Capítulo 31

Domingo, 25 de abril de 2001

Taller de El Zurdo, calle Parras, Sevilla

Falcón clavó las copias en la pared mientras El Zurdo liaba y encendía un porro. Javier tocó la espalda de El Zurdo cuando este daba la primera calada. El Zurdo se volvió.

—¡Joder! —dijo—. ¿Quién es esta?

—¿Esta? —respondió Falcón, rabioso—. Esta es mi madre.

—Joder —repitió El Zurdo, acercándose más, fascinado—. Menuda pintura.

—Esto no es una pintura —replicó Falcón—. Esto es una mierda.

—Mira, a mí esto no me afecta como a ti —dijo El Zurdo—. Yo lo veo como…

—¿Como arte? —dijo Javier, incrédulo.

—Técnicamente. Vaya, es extraordinario crear cinco piezas que parezcan insignificantes y sin conexión aparente… Ni siquiera se ven los puntos de unión del rompecabezas, pero cuando se juntan…

—Se convierten en la expresión más vil del odio de un hombre hacia su esposa y la madre de sus hijos, algo que sólo podría crear la mente de un monstruo —dijo Javier.

Los dos hombres callaron mientras contemplaban la horrible pintura que llenaba la habitación. En el cuadro se veía a una mujer sometida por dos sátiros rapaces, uno penetrándola por detrás y el otro llenándole gráficamente la boca. Pero no era una violación. El único ojo visible de la mujer delataba complacencia. Era nauseabundo. Javier pasó por delante de El Zurdo, arrancó la pintura de la pared y la tiró a un rincón del taller.

—¿Qué podría haberlo empujado a crear…?

—Toma una calada de esto —dijo El Zurdo.

—No quiero una calada de eso.

—Te calmará los nervios.

—No quiero calmarme.

—Mira…, a lo mejor descubrió que ella tenía una aventura.

—Claro —dijo Javier—, mientras él era tan fiel. Mientras él no se divertía sodomizando jovencitos siempre que podía…

—En aquella época era diferente para las mujeres —dijo El Zurdo.

—Mientras él no se dedicaba a la sodomía en su noche de bodas. Mientras él no tenía una amante que acabaría siendo su segunda esposa, antes de que muriera la primera.

—Odiaba a las mujeres —dijo El Zurdo, como si tal cosa.

—¿Qué dice? —preguntó Javier—. ¿No le he oído?

—He dicho que odiaba a las mujeres.

—¿Se puede saber de qué está hablando, Zurdo?

—Lo que has oído…, y no me refiero al grado normal de misoginia que existía en aquella época. Era mucho más que eso…, mucho más.

—Estuvo casado dos veces, pintó los cuatro desnudos de mujer más sublimes que se han visto en el mundo y usted dice que odiaba a las mujeres… —dijo Javier.

—Yo no digo nada —puntualizó El Zurdo—. Eso es lo que él me dijo.

—¿Él se lo dijo? ¿Desde cuándo eran tan íntimos usted y mi padre como para contarle algo así?

—Desde que éramos amantes.

Se hizo un largo silencio en el que Javier se dejó caer en una butaca desvencijada. Todas las fuerzas lo abandonaron. Era consciente de que se le había abierto la boca, que tenía la cara descompuesta por el impacto y los brazos débiles.

—¿Desde cuándo? —preguntó, bajito.

—Desde 1972, durante once o doce años, hasta que empezó a tener miedo del sida.

—Entonces, ¿aquella vez que vine con él…?

El Zurdo asintió con la cabeza. Pasó otro momento doloroso.

—¿Y no le parece que esta es una amarga ironía? —preguntó Javier.

—¿Que pintara aquellos desnudos? —dijo El Zurdo—. Era su trabajo…, pero no tenía por qué ser también su vida.

—¿De dónde procedía… ese odio? —preguntó Javier—. No entiendo de dónde podía proceder.

—De su madre.

El cerebro de Javier contaba los segundos como un metrónomo antes de que irrumpiera la locura.

—En sus diarios se refiere al «incidente» —dijo Falcón—. Algo que sucedió cuando era niño, que lo obligó a marcharse de casa y enrolarse en la Legión. Supongo que habló de ello con alguien, seguramente con mi madre, pero nunca lo puso por escrito. ¿Se lo contó a usted?

—Me lo contó —dijo El Zurdo—. Te lo explicaré si quieres. Mira… estas cosas, cuanto más pasa el tiempo, menos importantes parecen. Pero deciden la dirección de una vida en su momento.

—Cuéntemelo.

—¿Qué sabes de sus padres?

—Casi nada.

—Bien, tenían un hotel en Tetuán en los años veinte y treinta. Eran muy conservadores. Su madre era una católica devota y su padre, un borracho. Era un mal borracho que la tomaba con sus hijos y sus empleados. Sólo tienes que saber eso para entender lo que pasó.

Una mañana, su padre pilló a Francisco en la cama con uno de los criados y se volvió completamente loco. Mientras Francisco se escondía en un rincón de la habitación, su padre apaleó al chico hasta matarlo, delante de él. Hasta que a su padre no se le pasó la rabia no se dio cuenta de lo que había hecho. Entre los dos se deshicieron del cadáver y el padre obligó a Francisco a limpiar hasta la última gota de sangre y a blanquear las paredes. El Zurdo se sentó con las manos abiertas.

—¿Qué tuvo que ver su madre en todo eso? —dijo Falcón—. Antes ha dicho…

—Nunca volvió a dirigirle la palabra. Le retiró todo su afecto y se comportó como si él no existiera. Ni siquiera le ponía un plato en la mesa. Por lo que respecta a ella, en su estrecha mentalidad católica, él había cometido una transgresión que estaba más allá del perdón.

—¿Cuándo se lo contó?

—Hace mucho tiempo. Más de veinte años.

—¿Cuando eran amantes?

—Sí. Tardó un tiempo en volver a acercarse a los hombres después de aquello. No fue hasta Tánger, después de la segunda guerra mundial, cuando él… Aunque sintió una gran pasión por otro legionario que murió en Rusia, Pablito. Pero nunca llegó a pasar nada, por supuesto. Pablito fue traicionado por una mujer…

—Habla de él en los diarios. Mi padre formó parte del batallón que fusiló a la mujer —dijo Falcón—. Y le apuntó expresamente a la boca.

—¿Sabes por qué él y yo fuimos amantes durante tanto tiempo? —preguntó El Zurdo—. Porque nunca intenté comprenderle. No insistí nunca. A algunas personas no les gusta la intimidad y tu padre era uno de ellos. A las mujeres les gusta. Les gusta conocer a su hombre. Y cuando descubren quién eres y no les gusta, hacen una de estas dos cosas: deciden cambiarte o te abandonan. Estas son palabras de tu padre, no mías. Yo nunca he estado con mujeres. Mis gustos son más concretos.

Fueron a La Cubista a comer. Javier pidió atún y El Zurdo, cerdo. Él bebió vino entre el silencio atormentado de Javier y lo animó a hacer lo mismo. Llegó la comida.

—¿Sabes por qué otra razón le gustaba a tu padre? —dijo El Zurdo—. Es un poco raro. Le gustaba porque era copista. Es curioso, ¿no? Lo admiraba. Le gustaba que pintara al revés. Lo interpretaba como una falta de respeto por el original, aunque yo le decía que sólo lo hacía porque no quería distraerme con la estructura y el conjunto de la pieza cuando lo que deseaba hacer era copiarlo todo con precisión. A veces decía que mis copias eran mejores que los originales. Hay dos coleccionistas americanos que tienen copias mías firmadas por él en sus paredes. Esto, me decía, es arte. Nada es original.

Falcón tomó un sorbo de vino, cogió el cuchillo y el tenedor y se puso a comer.

—¿Cuándo fue la última vez que lo vio? —preguntó Falcón.

—Hace unos cinco años. Comimos aquí. Estaba contento. Había resuelto su problema de soledad.

—¿Se sentía solo?

—Todo el día, todos los días. El hombre famoso en su gran casa oscura.

—Pero tenía amigos.

—Él me decía que no. El único amigo que tuvo lo perdió en 1975.

—¿Y quién era?

—Raúl Jiménez… He oído que lo han asesinado hace poco —dijo El Zurdo—. A tu padre no le habría entristecido.

—¿Y por qué dejaron de ser amigos?

—Eso es curioso. No comprendí por qué se había enfadado tanto. Me dijo que se había encontrado con Raúl en la calle un día en Sevilla. Habían estado viviendo en la misma ciudad, uno a cada lado del río, sin saberlo. Fueron a comer. Tu padre preguntó por la familia de Raúl y él le dijo que estaban todos bien. Hablaron de la fama de tu padre y del éxito de Raúl en los negocios, lo típico de que hablan dos viejos amigos, pero tu padre no le preguntó por qué no había mantenido el contacto con él. Teniendo en cuenta la fama de tu padre, Raúl tenía que saber que estaba viviendo en Sevilla desde hacía más de diez años. Pero eso se explica con lo que sucedió. Al final del almuerzo, Raúl dijo algo sin más ni más… que no tenía nada que ver con aquello de lo que habían estado hablando. Ya habrás leído en los diarios que tu padre dejó la Legión y vino aquí a pintar. Tenía dinero ahorrado del ejército. Las pagas de Rusia.

—Y alguien le robó el dinero —dijo Falcón—, y por eso mi padre acabó en Tánger.

—Exactamente —asintió El Zurdo—. Y eso es lo que le dijo Raúl al final del almuerzo, que él le había robado el dinero. Y no volvieron a hablarse nunca más.

—¿Por qué?

—Tu padre no creía que Raúl Jiménez tuviera derecho a alterar el curso de la vida de otro hombre. Yo le dije que si todo había salido bien, ¿qué más daba? Había hecho una fortuna, se había hecho famoso… Pero no quería escuchar. Paseaba por la casa gritando: «Arruinó mi vida, ese cabrón arruinó mi vida». Y que me aspen, Javier, pero yo era incapaz de ver en qué le había arruinado la vida con todo lo que había conseguido.

—También lo ponía furioso que Raúl Jiménez le hubiera dicho lo que había hecho. No lo comprendía, hasta que descubrió lo que realmente había sido de la familia del hombre. La esposa se había suicidado. El pequeño había muerto. La hija estaba en una institución mental y el hijo no le hablaba. Era un desastre y entonces se dio cuenta de que lo último que quería Raúl Jiménez en aquel momento de su vida era un amigo íntimo. Lo que quería era una nueva vida… y sin Francisco Falcón.

—Antes ha dicho que mi padre había resuelto su problema de soledad.

—Me dijo que no quería amigos, que lo que quería era compañía.

—¿Y Manuela? —preguntó Javier—. ¿No iba a verlo Manuela?

—Iba a verlo, pero a él no le gustaba Manuela. Iba a verlo un par de horas cada semana, pero eso no era lo que él quería. Quería a alguien que llenara los espacios vacíos de la casa. Le gustaba la gente joven, sin complicaciones y con ganas de vivir, que estuviera siempre alegre. Y llegó a un acuerdo con la universidad de aquí y la de Madrid para que le mandaran estudiantes por períodos de un mes. Y le funcionaba. A mí me habría vuelto loco.

—Nunca me lo contó.

—Quizá no quiso admitirlo delante de ti —dijo El Zurdo—. Quizá no quiso alterar el curso de tu vida.

Era casi de noche cuando Falcón llegó a casa después de toma una ruta larga y tortuosa. Al entrar tropezó con un par de paquetes en el suelo. Los dos habían sido introducidos por el buzón y ninguno llevaba dirección. Sólo tenían los números 1 y 2 escritos en la parte exterior.

Los llevó a su estudio, donde tenía un par de guantes de látex. Abrió el primero y sacó un sobre que decía «LECCIÓN DE VISIÓN N.° 4». Dentro, la tarjeta decía: «La muerte trágica del genio».

Había otra cosa en el paquete que pesaba más. Colocó un papel sobre la mesa y vació lo que le pareció un pedazo de vidrio, hasta que se dio cuenta de que era un fragmento de un espejo. Le dio la vuelta con un bolígrafo y vio las iniciales P. L. escritas en lo que parecía sangre seca.

Falcón se recostó en la silla. Sabía lo que estaba haciendo Sergio. Estaba aprovechando el mito creado por los medios de comunicación a fin de decirle que había utilizado un fragmento de espejo para distraer a Pepe Leal cuando iba a matar al toro. Javier no se lo creía. No era posible. Pero le interesó porque vio que finalmente había forzado a Sergio a moverse. Había cierta desesperación en aquel gesto arrogante y poco sutil.

Golpeó la tarjeta con la lección de visión escrita encima. Las mismas palabras que había dicho su madre a Manuela sobre el contenido de la urna de arcilla. Unos indicios ejercían presión contra la membrana de su conciencia, pero no la atravesaron. Apartó la tarjeta. Abrió el segundo paquete, que contenía una serie de fotocopias. Por la letra supo que eran los diarios de su padre.

7 de julio de 1962, Tánger.

He perdido el contacto con Salgado desde que volvimos de N. Y. y, precisamente cuando estaba pensando tranquilamente en ello, llega un chico con una nota suya escrita con papel del Hotel Rembrandt pidiéndome que fuera inmediatamente a la habitación 321, solo. No me sorprende mucho la nota. Aquí no hay teléfono. Pero cuando me acerco al Boulevard Pasteur empiezo a ponerme nervioso. ¿Qué puede haber pasado para que me interrumpa en pleno trabajo? Me intriga y me inquieta. El ascensor del Hotel Rembrandt, que sólo tiene unos pocos años, es una de esas cajas inciertas que me hacen sentir como si el cable fuera a quebrarse en cualquier momento. Llego a la puerta de la 321 con una sensación de desastre inminente. Hay un corto pasillo entre la puerta principal y la puerta de la habitación, uno de esos desconcertantes rasgos de diseños característicos que parecen haberse hecho precisamente para ocasiones como esta. Representa que Salgado puede hacerme entrar y explicarme sus calamitosas circunstancias sin que el horror del incidente nos abrume totalmente.

La versión resumida: hay un chico muerto en la habitación.

Salgado me dice que ha muerto accidentalmente.

«¿Accidentalmente?», pregunto.

«Se ha caído y se ha golpeado la cabeza», dice. «Se habrá dado un mal golpe porque definitivamente está muerto».

«¿Cómo se ha caído?».

«Resbaló cuando iba al baño…, pero yo lo he puesto otra vez en la cama».

«Entonces ¿por qué no llamas a la policía y les explicas lo que ha pasado?».

Silencio de Salgado.

«¿Me dejas verlo un momento?», pregunto, y no espero a que me conteste, sino que entro en la habitación y veo al chico desnudo entre un revoltijo de sábanas. Le cuelga un brazo. Le sale la lengua de la boca y tiene los ojos salidos. Alrededor de su tráquea se ven señales moradas.

«No creo que se golpeara la cabeza, Ramón».

«Fue un accidente».

«No sé cómo se puede estrangular accidentalmente a alguien, Ramón».

«Intentaba que lo pasáramos mejor».

Nos miramos y Ramón de repente se acerca a la pared y empieza a golpearse la cabeza contra ella ya hablar en un idioma que parece vascuence. Lo obligo a sentarse en una silla y le pregunto qué ha pasado. Él se aprieta los puños contra la cabeza y repite una y otra vez que ha sido un accidente. Le digo que llamaré al jefe de policía y que él puede explicarle aquello, con el chico en la cama, sodomizado y estrangulado. Se levanta y pasea por la habitación, mientras agita las manos y habla en tono teatral en aquel mismo idioma desconocido. Le abofeteo. Se transforma en una criatura patética y cae al suelo. Llora y sus hombros de pajarito se agitan. Le abofeteo otra vez y empieza a hacerme caso.

«Cuéntame lo que ha pasado», digo. «No soy tu juez».

«Lo he matado», dice.

«¿Estabas enamorado de él?».

«No, no, no, no», grita enfáticamente. Demasiado.

Lo miro fijamente y contemplo el grado de su corrupción, tan terrible que no es capaz de reconocerla. Sé que Ramón Salgado, ha matado a este chico por la simple razón de haberlo convertido en lo que era. Salgado es superficial. Es un gran adulador de mujeres. M. y él se llevan de maravilla. Tiene aventuras que no duran. Ahora es rico, famoso en su pequeño mundo, y tiene una buena reputación, pero… le gusta sodomizar chicos y eso interfiere en la embellecida imagen que tiene de sí mismo. Al menos así es como lo veo. Ha matado al chico porque lo obligaba a verse de una forma que odia.

Dice las palabras fatídicas:

«No podía enfrentarme al escándalo».

No lo desprecio, ni siquiera por eso. ¿Quién soy yo para despreciar a nadie? Me siento a los pies del chico. Enciendo un cigarrillo para Salgado.

«¿Me ayudarás?», pregunta.

Le cuento una anécdota, que supe por un amigo de B. H. en los años cuarenta, sobre un homosexual rico que recogió a un puñado de soldados de un conocido bar de homosexuales de Manhattan y los llevó a una fiesta en el piso de su madre en la Quinta Avenida. Estaban todos borrachos y uno de los soldados se desmayó. Le bajaron los pantalones y para divertirse se pusieron a afeitarle el vello púbico. Y, accidentalmente, que quede claro, le cortaron el pito. ¿Y qué hicieron? Salgado me mira como me mira Javier cuando le leo un cuento por la noche, expectante y con los ojos muy abiertos. Lo envolvieron en una manta y lo lanzaron al río desde un puente. Tuvo suerte, porque un policía lo encontró y lo llevó a un hospital antes de que se desangrara.

«¿Qué te parece, Ramón?», pregunto.

Parpadea, desesperado por no dar la respuesta equivocada y ser expulsado de clase.

«Si me ayudas, Francisco», dice, «no lo haré nunca más».

«¿Qué? Matar a alguien».

«No, no, no volveré a ir con chicos. Llevaré una vida ejemplar».

«Te ayudaré», digo, «pero quiero saber qué piensas de mi historia».

Más silencio. Está demasiado asustado para pensar.

«Sobornaron al soldado», añado. «Para que no presentara una demanda. ¿Cuánto crees?».

Él menea la cabeza.

«Doscientos mil dólares, y era el año 1946», digo. «En aquella época se hacía más dinero perdiendo el pito que pintando cuadros.».

Salgado pasa junto a mí y vomita en la taza. Vuelve limpiándose la boca.

«No sé cómo puedes ser tan frío con esto, Francisco».

«He matado a miles de personas. Y todas eran tan culpables o inocentes como tú y yo».

«Era una guerra», dijo él.

«Sólo quiero hacerte ver que, una vez has matado a una escala tan grande como yo, un chico muerto en una habitación de hotel no es algo tan terrible. Pero dime lo que piensas de mi historia».

«Hicieron algo terrible», dice, chupando el cigarrillo.

«¿Peor que matar a un chico?».

«Es como si lo hubieran matado».

«Exactamente. ¿Y qué te dice esto de las personas a las que tienes tantos deseos de impresionar?», pregunto. «El que lo hizo sigue vivo, para que lo sepas, y sigue siendo amigo de Barbara Hutton».

Ramón está demasiado confuso para entenderlo por sí mismo.

«Somos sus perros falderos», digo. «Somos sus pequeños prodigios, sí, Ramón, incluido yo. Nos acarician, nos dan de comer, nos alaban y luego se cansan de nosotros y nos echan. No somos nada para los ricos de verdad. Absolutamente nada. Menos que juguetes. Recuerda, cuando tomes su champán, que es por la opinión de esas personas inútiles por la que has matado a este chico».

Las palabras le golpearon en el pecho como balas de calibre grueso. Se echó atrás en la silla.

«¿Por ellos?», dijo perplejo.

«Mataste al chico porque no te gustaba la idea de que esas personas supieran esto de ti. Lo mataste porque es lo que te parece más odioso de ti mismo, y crees que para otros también lo será. Y te has equivocado».

Solloza. Le doy una palmadita en la espalda.

«Francisco», dice. «¿Qué sería de mí sin ti?».

«Estarías mucho mejor», contesto.

No fue tan difícil deshacerse del cadáver. Lo sacamos al jardín del hotel a las tres de la madrugada y lo pasamos por encima del muro. Lo metimos en el coche, lo llevamos a los riscos de las afueras de la ciudad y lo lanzamos al mar. De vuelta a la ciudad, Ramón miraba por la ventana en silencio profundo, se adaptaba a un mundo cambiado, en el cual, por culpa de un momento de ceguera, nada volvería a ser igual. Si tienes que matar, si no puedes evitarlo, entonces mata con los ojos bien abiertos.

Falcón dejó caer las fotocopias. Se esparcieron por el suelo. Estaba atrapado en sus pensamientos, en la confirmación de que el asesino había tenido acceso a los diarios de su padre y ahora, con la información adicional de El Zurdo, comprendió que tuvo que haber sido uno de los estudiantes de arte que su padre había invitado para aliviar su soledad.

La Facultad de Bellas Artes estaría cerrada. El Zurdo estaba ilocalizable. Buscó en la agenda de direcciones de su padre y encontró el nombre de alguien de la universidad y el teléfono de su domicilio. Llamó pero no contestó nadie.

Sus pensamientos volvieron a Raúl Jiménez y la revelación de que había roto su amistad con su padre. Le parecía poco probable que su padre hubiera dejado pasar aquello sin comentarlo en sus diarios, pero había tenido lugar en una fecha posterior a la última entrada en la que su padre había anunciado su absoluta apatía.

Javier empujó hacia atrás la silla y subió las escaleras corriendo. En la galería redujo el paso y se paró frente al estudio. Miró hacia la negra pupila de la fuente del patio. Se le ocurrió un pensamiento aparentemente disparatado. Uno de los elementos insolubles del caso era lo que Sergio había mostrado a Raúl Jiménez. ¿De dónde había sacado aquellas imágenes? Los horrores de Salgado habían sido fáciles de resolver. Habían encontrado el baúl en el desván y las imágenes y el sonido necesario, pero con Raúl Jiménez no habían tenido ningún éxito. A pesar de los interrogatorios en Mudanzas Triana no había ninguna prueba de que las cosas de Jiménez guardadas en el almacén se hubieran tocado.

Se apartó de la pared de la galería y entró en el estudio de su padre. Encontró el último diario en el almacén. Y allí estaban unas diez páginas después de lo que había creído la última entrada.

13 de mayo de 1975, Sevilla.

Estoy tan furioso que he tenido que volver al confesionario con la esperanza de que me tranquilice.

La entrada contaba la historia que Javier había oído de El Zurdo y terminaba con la frase:

No puedo entender qué lo ha impulsado a contarme eso ahora, y así se lo grité cuando salí furioso del restaurante. Él me contestó:

«De no haber sido por mí, ahora estarías pintando ventanas en Triana». Fue un insulto enorme y calculado por el que recibirá el castigo adecuado.

17 de mayo de 1975, Sevilla.

Una posdata a mi último desahogo de cólera. He sabido que mi viejo amigo R. ya ha sufrido su castigo. Parece que su hijo pequeño murió en Almería; su esposa se suicidó tirándose al Guadalquivir, aquí, en Sevilla; su hija, Marta, ha acabado en una institución mental en Ciempozuelos, y su hijo mayor vive en Madrid y no le habla. Cualquier cosa que se me hubiera ocurrido a mí parece una frivolidad tras esa serie de calamidades. Ahora pienso que sólo me dijo lo que había hecho para deshacerse de mí. Yo sólo era otra reliquia de aquella época angustiosa.

Falcón hojeó las páginas vacías hasta el final. Volvió a la última entrada y la leyó de nuevo. Ciempozuelos se le metió en la cabeza. Sergio lo habría sabido todo a partir de esa entrada —toda la tragedia familiar— y vio una oportunidad: Marta en Ciempozuelos. Pero Marta apenas podía hablar. Falcón recordó la visita que le había hecho. La herida de Marta que había curado la doctora. Ahmed mientras la llevaba a su ala del hospital. Ella vomitando por el susto de la caída. Ahmed yendo a buscar las cosas para limpiarla. Y entonces fue cuando lo vio, claro como una idea creativa: el baúl debajo de la cama de Marta.