PRIMAVERA DE 1989

Él es el que conoce el misterio y el testimonio.

El Corán

Era Miércoles de Ceniza y con la puntualidad de lo eterno un viento árido y sofocante, como enviado directamente desde el desierto para rememorar el sacrificio del Mesías, penetró en el barrio y revolvió las suciedades y las angustias. La arena de las canteras y los odios más antiguos se mezclaron con los rencores, los miedos y los desperdicios de los latones desbordados, las últimas hojas secas del invierno volaron fundidas con los olores muertos de la tenería y los pájaros primaverales desaparecieron, como si hubieran presentido un terremoto. La tarde se marchitó con la nube de polvo y el acto de respirar se hizo un ejercicio consciente y doloroso.

De pie, en el portal de su casa, Mario Conde observó los efectos del apocalíptico vendaval: las calles vacías, las puertas cerradas, los árboles vencidos, el barrio como asolado por una guerra eficaz y cruel, y se le ocurrió pensar que tras las puertas selladas podían estar corriendo huracanes de pasiones tan devastadores como el viento callejero. Entonces sintió cómo empezaba a crecer dentro de él una ola previsible de sed y de melancolía, también avivada por la brisa caliente. Se desabotonó la camisa y avanzó hacia la acera. Sabía que el vacío de expectativas para la noche que se acercaba y la aridez de su garganta podían ser obra de un poder superior, capaz de moldear su destino entre la sed infinita y la soledad invencible. De cara al viento, recibiendo el polvo que le roía la piel, aceptó que algo de maldito debía de haber en aquella brisa de Armagedón que se desataba cada primavera para recordarles a los mortales el ascenso de un hijo de hombre hacia el más dramático de los holocaustos, allá en Jerusalén.

Respiró hasta notar cómo sus pulmones se hundían, cargados de tierra y hollín, y cuando estimó haber pagado una cuota de sufrimiento a su desvelado masoquismo, regresó al abrigo del portal y terminó de quitarse la camisa. La sensación de sequedad en la garganta era entonces mucho mayor, mientras la certeza de la soledad se había desbocado y resultaba más difícil de localizar en algún rincón de su cuerpo. Fluía indetenible, como si le corriera por la sangre. «Eres un cabrón recordador», siempre le decía su amigo, el Flaco Carlos, pero era inevitable que la Cuaresma y la soledad lo hicieran recordar. Aquel viento ponía a flotar las arenas negras y los desperdicios de su memoria, las hojas secas de sus afectos muertos, los olores amargos de sus culpas con una persistencia más perversa que la sed de cuarenta días en el desierto. Me cago en la ventolera, se dijo entonces, pensando que no debía darle más vueltas a sus melancolías porque conocía el antídoto: una botella de ron y una mujer —mientras más puta mejor— eran la cura instantánea y perfecta para aquella depresión entre mística y envolvente.

Lo del ron podía ser remediable, incluso dentro de los límites de la ley, pensó. Lo difícil era combinarlo con esa mujer posible que había conocido tres días antes y que le estaba provocando aquella resaca de esperanzas y frustraciones. Todo comenzó el domingo, después de almorzar en casa del Flaco, que ya no era flaco, y de comprobar que Josefina estaba en tratos con el Diablo. Solamente aquel carnicero de apodo infernal podía propiciar el pecado de gula al que los lanzó la madre de su amigo; increíble pero cierto: cocido madrileño, casi como debe ser, explicó la mujer cuando los hizo pasar al comedor donde ya estaban servidos los platos de caldo y, circunspecta y desbordada de promesas, la fuente de carnes, viandas y garbanzos.

—Mi madre era asturiana, pero siempre hacía el cocido a la madrileña. Cuestión de gustos, ¿no? Pero el problema es que además de las patas de puerco saladas, el pedazo de pollo, el tocino, el chorizo, la morcilla, las papas, las verduras y los garbanzos, lleva también judías verdes y un hueso grande de rodilla de vaca, que fue lo único que me faltó conseguir. Aunque así sabe bien, ¿no? —preguntó, retórica y complacida, ante el asombro sincero de su hijo y del Conde, que se lanzaron sobre la comida, asintiendo desde la primera cucharada: sí, sabía bien, a pesar de las ausencias sutiles que Josefina lamentaba.

—De puta madre, rediez —dijo uno.

—Oye, deja para los demás —advirtió el otro.

—Coño, ese chorizo era el mío —protestó el primero.

—Me voy a reventar —admitió el otro.

Después de aquel almuerzo inimaginable se les cerraban los ojos y les pesaban los brazos, en una clamorosa petición orgánica de una cama, pero el Flaco insistió en sentarse frente al televisor para hacer el postre con el doble juego de pelota. El equipo de La Habana, por fin, estaba jugando una temporada como se debía, y el olor de la victoria lo arrastraba tras cada partido de su equipo, incluso cuando sólo lo trasmitían por radio. Seguía el destino del campeonato con una fidelidad que sólo podía dispensar alguien como él, terriblemente optimista, aun después de haber ganado por última vez en el año ya remoto de 1976, cuando hasta los peloteros parecían más románticos, sinceros y felices.

—Yo me voy pal carajo —dijo entonces el Conde, al final de un bostezo que lo removió—. Y no te hagas ilusiones para morir de desengaños, salvaje: al final esta gente la caga y pierden los juegos buenos, acuérdate del año pasado.

—Yo siempre lo he dicho, bestia, me encanta verte así: entusiasmado y con esa alegría… —Y lo señaló con el índice—. Eres una cabrona tiñosa. Pero este año sí ganamos.

—Bueno, allá tú, no me digas después que no te lo advertí… Es que además tengo que escribir un informe para cerrar un caso y todos los días lo dejo para mañana. Acuérdate que soy un proletario…

—No jodas, tú, que hoy es domingo. Mira, chico, mira, hoy pichean Valle y el Duque, esto es pan comido… —dijo y lo interrogó con la mirada—. No, mentira, tú vas a hacer otra cosa.

—Ojalá —suspiró el Conde, que odiaba la placidez de las tardes de domingo. Siempre le pareció que la mejor metáfora de su amigo escritor Miki Cara de Jeva era afirmar que alguien es más maricón que un domingo por la tarde, lánguido y calmado—. Ojalá —repitió y se colocó detrás del sillón de ruedas en que vivía su amigo desde hacía casi diez años y lo condujo hasta el cuarto.

—¿Por qué no compras un pomo y vienes por la noche? —le propuso entonces el Flaco Carlos.

—Salvaje, estoy sin un medio.

—Coge dinero de la mesita de noche.

—Oye, que mañana tengo trabajo temprano —intentó protestar el Conde, pero vio la ruta marcada por el dedo conminatorio de su amigo señalando el sitio del dinero. El bostezo se le ligó con la sonrisa y supo entonces que no había defensa posible: mejor me rindo, ¿no?—. Bueno, no sé, deja ver si vengo por la noche. Si consigo el ron —luchó todavía, procurando salvar algo de su dignidad acorralada—. Voy abajo.

—No compres mofuco, tú —le advirtió Carlos y el Conde, ya en el corredor, le gritó:

—¡Orientales campeón! —Y corrió para no oír los insultos que se merecía.

Salió al vapor del mediodía con la balanza en la mano y los ojos como vendados. Soy justo, pensó, sopesando el deber y las necesidades perentorias de su cuerpo: el informe o la cama, aunque sabía que el veredicto ya estaba decretado en favor de una siesta tan madrileña como el cocido, se decía cuando doblaba la esquina en busca de la Calzada del 10 de Octubre, pero antes de verla la presintió.

Aquel experimento casi nunca fallaba, cuando subía a una guagua, cuando entraba a una tienda, al llegar a una oficina, incluso en la penumbra de un cine, el Conde lo practicaba y le complacía verificar su efectividad: un sentido recóndito de animal adiestrado siempre guiaba sus ojos hacia la figura de la mujer más hermosa del lugar, como si la búsqueda de la belleza formara parte de sus exigencias vitales. Y ahora aquel magnetismo estético capaz de alertar su libido no podía haber fallado. Bajo el resplandor del sol la mujer relumbró como una visión de otro mundo: el pelo es rojo, encendido, rizado y suave; las piernas son dos columnas corintias, rematadas en los atributos de las caderas y apenas cubiertas por un blue-jean cortado y deshilachado; la cara enrojecida por el calor, medio oculta por las gafas oscuras de cristales redondos, bajo las que exhibía una boca pulposa de gozadora vital y convencida. Boca para cualquier antojo, fantasía o necesidad imaginable. ¡Pero qué buena está, coño!, se dijo. Es como si naciera de la reverberación del sol, caliente y hecha a la medida de unos deseos ancestrales. Hacía tiempo que el Conde no sufría erecciones callejeras, los años lo habían vuelto lento y demasiado cerebral, pero de pronto sintió que en su estómago, justo debajo de las capas proteicas del cocido madrileño, algo se desordenaba y las ondas provocadas por el movimiento se remitían hasta la solidez imprevista que empezó a formársele entre las piernas. Ella estaba recostada contra el guardafangos trasero de un carro y, al fijarse otra vez en sus muslos de corredora sin fondo, el Conde descubrió la razón de su baño de sol en la calle desierta: una goma desinflada y un gato hidráulico recostado al contén de la acera explicaron la desesperación que él vio en su rostro cuando ella se quitó los espejuelos y con una elegancia alarmante se limpió el sudor de la cara. No puedo pensarlo, se exigió el Conde, adelantándose a su pereza y a su timidez, y al llegar junto a la mujer le soltó, con toda su valentía:

—¿Te ayudo?

Aquella sonrisa podía pagar cualquier sacrificio, incluida la inmolación pública de una siesta. La boca se extendió y el Conde llegó a pensar que no hacía falta el brillo del sol.

—¿De verdad? —dudó ella un instante, pero sólo un instante—. Salí para ir a echar gasolina, y mira esto —se lamentó, mostrando con sus manos manchadas de grasa la goma herida de muerte.

—¿Están recios los clanes? —preguntó él, ya por decir algo, y torpemente trató de parecer hábil en el acto de colocar el gato en su sitio. Ella se acuclilló junto a él, en un gesto que deseaba expresar su solidaridad moral, y el Conde vio entonces la gota de sudor que se lanzaba por la pendiente mortal del cuello y se despeñaba entre dos senos pequeños y, sin duda alguna, bien plantados y libres bajo la blusa humedecida por sus transpiraciones. Huele a mujer fatal y saludable, le advirtió al Conde la persistente protuberancia que trataba de disimular entre sus piernas. ¿Quién te viera en esto, Mario Conde?

Una vez más, el Conde pudo comprobar la causa de sus eternos setenta puntos en trabajos manuales y educación laboral. Necesitó media hora para sustituir la rueda ponchada pero en ese tiempo aprendió que los tornillos se aprietan de izquierda a derecha y no al revés, que ella se llama Karina y tiene veintiocho años, es ingeniera y está separada y vive con su madre y con un hermano medio tarambana, músico de un grupo de rock: Los Mutantes. ¿Los Mutantes? Que a la llave de clanes tienes que darle con el pie y que a la mañana siguiente, muy temprano, ella salía en su carro hacia Matanzas con una comisión técnica para trabajar hasta el viernes en la fábrica de fertilizantes, y que sí, muchacho, había vivido toda la vida ahí, en esa casa de enfrente, aunque el Conde llevara veinte años pasando casi todos los días por allí, por esa misma calle, y que una vez leyó algo de Salinger y le parece fabuloso (y él hasta pensó en rectificarla: no, es escuálido y conmovedor). Y también aprendió que cambiar una goma ponchada puede ser una de las tareas más difíciles del mundo.

El agradecimiento de Karina era alegre, total y hasta tangible cuando le propuso que si la acompañaba a echar gasolina lo llevaría hasta su casa, mira cómo te has sudado, tienes grasa hasta en la cara, qué pena, le había dicho, y el Conde sintió que su corazoncito se le agitaba con las palabras de aquella mujer inesperada, que sabía reírse y hablaba muy lentamente, con una dulzura magnética.

Al final de la tarde, después de hacer la cola para la gasolina, de saber que había sido la mamá de Karina la que había atado la hoja de guano bendito en el espejo retrovisor del carro, de hablar algo de automóviles ponchados, del calor y de los vientos de Cuaresma, y de tomar café en la casa del Conde, acordaron que ella lo llamaría en cuanto regresara de Matanzas: le devolvería Franny y Zooey, es lo mejor que escribió Salinger, le había comentado el Conde, sin lograr contener su entusiasmo, cuando le entregó aquel libro que nunca había prestado desde que pudo robárselo de la biblioteca de la universidad. Bueno, así se veían y conversaban otro rato más. ¿Está bien?

El Conde no había dejado de mirarla un segundo y, aunque reconoció con honestidad que la muchacha no era tan hermosa como había pensado (quizás, en verdad, tenía la boca demasiado grande, la caída de sus ojos parecía triste y estaba algo escasa en el departamento del nalgatorio, reconoció críticamente), quedó impresionado con su alegría decidida y con su capacidad inesperada de levantar, en plena calle, después de almuerzo y bajo un sol asesino, el extremo sin alas ni piernas de su virilidad.

Entonces Karina aceptó una segunda taza de café y llegó la revelación que terminaría de enloquecer al Conde.

—Mi padre fue el que me envició con el café —dijo ella y lo miró—. Tomaba café todo el día, cualquier cantidad.

—¿Y qué más aprendiste de él?

Ella sonrió y movió la cabeza, como espantando ideas y recuerdos.

—Me enseñó de todo lo que sabía, hasta a tocar el saxofón.

—¿El saxofón? —casi grita, incrédulo—. ¿Tú tocas el saxofón?

—Bueno, no soy músico ni mucho menos. Pero sé soplarlo, como dicen los jazzistas. A él le encantaba el jazz y tocó con mucha gente, con Frank Emilio, con Cachao, con Felipe Dulzaides, la gente de la vieja guardia…

El Conde apenas la oía hablar de su padre y de los tríos, quintetos y septetos en que había participado ocasionalmente, de descargas en la Gruta, en Las Vegas y en el Copa Room, y ni siquiera necesitaba cerrar los ojos para imaginar a Karina con la boquilla del saxofón entre los labios y el cuello del instrumento bailando entre sus piernas. ¿Será verdad esta mujer?, dudó.

—¿Y a ti te gusta el jazz?

—Mira…, es una cosa que no puedo vivir sin él —dijo y abrió los brazos, para marcar la inmensidad de aquel gusto. Ella sonrió, aceptando la exageración.

—Bueno, me voy. Tengo que preparar las cosas para mañana.

—¿Entonces tú me llamas? —y la voz del Conde bordeó la súplica.

—Seguro, en cuanto regrese.

El Conde encendió un cigarro, para llenarse de humo y de valor, al borde de la estocada decisiva.

—¿Qué quiere decir separada? —soltó de corrido, con cara de alumno poco aventajado.

—Búscalo en un diccionario —le propuso ella, sonrió y volvió a mover la cabeza. Recogió las llaves del auto y avanzó hacia la puerta. El Conde la acompañó hasta la acera—. Muchas gracias por todo, Mario —dijo ella y, después de pensarlo un momento, preguntó—: Oye, pero tú no me has dicho qué cosa tú eres, ¿verdad?

El Conde lanzó el cigarro a la calle y sonrió al sentir que regresaba a terreno seguro.

—Soy policía —dijo y cruzó los brazos, como si el gesto fuera un complemento necesario a su revelación.

Karina lo miró y se mordió levemente los labios antes de decir, descreída:

—¿De la policía montada del Canadá o de Scotland Yard? Sí, yo lo sabía, tienes cara de mentiroso —dijo, se apoyó en los brazos cruzados del Conde y lo besó en la mejilla—. Adiós, policía.

El teniente investigador Mario Conde no dejó de sonreír incluso después que el Fiat polaco se perdiera en la curva de la Calzada. Regresó a su casa dando brincos de alegría y de presentida felicidad.

Pero todavía era apenas Miércoles de Ceniza, por más que contara y volviera a contar las horas que le faltaban para su nuevo encuentro con ella. Tres días de espera, por lo pronto, ya le habían bastado para imaginarlo todo: matrimonio y niños incluidos, pasando, como etapa previa, por actos amatorios en camas, playas, hierbazales tropicales y prados británicos, hoteles de diversos estrellatos, noches con y sin luna, amaneceres y Fiats polacos, y después, todavía desnuda, la veía colocarse el saxo entre las piernas y chupar la boquilla, para atacar una melodía pastosa, dorada y tibia. No podía hacer otra cosa que imaginar y esperar, y masturbarse cuando la imagen de Karina, saxofón en ristre, resultaba insoportablemente erógena.

Decidido a transarse otra vez por la compañía del Flaco Carlos y de la botella de ron, el Conde volvió a ponerse la camisa y cerró la puerta de su casa. Salió al polvo y el viento de la calle, y se dijo que, a pesar de la Cuaresma que lo enervaba y deprimía, en aquel instante pertenecía a la rara estirpe del policía en vísperas de ser feliz.

—¿Y no me piensas decir qué coño te pasa, tú?

El Conde apenas sonrió y miró a su amigo: ¿qué le digo?, pensó. Las casi trescientas libras de aquel cuerpo vencido sobre el sillón de ruedas le dolían una por una en el corazón. Le resultaba demasiado cruel hablar de felicidades potenciales a aquel hombre cuyos placeres se habían reducido para siempre a una conversación pasada por alcohol, una comida pantagruélica y un fanatismo enfermizo por el béisbol. Desde que recibiera el tiro en Angola y quedara definitivamente inválido, el Flaco Carlos, que ya no era flaco, se había convertido en un lamento profundo, en un dolor infinito que el Conde asumía con un estoicismo culpable. ¿Qué mentira le digo?, ¿también a él tendré que mentirle?, pensó y volvió a sonreír, amargamente, mientras se veía caminar muy despacio frente a la casa de Karina y hasta detenerse para tratar de vislumbrar, a través de las ventanas asomadas al portal, la imposible presencia de la mujer en la penumbra de una sala cuajada de helechos y malangas de hojas con corazones rojos y anaranjados. ¿Cómo era posible que nunca la hubiera visto, si era una de esas mujeres que se olfatean de lejos? Terminó su trago de ron y al fin le dijo:

—Iba a decirte una mentira.

—¿Ya te hace falta eso?

—Yo creo que yo no soy lo que tú piensas, Flaco. Yo no soy igual que tú.

—Mira, mi socio, si lo que tú quieres es hablar mierda, me lo dices —y levantó la mano para marcar la pausa que pedía mientras se tomaba otro trago de ron—. Yo me pongo a tono rápido. Pero antes acuérdate de una cosa: tú no eres lo mejor del mundo, pero eres mi mejor amigo en el mundo. Aunque me mates a mentiras.

—Salvaje, conocí a una mujer ahí y creo… —dijo, y miró a los ojos del Flaco.

—¡Cojones! —exclamó el Flaco Carlos y también sonrió—. Era eso. Así que era eso. Pero tú no tienes cura, ¿verdad?

—No jodas, Flaco, quisiera que tú la vieras. No sé, a lo mejor hasta la has visto, vive aquí al doblar, en la otra cuadra, se llama Karina, es ingeniera, pelirroja, está buenísima. La tengo metida aquí —y se oprimió el entrecejo con un dedo.

—Coñó, pero vas a mil… Aguanta, aguanta. ¿Es jeva tuya?

—Ojalá —suspiró el Conde y exhibió su cara de hombre desconsolado. Se sirvió más ron y le contó su encuentro con Karina, sin omitir un solo dato (toda la verdad, incluido que andaba mal por la retaguardia, sabiendo el valor que para los juicios estéticos del Flaco tenía un buen culo), ni una sola esperanza (incluido el adolescentario espionaje callejero practicado esa noche). Al final siempre le contaba todo a su amigo, por feliz o terrible que fuera la historia.

El Conde vio que el Flaco se estiraba sin alcanzar la botella y se la entregó. El nivel del líquido ya se perdía tras la etiqueta y calculó que aquélla era una conversación de dos litros, pero encontrar ron en La Víbora, a esa hora, podía ser una tarea vana y desesperanzadora. El Conde lo lamentó: hablando de Karina, en el cuarto del Flaco, entre nostalgias tangibles y viejos afiches decolorados por el tiempo, empezaba a sentirse tan sosegado como en los tiempos en que para ellos el mundo giraba sólo alrededor de un buen culo, unas tetas duras y, sobre todo, de aquel orificio imantado y alucinante del que siempre hablaban en términos de gordura, profundidad, población capilar y facilidades de acceso (No, no, compadre, mira cómo camina, si es señorita yo soy un helicóptero, solía decir el Flaco), sin importar mucho a quién pertenecían aquellos claros objetos del deseo.

—Tú no cambias, bestia, ni sabes quién coño es esa mujer, pero ya estás metido como un perro sato. Mira lo que te pasó con Tamara…

—No, viejo, no compares.

—No jodas, tú, tú eres… ¿Y de verdad que vive ahí al doblar? Oye, ¿no será un cuento?

—No, viejo, que no. Oye, Flaco, yo tengo que ligar a esa mujer. O la ligo o me mato o me vuelvo loco o me meto a maricón.

—Mejor maricón que muerto —lo interrumpió el otro y sonrió.

—De verdad, salvaje. Tengo la vida hecha un yogur. Me hace falta una mujer como ésa: ni siquiera sé bien quién es, pero me hace falta.

El Flaco lo observó como diciendo: No tienes remedio, tú.

—No sé, pero me da la ligera impresión de que estás hablando mierda otra vez… Cómo te gusta darle vueltas a la manigueta… Tú eres policía porque te sale de los güevos. ¿No te conviene? Renuncia, chico, y al carajo con todo… Ahora, después no vengas a decirme que en el fondo te gustaba joderles la vida a los hijos de puta y a los cabrones. Esa muela sí que no te la voy a aguantar. Y lo que te pasó con Tamara ya estaba escrito con sangre, mi socio: nunca en la vida esa jeva fue para tipos como nosotros, así que acaba de olvidarte de ella de una vez y apunta en tu autobiografía que por lo menos te quitaste la picazón y pudiste darle un cuerazo. Y a cagar el mundo, salvaje. Dame más ron, anda.

El Conde miró la botella y lamentó su agonía. Necesitaba oír de boca del Flaco las cosas que él mismo pensaba, y aquella noche, mientras fuera el viento de Cuaresma alborotaba suciedades y muy dentro de él aleteaba una esperanza en forma de mujer, estar en el cuarto de su más entrañable amigo, hablando de lo humano y lo divino, resultaba limpio y alentador. ¿Y qué va a pasar si se me muere el Flaco?, pensó, cortando la cadena que conducía a la paz espiritual. Optó por el suicidio alcohólico: le sirvió más ron a su amigo, vertió otro trago en su vaso y entonces notó que habían olvidado hablar de pelota y oír música. Mejor la música, decidió.

Se puso de pie y abrió la gaveta de los casetes. Como siempre, se alarmó con la mezcla de gustos musicales del Flaco: cualquier cosa posible entre Los Beatles y Los Mustangs, pasando por Joan Manuel Serrat y Gloria Estefan.

—¿Qué te gustaría oír?

—¿Los Beatles?

—¿Chicago?

—¿Fórmula V?

—¿Los Pasos?

—¿Credence?

—Anjá, Credence… Pero no me digas que Tom Foggerty canta como un negro, ya te dije que canta como Dios, ¿verdad? —Y los dos asintieron, sí, sí, admitiendo su más raigal conformidad: el muy cabrón cantaba como Dios.

La botella expiró antes que la versión larga de Proud Mary. El Flaco dejó su vaso en el suelo y movió su sillón de ruedas hasta el borde de la cama donde estaba sentado su amigo policía. Colocó una de sus manos esponjosas sobre el hombro del Conde y lo miró a los ojos:

—Ojalá te salgan bien las cosas, mi hermano. La gente buena merece tener un poco más de suerte en la vida.

El Conde pensó que tenía razón: el Flaco mismo era la mejor persona que conocía y la suerte le había vuelto la cara. Pero aquello le parecía inaceptablemente patético y, buscando una sonrisa, le respondió:

—Ya estás hablando mierda, asere. Los buenos se acabaron hace rato.

Y se puso de pie, con intenciones de abrazar a su amigo, pero no se atrevió. Nunca se atrevió a hacer cientos y cientos de cosas.

Nadie se imagina cómo son las noches de un policía. Nadie sabe qué fantasmas lo visitan, qué ardores lo agreden, en qué infierno se cocina a fuego lento —o envuelto en llamas agresivas. Cerrar los ojos puede ser un cruel desafío, capaz de despertar a esas penosas figuras del pasado que jamás abandonan su memoria y regresan, una y otra noche, con la persistencia incansable del péndulo. Las decisiones, los errores, los actos de prepotencia y hasta las debilidades de la bondad regresan como culpas impagables a una conciencia marcada por cada pequeña infamia cometida en el mundo de los infames. A veces me visita José de la Caridad, aquel negro camionero que me rogó, me suplicó, que no lo mandara a la cárcel porque era inocente y yo lo interrogué cuatro días seguidos, tenía que ser él, no podía ser otro que él, mientras él se derrumbaba y lloraba y repetía su inocencia, hasta que lo metí entre rejas a esperar un juicio que lo declararía inocente. A veces regresa Estrellita Rivero, la niña a la que traté de aguantar un segundo antes de que diera el paso fatal y recibiera entre las cejas aquel disparo que el sargento Mateo trató de dirigir a las piernas del hombre que huía. O vienen desde la muerte y el pasado Rafael y Tamara, bailando un vals, como hace veinte años, él de traje, ella de largo y de blanco, como la novia que pronto sería. Nada es dulce en las noches de un policía, ni siquiera el recuerdo de esa última mujer o la esperanza de la próxima, porque cada recuerdo y cada esperanza —que un día también será recuerdo— arrastra la mancha grabada por el horror cotidiano de la vida del policía: a ella la encontré mientras investigaba la muerte de su marido, las estafas, las mentiras, los chantajes, los abusos y los miedos de aquel hombre que parecía perfecto desde la altura de su poder; a ella la recordaré, tal vez, por el asesinato de uno, la violación de otra, el dolor de alguien. Son aguas turbias las noches de un policía: con olores pútridos y colores muertos. ¡Dormir!… ¡Tal vez soñar! Y he aprendido una sola forma de vencerlas: la inconsciencia, que es un poco la muerte cada día y es la muerte misma cada amanecer, cuando la supuesta alegría del brillo del sol es una tortura en los ojos. Horror al pasado, miedo al futuro: así corren hacia el día las noches del policía. Atrapar, interrogar, encarcelar, juzgar, condenar, acusar, reprimir, perseguir, presionar, aplastar son los verbos en que están conjugados los recuerdos, la vida toda del policía. Sueño que podría soñar otros sueños felices, construir algo, tener algo, entregar algo, recibir algo, crear algo: escribir. Pero es un desvarío inútil para quien vive de lo destruido. Por eso la soledad del policía es la más temible de las soledades: es la compañía de sus fantasmas, de sus dolores, de sus culpas… Si al menos una mujer con saxofón hiciera su canción de cuna para dormir al policía. Pero, ¡silencio!… Ha llegado la noche. Fuera el viento maldito está quemando la tierra.

* * *