columnatas cuadradas que sostenían el altísimo portal del viejo Instituto de Segunda Enseñanza de La Víbora, convertido después en el preuniversitario que sería la guarida, por tres años, de los sueños y esperanzas de aquella generación escondida que quiso ser tantas cosas que nunca lograrían ser. La sombra de las vetustas majaguas de flores rojas y amarillas ascendía por la breve escalinata, desdibujando el sol del mediodía y protegiendo, incluso, el busto de Carlos Manuel de Céspedes, que tampoco era el mismo: la efigie clásica de los viejos tiempos, de cabeza, cuello y hombros fundidos en bronce, ribeteada de verde por tantas lluvias, había sido sustituida por una imagen ultramoderna que parecía enterrada en un alto bloque de concreto mal fraguado. Mentira, dijo otra vez, porque deseaba intensamente que todo pudiera ser mentira y la vida fuese un ensayo con retoques posibles antes de su ejecución final: por aquel portal y aquella escalera, el Flaco Carlos, cuando era muy flaco y tenía dos piernas saludables, había caminado y corrido y saltado con la alegría de los justos, mientras su amigo el Conde se dedicaba a mirar a todas las muchachas que no serían sus novias a pesar de sus mejores deseos de que así fuera, Andrés sufría (como sólo él era capaz de sufrir) sus penas de amor, y el Conejo, con su parsimonia invencible, se proponía cambiar el mundo rehaciendo la historia, a partir de un punto preciso que podía ser la victoria de los árabes en Poitiers, la de Moctezuma sobre Cortés o, simplemente, la permanencia de los ingleses en La Habana desde su conquista de la ciudad en 1762… Entre aquellas columnas, por aquellas aulas, tras esa escalinata y sobre esa plaza ilógicamente bautizada como Roja —porque era negra, sencillamente negra, como todo lo que podía tocar el hollín y la grasa del paradero de ómnibus tan cercano—, había terminado la niñez, y aunque apenas habían aprendido algunas operaciones matemáticas y leyes físicas empecinadamente invariables, se hicieron adultos mientras empezaron a conocer el sentido de la traición y también el de la maldad, vieron crecer arribistas y frustrarse a ciertos corazones cándidos, se enamoraron apasionadamente y se emborracharon de dolor y de alegría, y aprendieron, sobre todo, que existe una necesidad invencible que a falta de mejor nombre se conoce como amistad. No, no es mentira. Aunque sólo fuera como homenaje a la amistad, aquella nostalgia inesperadamente pausada valía la angustia de ser vivida, se convenció, cuando ya atravesaba las columnatas y escuchaba cómo Manolo le explicaba al bedel de la puerta que deseaban ver al director.
El bedel miró al Conde y el Conde miró al bedel y, por un instante, el policía se sintió atrapado en falta. Era un viejo de más de sesenta años, pulcro y bien peinado, de ojos clarísimos, que se quedó mirando al teniente con cara de a-éste-yo-lo-conozco. Tal vez si Manolo no se hubiera presentado como policía, el bedel habría preguntado si él mismo no era el cabroncito aquel que se le escapaba todos los días a las doce y cuarto descolgándose por el patio de educación física.
De las aulas bajaba un murmullo leve y el patio interior estaba desierto. El Conde sintió definitivamente que aquel lugar, adonde regresaba después de quince años de ausencia, ya no era el mismo que él había dejado. Si acaso le pertenecía en el recuerdo, en el olor inconfundible del polvillo de la tiza y el aroma alcohólico de los stencils, pero no en la realidad, empecinada en confundirlo con un desorden de dimensiones: lo que suponía pequeño resultaba ser demasiado grande, como si hubiera crecido en aquellos años, y lo que creía inmenso podía ser insignificante o ilocalizable, pues tal vez sólo existió en su más afectiva memoria. Entraron en la secretaría y luego al vestíbulo de la Dirección, y entonces fue imposible que no recordara el día en que realizó aquel mismo recorrido para escuchar cómo era acusado de escribir cuentos idealistas que defendían la religión. El coño de su madre, casi dijo, cuando salió una joven del despacho del director y les preguntó qué se les ofrecía.
—Queremos hablar con el director. Venimos por el caso de la profesora Lissette Núñez Delgado.
Muchas veces se ha dicho que enseñar es un arte y hay mucha literatura y mucha frase bonita sobre la educación. Pero la verdad es que una cosa es la filosofía del magisterio y otra tener que ejercerlo todos los días, durante años y años. Bueno, discúlpenme, pero ni café puedo brindarles. Ni té. Pero siéntense, por favor. Lo que no se dice es que para enseñar también hay que estar un poco loco. ¿Saben lo que es dirigir un preuniversitario? Mejor que ni lo sepan, porque es eso, una locura. Yo no sé qué está pasando, pero cada vez a los muchachos les interesa menos aprender de verdad. ¿Saben qué tiempo yo llevo en esto? Veintiséis años, compañeros, veintiséis: empecé de maestro, y ya llevo quince de director y cada vez creo que es peor. Hay algo que no está funcionando bien, la verdad, y estos muchachos de ahora son distintos. Es como si de pronto el mundo fuera demasiado rápido. Sí, es algo así. Dicen que es uno de los síntomas de la sociedad posmoderna. ¿Así que posmodernos nosotros, con este calor y las guaguas tan llenas? El caso es que todos los días salgo de aquí con dolor de cabeza. Está bien que se preocupen por el pelo, los zapatos y la ropa, que todos quieran estar, disculpen la palabra, templando como desaforados a los quince años, porque es lo lógico, ¿no?, pero también que se preocupen un poco por la escuela. Y todos los años les damos baja a unos cuantos porque les da por meterse a friquis y, según ellos, los friquis ni estudian ni trabajan ni piden nada: sólo que los dejen tranquilos, oiga eso, que los dejen tranquilos hacer la paz y el amor. Historia vieja de los años sesenta, ¿no?… Pero lo que más me preocupa es que ahora mismo usted agarra a uno de doce grado, que le faltan tres meses para graduarse, y le pregunta qué va a estudiar, y no sabe, y si dice que sabe, no sabe por qué. Están siempre como flotando y… Bueno, discúlpenme la perorata, que ustedes no son funcionarios del Ministerio de Educación, por suerte, ¿no?… Ayer por la mañana, sí, ayer, vinieron a decirnos lo de la compañerita Lissette. Yo no podía creerlo, la verdad. Siempre es difícil meterse en la cabeza que una persona joven, que uno ve todos los días, saludable, alegre, no sé, esté muerta. Es difícil, ¿verdad? Sí, ella empezó aquí con nosotros el curso pasado, con décimo grado, y la verdad es que ni yo ni su jefe de cátedra tenemos, digo, teníamos, ninguna queja de ella: cumplía con todo y lo hacía bien, creo que es de las pocas gentes jóvenes que nos han llegado que de verdad tenían vocación de maestra. Le gustaba su trabajo y siempre estaba inventando cosas para motivar a los alumnos, lo mismo iba a un campismo con ellos que hacía repasos por las noches, O se metía en la educación física con su grupo, porque jugaba muy bien al volleyball, la verdad, y creo que los muchachos la querían. Yo siempre he sido de la opinión que entre profesores y alumnos debe haber una distancia y que esa distancia la crea el respeto, no el miedo ni la edad: el respeto por el conocimiento y por la responsabilidad, pero también creo que cada maestro tiene su librito y si ella se sentía bien estando siempre con los alumnos y los resultados docentes eran buenos, ¿pues qué le iba a decir? El año pasado sus tres aulas completas aprobaron química, con casi noventa puntos de promedio, y eso no lo consigue todo el mundo, así que me dije: si ése es el resultado, pues vale la pena, ¿no? Bueno, suena a Maquiavelo, pero no es maquiavélico. De todas maneras un día le comenté algo del exceso de familiaridad, pero ella me dijo que así se sentía mejor y no se volvió a hablar de eso. Es una pena lo que ha pasado, y ayer tuvimos problemas con la asistencia por la tarde, porque fueron muchísimos alumnos al velorio y al cementerio, pero decidimos justificarles la ausencia… ¿En lo personal? No sé, ahí no la conocía tanto. Tuvo un novio que venía a recogerla en una moto, pero eso fue el año pasado, aunque en el velorio la profesora Dagmar me dijo que hace como tres días lo había visto esperándola allá fuera. Miren, Dagmar sí puede hablarles de ella, era su jefe de cátedra y creo que su mejor amiga aquí en el Pre, pero ella no vino hoy, le afectó de verdad lo de Lissette… Bueno, eso sí, se vestía muy bien, pero tengo entendido que el padrastro y la madre viajan al extranjero con frecuencia y es lógico que le traigan sus cositas de fuera, ¿no? Acuérdense de que ella también era muy joven, de esta misma generación… Qué lástima, con lo bonita que era…
El timbre decretó el fin del ensalmo: el murmullo leve de antes se trasformó en gritería de estadio desbordado y por los pasillos corrieron los muchachos en busca de la cafetería, de las novias y los novios y de los baños, donde inevitablemente se fumarían sus cigarros furtivos. Mientras Manolo apuntaba algunos datos del expediente laboral de la joven asesinada y la dirección de la profesora Dagmar, el Conde salió al patio con la intención de fumarse un cigarro y respirar el ambiente de sus recuerdos. Encontró los pasillos repletos de uniformes de color blanco y mostaza y sonrió, como un maldito. Iba a matar un fantasma amable, fumándose un cigarro allí mismo, en el sitio más prohibido, en pleno patio, justo sobre la rosa de los vientos que marcaba el corazón del instituto. Pero se contuvo en el último instante. ¿Abajo o en el primer piso? Dudó un momento dónde materializar su decisión. Arriba me gustaba más, se convenció, y subió las escaleras hacia el baño de los varones de la planta alta. El humo que se escapaba por la puerta era como una señal sioux: «aquí-se fuma-pipa de la paz», pudo leer en el aire. Entró y provocó el revuelo inevitable entre los fumadores clandestinos, desaparecieron los cigarros y todo el mundo quiso orinar a la vez. Rápidamente el Conde alzó los brazos y dijo:
—Hey, hey, que yo no soy profesor. Y vengo a fumar —y trató de parecer despreocupado cuando encendió al fin el cigarro ante las miradas desconfiadas de los muchachos. Para retribuir a los damnificados con su llegada ofreció la cajetilla de cigarros paseándola en círculo, aunque sólo tres de los jóvenes aceptaron la invitación. El Conde los iba mirando, como queriendo encontrarse a sí mismo y a sus amigos en aquellos estudiantes y le pareció otra vez que algo había cambiado: o ellos eran muy pequeños o éstos eran muy grandes, ellos lampiños y tan inocentes y estos con barba de hombres, músculos de adultos y mirada demasiado segura. Quizás fuera cierto y sólo les preocupara templar, ahora que estaban en el mejor momento. ¿Y a ellos, hacía quince años, les importaban mucho las otras cosas? Tal vez no, pues en aquel mismo baño, sobre el primer lavabo, hubo un graffiti célebre que de algún modo explicaba aquella necesidad irreprimible a los dieciséis años: YO QUIERO MORIR SINGANDO: HASTA POR EL CULO, PERO SINGANDO, decía en su filosofía erótica elemental aquel letrero ya cubierto por la pintura y otras generaciones de graffiti más intelectuales como el que ahora leyó el Conde: ¿LA PINGA TIENE IDEOLOGÍA? Sólo cuando guardó la cajetilla de cigarros se decidió a preguntar:
—¿Alguno de ustedes fue alumno de la profesora Lissette?
Los fumadores que habían permanecido en el baño recuperaron la desconfianza apenas aplacada por el ofrecimiento de cigarros. Miraban al Conde como el Conde sabía que lo iban a mirar, y algunos se observaron entre sí, como diciendo, Cuidado, cuidado que éste tiene que ser policía.
—Sí, yo soy policía. Me mandaron a investigar la muerte de la profesora.
—Yo —dijo entonces un muchacho flaco y pálido, uno de los pocos que conservó el cigarro cuando el Conde violó la intimidad colectiva del baño. Fumó de la colilla mínima antes de dar un paso hacia el policía.
—¿Este año?
—No, el año pasado.
—¿Y qué tal era? Como profesora, digo.
—¿Si digo que era mala qué pasa? —probó el estudiante y el Conde pensó que se había encontrado con un álter ego del Flaco Carlos: demasiado suspicaz y socarrón para su edad.
—No pasa nada. Ya dije que no soy del Ministerio de Educación. Quiero aclarar lo que pasó con ella. Y cualquier cosa me puede ayudar.
El flaco estiró el brazo para pedirle el cigarro a un compañero.
—No, era buena gente, la verdad. Se llevaba bien con nosotros. Ayudaba a los que estaban embarcados.
—Dicen que era amiga de los alumnos.
—Sí, no era como los maestros más tembas que están en otra onda.
—¿Y cuál era la onda de ella?
El flaco miró hacia sus compañeros de fumadero, como esperando una ayuda que no llegó.
—No sé, iba a fiestas y eso. Usted me entiende, ¿no?
El Conde asintió, como si entendiera.
—¿Cómo tú te llamas?
El flaquito sonrió y movió la cabeza. Parecía decir: yo lo sabía…
—José Luis Ferrer.
—Gracias, José Luis —dijo el Conde y le extendió la mano. Entonces miró hacia el grupo—. Lo que me hace falta es, que si alguien sabe algo que pueda servir, le digan al director que me llame. Si de verdad la profesora era buena gente, creo que se lo merece. Nos vemos —y salió otra vez al pasillo, después de aplastar su cigarro en el lavabo y reflexionar un instante sobre la duda ideológica grabada en la pared.
En el patio lo esperaban Manolo y el director.
—Yo también estudié aquí —dijo entonces, sin mirar a su anfitrión.
—No me diga. ¿Y hace tiempo que no venía por aquí?
El Conde asintió con la cabeza y demoró la respuesta.
—Unos cuantos años, sí… Estuve dos cursos en aquella aula de allí —y señaló hacia un ángulo de la segunda planta, en la misma ala donde estaba el baño recién visitado—. Y yo no sé bien si éramos muy distintos a estos muchachos de ahora, pero no soportábamos al director.
—Los directores también cambian —dijo y acomodó sus manos en los bolsillos de la guayabera. Parecía que fuera a iniciar otro discurso, para demostrar sus preocupaciones y su hábil dominio del espacio escénico. El Conde lo miró un instante, para ver si aquel cambio era posible. A lo mejor, pero no serla fácil convencerlo.
—Ojalá. Al de nosotros lo botaron por cometer fraude.
—Sí, aquí todo el mundo se sabe esa historia.
—Pero lo que no se dijo es que había varios profesores metidos en eso. Botaron al director y a dos jefes de cátedra, que parece que fueron los más embarcados en ese rollo. Quizás alguno de aquellos profesores todavía esté por aquí.
—¿Lo dice para alarmarme?
—Lo digo porque es verdad. Y porque aquel director botó de aquí a la mejor profesora que teníamos, una de español que hacía cosas parecidas a las de Lissette. Prefería estar con nosotros y nos enseñó a leer a mucha gente… ¿Usted ha leído Rayuela? A ella le parecía el mejor libro del mundo y lo decía de una forma que yo también lo pensé muchos años. Pero no sé si de verdad estos muchachos son muy distintos a nosotros. ¿Siguen fumando en los baños y escapándose por el patio de educación física?
El director quiso sonreír y avanzó un poco hacia el centro del patio.
—¿Usted se escapaba?
—Pregúntele a Julián el cancerbero, el conserje de la puerta. A lo mejor todavía se acuerda de mí.
Manolo se acercó, sigiloso, y se colocó junto a su jefe, pero muy lejos de la conversación. El Conde sabía que estaría observando a las muchachas, respirando el aroma de tantas virginidades amenazadas o inmoladas muy recientemente, y entonces lo imitó, pero sólo durante unos segundos, porque enseguida se sintió viejo, terriblemente alejado de aquellas muchachas en flor, de sayas amarillas cortadas sobre los muslos y de una frescura que sabía irrecuperable para siempre.
—Bueno, ustedes me disculpan, pero es que yo…
—No se preocupe, director —dijo el Conde sonriéndole por primera vez—. Ya nos vamos. Pero quería hacerle una pregunta… difícil, como usted dice. ¿Usted ha oído algún comentario de que entre los muchachos se esté fumando marihuana?
La sonrisa del director, que esperaba otro tipo de dificultad en la pregunta, se convirtió en una mala caricatura de cejas unidas. El Conde asintió: sí, eso mismo, oyó bien.
—Oiga, ¿por qué me pregunta eso?
—Nada, por saber si eran de verdad distintos a nosotros.
El hombre pensó un instante antes de responder. Parecía confundido, pero el Conde sabía que estaba buscando la mejor respuesta.
—No lo creo, la verdad. Al menos yo no lo creo, aunque todo puede suceder, en una fiesta, en su barrio, no sé si los friquis la fuman… Pero yo no lo creo. Son despreocupados y un poco superficiales, pero no quise decir que fueran malos, ¿no?
—Ni yo tampoco —dijo el Conde y extendió su mano al director.
Avanzaron hacia la salida donde varios estudiantes trataban de convencer a Julián el cancerbero para que los dejara salir a algo que se planteaba como una urgencia inaplazable. No, no me hagan cuentos, si no es con un papel de la dirección de aquí no sale nadie, seguramente decía Julián, repitiendo su consigna de los últimos treinta años. Bueno, no son tan distintos, es la misma historia de siempre, pensó ahora el Conde, que, al pasar junto al bedel, volvió a mirarle a los ojos, y mientras el hombre abría la puerta para darles salida, le dijo:
—Julián, yo soy el Conde, el mismo que se escapaba por allá atrás para irme a oír los episodios de Guaytabó —y salió, satisfecho del pasado, a la ventolera del presente que desgajaba las últimas flores primaverales de las majaguas. Sólo entonces notó que habían talado los dos árboles más cercanos a la escalinata, bajo los que había enamorado a un par de muchachas. Qué triste, ¿no?
—Discúlpeme, pero no puedo hasta eso de las siete —dijo, y el Conde pensó que últimamente todo el mundo se disculpaba y que la voz de la mujer seguía siendo dulce y convencida, como cuando afirmaba públicamente que a una cara angulosa le sienta mejor un largo de cabellos que sobrepase la mandíbula—. Es que estoy terminando un artículo que debo entregar mañana. ¿Puede ser a esa hora?
—Cómo no, cómo no. Vamos a ir. Hasta luego —se despidió, mientras comprobaba en el reloj que apenas eran las tres y media de la tarde. Colgó el teléfono y regresó al carro, cuando ya Manolo encendía el motor.
—Dime, ¿qué hubo? —preguntó el sargento sacando la cabeza por la ventanilla.
—Hasta las siete.
—Cago en su madre —dijo el otro y golpeó el timón con las dos manos. Ya le había contado al Conde que esa noche saldría con Adriana, su novia de turno, una mulata con el culo más duro que había tocado en su vida, y unas tetas que te hincaban y una cara que, vaya, para qué contar. Mira cómo me tiene, había dicho, abriendo los brazos, acusando a la más reciente adquisición sexual de su irremediable depauperación física.
—Vamos, déjame en la casa y me recoges a las seis y media —le propuso el teniente Mario Conde, pensando que no estaba dispuesto a ir en guagua hasta el Casino Deportivo sólo porque Manolo necesitara desesperadamente tocar el culo de Adriana.
El auto se puso en marcha y descendió por la colina negra de la Plaza Roja hacia la tiznada Calzada del 10 de Octubre.
—Llama a la jeva y dile que la ves a las nueve. Lo de Caridad debe ser rápido —propuso el Conde para tratar de aliviar la frustración de su compañero.
—Qué remedio, ¿no? ¿Y por qué no vemos ahora a la tal Dagmar?
El Conde miró la libreta donde Manolo había apuntado la dirección de la profesora.
—Prefiero no hacer más nada hasta que hablemos con la madre. Mejor llama tú a Dagmar y ponte de acuerdo para mañana. Y me hace falta que te ocupes de otra cosa: llégate a la Central y ve a ver a la gente de Drogas. Trata de hablar con el capitán Cicerón. Me hace falta que me digan todo lo que hay sobre marihuana por esta zona y que analicen la que apareció en el inodoro de Lissette. En esta historia hay varias cosas muy raras y esos restos de marihuana en el inodoro es lo que más me preocupa, porque hay que ser muy amateur para dejar una huella así.
Manolo esperó el cambio de luces en el semáforo de la Avenida de Acosta y entonces dijo:
—Y no hay robo tampoco.
—Sí, con un par de cosas que faltaran se podía pensar que ése era el móvil.
—Oye, Conde, ¿y de verdad tú crees que vamos a terminar temprano?
El teniente sonrió.
—Eres peor que una ladilla con insomnio.
—Conde, lo que pasa es que tú no has visto a Adriana.
—Coño, Manolo, si no es Adriana es su hermana, tú siempre tienes el mismo lío.
—No, viejo, no, esto es especial. Fíjate que hasta estoy pensando en casarme. Ah, ¿no me crees?, por mi madre te lo juro…
El Conde sonrió porque fue incapaz de calcular cuántas veces Manolo había hecho aquella misma promesa. Lo asombroso es que con tanto juramento en vano su madre siguiera viva. Miró hacia la Calzada, repleta de gentes que trataban desesperadamente de atrapar una guagua para regresar a sus casas a continuar una vida que casi nunca solía ser normal. Después de tantos años trabajando en la policía se había acostumbrado a ver a las personas como casos posibles en cuyas existencias y miserias tendría que escarbar alguna vez, como un ave carroñera, y destapar toneladas de odio, miedo, envidia e insatisfacciones en ebullición. Ninguna de las gentes que iba conociendo en cada caso que investigaba era feliz, y aquella ausencia de felicidad que también alcanzaba su propia vida le resultaba ya una condena demasiado larga y agotadora, y la idea de dejar aquel trabajo empezaba a convertirse en una decisión. Después de todo, pensó, esto es simpático: yo poniendo en orden la vida de las gentes, ¿y la mía cómo la enderezo?
—¿De verdad te gusta ser policía, Manolo? —le preguntó, casi sin proponérselo.
—Creo que sí, Conde. Además, no sé hacer otra cosa.
—Pues si te gusta estás loco. Yo también estoy loco.
—Me gusta la locura —admitió Manolo, que atravesó la línea del tren sin alterar la velocidad—. Igual que al director del Pre.
—¿Qué te pareció el hombre?
—No sé, Conde, creo que no me gustó, pero no me hagas mucho caso. Es una impresión.
—De impresión a impresión: yo tengo la misma.
—Oye, Conde, le digo a Adriana que a las ocho y media, ¿verdad?
—Ya te dije que sí, Manolo. Oye, tú que te las das de haber tenido tantas mujeres, ¿alguna vez tuviste una que tocara el saxofón?
Manolo aminoró apenas la marcha para mirar a su jefe, y sonrió:
—¿Con la boca?
—Vaya a que le den por el saco —soltó el Conde y también sonrió. No hay respeto, se dijo, mientras encendía un cigarro, un par de cuadras antes de llegar a su casa. Ahora se sentía mejor: tenía casi tres horas libres y se iba a sentar a escribir. A escribir cualquier cosa. A escribir.
Exigí Los Beatles. Será tu grabadora y todo lo que tú quieras, pero yo tengo ganas de oír a los cabrones Beatles, Strawberry Fields es la mejor canción de la historia del mundo, defendí mis gustos, así, con vehemencia, ¿y para qué coño me llamaste? Dulcita, dijo él. Era tan flaco que a veces parecía que no iba a poder hablar y la nuez se le movió, como si tragara algo. Sí, ¿y qué más? Dulcita que se va. Se va, me dijo, y de pronto no supe para dónde carajos se iba a ir: para su casa, para la escuela, para la luna o para la Loma del Burro, cuando me di cuenta de que el único burro allí era yo; se va es irse, pirarse, partir raudo y veloz, ir echando, con un solo destino: Miami. Se va es no volver. ¿Pero cómo es eso, compadre? Ayer por la noche me llamó por teléfono y me lo dijo. Desde que me pelee con ella casi no la veo, a veces me llama, o yo la llamo, seguimos siendo buenos socios a pesar de la mierda que le hice con Marián, y me lo dijo: Me voy.
La luz de la tarde entraba por la ventana y pintaba de amarillo el cuarto. Strawberry Fields era ahora una canción triste y nos miramos sin hablar. ¿Hablar de qué? Dulcita era la mejor de todos nosotros, la defensora de los humildes y los menesterosos, le decíamos para joderla, la única que oía a los demás y a la que todos queríamos porque sabía querer, era igual que nosotros, y de pronto se va. Tal vez nunca la volveríamos a ver para decir, Pero, coño, qué buena está Dulcita, ni le podríamos escribir, ni le podríamos hablar, casi ni la podríamos recordar, porque se va y el que se va está condenado a perderlo todo, hasta el espacio que ocupa en la memoria de los amigos. ¿Pero por qué se va? No sé, me dijo, no se lo pregunté: eso no importa, tú, lo que importa es que se va, me dijo y se puso de pie y se paró contra la ventana y la claridad no me dejaba verle la cara cuando me dijo, Qué mierda, ¿no?, se va, y supe que en aquel momento él podía llorar y estaba muy bien que llorara, porque ya hasta los recuerdos estarían incompletos, y entonces me dijo: Esta noche voy a verla. Yo también, le dije. Pero nunca la vimos: la madre de Dulcita nos dijo, Ella está enferma, está durmiendo, pero sabíamos que ni dormía ni estaba enferma. Es que se va, pensé, y viví mucho tiempo sin entender por qué: Dulcita, la perfecta, la mejor, aquella mujer que tantas veces demostró ser un hombre, un hombre a todo. Caminamos de regreso, callados como dolientes, y después de atravesar la Calzada recuerdo que el Flaco me dijo: Mira qué bonita está la luna.
El Conde siempre había pensado que le gustaba aquel barrio: el Casino Deportivo había sido totalmente construido en los años cincuenta para una burguesía incapaz de llegar a fincas y piscinas, pero dispuesta a pagar el lujo de tener una habitación para cada hijo, un portal agradable y un garaje para el carro que no iba a faltar. La diáspora de la mayor parte de los moradores originarios y el paso de los años no habían conseguido, todavía, variar demasiado la fisonomía de aquel reparto. Porque es un reparto, no un barrio, se rectificó el Conde cuando el auto avanzó por la calle Séptima, en busca de la intercepción con la Avenida de Acosta, y notó que allí oscurecía sosegadamente, sin cambios bruscos, y no había ventolera, como si las contingencias e impurezas de la ciudad estuviesen prohibidas en aquel coto pasteurizado casi completamente ocupado por los nuevos dirigentes de los nuevos tiempos. Las casas seguían pintadas, los jardines cuidados y los car-porsh ocupados ahora por Ladas, Moskovichs y Fiats polacos de reciente adquisición, con sus cristales oscuros y excluyentes. La gente apenas caminaba por la calle, y los que lo hacían andaban con la calma dada por la seguridad: en este reparto no hay ladrones, y todas las muchachas son lindas, casi pulcras, como las casas y los jardines, nadie tiene perros satos y las alcantarillas no se desbordan de mierda y otros efluvios coléricos. Allí el Conde había asistido a algunas de las mejores fiestas de su época del Pre: siempre había un combo, los Gnomos, los Kent, los Signos, y siempre se bailaba rock, nunca ruedas de casino ni nada de música latina, y las fiestas no terminaban a botellazo limpio, como en su barrio, pendenciero y mal pintado. Sí, era un buen lugar para vivir, dijo, cuando vio la casa de dos plantas —linda también, y pintada y con jardincito podado— donde vivía Caridad Delgado.
La madre de Lissette tenía el pelo rubio, casi blanco, aunque muy cerca del cráneo se descubría su persistente color: un castaño oscuro que tal vez ella consideraba demasiado vulgar. El Conde sintió deseos de tocárselo: había leído que, al morir, el pelo de Marylin Monroe, después de tantos años de decoloraciones implacables para forjar aquel rubio perfecto e inmortal, parecía un manojo de paja reseca por el sol. El de Caridad Delgado, sin embargo, lograba lucir vivo, resistente. La cara no; a pesar de los consejos que regalaba a las demás mujeres y que ella misma debía de practicar con un fanatismo pertinaz, sus cincuenta años eran algo inocultable: la piel de los carrillos había comenzado a plegarse desde el borde mismo de los ojos y ya a la altura del cuello la cascada de pliegues formaba una bolsa blanda, irreverente. Pero debió de haber sido una mujer hermosa, aunque era mucho más pequeña de lo que aparentaba en la televisión. Para demostrarle al mundo y a sí misma que todavía quedaban glorias, y que «la belleza y la felicidad son posibles», llevaba un pullover sin ajustadores a través del cual se marcaban, amenazantes aún, unos pezones rollizos, como chupetes para niños.
Manolo y el Conde entraron en la sala de la casa y, como siempre, el teniente comenzó su inventario de utilidades.
—Siéntense un momento, por favor, voy a traerles café, ya debe de estar colando.
Un equipo de música con dos bafles relucientes y una torre giratoria para guardar los casetes y los compactos; televisor en colores y vídeo marca Sony; lámparas ventilador en cada techo; dos dibujos firmados por Servando Cabrera en los que se veía la lucha de dos torsos y grupas: en uno la penetración victoriosa discurría frente a frente y con honestidad, mientras que en el otro se lograba per angostan viam; los muebles de mimbre, de una rusticidad estudiada, no eran de la estirpe común que desde el lejano Viet Nam había llegado a las tiendas. El conjunto era agradable: helechos que pendían del techo, cerámicas de diversos estilos y un pequeño barcito de ruedas en el que el Conde descubrió, acongojado y envidioso, una botella de Johnny Walker (Black Label) cargada hasta los hombros y una garrafa de un litro de Flor de Caña (añejo), que parecía desbordarse en su inmensidad. Así cualquiera es bello y tal vez hasta feliz, se dijo, cuando vio regresar a Caridad con una bandeja sobre la que temblaban tres tazas.
—No debería tomar café, estoy alteradísima, pero el vicio me consume.
Le entregó las tazas a los hombres y ocupó una de las butacas de mimbre. Probó su café, con la tranquilidad que incluye levantar el dedo índice en el que brillaba una sortija de platino con un coral negro engarzado. Dio varios sorbos y suspiró:
—Es que tuve que escribir hoy mi artículo del domingo. La secciones fijas son así, lo esclavizan a uno; quieras o no tienes que escribir.
—Claro —dijo el Conde.
—Bueno, ustedes dirán —se preparó después de abandonar la taza.
Manolo se inclinó para devolver también su taza a la bandeja y se quedó anclado en el borde de la butaca, como si pensara levantarse en cualquier momento.
—¿Desde cuándo Lissette vivía sola? —empezó, y aunque desde su posición el Conde no podía verle la cara, sabía que sus pupilas, fijas en las de Caridad, empezaban a unirse, como arrastradas por un imán oculto tras el tabique de la nariz. Era el caso de bizquera intermitente más singular que el Conde hubiese visto.
—Desde que se graduó en el Pre. Ella siempre fue muy independiente, bueno, estudió becada muchos años, y el apartamento estaba vacío desde que su padre se casó y se mudó para Miramar. Entonces, cuando empezó la universidad, ella quiso irse para Santos Suárez.
—¿Y no le preocupaba que estuviera sola?
—Ya le dije…
—Sargento.
—Que era muy independiente, sargento, se sabía hacer sus cosas, y, por favor, ¿es necesario sacar ahora esas cuentas?
—No, perdóneme. ¿Ella tenía novio ahora?
Caridad Delgado pensó un instante y aprovechó para mejorar su posición. Se colocó de frente a Manolo.
—Creo que sí, pero no puedo decirle nada seguro sobre eso. Ella hacía su vida… No sé, me habló hace poco de un hombre mayor.
—¿Un hombre mayor?
—Creo que me dijo eso.
—Pero tuvo un novio que andaba en una moto, ¿verdad?
—Sí, Pupy. Aunque hace rato se pelearon. Lissette me dijo que había tenido una discusión con él pero no me explicó. Nunca me explicaba nada. Ella siempre fue así.
—¿Qué más sabe de Pupy?
—No sé, creo que le gustan las motos más que las mujeres. Ustedes me entienden, ¿verdad? No se bajaba de la moto en todo el santo día.
—¿Dónde vive?, ¿qué hace?
—Vive en el edificio que está al lado del cine Los Ángeles. El edificio del Banco de los Colonos, pero no sé en qué piso —dijo y pensó antes de seguir—. Y creo que no hacía nada, vivía de arreglar motos y eso.
—¿Cómo eran las relaciones de ustedes dos?
Caridad miró al Conde y había una súplica en sus ojos. El teniente encendió un cigarro y se dispuso a oírla. Lo siento, vieja.
—Bueno, sargento, no muy cercanas, por decirlo de alguna forma. —Hizo una pausa y se observó las manos, manchadas por unas pecas cobrizas. Sabía que caminaba por un suelo fangoso y debía calcular cada paso—. Yo siempre he tenido muchas responsabilidades en mi trabajo y mi esposo igual, y el padre de Lissette tampoco paraba en la casa cuando vivíamos juntos y ella estudió becada… No sé, nunca estuvimos muy unidas, aunque yo siempre me ocupaba de ella, le compraba cosas, le traía regalos cuando viajaba, trataba de complacerla. La relación con los hijos es una profesión muy difícil.
—Algo así como las secciones fijas —opinó el Conde—. ¿Lissette le contaba sus problemas?
—¿Qué problemas? —preguntó como si hubiese escuchado una herejía y logró sonreír, adelgazando apenas los labios. Alzó una mano a la altura del pecho y mostró los dedos, lista para ejecutar una convincente enumeración—. Ella lo tenía todo: una casa, una carrera, estaba integrada, siempre fue buena estudiante, tenía ropa, era joven…
Los dedos de la mano fueron insuficientes para el conteo de bienes y utilidades y dos lágrimas corrieron entonces por la cara marchita de Caridad. Al terminar, su voz perdió brillo y ritmo. No sabe llorar, se dijo el Conde, y sintió lástima por aquella mujer que hacía mucho tiempo había perdido a su única hija. El teniente miró a Manolo y con los ojos le pidió que le dejara la conversación. Apagó su cigarro en un amplio cenicero de vidrio coloreado y se volvió a recostar.
—Caridad, usted debe comprender. Nosotros debemos saber qué pasó y esta conversación es inevitable.
—Yo sé, yo sé —dijo, recomponiéndose las arrugas de los ojos con el dorso de la mano.
—Algo muy raro sucedió con Lissette. No lo hicieron para robarle, porque como usted sabe no parece faltar nada en la casa, ni fue una violación común, porque además la maltrataron. Y lo que es más alarmante: esa noche hubo música y baile en su casa y fumaron marihuana en el apartamento.
Caridad abrió los ojos y luego dejó caer los párpados muy lentamente. Un instinto profundo la hizo llevarse una mano al pecho, como tratando de proteger los senos que palpitaban bajo la tela del pullover. Parecía vencida y diez años más vieja.
—¿Lissette consumía drogas? —preguntó entonces el Conde dispuesto a aprovechar su superioridad.
—No, no, ¿cómo van a pensar eso? —se rebeló la mujer, recuperando algo de su devastada seguridad—. No puede ser. Que tuviera varios novios o que fuera a fiestas o que un día se tomara unos tragos, eso sí, pero drogas no. ¿Qué le han dicho de ella? ¿No saben que era militante desde los dieciséis años, que siempre fue una estudiante ejemplar? Hasta fue delegada al Festival de Moscú y era vanguardia desde la primaria… ¿No sabían eso?
—Sí lo sabíamos, Caridad, pero también sabemos que la noche que la mataron se fumó marihuana en su casa y se bebió bastante alcohol. Quizás hasta se consumieron otras drogas, pastillas… Por eso nos interesa tanto saber quiénes pudieron ser sus invitados a esa fiesta.
—Por Dios —invocó ella entonces, anunciando el alud final: un sollozo áspero salió de su pecho, agrietó su cara, y hasta su pelo, rubio, vivo y resistente, pareció transformarse en una peluca mal llevada. El poeta tenía razón, pensó el Conde, demasiado adicto a las verdades poéticas: de pronto aquella mujer de pelo platinado se había quedado sola como un astronauta frente a la noche espacial.
—¿Te gusta este reparto, Manolo?
El sargento lo pensó un instante.
—Es lindo, ¿no? Creo que a cualquiera le gustaría vivir aquí, pero no sé…
—¿No sabes qué?
—Nada, Conde, ¿te imaginas a un desarrapado como yo, sin carro ni perro de raza ni beneficios, en un barrio así? Mira, mira, todo el mundo tiene carro y casa linda; yo creo que por eso se llama Casino Deportivo: aquí todo el mundo está en competencia. Ya me sé esas conversaciones: Vecina viceministra, ¿cuántas veces fuiste al extranjero este año? ¿Este año? Seis… ¿Y tú, mi querida directora de empresa? Ah, yo fui nada más que ocho, pero no traje muchas cosas: las cuatro gomas del carro, el arreo de cuero de mi poodle toy, ah, y el micro-wave, que es una maravilla para la carne asada… ¿Y quién es más importante, tu marido que es dirigente o el mío que está trabajando con extranjeros?…
—A mí tampoco me gusta tanto este reparto —admitió el Conde y escupió por la ventanilla del carro.
Candito el Rojo había nacido en un solar de la calle Milagros, en Santos Suárez, y aunque ya había cumplido treinta y ocho años todavía vivía allí. En los últimos tiempos, las cosas habían mejorado en aquel solar; la muerte del vecino más cercano había dejado libre un cuarto que se sumó, sin mayores complicaciones legales —«Por los cojones de mi padre», le había dicho Candito—, a la única habitación de la morada original de la familia y, gracias a la altura del puntal de aquella casona de principios de siglo, devaluada y convertida en cuartería en los años cincuenta, su padre había construido una barbacoa y aquello empezó a parecer una casa: dos habitaciones en la parte más cercana al cielo, y el sueño solariego al fin realizado de poseer un bañito propio, una cocina y una sala comedor en los bajos. Los padres de Candito el Rojo ya habían muerto, su hermano mayor cumplía el sexto de sus ocho años de condena por robo con fuerza y la mujer del Rojo se había divorciado de él y se había llevado a los dos muchachos. Ahora Candito disfrutaba su amplitud hogareña con una mulatica dócil de veintipico de años que lo ayudaba en su trabajo: fabricar artesanalmente chancletas de mujer, de las que tenía una demanda permanente.
El Conde y Candito el Rojo se habían conocido cuando el Conde entró en el Pre de La Víbora y Candito iniciaba por tercera vez el onceno grado que nunca aprobaría. Inesperadamente, un día en que a los dos les cerraron la puerta de entrada por haber llegado diez minutos tarde, el Conde le regaló un cigarro a aquel jabao de pasas cobrizas y comenzaron una amistad que ya duraba diecisiete años y de la que el Conde había sacado siempre el mejor provecho: desde la protección de Candito cuando una noche evitó que le robaran la comida en la escuela al campo, hasta los esporádicos encuentros que últimamente tenían si el Conde necesitaba algún consejo o información.
Cuando lo vio llegar, Candito el Rojo se sorprendió. Hacía varios meses que no lo visitaba y, aunque el Conde era su amigo, la visita del policía nunca era una presencia inocente para Candito. Al menos mientras el Conde no demostrara lo contrario.
—El Conde, carajo —dijo después de mirar hacia el pasillo del solar y descubrir que estaba vacío—, ¿qué se te perdió por aquí?
El teniente le tendió la mano y sonrió.
—Mi socio, ¿qué tú haces para no ponerte viejo?
Candito le cedió el paso y le indicó uno de los sillones de hierro.
—Por dentro me conservo con alcohol y por fuera con esta jeta que Dios me dio: más dura que un palo —y gritó hacia el interior de la casa—. Cuqui, pon la cafetera ahí, que llegó el Condesito.
Candito levantó las manos, como pidiéndole tiempo a un árbitro, y avanzó hacia un pequeño aparador de madera y extrajo su medicina personal de preservación interior: le mostró al Conde una botella de añejo, casi completa, que le removió al policía la sed que le provocara el bar inexpugnable de Caridad Delgado. Tomó dos vasos y, sobre la mesa, sirvió el ron. Haciendo a un lado la cortina de tela que separaba la sala de la cocina, Cuqui asomó la cara y sonrió.
—¿Cómo estás, Conde?
—Aquí, esperando el café. Aunque ya no estoy tan apurado —dijo, mientras aceptaba el vaso que le ofrecía Candito. La muchacha sonrió y, sin agregar palabra, escondió la cabeza tras la cortina.
—Oye, esa niña es mucho pa ti.
—Pa eso uno se mete en candela y se busca unos pesos, ¿no? —aceptó Candito y se tocó el bolsillo.
—Hasta que un día te busques un lío.
—Oye, que esto es legal, mi socio. Pero si hay líos tú me vas a ayudar, ¿verdad?
El Conde sonrió y pensó que sí. Iba a ayudarlo. Desde que trabajaba como oficial investigador, Candito el Rojo lo había ayudado a resolver varios problemas y los dos sabían que la influencia del Conde en caso de necesidad era la moneda de cambio con la que operaban. Además de una vieja deuda y los años de amistad, se dijo el Conde y bebió goloso un trago largo del añejo.
—Está tranquilo el solar, ¿no?
—Compadre, le dieron casa a la gente del primer cuarto y esto está ahora más tranquilo que un sanatorio. Oye, oye, qué silencio.
—Menos mal.
—¿Y qué te pasa ahora? —preguntó Candito recostándose en su sillón.
El Conde tomó un trago bien largo de añejo y encendió un cigarro, porque siempre le sucedía lo mismo: no encontraba cómo plantearle a Candito que le sirviera de informante. El sabía que, a pesar de la amistad y la discreción y el ropaje de un favor a un viejo amigo, sus encargos iban contra la ética callejera y estricta de un tipo como Candito el Rojo, nacido y criado en aquel solar fogoso donde los valores de la hombría excluían desde el primer capítulo la posibilidad de aquel género de colaboración con un policía: con cualquier policía. Entonces decidió empezar moviéndose por las ramas.
—¿Tú conoces a un pepillo que se llama Pupy, que vive en el edificio del Banco de los Colonos y tiene una moto?
Candito miró hacia la cortina de la cocina.
—Creo que no. Tú sabes que aquí hay dos mundos, Conde, el de los niños de papá y el de la gente de la calle, como yo. Y los niños de papá son los que tienen Ladas y motos.
—Pero eso es a tres cuadras de aquí.
—A lo mejor lo he visto, pero no me suena. Y no midas eso por cuadras: esa gente vive en la gloria y yo la tengo que pulir todos los días pa inventar un baro. No jodas, tú conoces la calle, mi socio. ¿Pero qué pasa con el tipo?
—No, hasta ahora nada. Es que tiene que ver con una candela que me interesa resolver. Una candela fea, porque hay un muerto por el medio —dijo y terminó el ron. Candito le volvió a servir y entonces el Conde se decidió a tocar fondo—: Rojo, me hace falta saber si en el Pre hay drogas, sobre todo marihuana, y quién la está llevando.
—¿En el Pre de nosotros?
El Conde asintió mientras encendía el cigarro.
—¿Y se echaron a uno?
—Una profesora.
—Candela de verdad… ¿Y cómo es el pase?
—Lo que te dije… La noche que la mataron se fumaron por lo menos un pito en su casa.
—Pero eso no tiene que ver con el Pre. A lo mejor salió de otra parte.
—Coño, Rojo, el policía soy yo, ¿no?
—Pérate, socio, pérate. La cosa es así: a lo mejor el Pre no tiene que ver con eso.
—El lío es que ella vive cerca de aquí, como a ocho cuadras, y Pupy fue novio de ella, pero parece que seguía cayéndole atrás. Y yo te digo: si la hierba se mueve en el barrio, puede llegar hasta la gente del Pre.
Candito sonrió y con un ademán le pidió un cigarro al Conde: ahora sus manos estaban coronadas por unas uñas largas y afiladas, necesarias para su trabajo de zapatero.
—Conde, Conde, tú sabes que en todos los barrios se mueve y que no solo es hierba lo que hay en el ambiente…
—Perfecto, compadre, perfecto. Averigúame con la gente del barrio si alguien del Pre la está comprando: una profesora, un alumno, un conserje, no sé. Y averigua también si Pupy le mete al pito.
Candito encendió el cigarro y aspiró dos veces. Entonces clavó sus ojos en los del Conde y, mientras se acariciaba el bigote, sonrió.
—Así que marihuana en el Pre…
—Oye, Candito, eso te quería preguntar: ¿había en la época de nosotros?
—¿En el Pre? No, no. Había dos o tres arrebataos que a veces se sonaban un taladro en las fiestas con los Gnomos o con los Kent, o se empastillaban y arriba le metían ron, ¿te acuerdas cómo se ponían esas fiestas? Ahí a veces había, pero era un cigarro para cien. Ernestico el Rubio era el que a veces la conseguía en su barrio.
—¿No jodas que Ernestico? —se asombró el Conde al recordar la voz pastosa y el semblante apacible de Ernestico: unos decían que era comemierda, y otros apostaban a que era comemierda y medio—. Bueno, pero eso es historia. Ahora es cuando vale. ¿Me vas a tirar un cabo?
Candito miró un instante sus uñas afiladas. No va a decir que no, pensó el Conde.
—Está bien, está bien, deja ver si te puedo ayudar… Pero ya tú sabes: no names, como dicen los yumas.
El Conde, entonces, sonrió, con una discreta dulzura, para avanzar un paso más.
—No me pongas esa, compadre, si le están vendiendo a alguien del Pre, va a haber tremenda cagazón, y más con un muerto por el medio.
Candito pensó un instante. El Conde temía aún una negativa que casi llegaba a entender.
—Un día me vas a quemar, asere, y de una candela así no me va a salvar nadie. Cuando tú te enteres vas a tener que espantarme las hormigas de la boca —dijo, y el Conde respiró. Bebió otro trago de ron y buscó el mejor modo de sellar el pacto.
—Otra cosa, compadre, tengo una jevita ahí que quiero tumbar… ¿Están buenas las chancletas que estás metiendo ahora?
—Mamey, Condesito, y pa’ ti, pa’ ti, con cincuenta cañas te limpias el pecho. Y si no tienes plata, pues te las regalo. ¿Qué número usa el pollo?
El Conde sonrió y movió la cabeza, negando.
—Estoy jodío, compadre, no sé de qué tamaño tiene la pata —dijo y levantó los hombros, y pensó que a la próxima mujer que conociera, antes de mirarle las nalgas o las tetas, le preguntaría el número que calzaba. Nunca se sabe cuándo ese dato puede hacer falta.
El recuerdo más remoto que Mario Conde tenía del amor se lo debía, como casi todo el mundo, a su profesora de kindergarten, una muchacha pálida y de dedos largos, que lo rociaba con su aliento cuando le tomaba las manos para colocarle los dedos sobre el teclado del piano, mientras, en un sitio impreciso entre las rodillas y el abdomen del niño, crecía una suave desesperación. Desde entonces el Conde empezó a soñar con su profesora, dormido y despierto, y una tarde le confesó al abuelo Rufino que quería ser grande para casarse con aquella mujer —a lo que el viejo le respondió: Yo también quiero—. Muchos años después, cuando estaba en vísperas de su matrimonio, el Conde supo que aquella joven de la que jamás volvió a tener noticias después de las vacaciones de verano estaba otra vez en el barrio. Había venido desde New Jersey por diez días para visitar a sus familiares y decidió ir a verla pues, aunque muy raras veces se acordaba de ella, en realidad nunca había podido olvidarla del todo. Y se felicitó por su decisión, pues ni siquiera los años, las canas y la gordura habían logrado disipar la belleza serena de aquella maestra a la que debía su primera erección por contacto y la conciencia remota de la necesidad de amar.
Algo de aquella mujer, más presentida que sentida cuando sólo tenía cinco años y su abuelo Rufino el Conde lo paseaba por todas las vallas de gallos de La Habana, había resurgido en la imagen de Karina. No era un detalle preciso, porque además de las manos lánguidas y el color limpio de la piel de su maestra, nada había sobrevivido en la memoria del policía: era más bien una atmósfera ecuánime, como un velo azul, que obraba el milagro de una sensualidad reposada y a la vez incontenible. No tenía remedio: se había enamorado de Karina igual que de aquella maestra y ahora era capaz de oír, mientras espiaba la casa donde vivía la joven, la melodía cálida del saxofón que ella tocaba, sentada sobre el muro de la ventana, mientras las rachas nocturnas del incansable viento de Cuaresma le alborotaban el pelo. El, sentado en el suelo, le acariciaba los pies y dibujaba con sus dedos cada falange, cada rincón terso o suave de sus plantas, para apropiarse con sus manos de todos los pasos que aquella mujer había dado por el mundo hasta llegar a su corazón, definitivamente. ¿Usará un cuatro y medio o un cinco?
—La mató el Pupy ese, me la juego. Estaba celoso y por eso la mató, pero se la templó primero.
—No digas eso, tú, eso ya no lo hace nadie. Mira, mira, salvaje, eso es cosa de un loco, un sicópata de esos que da golpes, viola y estrangula. Si ya yo vi esa película el sábado pasado por la noche.
—Caballeros, caballeros, pero ustedes se han puesto a pensar qué hubiera pasado si la muchacha en vez de ser profesora hubiera sido, es un decir, ¿no?, cantante de ópera, muy famosa, claro, y en vez de matarla en su apartamento la matan en medio de una función de Madame Butterfly, en un teatro lleno de gentes, en el momento…
—¿Por qué los tres no van a lavarse el culo? —preguntó por fin el Conde, con toda su seriedad, ante los rostros sonrientes de sus tres amigos y de Josefina, que movía la cabeza y lo miraba, como diciéndole, te están vacilando, Condesito—. La verdad que tienen hoy el comemierda de turno. Yo hago el café y ustedes friegan —concluyó y se levantó en busca de la cafetera.
El Flaco Carlos, el Conejo y Andrés lo observaron desde la mesa sobre la que permanecían, como restos de un desastre nuclear, los platos, las fuentes, las cazuelas, los vasos y las botellas de ron desangradas por la voracidad digestiva y alcohólica de aquellos cuatro jinetes del Apocalipsis. Josefina había tenido la idea de invitar esa noche a Andrés, convertido en su médico de cabecera desde que unos dolores nuevos la sorprendieron hacía tres meses y, como siempre, contempló la posibilidad más causal que casual de que llegara el Conde, siempre muerto de hambre, y entonces apareció también el Conejo, él le traía unos libros al Flaco, dijo, y se sumó tranquilamente a la actividad priorizada, como calificó a aquella comida bien condimentada con la nostalgia de cuatro ex compañeros de Pre situados ya en la recta veloz que conduce a los cuarenta. Pero Josefina no se amilanó —es invencible, pensó el Conde, cuando la vio que, después de tener casi un minuto las manos sobre la cabeza, sonrió, porque la bombilla de las ideas culinarias se le había encendido: ella podía matar el hambre de aquellos depredadores.
—Ajiaco a la marinera —anunció entonces, y colocó sobre el fogón su olla de banquetes casi mediada de agua y agregó la cabeza de una cherna de ojos vidriosos, dos mazorcas de maíz tierno, casi blanco, media libra de malanga amarilla, otra media de malanga blanca y la misma cantidad de ñame y calabaza, dos plátanos verdes y otros tantos que se derretían de maduros, una libra de yuca y otra de boniato, le exprimió un limón, ahogó una libra de masas blancas de aquel pescado que el Conde no probaba hacía tanto tiempo que ya lo creía en vías de extinción, y como quien no quiere las cosas añadió otra libra de camarones—. También puede ser langosta o cangrejo —acotó tranquilamente Josefina, como una bruja de Macbeth ante la olla de la vida, y por fin lanzó sobre toda aquella solidez un tercio de taza de aceite, una cebolla, dos dientes de ajo, un ají grande, una taza de puré de tomate, tres, no, mejor cuatro cucharaditas de sal—. Leí el otro día que no es tan dañina como decían, menos mal —y media de pimienta, para rematar aquel engendro de todos los sabores, olores, colores y texturas, con un cuarto de cucharadita de orégano y otro tanto de comino, arrojadas sobre el sopón con un gesto casi displicente. Josefina sonreía cuando empezó a revolver la mezcla—. Da para diez personas, pero con cuatro como ustedes… Esto lo hacía mi abuelo, que era marinero y gallego, y según él este ajiaco es el padre de los ajiacos y le saca ventaja a la olla podrida, al pot-pourri francés, al minestrone italiano, a la cazuela chilena, al sancocho dominicano y, por supuesto, al borsch eslavo, que casi no cuenta en esta competencia de sopones latinos. El misterio que tiene está en la combinación del pescado con las viandas, pero fíjense que falta una, la que siempre se le echa al pescado: la papa. ¿Y saben por qué?
Los cuatro amigos, hipnotizados por aquel acto de magia, con las bocas abiertas y miradas de incredulidad, negaron con la cabeza.
—Porque la papa tiene un corazón difícil y estas otras son más nobles.
—Jose, ¿y de dónde coño tú sacas todo esto? —preguntó el Conde, al borde del infarto emotivo.
—No seas tan policía y saca los platos, anda.
El Conde, Andrés y el Conejo votaron por concederle la categoría del mejor ajiaco del mundo, pero Carlos, que había tragado tres cucharadas cuando los otros apenas comenzaban a soplar la humareda que brotaba de sus platos, señaló críticamente que otras veces su madre lo había hecho mejor.
Tomaron el café, fregaron la loza y Josefina decidió irse a ver la película de Pedro Infante que pasaban en «Historia del Cine», porque prefería aquella historia de charros de lujo a la discusión que se armó entre los comensales con el primer trago de la tercera botella de ron de la noche.
—Mira, salvaje —dijo el Flaco después de tragarse otra línea de alcohol—, ¿tú de verdad crees que la marihuana tiene que ver con el Pre?
El Conde encendió su cigarro e imitó el ejemplo etílico de su amigo.
—No sé, Flaco, la verdad, pero es un presentimiento. Desde que entré en el Pre sentí que aquello era otro lugar, otro mundo, y que no lo podía ver como si fuera el Pre de nosotros. Es una cosa extrañísima llegar a un lugar que te sabías de memoria y darte cuenta que ya no es como te lo imaginabas. Pero yo creo que nosotros éramos más inocentes y estos de ahora son más bichos, o más cínicos. A nosotros nos encantaba el lío de tener el pelo largo y oír música como benditos, pero nos dijeron tantas veces que teníamos una responsabilidad histórica que llegamos a creerlo y todo el mundo sabía que debía cumplirla, ¿no? No había hippies ni estos friquis de ahora. Este —y señaló al Conejo— se pasaba el día con la cantaleta de que iba a ser historiador y se leyó más libros que toda la cátedra de historia junta. A éste —y ahora le tocó a Andrés— se le metió en la cabeza ser médico y es médico, y se pasaba el día jugando pelota porque quería llegar a la Nacional. Tú mismo, tú mismo, ¿no te pasabas la vida atrás de cualquier culo y luego sacabas 96 de promedio?
—Oye, oye, Conde —el Flaco movió las manos, como un coach que trata de detener a un corredor peligrosamente impulsado hacia un out suicida—, es verdad lo que tú dices, pero es verdad también que no había hippies porque los fumigaron… No quedó ni uno.
—No éramos tan distintos, Conde —entró entonces Andrés y negó con la cabeza cuando el Flaco fue a entregarle la botella—. Las cosas eran distintas, eso sí, no sé si más románticas o menos pragmáticas, o a nosotros nos llevaban más recio, pero yo creo que al final la vida nos pasa por arriba a todos. A ellos y a nosotros.
—Óyelo cómo habla: cosas pragmáticas —y se rió el Conejo.
—No jodas, Andrés, así tampoco, qué por arriba ni por arriba. Tú has hecho lo que te dio la gana y si no fuiste pelotero es por mala suerte —dijo el Flaco, que todavía recordaba el día que Andrés se hizo aquel esguince que lo sacó de su mejor campeonato. Fue una verdadera derrota tribal: con la lesión de Andrés terminaron todas las ilusiones de tener un socio en el dugout de los Industriales, sentado entre Capiró y Marquetti.
—No te creas eso. A ti mismo, ¿qué coño es lo que te ha pasado? A mí tú no me engañas, Carlos: estás jodido, te jodieron. Y yo que camino también estoy jodido: no fui pelotero, soy un médico del montón en un hospital del montón, me casé con una mujer que también es del montón y trabaja en una oficina de mierda donde se llenan papeles de mierda para que se limpien con ellos en otras oficinas de mierda. Y tengo dos hijos que quieren ser médicos igual que yo, porque mi madre les ha metido en la cabeza que un médico es «alguien». No me hagas cuentos, Flaco, ni me hables de realizaciones en la vida ni un carajo; nunca he podido hacer lo que me ha dado la gana, porque siempre había algo que era lo correcto hacer, algo que alguien decía que yo debía hacer y yo lo hice: estudiar, casarme, ser buen hijo y ahora buen padre… ¿Y las locuras, y los errores, y las cagazones que uno debe formar en la vida? Oye, y esto no es descarga de borrachera. Mírame cómo estoy… No, no me hagas cuentos que hasta ustedes mismos me dijeron que si estaba loco cuando me enamoré de Cristina, porque ella tenía diez años más que yo y porque había tenido diez maridos o no sé cuántos y porque hacía locuras y tenía que ser una puta y que cómo le iba a hacer eso a Adela, que era del Pre y era decente y era buena gente… ¿Ya no se acuerdan de eso? Pues yo sí, y cada vez que me acuerdo me parece que fui el gran comemierda por no haberme montado en una guagua y haber salido a buscar a Cristina donde estuviera metida. Al menos me hubiera equivocado en grande una vez en mi vida.
—Demasiada lucidez —dijo entonces el Conde—. Este está peor que yo.
El Conde, el Flaco y el Conejo miraban a Andrés como si el que hablara no fuera él: Andrés el perfecto, el inteligente, el equilibrado, el triunfador, el sosegado, el seguro Andrés que siempre habían creído conocer y que, definitivamente, parecía ahora que nunca lo hubieran conocido.
—Estás en nota —dijo entonces el Flaco, como tratando de salvar la imagen de su Andrés y hasta la suya propia.
—Algo anda mal en el reino de Dinamarca —sentenció el Conejo y bajó otro trago de ron. El vaso, al chocar contra la mesa, denunció el silencio que había caído sobre el comedor.
—Sí, es mejor decir que estoy borracho —sonrió Andrés y pidió más ron para su vaso—. Así todos nos quedamos tranquilos pensando que esta vida no es una mierda como dicen las canciones de los borrachos.
—¿Qué canciones? —soltó el Flaco, tratando de buscar meandros más propicios a la conversación. Sólo el Conde sonrió, amargamente.
—Y hoy cuando salí del Pre me acordé de Dulcita. ¿Te acuerdas, Flaco, cuando te dijo que se iba?
Carlos pidió más ron y miró al Conde.
—No me acuerdo —susurró—. Echa más ron, no seas cicatero.
—¿Y ustedes se han puesto a pensar qué hubiera pasado si Andrés no se jode la pata en aquel juego y si se casa con Cristina, y si tú, Conde, no te hubieras metido a policía y hubieras sido escritor, y si tú, Carlos, hubieras terminado la universidad y fueras ingeniero civil y no hubieras ido a Angola, y a lo mejor hasta te hubieras casado con Dulcita? ¿Ustedes se han puesto a pensar que nada puede volver a hacerse otra vez y lo que se hizo ya es irremediable? ¿No se han puesto a pensar que a veces es mejor no pensar? ¿No se han puesto a pensar tampoco que esta hora es del carajo para poder comprar otro litro de ron y que a estas alturas ya Cristina debe de tener las tetas caídas? Nada, es mejor no pensar ni cojones… Dame acá lo que queda en la botella, anda. Y me cago en la madre del que vuelva a pensar.
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