Lunes, 30 de abril de 2001
Casa de Falcón, calle Bailen, Sevilla
Era una tregua. Su cerebro cloroformizado se revolcaba en el espacio en silencio. El retorno a la realidad fue fragmentario: retazos de audio y luego jirones visuales. Levantó la cabeza; la habitación se inclinó. Franjas de luz penetraron en sus ojos y se despertó de golpe con el miedo de que le hubieran hecho algo terrible.
Veía y sus párpados todavía se abrían y cerraban. Lo inundó una oleada de alivio. Tosió. Ya no tenía el cable en la cara y sus piernas no estaban atadas a la silla, pero sus muñecas seguían inmovilizadas. Se orientó en la habitación. Estaba más lejos de la mesa. Se inclinó hacia delante, intentando tragarse el torbellino de su pecho que le subía por la garganta. Sollozó, luchó contra los recuerdos, las certezas hechas añicos. ¿Era posible recuperarse de aquello?
Un ruido. Ruedecillas sobre el mosaico. El roce de algo que pasaba demasiado cerca. Una ráfaga de aire. Un hombre: Sergio, ¿o ahora era Julio?, pasó por su lado y se fue hasta la pared con su silla de ruedas.
—¿Despierto? —preguntó, y se apartó de la pared para colocarse frente a Javier, provocándole náuseas.
Julio Menéndez Chefchaouni se sentó en la silla, relajado. La primera impresión de Javier fue de una gran belleza. Parecía casi una chica, la estrella de un conjunto musical, con el pelo largo, los ojos castaños, las pestañas largas, los pómulos marcados y una piel clara y fina. Era la clase de rostro que enamoraría a una cámara, pero sólo un momento.
—Aquí la tienes, inspector jefe —dijo, tocándose la mandíbula—. La cara del mal.
—¿Aún no ha terminado? —preguntó Falcón—. ¿Qué más hay, Julio?
—Creo que el proyecto necesita…, no exactamente un fin, porque en realidad no me gustan los fines, ni comienzos, ni medias partes, pero necesita que se dé publicidad al proyecto.
—¿El proyecto?
—Como creo que había apuntado tu padre: «Ya nadie pinta» —dijo Julio—. Manchar telas no es tan diferente de lo que hacían los hombres de las cavernas. Ya sabes, Ceci n’est pas une pipe y todo eso. El arte trata del progreso, ¿no crees? No podemos parar. Tenemos que mostrar cosas nuevas a los demás, o demostrarles que lo viejo puede parecer nuevo. El Equivalent VIII de Cari André, los tiburones y vacas en conserva de Damien Hirst. Los cadáveres reales de plastilina de la exposición Body Worlds de Gunther von Hagens. Y ahora Julio Menéndez.
—¿Y cómo se titula tu proyecto?
—Eso también es nuevo. El título no para de evolucionar. Son tres palabras que pueden cambiarse de orden, utilizando preposiciones entre ellas. Las palabras son: arte, real, matar. O sea, que puede ser el Arte real de matar o quizá Matar el arte real.
—O el Arte de matar real —dijo Falcón.
—Sabía que lo entenderías enseguida.
—¿Dónde se va a exponer el proyecto?
—Oh, eso sí que no está en mis manos —contestó Julio—. Saldrá en todos los medios, por supuesto, pero, bueno, habrás oído hablar de personas que han dedicado su vida a cosas como la literatura. Sería como una extensión de eso. Creo que será más bien póstumo.
—Empieza por el principio —dijo Falcón—. Soy más bien convencional.
—Como ya sabes ahora, Tariq Chefchaouni era mi abuelo, y mi madre era su única hija. Sus genes artísticos se saltaron una generación pero me tocaron a mí. Después de mi primer año en Bellas Artes, mi madre y yo fuimos a visitar a la familia en Tánger. Les pedí que me mostraran las obras de mi abuelo y me dijeron que todo se había quemado en el incendio que lo mató, menos algunos objetos personales y libros. Pero un par de años después la familia me llamó para decirme que, en unas obras de reformas, habían encontrado una cajita de estaño bajo el suelo de su habitación.
»Yo estaba en Sevilla, estudiando Arte, y sabía mucho de los desnudos Falcón porque había hecho un proyecto de ellos en mi segundo y tercer año de carrera. De hecho, estaba obsesionado con ellos incluso antes de venir a Sevilla y, cuando descubrí que tu padre vivía aquí, incluso hablé con él en un par de ocasiones para aclarar unos puntos técnicos que no comprendía. Evidentemente, él sólo me conocía como Julio Menéndez. Fue muy… amable. Nos caímos bien. Me dijo que podía llamarlo si necesitaba algo más. Así que, cuando volví a Tánger y abrí la caja de estaño, me quedé fascinado al ver que mi abuelo parecía haber tenido la misma obsesión, pero… ¿cómo era posible? Ya estaba muerto cuando aparecieron los desnudos Falcón.
Julio abrió la caja y sacó cuatro piezas de tela tamaño postal y las fue mostrando a Falcón. Eran reproducciones perfectas de los desnudos Falcón.
—No se ven bien sin una lupa y una buena luz, pero te puedo asegurar que son perfectas…, que cada pincelada es una miniatura perfecta del original.
—Ahora mira en el dorso.
Julio sostuvo las miniaturas y cada pieza llevaba el nombre de Pilar, seguido de las fechas: mayo de 1955, junio de 1956, enero de 1958 y agosto de 1959.
—Había otra cosa en la cajita, que ya no poseo.
—El anillo de plata con el zafiro —dijo Falcón—. El anillo de mi madre.
—Mi primera reacción cuando vi las miniaturas fue pensar en mostrárselas a tu padre. Pensé que las habría perdido y por algún extraño camino habían llegado a manos de mi abuelo. Pero luego recordé que los desnudos Falcón se pintaron en el espacio de un año, lo que no encajaba con las fechas inscritas en los dorsos. No entendía nada.
—¿Cuándo fue aquello?
—A finales de 1998, principios de 1999.
—¿Y cuándo empezaste a pensar que podía haber algo más siniestro detrás de esto?
—Mientras estaba en Tánger, tu padre sufrió un infarto y salió un artículo en el periódico acompañado de una fotografía antigua suya de los años sesenta. Uno de los viejos de la familia dijo que él era el hombre que había ido a la casa después de la muerte de mi abuelo y había comprado los dibujos que quedaban.
—Volví a Sevilla y oí en Bellas Artes que aceptaba estudiantes en su casa por un período de pocas semanas. Lo llamé. Se acordaba de mí y me ofrecí a ser su compañero. Estaba frágil después del infarto y yo lo ayudaba en el estudio. Tenía el almacén cerrado, pero lo abrí con facilidad. Y allí encontré la confirmación que necesitaba, hasta la asombrosa confirmación de sus intentos de reproducir la obra de mi abuelo, y luego de nuevo en los diarios. Los leí todos y cuando terminé robé el diario crucial y me marché. No regresé nunca. No volví a hablar con él. Estaba loco de rabia. Quería publicar el diario, mostrar al mundo al auténtico Francisco Falcón…, pero él murió.
—¿Por qué no lo publicaste de todos modos?
—Vi que me arrebatarían el asunto de las manos —dijo Julio—. Y yo quería mantener el control.
—Pero entonces debió de suceder algo.
—¿Porqué?
—Para que se convirtiera en tu proyecto.
—No sucedió nada —dijo Julio—. Así es como funciona el proceso creativo. Un día decidí que sería interesante saberlo todo de Raúl Jiménez y Ramón Salgado. Saber cómo eran aquellos hombres ahora. Y empecé a filmar La familia Jiménez y a partir de ahí fue tomando forma.
—¿Y Marta?
—Es sorprendente cómo cuando empiezas a trabajar en algo las cosas vienen a ti, más que tú a ellas. Supe por los diarios que estaba en Ciempozuelos. Me interesaba mucho verla, saber cosas de ella, pero no sabía cómo hacerlo sin atraer la atención sobre mí. En aquella época trabajaba por mi cuenta en efectos por ordenador para una productora cinematográfica de Madrid y uno de los directores preguntó si alguno de nosotros estaría interesado en ayudar a unos pacientes mentales de Ciempozuelos con una terapia artística. Me ofrecí voluntario, pero Marta no era una de las pacientes que participaban en el curso. Seguía sin tener acceso a ella.
—¿Y entonces te hiciste amigo de Ahmed?
—En cuanto vi el baúl de metal debajo de su cama supe que tenía que ver lo que había dentro y Ahmed era mi única posibilidad. No me cuesta nada hacer amigos y menos con personas como Ahmed, ya sabes: forasteros, como yo.
—Como Eloísa.
—Sí —dijo Julio tranquilamente—. Ahmed me mostró el historial de Marta y, en cuanto leí la carta del psicoanalista de José Manuel Jiménez, supe que tenía un proyecto.
—¿Y de dónde salió la idea de matar?
—De ti, cuando supe que eras el inspector jefe del Grupo de Homicidios de Sevilla —dijo Julio—. Tener al hijo del gran Francisco Falcón investigando los crímenes de su padre me parecía una oportunidad demasiado perfecta para dejarla pasar. Le daba sentido a toda la idea.
—No fue una decisión racional.
—Los artistas no funcionan de forma racional. ¿Cómo voy a perturbar las mentes de los demás si la mía es un mar en calma?
—Matar no es un arte.
—Te has dejado la palabra «real» —observó Julio, poniéndose en pie, y de repente sus pupilas eran de un negro reluciente e inmenso, pero no veían sino que absorbían—. Tendrías que haber dicho Matar no es arte real o El arte real no es matar.
—Siéntate, Julio. Siéntate un momento… No hemos terminado —dijo Javier.
—¿Sabes?, el problema es que… —explicó Julio—, es que ahora veo las cosas con demasiada claridad. No puedo ver a una escala visual menor. En cuanto has matado a alguien, todo se hace intensamente real, y es insoportable. ¿Lo sabías, tío, lo sabías?
—Tienes razón, soy tu tío —dijo Javier, intentando mantener a Julio bajo su control—. Y sí que lo sé.
—Por eso no te maté. Sólo quería ayudarte. Salvarte de la ceguera.
—Sí, ahora puedo ver y te estoy agradecido —repuso Javier—. Pero hay algo más que tengo que saber.
—Todo está dicho, hecho, escrito y filmado… Ahora sólo queda una cosa —dijo Julio.
Se colocó detrás de Falcón e hizo girar la silla de modo que mirara hacia la otra pared. Encima de la mesa había un vaso de leche de almendras, el diario encuadernado en piel y su revólver de policía. Julio cogió un cuchillo y cortó la cuerda que ataba la mano derecha de Falcón.
—Ahora tengo que irme —dijo, tirando el cuchillo sobre la mesa—. Ya sabes lo que debes hacer. No deberías tener que enfrentarte a esto más de lo que has hecho ya.
Sus ojos se encontraron y luego se posaron en el revólver encima del diario, junto al vaso de leche: el recordatorio de todo lo que había hecho y todo lo que había perdido.
—Ahí está tu solución —dijo Julio—. La única forma de cerrarlo todo y dejarlo atrás para siempre.
A Falcón le sudaban las manos y la frente. ¿Cómo podía tener tanto líquido dentro? Cogió el revólver, abrió el cañón y vio que las cámaras estaban llenas. Soltó el seguro. Miró el arma en su mano temblorosa y se la acercó lentamente a la cara. El suicidio tenía atractivos para él en aquel momento. Era la solución más simple frente al vacío repentino. Su pasado se había esfumado y el futuro era frágil e incierto. El amor de su padre… que nunca había existido. Sólo odio, que él, Javier, había encendido… simplemente al existir. Y, además, ¿quién era él en ese momento? ¿Seguía siendo Javier Falcón? Los hilos que lo mantenían entero eran la culpabilidad y la pena; si alguien tiraba de ellos se desmoronaría. Y ahora podía acabar con todo. Con un pequeño apretón en el gatillo podía hacer explotar la reserva de todo su dolor.
De repente cayó una pared en su memoria y, en lugar de inundar su cerebro de más sufrimiento, recordó aquel beso, el de su madre, que lo había marcado con su amor para siempre. Y, bajo el recuerdo de la presión de sus labios, descubrió quién era, recordó el niño que había sido para ella. Destapó algo que desató parte del enorme nudo, y de repente fue capaz de ver unas líneas claras de pensamiento que seguían siendo complicadas pero no impensables.
Se había deshecho de una presión. No pertenecía al hombre que había conocido como padre y sin embargo… siempre había habido algo. Estaban inextricablemente unidos, pero ¿por qué? ¿Era todo tan simple como había dicho Julio? ¿Que Javier vivía recordándole constantemente a su padre sus errores? ¿Era el emblema de su odio? O el acto final de su padre era tan ambiguo como todos nosotros. Nuestras constantes necesidades nos hacen débiles. La adversidad nos empuja por caminos peligrosos hacia la inutilidad y hacia actos despreciables, pero siempre hay algo que atrae hacia el poder de la conexión original. Raúl hacia Arturo. Ramón hacia Carmen. Francisco Falcón hacia Javier.
Al poner los diarios a su alcance, su padre le había dicho: «Ahora ya sabes la clase de hombre que era, ahora puedes odiarme o absolverme».
Javier se volvió. Julio seguía en el umbral, esperando. Temblando, Javier estiró el brazo y apuntó el arma a la cara de Julio, cuya belleza inmediata había desaparecido y dejado unos rasgos distorsionados por la locura.
—Ven conmigo —dijo Javier amablemente y Julio obedeció.
Se acercó a él hasta que el cañón de la pistola le tocaba entre los ojos.
—No voy a dispararte —dijo Falcón, todavía con la otra muñeca atada a la silla.
Sucedió muy rápido. Antes de que Falcón pensara siquiera en las palabras que podrían traspasar la mente perturbada del chico, las manos de este volaron hasta su cara. Una agarró la muñeca de Falcón y la otra apretó su dedo en el gatillo y el ruido colosal del tiro llenó la habitación y el patio y resonó por la casa vacía.
Julio salió disparado hacia atrás y atravesó la puerta de cristal en dirección al patio. Su sangre se esparció por las losas de mármol hacia el círculo de piedra de la fuente.
* * *
A las once de la noche, el juez de guardia, que no era Esteban Calderón, había determinado el levantamiento del cadáver y se había marchado. Ramírez terminó de tomar la declaración preliminar a Falcón mientras el comisario Lobo esperaba y se llevaban todas las pruebas relevantes.
A las once y media, Lobo lo llevó al hospital para que le curaran el párpado. Lobo le contó que había logrado la dimisión del comisario León. Javier no respondió.
—Mire —dijo Lobo, mientras aparcaban en el hospital—, los medios se van a cebar en este caso, especialmente… debido a la insólita participación de su padre.
—Esa era la intención de Julio —dijo Javier—. Quería que saliera a la luz de la forma más fuerte e impactante posible…, como cualquier otro artista. Ahora ya no está en mis manos. Yo sólo…
—Bueno, yo… creo que puedo ayudarlo a controlar todo esto.
Javier levantó una ceja.
—Podríamos limitar el reportaje a un periodista —dijo Lobo—. Así usted podrá dar su versión de los hechos, antes de que se la arranquen de las manos y la transformen en una sórdida fantasía.
—No me da miedo, comisario, sólo porque no creo que ningún editor sea capaz de imaginar algo más sórdido que mi padre al ser un bruto, un pirata, un ladrón, un impostor, un doble parricida y un estafador.
—Al menos, así, el primer reportaje de la historia se ceñirá lo más posible a la verdad. Creo que siempre es positivo que la primera impresión sea…
—Quizá ya haya llegado usted a un acuerdo con un periodista, comisario —dijo Javier.
Silencio. Lobo se ofreció a acompañarlo a Urgencias, pero Javier se negó.
Entró en el hospital y se sentó bajo el fluorescente brillante de su nueva vida mientras le ponían dos puntos de seda en el párpado. Su mente rechazaba la áspera luz y cerró los ojos mientras sus pensamientos vagaban. ¿Cómo reaccionarían Manuela y Paco al encarnizamiento mediático? ¿Qué les diría él? ¿Vuestro padre…, que no el mío, era un monstruo? Manuela se limitaría a hacer caso omiso de todo. No permitiría que le afectara. Pero Paco… Su padre le había «salvado» después de la cornada, le había regalado la finca, le había dado una nueva vida. A Paco le costaría pasarlo por alto. Y Javier se sintió aliviado al descubrir que la conexión seguía allí, que para él no habría cambiado nada.
—¿Le hago daño? —preguntó el médico.
—No —contestó Javier.
—Enfermera —dijo el médico—, seque estas lágrimas.
A medianoche estaba fuera, todavía con la camisa manchada de sangre. Tomó un taxi para volver a casa. Se quedó en medio del patio mirando la estatua de bronce que emergía de la fuente. Aquel chico estaba siempre en movimiento. Subió al estudio: la pupila negra de la fuente lo siguió por la galería. Entró en el almacén y sacó todos los intentos de su padre de copiar la obra de Chefchaouni y los cinco lienzos que componían la pintura obscena de su madre. Los tiró al patio desde arriba. Luego bajó cargado con la caja del dinero y la pornografía. Cogió un bidón de cinco litros de alcohol y lo colocó todo en una pila al lado de la fuente. Echó el alcohol por encima y le acercó una cerilla encendida. Las llamas iluminaron el silencioso patio con una luz amarillenta.
Fue al estudio, donde la caja de estaño seguía sobre la mesa. Levantó las hermosas miniaturas y las colocó una al lado de la otra. La obra de su padre. La obra de su auténtico padre. Y por un momento se sintió alzado por los aires, mirando hacia la cara que nunca había recordado, y la vio por primera vez.
Se duchó y se puso una camisa limpia. No tenía ningunas ganas de meterse en la cama o quedarse en casa. Sentía una necesidad repentina de estar con gente, aunque fueran desconocidos…, sobre todo con desconocidos. Salió a la noche y se dejó atraer por las luces que seguían el negro río y luego cruzó la plaza de Cuba, donde la muchedumbre le empujó hacia la calle Asunción, y de allí al recinto de la Feria.
Terminó frente al edificio Presidente, donde todo había comenzado, hacía toda una vida, y se acordó de Consuelo Jiménez y sus ojos desafiantes. Admiraba su fortaleza. No se había acobardado nunca a pesar del acoso continuo. Calderón tenía razón: ella era la conexión entre todos. Recordó su propuesta de salir a cenar y el taconeo de sus talones de aguja sobre las losas de mármol. Meneó la cabeza. Era demasiado pronto para eso.
Se volvió, entró en la Feria de Abril a través de los enormes portales de la puerta principal iluminados con focos chillones y penetró en el mundo del surrealismo, donde todos eran guapos y felices. Donde las chicas se contoneaban en sus trajes ajustados de flamenca con flores y peinetas en el pelo, mientras los hombres hacían posturitas con sus chaquetillas de bolero grises y los sombreros de ala ancha. Caminó mientras miraba a su alrededor con fascinación infantil bajo las farolas y las banderolas y pasaba junto a las interminables casetas donde todos comían, bebían fino y bailaban. El ambiente estaba lleno del incienso del entretenimiento: música, comida y tabaco. Bajo los techos de seda de las casetas, las mujeres trenzaban el aire sobre sus cabezas con brazos sinuosos, los hombres muy derechos, con las barbillas levantadas, y los hombros separados al estilo torero.
Paseó entre la gente, todo el mundo sonreía y parecía alegre, como si estuvieran drogados. ¿Cómo podía haber tantas personas y tan felices? En aquella pequeña galaxia, él parecía ser el único humano presente con una línea directa con la infelicidad, el único con recuerdos de culpabilidad, desilusión y miedo. Se preguntó si algún día sería capaz de volver a conectarse a la vida a partir de la media existencia que había estado llevando.
Un estallido de palmas lo hizo volver de golpe al mundo de fantasía de la Feria. Empezó a insinuarse el ritmo de las sevillanas que cantaban y bailaban a su alrededor y, mientras pasaba junto a una de las casetas más pequeñas, oyó que gritaban su nombre.
—¡Javier! ¡Eh! ¡Javier!
Una mujer menuda y regordeta con un traje blanco de flamenca con grandes topos rojos le hacía señas. Bailó unos pasos, con los pies ligeros y las manos ágiles retorciéndose en el aire, como si le diera ánimos a él.
—¿No me reconoces? Soy Encarnación… Hola, forastero —dijo—. ¿Quiere un forastero bailar una sevillana conmigo en la primera noche de la Feria de Abril?
Su ama de llaves, una perfecta desconocida, alguien que representaba todas las cosas sin complicaciones de este mundo, había cobrado forma corporal por fin. La siguió dentro de la caseta. Ella insistió para que empezaran con un baile y un vasito de fino. Encarnación dio dos sorbos de Tío Pepe pero Javier se tragó el suyo de una vez. Dejó el vaso con un golpe, levantó la cabeza, juntó los tacones y se pusieron los dos a bailar la primera sevillana.
Encarnación se transformó instantáneamente. La mujer de sesenta y cinco años se volvió elegante y flexible, coqueta y atrevida. Bailaron cuatro o cinco sevillanas, una tras otra. Falcón pidió más fino. Comieron un plato de paella y unos calamares y él recordó lo buena que sabía la comida. Volvieron a bailar. Su angustia disminuyó, su infelicidad se esfumó. Se olvidó de todo y se concentró en una cosa —el ritmo de su sevillana— y se entregó a la danza, cada secuencia de la cual lo acercaba a la expresión perfecta. Y se dio cuenta de que había vuelto a encontrar la solución sevillana para la infelicidad: la fiesta. Y bailó, vaciando la cabeza y el cuerpo de problemas hasta acabar pisándolos con los pies.
* * *