Lunes, 30 de abril de 2001
Casa de Falcón, calle Bailen, Sevilla
Sobre la mesa, delante de él, no había nada. Habían descolgado los cuadros de las paredes.
—¿Estás despierto, Javier? —dijo una voz detrás de él.
—Estoy despierto.
—Si gritas te meteré los calcetines en la boca, o sea, que pórtate bien.
—No tengo ganas de gritar.
—¿Ah, no? —dijo la voz—. Veo que estuviste leyendo. ¿Llegaste al final?
—Hasta el final.
—¿Y qué piensas del gran Francisco Falcón y su agente de confianza, Ramón Salgado?
—¿Qué esperas que piense?
—Dímelo. Me gustaría oírlo.
—Había empezado a creer que era un monstruo… Había encontrado aquellas cinco espantosas pinturas en su estudio… y ahora… lo sé. Lo que no sabía era que también fuera un fraude. Esto añade… o más bien le arrebata la dimensión final. Ahora es simplemente un monstruo. Ni más ni menos.
—La gente es muy condescendiente con los genios —dijo la voz—. Tu padre lo sabía. En esta época se puede violar y asesinar, pero si eres un genio se tolera. ¿Por qué crees que toleramos el mal en las personas que poseen algún don divino? ¿Por qué soportamos la arrogancia y la grosería en un futbolista, sólo porque mete unos goles increíbles? ¿Por qué aceptamos la borrachera y el adulterio en un escritor, siempre que produzca poemas? ¿Por qué violamos, mutilamos y asesinamos por alguien que puede darnos la ilusión de creer en nosotros mismos? ¿Por qué permitimos que los genios se salgan con la suya?
—Porque nos aburrimos fácilmente —respondió Javier.
—Tu padre tenía razón —dijo la voz—. Ves las cosas de un modo distinto.
—¿Cuándo dijo tal cosa?
—En alguna parte de sus diarios.
—Siempre me decía que estaba bendecido por la normalidad.
—Lo decía porque sospechaba algo.
—¿Como qué?
—Este no es el orden de las cosas —dijo Sergio.
—Pues dime cuál es el orden.
—¿Hasta qué punto de monstruosidad crees que llegó tu padre? —preguntó la voz—. Por ahora sabemos que era un asesino, un pirata, un hedonista depravado, un estafador y un ladrón. El mundo está lleno de personas así. Son monstruos bastante ordinarios, diría yo. ¿Qué convertiría a uno en extraordinario?
—Mi padre era carismático. Era encantador e ingenioso, inteligente…
—No se puede ir por ahí echando sangre por la boca —dijo Sergio—. Tienes que tener dos caras o la sociedad se encarga de apartarte inmediatamente.
—Comprendía la ambigüedad del ser humano; que en todos nosotros reside el bien y el mal…
—Eso es una excusa, Javier —dijo la voz—. Eso no es lo que lo hacía extraordinario.
El cerebro de Falcón saltaba de una cosa a otra mientras forcejeaba con las cuerdas.
—Era un profanador de la inocencia —apuntó Javier.
—Normal.
—Abusaba de la verdad.
—Normal, pero caliente —dijo el hombre—. Intenta pensar en lo más extraordinario, incomprensible…
—No puedo. Mi cabeza no funciona así. A lo mejor la tuya sí. Tú descubres cosas de la gente y les muestras sus horrores más secretos. Eso sí es extraordinario.
—¿Crees que lo que he hecho es monstruoso?
—Has matado a tres personas de una forma brutal.
—No es cierto.
—Entonces estás loco y no puedo hablar contigo.
—Ramón Salgado se ahorcó para no enfrentarse a sí mismo.
—¿Y facilitar su suicidio te convierte en inocente?
—Raúl Jiménez se debatió hasta matarse.
—¿Y qué me dices de la inocente Eloísa?
—Bueno, a lo mejor me engaño… como tú.
—Sólo la sociedad es culpable —dijo Javier, con desprecio.
—No me vengas con vulgaridades. No he venido aquí para recibir opiniones. Quiero ideas creativas.
—Tendrás que ayudarme.
—¿A quién conoces que te ame o te amara?
—Mi madre me amaba.
—Eso es verdad.
—Mi segunda madre me amaba.
—Es conmovedor que no la llames madrastra.
—Y, te guste o no, mi padre me amaba. Nos queríamos. Estábamos unidos.
—¿Ah, sí?
—Me lo dijo él. Incluso lo escribió en la carta que venía con los diarios.
Silencio, mientras los horizontes cambiaban en su cabeza.
—Háblame de la carta —dijo la voz—. No la he visto.
Javier recitó la carta palabra por palabra.
—Muy interesante —comentó la voz—. ¿Y qué deduces de ese documento, Javier?
—Que confiaba en mí. Confiaba más en mí que en mis hermanos.
—Es interesante que te convirtiera en el guardián y destructor de su obra —dijo la voz—. ¿Qué crees que pensaba cuando te imaginaba leyendo en el almacén rodeado de aquellos intentos baratos de copiar la obra de mi abuelo?
—¿Tu abuelo? —dijo Javier para sí, mientras el sudor le resbalaba por la cara.
—No has mencionado la fecha de la carta —recordó la voz—. ¿Cuándo la escribió?
—El día antes de morir.
—Qué coincidencia tan extraordinaria.
—Ya había sufrido un infarto.
—¿Y su último testamento? ¿Qué fecha tenía? —preguntó la voz.
—Tres días antes de su muerte.
—Supongo que la coincidencia no es tan extraordinaria.
—¿Qué estás insinuando?
—¿Dónde encontraron a tu padre después del segundo infarto?
—Al pie de la escalera.
—Entonces ya se habría dado cuenta de que faltaba el diario, que estaba a punto de ser denunciado y sería el final de su mundo —dijo el hombre—. Qué fácil dejarse caer en el duro mármol y dejarlo todo en manos de su hijo preferido.
Aquello hizo callar a Javier. La presión en su cerebro aumentaba y el suelo de su memoria se resquebrajaba bajo el antiguo peso.
—Así es como funciona la conciencia. Es lenta. Escalar las paredes de seguridad del autoengaño es doloroso —dijo la voz—. Pero no podemos permitirnos el lujo del tiempo. Dime por qué creías que tu padre quería que leyeras sus diarios.
—No quería. La carta lo dejaba bien claro.
—¿Qué dejaba claro? —dijo la voz secamente—. ¿Crees en serio que esperaba que tú, todo un inspector, olvidaras la carta y siguieras con tu vida?
—¿Por qué no?
—Mira, Javier, yo te lo diré. Aquella carta te decía que leyeras los diarios. Y ¿por qué quería que los leyeras?
—Para que…, para que compartiera el dolor de su vida atormentada.
—¿Es una frase de una película? ¿De una película sentimental de Hollywood? —dijo la voz—. No pienso tolerar estas tonterías, Javier. Dime de una vez por qué, y ahora me parezco a tu padre con Salgado, dime por qué quería que leyeras los diarios.
—Para que aprendiera a odiarlo.
—Eres tan patéticamente dependiente, Javier —dijo la voz—. ¿Por qué elogiaba tanto tus dotes de policía y te decía que te serían útiles para encontrar el diario desaparecido?
Javier luchó contra la idea que acababa de venirle a la cabeza. Incluso en aquella situación se aferró a su opinión. Era lo único que le quedaba. Una de las pocas cosas que lo sostenían. Los cuarenta y tres años de afecto de su padre. Era difícil renunciar a su amor aunque fuera el de un monstruo.
—Te ayudaré, Javier. No lo leeré todo…, sólo los fragmentos pertinentes. ¿Estás preparado?
7 de abril de 1963, N. Y.
Camino de N. Y, Salgado propone que antes de la exposición del último desnudo Falcón debería publicar mis diarios. Me ahogo de tanto reír sólo de pensarlo. Eso sí que sería una buena ruina. Me río hasta que me entra hipo. Es Mercedes la que le ha metido eso en la cabeza. Lo he visto urdiendo planes y M. me ha puesto nervioso varias veces al pasar cerca de mí mientras escribo mis disentéricos apuntes. (Tiene unas sandalias doradas muy blandas y silenciosas: tendré que esparcir cáscaras de nuez para oírla llegar). Respondo a Salgado con un no enfático, que alimenta más su fascinación.
31 de diciembre de 1963, Tánger.
He sido descuidado y lo ha cambiado todo. Ayer estábamos M. y yo en el estudio. Los niños jugaban en la calle, tan enfrascados en su juego que no esperaron a llegar a la blanda arena de la playa. Javier quiso emularlos y cayó y se golpeó la cabeza. Tenía la cara llena de sangre. Bajé corriendo, lo metí en el coche y lo llevé al hospital, donde le pusieron algunos puntos en la cabeza. En cuanto llegué al estudio vi que todo había cambiado.
Pero ¿qué es lo que ha cambiado? Seguimos siendo marido y mujer, seguimos viviendo en la misma casa, seguimos celebrando la fiesta de Fin de Año esta noche.
Cuando volví del hospital, M. no me preguntó inmediatamente por Javier, que estaba en casa con la criada. Estaba en el porche y me miraba como si yo fuera un lobo solitario en un campo helado. Me acerqué a ella, hablando de Javier, como si actuara. Me esquivó por toda la habitación. Le dije que el niño estaba en casa y quería verla. Prácticamente salió corriendo por la puerta. Volvimos a casa en coche en un silencio helado, mientras Paco y Manuela se peleaban en el asiento de atrás. Ella subió y yo fui al estudio.
Sigo aquí, veinticuatro horas después, observando su sombra en el techo de la habitación de Javier. Ya es de noche. Dentro de pocas horas llegarán los invitados a cenar. Luego subiremos al barco y contemplaremos los fuegos artificiales británicos en el puerto. La tristeza me tiene casi paralizado. Observo su sombra, que se ha agrandado porque abraza a Javier. Se acercan a la ventana y miran al patio oscuro y la negrura de tinta de la higuera. Tengo lágrimas en los ojos porque sé que se está despidiendo de Javier, que será mi esposa en esta fiesta y luego nunca más. Se marchará y al irse me traicionará. Tengo que ir a mi habitación y ponerme el esmoquin.
5 de enero de 1964, Tánger.
Estoy muerto de agotamiento pero tengo que escribir en mi inmaculado confesionario. En eso se ha convertido mi diario. Vomito y la asquerosa náusea de mi existencia remite. Me vestí para la cena de la fiesta. Ella se metió en el baño para esconderse. Esperó a que yo saliera antes de ponerse su vestido de gala. Fui a ver a los niños. Ella no bajó hasta que llegaron los invitados. Mis ojos la siguieron mientras charlaba con los demás; de vez en cuando nuestras miradas se encontraban y las desviábamos. La cena fue bulliciosa y animada, pero yo la viví como si fuera un niño escondido debajo de la mesa. Después de cenar nos encontramos en el vestíbulo mientras las mujeres cogían sus abrigos y de repente Javier apareció en la escalera. M. lo llevó a la cama con la cara de él enterrada en su cuello. Salimos todos de casa, M. del brazo de Salgado. En cuanto llegamos al yate se descorcharon botellas de champán. Los fuegos artificiales terminaron. Los invitados empezaron a marcharse.
Le dije a Ramón que quería sacar el barco al mar y que él se lo pidiera a M. «Ella haría lo que fuera por ti», dije. «Pero si lo propongo yo puede negarse». Zarpamos los tres una hora después. Era una noche tranquila y fría y la media luna le añadía más frialdad. Bebimos champán junto al timón mientras M. se abrigaba con sus pieles de zorro ártico. La quietud del mar era terrible. De repente se levantó viento y Ramón, que estaba borracho, bajó al camarote. Yo puse rumbo a Tánger.
Finalmente, M. dijo: «Te dejo…, ya lo sabes, ¿verdad?». Le pregunté cómo había encontrado mis diarios. Había convencido a Javier para que le dijera dónde los guardaba. Su cara estaba muy cerca de la mía mientras hablaba y añadió: «Tu secreto quedará entre nosotros». Si lo pensaba, aunque fuera un momento, no sería capaz de hacerlo, de modo que le di un puñetazo en el plexo solar y ella cayó doblada en mis brazos. La empujé con fuerza por encima de la barandilla, que la golpeó por debajo de las nalgas. Dio una voltereta, como en un número cómico, y cayó de pie a la oscuridad. El chapoteo fue apenas audible. No miré atrás. El mar estaba ante mí y se había levantado una buena tormenta cuando llegamos a Tánger. Al entrar en el puerto llamé a M. y a Salgado para que subieran a cubierta. Salgado apareció con los ojos borrosos. Le dije que despertara a M. y él volvió a bajar. Enseguida regresó diciendo que ella no estaba en el camarote. Registramos el barco enloquecidos antes de enfrentarnos a la terrible verdad llamando a los guardacostas. No la encontramos nunca. Al día siguiente le dije a Javier lo que había sucedido. Le partió el corazón.
La voz continuó, pero en la distancia, pues en ese momento Javier estaba lejos, iba a la habitación que había sido el estudio de su padre. Lo había convocado allí para contarle la terrible noticia, que ya había llegado a sus oídos aquella mañana a través de las gruesas paredes blancas. Una lúgubre humedad ha llenado la casa y él sólo oye su propio corazón cuando cruza la puerta del estudio de su padre. Él lo llama y Javier cree que lo abrazará y le besará la cabeza, pero él le coge del brazo, y se lo aprieta y lo retuerce hasta que Javier tiene que ponerse de puntillas. La enorme cara de su padre se pone al nivel de la de Javier. Su padre apunta con el dedo al ojo de Javier, como si estuviera cargado.
«Sabes por qué Mercedes no volverá, ¿verdad, Javier?».
Javier estaba mudo por el doble dolor de la carne dolorida y lo que ya veía como el profundo vacío de lo que más temía. «Esto es importante», dije, acercándolo de modo que su cara estaba junto a la mía. «Nunca debes decir a nadie dónde guardo los diarios. Es mi secreto. Quiero que lo recuerdes… A partir de ahora, Javier, no hay diarios».
En el pasillo, frente al estudio de su padre, el niño se mira el brazo. Los ojos se le llenan de lágrimas y le resbalan rápidamente por su cara lisa. Tiene la boca llena de saliva y sabe que Mercedes no volverá. No volverá a sentir su aroma acercándose a él cuando está acostado. Sus deditos no volverán a tocar las orejas de ella. Y es por culpa suya. No debería habérselo dicho. Echa a correr por el pasillo, sube las escaleras, entra en su habitación, se refugia en la cama, pero el negro vacío de aquella idea permanece con él y el dolor de su brazo estrujado.
—¿Aclara esto las cosas? —preguntó la voz, y Javier tuvo la sensación de prisa de una calle abarrotada, hasta que volvió a la realidad, todavía mirándose el bíceps, como si examinara la herida que le habían infligido hacía tantos años.
—Pero me quería —dijo Javier, balbuceando con la boca llena de saliva—. Sólo era una advertencia, pero me quería. No vivimos todos aquellos años juntos…
—Sigues sin querer creerlo. Lo comprendo, Javier. Es difícil renunciar a eso…, como es difícil renunciar a la vida… hasta que se hace totalmente intolerable. Hasta que las propias acciones se hacen…
—¿Quién eres? —preguntó Javier—. ¿Quién coño eres?
—Soy tus ojos —dijo la voz—. A través de mí aprenderás a ver. ¿Eres valiente, Javier?
Falcón meneó la cabeza, no se sentía valiente, aplastado por la muerte de Mercedes en su conciencia y aterrado por las nuevas posibilidades, los nuevos horrores, que sabía pero no reconocía.
—Tienes miedo, ¿verdad, Javier? Tienes miedo de lo que verás.
Su cara tembló bajo la cuerda represora.
—¿Qué les mostraste a los otros…, a Raúl y Ramón? —preguntó Javier, intentando retrasar el momento por todos los medios—. ¿Qué encontraste para mostrarles que fuera tan terrible?
—Ya deberías saberlo a estas alturas —dijo la voz—. No les mostré nada terrible. Ni niños abandonados ni bebés muertos. Ni niñas violadas ni chicos sodomizados estrangulados. Esas cosas pueden verse en las noticias, en el cine, en las revistas, en Internet, en televisión. Estamos habituados a la brutalidad de la condición humana. Ya nada puede horrorizarnos. ¿Viste las fotografías que tenía Ramón Salgado en el ordenador? ¿Viste lo que veía Raúl Jiménez mientras se tiraba a su puta? Eran hombres versados en el horror. No había nada que yo pudiera mostrarles en ese campo.
—Entonces ¿qué les mostraste?
—Les mostré la felicidad de la que habían renegado.
—¿Felicidad?
—Arturo jugando en la playa con Marta. Ella le hacía cosquillas. Le hacía cosquillas hasta que él se volvía loco. Le añadí la banda sonora. ¿Te lo hacía a ti Manuela? ¿Hacerte cosquillas hasta que te volvías loco? Hacerte cosquillas hasta que ya no eran cosquillas sino una tortura. La mente nos juega malas pasadas, Javier…, después de décadas de negación.
—¿Y Ramón? ¿Qué le mostraste a Ramón? Su esposa…
—Creo que Raúl les dio aquella película como regalo de bodas. La feliz pareja casada, Ramón y Carmen. ¿Escuchaste las cintas?
Javier asintió con la cabeza.
—Había otra cinta, que me llevé conmigo. Finalmente, Carmen cantó. No tenía tan buena voz, pero cantó para Ramón… un aria de amor. Ramón aplaudía al final y se notaba la emoción en su voz. La cambié un poquito. No había aplausos…, sólo aquellos gritos desesperados: «¡Ramón, Ramón!».
Javier se estremeció ante la exquisitez de aquella tortura. El hombre enfrentado al doble horror de la cirugía irrevocable y los últimos momentos de auténtica felicidad desfigurados por una banda sonora añadida.
—¿Y a mí? ¿Qué me mostrarás a mí? —preguntó Javier, mientras el miedo lo volvía furioso e intentaba recordar cuándo había sido feliz por última vez—. ¿De qué felicidad he renegado?
—Voy a vendarte los ojos un momento —dijo la voz—. Cuando te quite la máscara para dormir lo verás.
Un elástico chasqueó detrás de su cabeza y sobre sus ojos descendió la oscuridad de una máscara almohadillada. Era hermosa la oscuridad del grueso terciopelo. Pensó que no quería salir jamás de debajo de ella. Oyó que colocaban algo encima de la mesa. Empujaron su silla hacia delante. La adrenalina invadió su organismo. La pureza de su pánico se debilitó y enfrió su sangre como éter. Tenía frío y temblaba. Unos dedos desataron la máscara pero Falcón mantuvo los ojos cerrados.
—Abre los ojos, Javier —dijo la voz—. Tú, más que nadie, sabes lo que sucede si no abres los ojos. No es tan terrible.
—Los abriré. Pero dame tiempo.
—Lo ves todos los días de tu vida.
—Tú sabes que no se trata de lo que hay en la mesa —dijo Javier—. Es lo que hay en mi cabeza.
—Abre los ojos.
—Los abriré.
—Queda poco tiempo.
—Lo haré.
—Te obligaré. Sabes que te obligaré. Ya sabes cómo.
Javier sintió que le apretaban el cuello con un brazo y se lo echaban hacia atrás de modo que tenía el cuello tenso, tan tenso que no podía ni gritar. Sentía su tacto. Era como hielo. El frío de una hoja aséptica. Algo cálido resbaló por su mejilla, más espeso que el sudor o las lágrimas. Abrió los ojos de golpe mientras su cabeza caía hacia atrás.
Encima de la mesa había un vaso de leche. Intentó apartarse pero era demasiado tarde, la imagen se le metió en la cabeza como un pedazo de vidrio. No tenía ni idea de por qué estaba tan asustado. Ninguna lógica acompañaba al miedo que se debatía en pulsos de sinapsis en sinapsis, de nervio a nervio, hasta que todo el cuerpo se convulsionó en espasmos balanceantes.
La venda le cubrió los ojos y apagó la ridícula realidad de un vaso de leche. Una mano pasó por su cabeza, un cuerpo pasó por delante de él.
—Inspira.
Falcón inspiró un olor intenso, asqueante, empalagoso. Su saliva se mezcló con sulfuro y todo el cuerpo se puso a sudar. Vomitó.
El olor se alejó, el vaso volvió a la mesa. El hombre se colocó detrás de él.
—Sabía que serías valiente —dijo la voz.
—No me siento valiente —dijo Javier, jadeando y tosiendo por el vómito.
—¿Qué has olido?
—Almendras y leche —contestó—. ¿Cómo sabes que no soporto la leche con almendras?
—¿Quién solía tomar leche con almendras antes de irse a la cama por la noche?
—Creo que era mi madre.
—Sabes que era tu madre —dijo la voz—. ¿Quién le llevaba la leche con almendras cada noche?
—La criada…
—No, ella la preparaba. ¿Quién se la llevaba?
—Yo no —dijo rápidamente, como un niño. La mentira instintiva—. Yo no lo hacía. Era Manuela.
—¿Sabes por qué te odiaba tu padre?
Javier bajó la cabeza abrumado. La agitó de lado a lado, negando, negando todo lo que le venía a la cabeza.
—¿Por qué tu padre hizo que lo amaras?
—Ya no te entiendo.
—Ahora calla, Javier. Voy a leerte algo, como hacía tu padre antes de que te durmieras. ¿Qué tenemos esta noche? A ver, esta noche tenemos: «una breve historia de dolor que será la tuya».
3 de enero de 1961, Tánger.
Hace seis días que me siento frente a P. y veo cómo su cara se va volviendo cenicienta. Sólo los niños logran animar un poco su vida. Le pregunto qué ocurre y ella dice siempre lo mismo: «Nada, nada». Paso por el taller de T. C. Las paredes están intactas, la puerta está quemada y no queda nada del techo. En el café que T. C. solía frecuentar oigo que no habrá investigación policial. Fue un trágico accidente. P. ha empezado a ir a misa regularmente. Miro al mar con los prismáticos. Está gris y plano como el acero. La playa está vacía. Veo cómo bajan en picado las gaviotas.
12 de enero de 1961, Tánger.
Es el quinto cumpleaños de Javier y celebramos una pequeña fiesta. P. está muy animada durante la fiesta. Me maravilla su capacidad. Soy la estrella de la tarde como monstruo de las profundidades. Hordas de niños huyen de mí, chillando. De vez en cuando capturo a uno y lo devoro con delicia —un niño que se retuerce muerto de risa— hasta que una niña se hace pis encima. Fin del monstruo. Los niños se meten en la cama temprano y P. y yo cenamos solos en el silencio habitual. Incluso los criados caminan sobre cristales rotos. Se acaba la cena. Los criados se van. Estamos solos. Bebo brandy y fumo. Hago mis habituales observaciones sobre su comportamiento reciente y esta vez ella golpea la mesa con ambos puños. Es como un disparo de rifle. Empequeñece los ojos y se inclina sobre la mesa hacia mí.
P.: Sé que fuiste tú.
YO: ¿Qué?
P.: Sé que lo hiciste tú.
YO: ¿Qué?
P.: Matarlo.
YO: ¿A quién?
P.: Eres frío como los paisajes que pintabas antes. Estepas heladas. No tienes corazón, Francisco Falcón. Estás vacío, eres frío y eres un asesino.
YO: Ya te confesé mi pasado hace tiempo.
P.: Ah, que Dios me perdone, ojalá hubiera escuchado con más atención. Debería haber hecho caso a mi padre. Nunca debería haber dejado que pusieras tus manos heladas sobre mí. Eres un bruto. Eres el monstruo perfecto. Hoy me has dejado petrificada al verte con los niños, porque eso eres tú, así es como…
YO: ¿De qué hablas, Pilar?
P.: Te lo diré a la cara si lo prefieres.
YO: Lo prefiero.
P.: Mataste a Tariq Chefchaouni.
YO: ¿A quién?
Su desprecio es casi demasiado grande para aquella habitación.
P.: Sabes que no soy tonta. Cuando me regalaste aquel anillo, cuando me regalaste aquella escultura…, ¿te creías que no sabía exactamente lo que estabas haciendo? Pero no me detuvo, Francisco. Nunca me habría impedido disfrutar de la pasión de un hombre con más genialidad en uno solo de sus pelos que tú en toda tu alma vacía.
Sus palabras me golpean como porras, cada una sobre un órgano vital o una articulación crucial.
P.: Dime, Francisco, ¿por qué lo mataste? No creo que fuera porque me follara. ¿O sí? ¿Fue porque le daba placer a tu esposa mientras tú jugabas con aquella puta rica o sodomizabas chicos con tus compinches del Bar La Mar Chica? ¿Fue por eso? ¿Cuándo hicimos el amor por última vez? ¿Lo hicimos alguna vez?
YO: Estás yendo demasiado lejos, Pilar.
P.: Estoy yendo demasiado lejos para ti. La que habla es la madre de tus hijos. Te está diciendo lo que eres. Eres infiel. Eres un sodomita. ¡Niégalo!
YO: No me hables así.
P.: Hablo como quiero. Te lo digo, Francisco. Va a salir todo. Todo…, hasta lo de que estabas sodomizando jovencitos en nuestra noche de bodas con aquel personaje asqueroso… No puedo ni pronunciar su nombre.
YO: ¿Quién te lo ha dicho?
P.: Oigo cosas. Todo me llega. Lo sé todo, Francisco. Incluso sé por qué te casaste conmigo, el bruto con el corazón de hielo.
YO: ¿Por qué me casé contigo?
P.: Porque creías que podía despertar tu genio, que contigo fluiría. Pero el genio, Francisco, es un don de Dios. Y él te lo ofreció. Pudiste entreverlo. Lo tuviste. Y ¿qué hiciste con él? Lo vendiste. Y por eso Dios te lo volvió a quitar. Te reconoció como la puta que eres.
YO: ¡Cállate! ¡Cállate!
P.: ¡No, no, no y no! Esto es el final, Francisco Falcón. Lo oirás todo. Se te dio la visión. Se te concedió una visión especial. Pudiste ver la esencia de las cosas y la trataste como una moneda de cambio. Cuando volví contigo… eras tan lastimoso. Estabas tan agradecido. Tu musa había vuelto. Y quisiste volver a verlo pero, debido al hombre que eres, no pudiste ver dentro. Sólo viste la superficie. Cualquiera puede pintar la superficie. Pintan de blanco la medina todos los días.
YO: No pienso aguantar esto.
P.: Pues tendrás que escucharlo. Reconócete a ti mismo, aunque no puedas reconocérmelo a mí, que la razón por la que mataste a Tariq Chefchaouni y destruiste su obra…
YO: ¡Cállate, Pilar!
P.: … fue que él, un pobre árabe del Riff, había logrado lo que tú no habías podido. Se puso furioso cuando se enteró de que su padre había vendido la escultura de hueso. Sólo se calmó cuando supo que la tenía yo. Su obra no estaba a la venta. Era algo entre él y su creador. Este era su principio. Esta era su moral. No se vende la propia visión al mayor postor.
Me pongo de pie con las piernas temblorosas. Toda mi fuerza se está convirtiendo en rabia. Soy como un volcán preparado para la erupción. Tengo que apoyarme con ambas manos en la mesa para contenerme. Ella se inclina hacia mí de modo que nuestras caras están tan cerca que puedo ver la blancura dura y afilada de sus dientes. Sus ojos rugen ante mí, llamas verdes y ardientes.
YO: Entonces ¿qué hacía su escultura en un escaparate?
P.: Nadie está exento de vanidad, sólo unos cuantos están totalmente consumidos por ella.
Le pego. La abofeteo en la cara con el revés de la mano. Es un golpe terrible, que la envía al otro lado de la habitación, se da contra la pared y cae como un escarabajo aturdido. Se arrastra desorientada hasta el rincón y se queda allí sentada, mientras recupera el sentido. Los huesos de mi mano crujen. Me siento rabioso y salvaje, pero algo me retiene. P. se levanta, sosteniéndose en la pared blanca, de la que se desprende un trozo de pintura. Parpadea, meneando la cabeza. Está decidida.
P.: Tengo una cosa más para la bestia negra que tienes en la cabeza. Has de saber que has matado al padre de mí último hijo y que nunca serás perdonado.
Sale de la habitación. Mi cerebro enloquecido tiene problemas para descifrar las complejas palabras, cada letra de las cuales parece afilada como una «X», toda una hilera de ellas, que envuelven mi pecho como alambre espinoso tensado. Tengo que sentarme. Vivo un paroxismo agónico. Mi corazón se ha contraído y sufre calambres. A través del aullido de estupefacción de mi cabeza oigo los talones de P. alejándose por los pasillos de mosaico. Se cierra una puerta. Oigo girar una cerradura. La quiero llamar para que me salve. Pero estoy solo y sucede algo terrible dentro de mí que no estoy seguro de que mi caja torácica pueda contener. Parpadeo sin cesar martirizando mis ojos. Sollozo, y de muy adentro surge un eructo estentóreo que llena la habitación con el hedor del chorizo rancio. El alivio es inmediato. La muerte se aleja. Salgo de casa y me voy a dormir al estudio. Me despierto por la mañana con la cabeza clara y escribo esto como si fuera un sueño inquietante. No me creo lo que me ha dicho de Javier. Su rabia era la única defensa contra mi violencia espontánea.
13 de enero de 1961, Tánger.
Vuelvo a casa por la tarde. En cuanto abro la puerta huelo a quemado, o más bien a humo de un fuego apagado. Hay una mancha negra en el patio y el viento ha levantado los copos negros de papel quemado, que se agitan y vuelan como una plaga de insectos sin escapatoria. Me muevo entre ese mundo de polillas, y los copos negros se pegan a mi cara fría pero sudada. No entiendo por qué se ha producido un fuego allí hasta que veo un pedazo de papel, con los bordes enrollados y quemados. Lo giro y veo vestigios de un trazo de carbón. Voy a la habitación que había sido mi estudio. Me quedo frente a la cómoda cuyo último cajón está abierto. Han desaparecido los siete dibujos de P.
Me vuelvo loco y voy a su habitación, que está cerrada. Golpeo la puerta empujándola con el hombro y se abre. Está vacía. Cojo la escultura de hueso y vuelvo directamente a mi estudio en la bahía. Cojo dos martillos y subo a la azotea. Hago añicos la escultura con un martillo en cada mano. Recojo los pedazos y con una fuerza loca y obsesiva los aplasto con el mortero. Meto el polvo en una bolsa, voy a una tienda de turistas barata y compro una urna de arcilla. Meto el polvo dentro. Vuelvo a casa y se la dejo en el tocador.
18 de enero de 1961, Tánger.
No nos hemos dicho nada. El retazo negro del patio ha desaparecido. No sé dónde está la urna. Estuvo unos días en su tocador y luego desapareció. Nos movemos uno junto al otro como si viviéramos en el centro de un imperio en decadencia, como si fuéramos emperador y emperatriz con los designios en manos de cada uno hacia el colapso final. Sabemos lo que pasará. La sospecha se huele en los pasillos. Deseamos la compañía del otro, aunque nos aborrezcamos mutuamente, porque tenemos que vigilar lo que hacemos. Ella sólo bebe y come lo que le prepara su criada rifeña. Yo simulo desinterés y como en el restaurante del Grand Hotel Ville de France. Observo su rutina y espero. Había una historia de la Antigua Roma de unos esposos en la misma situación. La esposa vio que el marido comía higos de la higuera. Los pintó con veneno y miró cómo moría. No estamos en temporada de higos.
25 de enero de 1961, Tánger.
Estoy sentado en el estudio. He tardado todo el día en encontrar este pedazo de papel que tengo delante. Fumo y aliso el papel. Toco las dos cápsulas de cianuro que me dio el legionario al que salvé de la prisión. Las huelo. Nada. Rescato de mi cerebro el recuerdo de que el cianuro huele a almendra.
2 de febrero de 1961, Tánger.
P. se va a la cama temprano y la mujer rifeña llama a uno de los niños para que le lleve la leche caliente con almendras. Paco y Manuela siempre mandan a Javier, que está encantado de hacerlo. Yo miro desde el patio. P. deja la leche en la mesita de noche y besa y abraza a Javier antes de mandarlo a la cama. Bebe la leche y apaga la luz.
Me pregunto si es eso lo que quiero. Ser un parricida. ¿No tengo moral? La pregunta no me parece relevante. La presión procede de otro lugar. Las noches cada vez son más largas y mis pensamientos pasan más tiempo en la solitaria oscuridad. Estoy echado en el centro de mi estudio, con la mosquitera sobre mi cabeza, y evoco una imagen de los primeros días en Rusia. Veo a la traidora de Pablito en mi cabeza. Su pecho jadeante en mi visor. Apunto más arriba y, a la orden, le disparo en la boca. Le reviento la mandíbula. Tengo mi respuesta.
1 de febrero de 1961, Tánger.
Me siento bajo la higuera del patio. Llevo las cápsulas encima. Juego con ellas en la mano. No me consume el odio sino que me dejo llevar por lo inevitable. Estamos en el punto crucial. No hay forma de cambiar el final.
Oigo que la mujer rifeña llama. Toco después, los pies desnudos de Javier resuenan sobre el mosaico. Me escondo en una de las habitaciones del pasillo que conduce al dormitorio de P. Oigo que se acerca Javier por el roce de su pijama.
De nuevo la voz de Sergio se aleja a medida que las palabras avanzan inexorablemente. Javier se ve mirándose los pies descalzos sobre las baldosas de terracota, con el vaso de leche con almendras a la altura de la barbilla. Aprieta los labios de pura concentración, intentando no verter ni una gota y se sobresalta con la aparición de su padre a la altura de su hombro. Su gran cara emergiendo de la oscuridad de forma tan repentina que Javier casi deja caer el vaso, pero gracias a Dios su padre se lo quita.
—Soy yo —dice él, abre mucho los ojos y aprieta los dedos alrededor del vaso diciendo—: Abracadabra.
Le devuelve el vaso.
—Ya está —dice, dándole un beso en la cabeza—. Ve. Cógelo. Que no se te caiga.
Javier agarra el vaso y su padre le acaricia el hombro. Camina otra vez por el mosaico, y cada cráter y cada junta se imprime en sus plantas descalzas. Llega a la puerta, deja el vaso en el suelo porque necesita las dos manos para bajar la manilla. Recoge el vaso y entra. Su madre levanta la cabeza del libro. Javier cierra la puerta empujándola con la espalda hasta que oye el clic del pestillo. Deja el vaso en la mesita, se sube a la cama y su madre lo abraza fuerte contra el pecho y él se pierde momentáneamente en la blandura del camisón. Javier siente la mano de ella, sin anillos, en su estómago tenso y el aliento y el contacto de sus labios en la cabeza, de aquella forma que le hace cosquillas. Desprende calor y su olor de algodón, y ella le aprieta las costillas contra las suyas y le da un último beso fuerte en la frente, que le deja marcado su amor para siempre.
Javier se quedó paralizado en la silla al volver a la oscura realidad de la máscara. Las cuerdas seguían cortándole la piel, y el párpado le ardía en un extremo, el terciopelo de la máscara estaba mojado de lágrimas mientras la voz detrás de él pronunciaba las últimas palabras del diario de su padre:
Poco después, Javier vuelve al dormitorio. Me acerco a la ventana y miro a través de las grietas de la persiana. P. levanta el vaso de leche. Sopla y bebe el primer centímetro. Lo deja en la mesa. Cuando se vuelve, el cianuro ya ha alcanzado su organismo. Me sorprende su rapidez. Es rápido como la misma sangre. Ella se retuerce, se toca el cuello y cae. La mujer del Riff entra en la habitación de los niños y apaga la luz. Enseguida se va a su habitación. Yo voy a la de P. y me llevo el vaso. Lo lavo a conciencia en la cocina y lo lleno hasta la mitad con una botella de leche de almendras que he preparado antes en el estudio. Pongo de nuevo el vaso en la mesita de P. y apago la luz. Vuelvo al estudio a escribir. Ahora debo dormir porque mañana tengo que levantarme temprano.
Sergio terminó y se hizo el silencio en la casa. Las lágrimas de Javier, que habían mojado la máscara, mezcladas con la sangre de su párpado cortado, le bajaban por la cara. Estaba exhausto. Oyó movimiento detrás de él. Un trapo sobre su nariz y su boca y un olor químico fuerte y desagradable como amoníaco impulsaron su cerebro a otra galaxia insonora.