Capítulo 30

Sábado, 28 de abril de 2001

Tetuán, Marruecos.

Falcón se levantó temprano para tomar un taxi a Ceuta antes del amanecer. Desde allí tomó el hydrofoil a Algeciras. Tenía grabada la última entrada del diario en la mente. El anillo de plata con el pequeño zafiro era el anillo de su madre. El asesino llevaba el anillo de su madre. Por eso había tenido que volver a buscarlo, porque ahora Falcón sabía que el diario era la clave. El asesino había entrado en la casa de su padre, había leído el diario, había robado la parte vital y se había lanzado a su desenfreno vengador. Pero ¿cómo había llegado a sus manos un anillo que su madre no se quitaba nunca? Por su mente se deslizaron verdades inquietantes, junto con el recuerdo de ser levantado en el aire a la orilla del mar en la bahía de Tánger, pataleando, por encima de una cara que no conseguía recordar.

A las dos ya estaba en Sevilla. Había un mensaje del comisario Lobo en su contestador. Estaba furioso y gastaba mucha cinta para decir que no era una coincidencia que el lacayo del comisario León, Ramírez, hubiese eliminado oficialmente a Consuelo Jiménez de la lista de sospechosos en cuanto había asumido el control de la investigación de Falcón. No le importaba nada. Volvió directamente al estudio de su padre. El joyero seguía abierto sobre la mesa, donde él lo había dejado. Apretó el cubo de ágata en el puño como si la impresión de la geometría pudiera guiarlo por el enredo de su memoria. Paseó, pegó una patada al montón de revistas de debajo de la mesa y le cayeron sobre los pies.

La portada de una de las revistas era totalmente negra y su título en inglés era Bound. La abrió con el pie y se apartó. Las dos fotografías que vio eran visiones del infierno: dos mujeres con los ojos vendados eran torturadas por dos hombres llenos de tatuajes. Pegó una patada a la revista.

¿Era así como había acabado su padre? La pérdida de su genio lo había polarizado tanto que, después de pintar lo sublime y perderlo, se sintió atraído por las fotos más repugnantes… ¿para hacer qué?, ¿para perturbar su mente y hacer que recuperara su grandeza?, ¿para enterrarse en la esperanza filosófica de que la belleza sólo puede existir en la fealdad? Falcón estaba deseoso de sacar de la casa las terribles imágenes y, apartándolas a patadas, vio que todo el montón consistía en pornografía: dura, bestial, depravada más allá de lo imaginable.

Encima de la mesa de las revistas estaba el rollo de las cinco telas que él no había reconocido. Las desenrolló otra vez y las clavó en la pared de trabajo. Notó que las telas eran viejas pero que la pintura era acrílica, que era la que su padre había comenzado a utilizar a partir de finales de los setenta. También estaba seguro de que no eran obra de su padre y deseó que Salgado estuviera vivo para decirle de quién eran.

Luego recordó al copista. El medio gitano que vivía en la Alameda, el que no le gustaba, el que iba en calzoncillos y se rascaba los genitales mientras su padre hablaba con él. ¿Cómo se llamaba? Era algo raro. No era un nombre de verdad. Recordó algo del día que había ido al taller del copista con su padre. Todas las pinturas estaban cabeza abajo en los caballetes. Copiaba los cuadros al revés. El Zurdo, se llamaba. Para imitar la pincelada de un diestro pintaba con el lienzo boca abajo. Falcón encontró una dirección del copista pero ningún teléfono en la vieja agenda de su padre, por la «Z».

Paró un taxi frente al Hotel Colón y fue a la calle Parras, no muy lejos de La Alameda. Nadie contestó en el piso de El Zurdo, pero el vecino le dijo que había ido a comer a su bar habitual en la calle Escuderos, un lugar llamado La Cubista.

Había seis hombres solos sentados en mesas individuales, comiendo y mirando la televisión. Falcón no reconoció a ninguno.

—Me preguntaba cuánto tardaría —dijo una voz, mientras Falcón se acercaba a la barra.

Los cubiertos dejaron de moverse, el serial en la tele siguió. El hombre moreno con dientes de caballo que había hablado se puso de pie. Tenía el pelo gris, apenas visible bajo un sombrero negro, en el que llevaba varias chapas y broches prendidos. Iba de negro de los pies a la cabeza.

—Tú debes de ser Javier Falcón —dijo.

—¿Por qué lo dice?

—Porque has entrado con un rollo de telas bajo el brazo, como si fueras un niño perdido.

—¿Zurdo?

El hombre le señaló una silla frente a la suya.

—¿Has comido?

—Me ha dicho que se preguntaba cuánto tardaría…

—Javier Falcón en venir a verme —dijo, mirando por encima del hombro al menú de la pizarra—. Bien, ¿cordero en salsa, escalopines de cerdo o atún en salsa?

—Cordero —respondió Falcón.

El Zurdo pidió el plato a gritos. Falcón apoyó las telas en la mesa contigua. Les sirvieron vino tinto.

—Sólo nos vimos una vez —dijo Falcón.

—No olvido nunca una cara —repuso El Zurdo—. No te caí bien, de eso me acuerdo.

—Ni siquiera hablamos.

—No quisiste darme la mano.

—Acababa de utilizarla para rascarse.

El Zurdo rio. Una mujer puso un plato de estofado de cordero frente a Falcón.

—¿Qué has traído? —preguntó El Zurdo, indicando las telas con la cabeza.

—Cinco pinturas. No las reconozco. No son de mi padre. Quería saber si usted las copió.

El Zurdo empujó su plato vacío y cogió un palillo de un botecito de la mesa. Falcón empezó a comer.

—¿Y por qué quieres saber de quién son estas pinturas? —preguntó El Zurdo—. Tú eres policía, ¿no? Tu padre me lo dijo.

—No estoy trabajando, si se refiere a eso —explicó Falcón—. Estoy de baja.

—¿Quieres venderlas?

—Quiero saber qué son antes de quemarlas.

El Zurdo encendió un cigarrillo, se puso de pie y juntó dos mesas. Desenrolló las telas y las miró sin demasiado entusiasmo.

—Son todas mías —dijo—. Son copias que hice para tu padre, pero no son originales suyos. Me pidió como un favor que le hiciera unas copias de estas pinturas para un pintor suizo que acababa de venderlas en la galería de Salgado y quería ahorrarse los impuestos. El suizo iba a llevárselas para demostrar en la aduana que no las había vendido. No sé qué estarían haciendo todavía en el estudio de tu padre.

—¿Mi padre le dio las telas?

—Sí. Eran viejas y ya había algo en ellas que cubrió con una capa de pintura.

—¿Un original suyo?

—No se lo pregunté.

El Zurdo siguió fumando. Falcón siguió comiendo.

—¿Quieres saber qué hay debajo? —preguntó El Zurdo.

—Creo que sí.

—No pareces muy seguro.

—Uno piensa que quiere saberlo hasta que descubre qué es.

Cogieron un taxi, que los llevó a la calle Laraña, al Instituto de Bellas Artes. Cruzaron el patio interior y subieron al primer piso. Por quince mil pesetas, un amigo de El Zurdo pasó las telas por un escáner y les dio cinco copias de la obra original de debajo. Lo que se veía no parecía nada: una masa de sombras, franjas de negro y blanco con algún detalle discernible como un ojo, una pata, una pezuña o una cola de animal.

El Zurdo no pudo ayudarlo. Se separaron en las escaleras del edificio. El Zurdo dijo a Falcón que si necesitaba hablar con él siempre comía en La Cubista. Falcón se fue a casa caminando. Guardó las telas y las copias, llamó a Alicia y quedó con ella por la noche.

—Me han relevado de mi puesto —dijo, cuando Alicia le tomó la muñeca—. Dentro de diez días van a someterme a una evaluación psicológica.

—No me sorprende —reconoció ella—. Seguramente se ha comportado de un modo raro.

—Lo de Inés con el juez de instrucción fue decisivo. Ella creía que la estaba acechando, pero sólo me tropezaba con ella en la calle como en mi propia cabeza.

—Eso ya me lo había contado.

—¿Ah, sí? —dijo Falcón—. Sí, para un loco unos pocos días se convierten en eones. No ceso de revivir mi vida hasta que tropiezo con un vacío de memoria, y entonces lo machaco hasta que estoy agotado y luego vuelvo y revivo lo mismo una y otra vez hasta que tropiezo con la misma puerta cerrada. Es agotador y hace que el tiempo entre las experiencias reales del día a día parezca historia antigua. ¿Le he dicho que he ido a Tánger?

—Todavía no —contestó ella—. ¿Por qué decidió ir?

—Me dieron una baja por razones familiares.

Le habló de la muerte de Pepe Leal.

—¿Qué esperaba encontrar en Tánger… cuarenta años después?

—Respuestas. La vida no se mueve al mismo ritmo en el Tercer Mundo. Pensé que podría encontrar personas que recordaran cosas que yo había olvidado y que me refrescarían la memoria.

—Pero ¿por qué Tánger? Perdió su trabajo por culpa de Inés. ¿Por qué no resolver eso? ¿Qué le impulsó?

—Algo me atraía allí. No tomé una decisión consciente. Fui a donde me llevó el destino. Me puse en mano de otros… y me encontré frente a mi vieja casa en la medina.

—¿No fue una decisión consciente?

—No.

—Recuérdeme cuándo se manifestó su locura por primera vez.

—Noté el cambio cuando vi la cara de la primera víctima.

—Y ¿qué fue lo primero que ocurrió, fuera de su investigación, que le hizo pensar que el cambio no se había producido, por ejemplo, por el impacto de una visión espantosa?

Un largo silencio.

—Fui al centro a buscar la agenda de la víctima y me encontré en medio de una procesión de Semana Santa. Por alguna razón, al ver a la Virgen… casi me desmayé. Aquella experiencia me afectó mucho.

—¿Es usted religioso?

—En absoluto.

—¿Y después de aquello?

—Vi a mi padre en una de las fotografías de la víctima y me enteré de que tenía un lío antes de que muriera mi madre.

—¿Y su vida?

—Encontrar los diarios con su letra…, aquello desencadenó algo. No lo sé, me removió… una especie de tinieblas. Aquella noche me comporté de un modo muy raro. Pensé que había algo perverso en mí. Nunca había visto esa parte de mí. Siempre he sido persistentemente bueno. Decidido a ser bueno.

—¿Porque tiene miedo?

—Sí.

—¿De qué?

—Aquella noche pasó algo más —dijo Falcón—. Intentaba encontrar a la prostituta que había estado con la víctima la noche que murió. La chica había desaparecido. El asesino se puso en contacto conmigo por primera vez. Me preguntó: «¿Estás cerca?», y luego dijo: «Más cerca de lo que crees», como si supiera algo de mí, que ahora sé que sabe.

—¿Qué creyó que sabía de usted?

—Creía que se refería a estar físicamente cerca de mí, que me seguía. Pero luego pensé que quizá se refería a que no éramos tan distintos —dijo Falcón, tropezando con las palabras—. Y supe que había matado a la chica y me sentí culpable.

—¿Culpable?

—Sospechábamos que había una relación entre el asesino y la chica y no lo investigamos. Deberíamos haberlo investigado. Fue un fallo…

—Usted no falló —dijo Alicia—. Ella no quiso contárselo. Lo protegía por sus propios motivos.

—Sigo sintiéndome culpable.

—Pero ¿culpable de qué?

Un largo silencio.

—Aquella noche tropecé con otra procesión. De una de las hermandades del Silencio. Y mire…, estaba tan bonita… la Virgen. Es ridículo que un maniquí con ropa pueda ser tan… enternecedor —dijo Falcón—. No podía soportarlo. No podía soportar lo que ella representaba y tuve que irme. Tuve que alejarme de ella.

—¿Y eso estaba relacionado con su sentido de culpabilidad por la chica?

—Sí. Mi fallo.

—¿Sabe quién es la Virgen?

—Sí.

—¿Sabe lo que representa?

Falcón asintió con la cabeza.

—Dígalo —apremió Alicia.

—Es la madre de todos.

—La Madre de Todos —repitió ella—. Cuénteme por qué fue a Tánger.

—Quería saber cómo… Quería saber qué pasó cuando ella murió.

—¿Lo descubrió?

—No de forma concluyente. Descubrí lo que había ocurrido en la calle, que era un recuerdo que me había estado molestando. Pero sólo era la criada rifeña de mi madre en un ataque de histeria. No es raro entre las mujeres árabes. Seguramente usted…

—No cree en lo que está diciendo, Javier. Le ha atribuido cierta importancia.

—No lo creo —dijo él.

Alicia soltó aire lentamente. Otra vez la pared.

—¿Qué más encontró en Tánger?

—Rumores absurdos sobre la muerte de mi segunda madre.

—¿Su segunda madre?

—No pienso otorgarle credibilidad al repetirlo.

—¿Qué más? —preguntó Alicia, con sequedad, ante su resistencia a hablar.

—Tengo un inexplicable miedo a la leche —dijo Falcón, y le contó el incidente en la medina de Tetuán y el consiguiente sueño.

—¿Qué significa para usted la leche?

—Nada.

—¿Y es eso con lo que soñó?

—Quería decir que no significaba nada más aparte del asco que me han dado siempre los productos lácteos…, igual que a mi padre.

—¿Y qué segregan las madres para alimentar a sus hijos?

—Tengo que irme —dijo Falcón abruptamente—. La hora ha terminado. Debería haber sido más estricta conmigo.

Lo acompañó a la puerta. Él bajó las escaleras sin mirarla. No encendió la luz. Bajó palpando la barandilla.

—Volveremos a vernos, ¿verdad, Javier? —gritó ella en el último momento.

Falcón no contestó.

Una vez en casa se sentó en el estudio y hojeó las copias en blanco y negro del escáner mientras la culpabilidad y la sensación de fracaso giraban en su mente. Clavó las copias en la pared y se apartó para contemplarlas. No tenían ningún sentido. Las cambió de lugar, pensando que podría ser una cuestión de orden, pero enseguida se dio cuenta de que había miles de permutaciones posibles.

En el patio soplaba el viento y hacía temblar la puerta. Salió, se sentó en el borde de la fuente y golpeó con los pies las losas gastadas de mármol cuya forma rectangular le recordaba el diagrama que había caído del rollo de telas.

Arrancó las copias de la pared y subió rápidamente al estudio. Encontró el diagrama en el suelo del almacén entre las cajas. Cinco rectángulos entrelazados, cada uno numerado. Bajó corriendo las escaleras, poseído por la idea de que aquella sería la clave de todo el misterio. Pero ¿de qué? Se paró de golpe en el patio.

Las certezas, la idea de su fin, lo asaltaron en una serie de fotogramas mentales bíblicos: estatuas desplomadas y piedras angulares caídas, arcos doblados sobre sí mismos, columnas convertidas en colosales fragmentos acanalados. La visión que tenía de su padre ya había cambiado: el legionario violento, el veterano de Leningrado herido, el contrabandista asesino y finalmente el artista torturado. Y, sin embargo, todo aquello era explicable. No era la naturaleza, era el alimento del siglo más salvaje de la historia. La brutal y sangrienta guerra civil, la catastrófica segunda guerra mundial, la brutalidad residual que finalmente degeneró en hedonismo en el Tánger de posguerra. Siempre podría culpar a las influencias exteriores que habían ejercido un efecto brutal en el frágil estado de su padre. Pero tal vez esto era diferente. Quizás aquello le revelara algo realmente personal, una debilidad terrible que sacaría a la luz el monstruo oculto. ¿Era lo que quería?

¿Cómo había calificado Consuelo su matrimonio la primera vez que se vieron? Una unión de cazadores de la verdad. La única razón por la que había iniciado aquel terrible viaje era la necesidad irresistible de descubrir. ¿Se echaría atrás ahora y se quedaría en el borde de la calle Negación? ¿Y después qué? Viviría su vida como si nada de aquello hubiera pasado y Javier Falcón se hundiría sin dejar rastro.

Subió los rollos de tela al estudio y comparó cada uno con la copia correspondiente, pero no encontró un sistema de numeración. No había nada escrito en el dorso de las telas excepto las letras «I» y «D», y de repente se sintió cansado y con unas ganas enormes de meterse en la cama. En ese momento vio unas marcas de tinta en los bordes de las copias. Observó que su padre había numerado las telas por delante, en el lugar donde estas quedarían tapadas por el marco. Estudió los números y encontró el orden correcto por un proceso de eliminación. Entonces comprendió que «I» y «D» correspondían a izquierda y derecha. Marcó las copias de acuerdo con eso y luego recortó las hojas. Las volvió y las pegó como mostraba el diagrama. Colocó con cinta la pieza resultante en la pared de trabajo de su padre. Se separó un poco de ella. Topó con los estantes de la pared del fondo y estaba a punto de volverse cuando sintió que empezaba a sudar, la gota familiar que le resbalaba por la mejilla.

Era su última oportunidad de marcharse.

Se volvió con los ojos cerrados con fuerza.

Los abrió y vio lo que había hecho su padre.