Capítulo 32

Domingo, 25 de abril de 2001

Casa de Falcón, calle Bailen, Sevilla

Ahmed no le había dicho lo que había en el baúl. Falcón miró su reloj: eran las diez de la noche. Bajó a su estudio, encontró su agenda y buscó entre las páginas el nombre de la doctora de Marta: Azucena Cuevas. Llamó al hospital de Ciempozuelos. La doctora Cuevas había vuelto de vacaciones y estaría de guardia por la mañana. Falcón habló con la enfermera de noche del ala de Marta; le expuso su problema y lo que quería ver. La enfermera le dijo que la única ocasión en que Marta se dejaba quitar la cadena del cuello era para su ducha diaria y que ella comunicaría a la doctora Cuevas su petición por la mañana.

Falcón había tomado demasiadas pastillas para dormir y se despertó tarde. Llegó justo para tomar el AVE de mediodía a Madrid, que, siendo lunes, estaba lleno. De nuevo llevaba traje, un abrigo y el revólver cargado. Llamó a la doctora Cuevas desde el tren. Ella aceptó retrasar la ducha diaria de Marta hasta la tarde.

Desde la estación de Atocha, Falcón tomó un taxi directamente a Ciempozuelos y a las tres y media estaba sentado en el despacho de la doctora Cuevas esperando que la señora de la limpieza trajera el baúl de Marta.

—¿Qué sabe de su enfermero: Ahmed? —preguntó Falcón.

—De su vida privada, nada. Por lo que respecta a su trabajo es excelente, tiene una paciencia infinita. Nunca levanta la voz a estas personas desafortunadas.

Llegó el baúl y unos minutos después una enfermera trajo la llave y el medallón de la cadena de Marta. Abrieron el baúl. Dentro había un pequeño altar dedicado a Arturo. La tapa estaba cubierta de fotos. Había una tarjeta de aniversario hecha a mano con una mujer delgada con los ojos fuera de la cabeza y el pelo tieso y «Marta» escrito debajo. En el baúl había cochecitos de metal, un calcetín gris de niño, un viejo cuaderno de ejercicios, lápices con marcas de dientes en las puntas. En el fondo había dos rollos de película de 8 Mm. como los que habían encontrado en el almacén de Mudanzas Triana. Falcón levantó uno hacia la luz. Se veía a Arturo en brazos de su hermana. Los apartó, bajó la tapa del baúl y lo cerró con llave. Abrió el medallón. Contenía un rizo de pelo castaño. Devolvió la cadena a la enfermera. La mujer de la limpieza se llevó otra vez el baúl.

—¿Dónde está ahora Ahmed?

—Está paseando a dos pacientes por el jardín.

—No quiero que sepa que he estado aquí.

—Eso es difícil —dijo la doctora Cuevas—. La gente habla. No puedo evitarlo.

—¿Ha habido algún estudiante de Arte trabajando en el ala de Marta?

—Hace un tiempo hicimos un experimento de tres meses con una terapia artística —dijo la doctora Cuevas.

—¿Cómo funcionaba? —preguntó Falcón—. ¿Quiénes eran los terapeutas artísticos?

—Lo hicimos durante los fines de semana. El trabajo era voluntario. Era para comprobar que los pacientes respondían a una actividad creativa que podía recordarles su infancia.

—¿De dónde eran los artistas?

—Uno de los miembros del consejo del hospital es director de cine. Buscó personas de su propia empresa con una preparación artística. Eran todos jóvenes.

—¿Tiene constancia de quiénes eran?

—Por supuesto, tiene que haberla. Pagamos sus gastos de viaje.

—¿Cómo les pagaron?

—Una vez al mes con un cheque, que yo sepa —dijo ella—. Tendría que hablar con el departamento de contabilidad para saber más detalles.

—¿Recuerda algún nombre de los hombres que ayudaron en el curso?

—Sólo los nombres de pila: Pedro, Antonio y Julio.

—¿Había algún Sergio?

—No.

—Iré a hablar con el departamento de contabilidad.

La doctora Cuevas tenía razón. Había habido un Pedro y un Antonio, los dos con apellidos españoles. Fue el tercer nombre que le dio la secretaria del departamento de contabilidad el que atrajo la atención de Falcón, porque era Julio Menéndez Chefchaouni.

Eran las nueve de la noche cuando Falcón llegó a la calle Bailen, y al abrir la puerta tropezó con otro paquete en el suelo. Tampoco tenía dirección. Sólo el número 3 escrito delante.

Estaba agotado. Dejó el paquete en el estudio. En el contestador había un mensaje. Era del comisario Lobo, que le daba el número de teléfono de su casa. No tuvo ánimos para llamar y fue a ducharse.

En la cocina encontró pan y chorizo, que regó con un vino tinto. Se llevó un poco de hielo al estudio y buscó una botella de whisky en el armario de las bebidas. Echó un par de dedos sobre el hielo. Se estiró antes de sentarse y por primera vez pensó que había dado un paso por delante de Sergio. Ya no lo estaba persiguiendo, sino acechando. Abrió el paquete. Había más hojas fotocopiadas de los diarios de su padre.

1 de julio de 1959, Tánger.

Tengo un nuevo juguete: unos prismáticos. Me siento en el porche y miro a la gente en la playa y dibujo los cuerpos, las naturalezas muertas inconscientes. Más que los cuerpos ágiles de los jóvenes, me interesa la geografía decadente de los mayores y los que no están en forma. Los dibujo como si fueran paisajes: escarpaduras, espolones entrelazados, cordilleras, llanuras y el inevitable corrimiento de tierras. Pasando mis nuevos ojos de larga vista por la playa encuentro a P. con los niños. Mi familia jugando. Paco y Manuela están construyendo un castillo, gaudiniano, mientras Javier molesta a P., que se lo lleva al agua. P. pasea mientras Javier chapotea en el agua, sin dejar a su madre de la mano. Me quedo en trance con esta visión cotidiana, que parece más maravillosa por lo inconsciente que es, hasta que P. se para, Javier corre y un desconocido lo levanta en sus brazos, lo menea en el aire y lo deja en el suelo. Javier patalea con exigencia y el desconocido obedece y lo levanta en el aire de nuevo. Es un marroquí de unos treinta y pico años. P. se acerca y me doy cuenta de que conoce al hombre. Hablan unos minutos mientras Javier amontona arena sobre los pies del desconocido y luego P. se aleja, arrastrando a Javier, que se da la vuelta para saludar al hombre. Enfoco de nuevo al marroquí, que sigue de pie con la cabeza muy alta hacia el sol. Mira a P. y al niño hasta que los pierde de vista entre la gente de la playa. Veo admiración en su rostro.

1 de noviembre de 1959, Tánger.

Ha empezado a llover y no hay nadie en la playa. Quedan pocas personas en la ciudad. El puerto está vacío. El decreto de Mohammed V del mes pasado, en el que daba un estatus especial a Tánger, ha sido abolido. El Café de París está vacío salvo por un puñado de quejumbrosos, que culpan de todo al reciente movimiento de la comunidad empresarial de Casablanca, por haber envidiado siempre la ventaja competitiva de Tánger. Voy a la medina y me siento bajo los balcones húmedos del Café Central, donde ahora sólo sirven un mal café o té de menta. Soy consciente de que me observan, lo que no es habitual porque normalmente el observador soy yo. Paseo la mirada por las cabezas con turbantes, las túnicas hasta la barbilla, las babuchas repiqueteando con los talones duros hasta que encuentro la cara del hombre de la playa que hablaba con P. Tiene un lápiz en la mano. Nuestras miradas se encuentran y sé que sabe quién soy. Se va poco después. Le pregunto al camarero si sabe quién es, pero nunca le había visto.

R. me dice que se muda otra vez. La carta de Abdullah Diouri le ha metido el miedo en el cuerpo.

3 de diciembre de 1959, Tánger.

Escribe M., muy deprimida. Los dolores de estómago de M. G. han sido diagnosticados como cáncer de hígado y ningún cirujano está dispuesto a operarlo. Parece que morirá dentro de pocos meses, si no semanas. Ella está muy enamorada de M. G. y sé que esto será un duro golpe. Me pregunta por Javier, otro varón que le ha llegado al corazón. Su carta me hace sentir nostalgia de la relación que teníamos P. y yo. Estos pensamientos me impulsan a levantarme y pasear por la habitación. Tengo a un intruso en la cabeza. Busco muy adentro y encuentro la cara del hombre de la playa. Sé que no tendré paz hasta que sepa quién es.

7 de abril de 1960, Tánger.

Ya no trabajo. No puedo. Mi mente no sabe dónde agarrarse. No soporto estar en el estudio. Paseo por la ciudad y la medina mirando las caras, observando y esperando encontrar al desconocido. Es mi nueva obsesión. Vivo dentro de mi cabeza, que tiene la grotesca lógica de la medina, pero sólo voy a parar a puntos muertos.

19 de mayo de 1960, Tánger.

Ya casi había perdido la esperanza cuando, caminando por el Boulevard Pasteur, me siento extrañamente atraído por algo que veo en un escaparate de una tienda de turistas: una talla de hueso. Levanto los ojos de la escultura y veo al desconocido de la playa despachando en la tienda. Primero pienso que la tienda es suya hasta que veo a un anciano cobrando. Entro y sin hacer caso del desconocido, que está despachando a unos turistas, pregunto al anciano por la pieza del escaparate. Me dice que la ha hecho su hijo. Quedo impresionado y le pregunto su nombre, que me dice que es Tariq Chefchaouni. El anciano dice que su hijo tiene un taller en las afueras de la ciudad, en el camino de Asilah. Mientras hablamos veo junto a la caja un cestito con anillos baratos. Cuatro son cubos de ágata montados en sencillos aros de plata. Ahora entiendo la perplejidad de P. ¿o era miedo?

Cuando leyó aquel nombre, Falcón se puso de pie y dio una vuelta a su estudio con los puños cerrados. Por la mañana tendría el número del carné de identidad del asesino y su dirección. Se sirvió otro vaso de whisky.

2 de junio de 1960, Tánger.

Una carta de M. comunicándome que M. G. IV ha muerto, después de sobrevivir dos meses más de lo esperado. Está desolada. Le escribo una carta de conmiseración diciéndole que venga a Marruecos, que salga de la ciudad, que abandone el escenario de su pesar. Soy un egoísta. Necesito una compañera. P. y yo vivimos como desconocidos, o más bien con un desconocido en nuestros dominios. Debería preguntarle por Tariq Chefchaouni. Como su marido debería preguntarle con quién hablaba en la playa. Pero no se lo pregunto. ¿Por qué no? Busco en mi cabeza las razones y no encuentro ninguna, sólo que la perspectiva me asusta. ¿Es posible que yo tenga miedo, el veterano de Krasni Borf? Pero no es un miedo físico, me da miedo poner de manifiesto mi vulnerabilidad. Me asombra descubrir que todo esto empezó el verano pasado y que ya llevo todo un año atormentado.

3 de junio de 1960, Tánger.

Vuelvo al Boulevard Pasteur y me quedo frente a la tienda, esperando a que se vaya el joven. Entro y pregunto al padre cuánto pide por la talla de hueso del escaparate. Dice que no está en venta (una técnica que reconozco) y regateamos. No me esfuerzo mucho porque estoy pendiente de si vuelve T. C. Pago treinta dólares, que parece una suma fantástica, hasta que tengo la escultura en el estudio y veo que es realmente una obra de arte. Sus líneas y formas desprenden una asombrosa belleza, que queda compensada por la calidad macabra del material utilizado. Empiezo a pensar que el anciano, más que ser astuto, ha hecho algo imperdonable.

18 de junio de 1960, Tánger.

Así soy yo. Es el cumpleaños de P. En lugar de regalarle la joya tradicional, envuelvo la escultura de hueso. Le pido que pase por el estudio a última hora de la tarde y sirvo champán en el porche. Todavía hay luz y una ligera brisa procedente del mar aporta calidez. Estamos creando un momento perfecto cuando le doy el regalo. Está animada, porque normalmente le doy una cajita, y no algo que mide 40 cm de alto. Rasga el papel como una niña. Yo la observo como un lobo para captar el momento en que vea la talla. Su cara, por una fracción de segundo, se rompe en dos. Sus ojos se agrandan y se quedan paralizados. Se recupera. Volvemos a tomar champán. El cielo se oscurece. Soy consciente de que me mira como si fuera una bestia desconocida que ha adoptado forma humana pero no se ha molestado en esconder la pezuña peluda. Tengo lo que quiero. Ella tiene lo que desea. Pone la escultura en su tocador.

Una carta de M. diciendo que la ha retrasado una batalla legal. Parece que los hijos de los anteriores matrimonios de M. G. no creen que merezca quedarse con la mitad de su fortuna.

3 de agosto de 1960, Tánger.

Encuentro el taller de T. C. pero me dicen que nunca va allí en verano. Estoy seguro de que la casa consiste en un par de habitaciones con un jardín detrás. No está pegada a ninguna otra casa, de modo que no forma parte de una casa familiar. Vuelvo por la noche y espero y observo. Está silenciosa. Vuelvo a la noche siguiente y salto el muro del jardín exuberante, que huele a tierra húmeda. En el centro hay un gran depósito de ladrillos, lleno de agua. El candado de atrás está muy flojo debido al calor y la puerta se abre fácilmente. Dentro hay un colchón de paja sobre un palé de madera y una calabaza en un rincón; nada más. Dudo antes de llegar a la puerta de la otra habitación, como si tuviera una premonición de que mi vida cambiará si cruzo el umbral. Es su estudio. Está lleno de la misma parafernalia que el mío. Mi linterna ilumina obras de hierro, esculturas de piedra, tallas de cuerno y joyería hasta que topa con el extremo de un cuadro.

Fijo mi haz de luz encima y me siento atraído por él como un imán. En un rincón de la habitación hay tres desnudos abstractos. El haz de luz moteado de polvo no es la mejor iluminación para contemplar estas obras, pero incluso en aquella tiniebla destacan por su calidad. Dos desnudos reclinados y uno de pie. Aunque sean abstractos sé inmediatamente que el tema es P. Se me remueven las tripas al verlos. Son la evolución perfecta y hermosa de los dibujos a carbón de P. que yo hice hace quince años. Lágrimas calientes me resbalan por la cara cuando empiezo a entender que aquel debería haber sido el final correcto de mi trabajo.

En la mesa hay un cuaderno de apuntes que no puedo resistirme a hojear. Los dibujos son de una excelente calidad. Son figurativos en el detalle. Una mano, un tobillo, un cuello, unos pechos grandes, unas nalgas, una cintura y un estómago. Son fascinantes. Luego llego a mi propia cara, espléndidamente delineada. Veo dibujos hechos a partir de ella. Caricaturas. Más y más feas hasta que, en la esquina derecha inferior, soy un bruto, un dibujo de terror. Me tiembla la mano de rabia. Su visión me otorga un derecho. Ahora soy capaz de cualquier cosa.

30 de octubre de 1960, Tánger.

El verano ha terminado. Los turistas nos han abandonado. Salgo de casa y espero a P. en el mercado. Cruza el Petit Zoco hacia la parada de taxis del Grand Zoco y sube a un viejo Peugeot. La sigo con el siguiente taxi, dando más dirhams al conductor a medida que le voy indicando por dónde tiene que ir. El Peugeot para ante el taller de T. C. Ella baja del coche y él sale a recibirla. Digo al taxista que me espere. Salto la pared del jardín. La habitación del dormitorio está abierta. Oigo cómo T. C. habla y P. ríe en el estudio. La puerta está entreabierta. La veo desnudarse y caminar hacia una sábana arrugada en el suelo. Se arrodilla dando la espalda a T. C, cuya túnica muestra los signos ridículos de la excitación. Primero trabaja con lápiz. Tiene una forma curiosa de poner todo su cuerpo en la creación de cada línea. Los trazos se convierten en piruetas de ballet, como si se sacara el trabajo de dentro bailando para plasmarlo en el papel. Llena tres hojas y luego pide a P. que cambie de posición. Él se mueve detrás de ella y le recoge el pelo con una peineta. Se coloca delante de ella y le empuja los hombros hacia atrás de modo que se forme una cordillera en su columna. P. advierte su excitación y, con una intimidad instintiva, le levanta la túnica y le acaricia hasta que él tiembla. Ella acerca su cabeza y él jadea. Ella levanta una mano hasta las nalgas de él y lo acerca a ella. Inclina la cabeza lentamente como si rezara. Las manos de él tiemblan en los hombros de ella y suelta un gritito de niño que se despierta repentinamente en la noche. Ella bebe de él. Me voy.

Vuelvo a mi estudio en el taxi y saco mi pincel por primera vez desde hace meses. Hay cinco telas vacías que clavo en la pared.

Preparo la pintura negra. Cojo un lápiz. Mi mente parece de acero. Los pensamientos bajan por sus canales como balas y en pocos momentos he esbozado un dibujo absolutamente obsceno, con P. entre sátiros de un priapismo aterrador. Pinto con vigor y perversión, pero con claridad y precisión, de modo que cuando separe las pinturas no sean nada más para el espectador que cinco lienzos en blanco y negro. Mi venganza sólo toma forma con una configuración precisa.

3 de diciembre de 1960, Tánger.

No trabajo. Sólo observo. Mi ojo está sólo pendiente de la unión de dos personas. Me he enfriado como el hielo. Mi cabeza trabaja con la claridad de un tiro disparado en un campo silencioso y cubierto de nieve. He estudiado la rutina de invierno de T. C. Se levanta tarde, siempre después de mediodía. Va a un pequeño café y desayuna tomando un té. Fuma tres o cuatro cigarrillos. Por la tarde pocas veces va al taller. A veces va a la casa de la familia. Tiene esposa y tres hijos, dos niños y una niña, de cinco a ocho años. Otros días va a la playa. Le gusta el mal tiempo. Le observo desde mi estudio, de pie afrontando el viento y la lluvia con los brazos abiertos, como si recibiera encantado los poderes purificadores de los elementos. Por la noche trabaja. Le he observado. Está tan absorto que no se da cuenta de nada. A veces trabaja desnudo, aunque haga mucho frío. De vez en cuando cae literalmente al suelo del estudio, exhausto. Ha terminado un cuarto desnudo. De P. arrodillada. Es fenomenal. Una maravilla de la misteriosa sencillez de la forma, pero con la misma calidad que distingue a los tres anteriores: las alegrías y los peligros del fruto prohibido.

28 de diciembre de 1960, Tánger.

Es una noche muy fría, quizá la más fría que recuerdo en Tánger. El viento sopla del noroeste y trae el frío del Atlántico. Camino por la ciudad silenciosa. Ni siquiera hay perros en la calle. Es una larga caminata hasta el estudio de T. C. y tardo más de una hora. Sin pensar salto el muro por el sitio habitual (he encontrado un sitio donde caigo sobre un camino y no dejo huellas en la tierra). Entro en el dormitorio, oigo cómo se mueve y sé que está trabajando. Entro en la luz del estudio. Se calienta con una salamandra que quema madera en un rincón. Sigue trabajando. Me acerco a su espalda. Sus músculos están tensos bajo la túnica. Me detengo muy cerca de él y sigue sin darse cuenta. Aplica pintura gruesa y carnosa. Respiro en su cuello y se queda rígido como la piedra. No se vuelve. No es capaz de volverse.

«Soy yo», digo.

Se vuelve. Sus ojos buscan una razón en los míos y, cuando ve la inutilidad, compasión. No tengo necesidad ni deseo de explicaciones verbales y por lo tanto mi mano sale disparada y le corto el cuello con una fuerza tan brutal que se oye un fuerte crujido. El pincel y la paleta le caen de las manos. Cae de rodillas. Lo oigo intentar respirar con su laringe partida. Me pongo detrás de él y le coloco una mano delante de la boca y la nariz. La brutalidad de mi primer golpe lo ha dejado sin fuerzas. Hasta que la idea de la muerte no cruza su cabeza, el reflejo de la supervivencia no le manda un poco de fuerza a los brazos, pero ya es demasiado tarde. Aprieto fuerte y ahogo la última chispa de resistencia. Lo dejo boca abajo en el suelo. Cojo los cuatro desnudos, les arranco los marcos y los enrollo. Los dejo junto a la puerta. Cojo una lata de cinco litros de gasolina y la vierto en el suelo y sobre el cuerpo inerte de T. C. También hay trementina y alcohol. Echo una cerilla encendida y me voy. Vuelvo caminando a mi estudio. Escondo las telas en el techo, sobre mi cama. Me echo. He terminado mi trabajo y me duermo con facilidad.

Javier bebió el resto del whisky del vaso. En cuanto la enormidad de lo que estaba leyendo se escapó de la página para llenar toda la habitación de horror, llenó su vaso una y otra vez hasta emborracharse. Su anterior sensación de triunfo había desaparecido. Sentía la cara como si fuera goma aplastada. Tenía los pies cubiertos por las fotocopias que le habían caído de las manos flácidas. Le caía la cabeza contra el hombro. Su cuello se doblaba hacia atrás, sus reflejos rechazaban el sueño y lo que le esperaba allí, pero no podía resistirse más: ganó el agotamiento, su mente y su cuerpo estaban acabados.

Soñó consigo mismo dormido, pero no como adulto, sino de niño. Tenía la espalda caliente y estaba protegido por la mosquitera. Se encontraba en aquel duermevela donde sabía que el calor de su espalda se debía al sol y que a través de sus ojos medio cerrados podía ver el cráter poco profundo que él había perforado en la pared blanqueada junto a su cara. Sintió que la excitación de la infancia ascendía por su estómago mientras oía a su madre que lo llamaba:

«¡Javier! ¡Javier! ¡Despiértate de una vez, Javier!».

Se despertó instantáneamente, porque sabía que ella estaría en la habitación y él sería amado y se sentiría feliz.

Pero no estaba. Lo que fuera que estuviera allí pasó por delante de él un momento hasta que logró enfocarlo. Volvía a estar en el estudio. Estaba sentado en una silla, pero no era la suya de siempre. Era una de las sillas de respaldo alto del comedor y él no podía moverse porque algo le cortaba el cuello, las muñecas y los tobillos. Tenía los pies descalzos sobre el frío suelo de mosaico.