Extractos de los diarios de Francisco Falcón

12 de enero de 1958, Tánger.

Vuelvo a casa temprano para llevarme un rato a Javier como premio por su segundo cumpleaños pero P. y él no están en casa. Los otros niños están en la escuela. Sólo hay una criada en casa, una rifeña que habla en un impenetrable dialecto del Riff que sólo entiende P. Me pongo furioso, vuelvo al estudio y pinto una tela con terribles pinceladas rojas, como si me estuviera abriendo camino a través de las filas del enemigo. El resultado es un trabajo aterradoramente enérgico, de una violencia abrumadora como sólo he cometido en el campo de batalla. La quemo y, observando cómo se consumen las enfermizas pinceladas con el fuego, experimento un placer casi sexual.

11 de julio de 1958, Tánger.

R. se ha presentado en el estudio (no había venido nunca). G. está embarazada otra vez y él está muy trastornado. Espera que le riña. No digo nada y me dice que soy un buen amigo. El médico se lo ha recriminado con dureza. Me asegura una y otra vez que ha sido un accidente hasta que ya no me lo creo. «Esta vez la perderé», dice, y compruebo la pasión que siente por ella, una pasión que yo también sentía por P. y ahora siento por Javier. Me conmueve e intento consolarlo. Ella tendrá que estar en cama durante todo el embarazo, dice, y por primera vez pienso que me oculta algo. Parece asustado por el hecho de que ella no pueda moverse y cuando insisto en mis preguntas dice de repente: «Deberíamos volver todos a España». Creo que tiene un problema en sus negocios pero no quiere contarme nada.

25 de septiembre de 1958, Tánger.

He sido un ingenuo. Debería haberme dado cuenta de que, aunque R. pueda ser despiadado en los negocios, cuando se trata de asuntos del corazón sólo es un niño, incapaz de ser objetivo y sujeto a los caprichos de sus pasiones todavía juveniles. Ahora sé por qué no quería hablar conmigo. Porque estaba avergonzado. Parece asombroso que, viviendo en Tánger, donde las orgías de la antigua Roma parecen inocentes como un té inglés, un hombre adulto sea capaz de avergonzarse. R. es una isla de virtud en un mar de desvergüenza. Nunca ha tocado a un jovencito y la idea le horroriza, la considera «antinatural». Desde que conoció a G., que yo sepa, nunca ha cometido una transgresión, ni siquiera con una prostituta antes de casarse. Sólo de pensar en el frenesí de su noche de bodas me siento enfermo.

Las revelaciones de R. me dejan helado y es evidente que le ha costado mucho contarlo. Estamos en el porche del estudio y, cuando no está mesándose los cabellos mientras me hace su confesión (ha empezado a sentirse como un prelado gordo y corrupto), pasea de un lado a otro y mira a su alrededor por si hay alguien escuchando. R., a los treinta y cinco años, ha violado las leyes de forma espectacularmente irresponsable. Me doy cuenta de que me lo he estado tomando a la ligera, pero lo que ha hecho R. es grave. No estoy seguro de que no haya sucedido gracias a la astucia de los marroquíes, con quienes hace negocios habitualmente. A los europeos y americanos nos impresiona especialmente la fortaleza, y nos gusta que se nos haga demostración de ella, sobre todo en los negocios. Sin embargo, a los marroquíes, y tal vez a todos los africanos, no les interesa la fortaleza, que siempre es pública, sino las debilidades ocultas. Es triste que la virtud pueda considerarse una debilidad…, o ¿acaso lo es? Siempre me perturbó la pasión de R. por G. cuando ella era niña. Ha sucumbido de nuevo. Vio a una de las hijas pequeñas de uno de sus socios en Fez. La chica no llevaba velo, lo que significa que no podía tener más de doce años. El interés de R. fue advertido, y le ofrecieron a la niña. R. cayó una vez más y ahora se las tiene que ver con lo que quizá sea más serio para la sociedad marroquí. Se espera que R. la tome como esposa. Esto es imposible. Y ahora tenemos el choque cultural y la razón del tormento de R. Hay una solución: tiene que salir del país. Perderá todas sus inversiones en el proyecto de Marruecos, que ascienden a 40,000 dólares. Pero G. no puede moverse y él no puede trasladar a su familia sin darle explicaciones poco agradables. Teme que, ahora que ya no existe la Zona Internacional, su familia pudiera estar en peligro. ¿De qué? Deja su revelación final para el último momento. La chica árabe está embarazada. Cree que si se va de Tánger podrían atacar a su familia como venganza.

7 de octubre de 1958, Tánger.

Como medida de seguridad, R. ha alquilado una casa casi frente a la suya y hemos apostado allí a cuatro legionarios. Cada día está más nervioso y está ganando tiempo invirtiendo más dinero en el proyecto marroquí. Le está costando miles de dólares pero está dispuesto a pagar lo que sea. P. ha ido a visitar a G. y no le parece que esté en condiciones de moverse, y mucho menos hacer un viaje por mar a través del estrecho en invierno.

14 de diciembre de 1958, Tánger.

La presión sobre R. ha sido excesiva. Su salud ha sufrido y ha estado en cama con una infección de pulmón. Le digo que tan pronto como esté bien tiene que marcharse, que es lo que hizo ayer, llevándose a Marta (que debido a un parto difícil es un poco simple). R. ha hecho todo lo posible. Ha sobornado a todo Tánger. No sé hasta dónde alcanzan sus recursos, pero deben de ser considerables ya que ha subido su inversión con los marroquíes a cerca de 40,000 dólares. Les ha dado no sé qué excusa para irse a España y les ha asegurado que no tienen nada que temer de un hombre de honor. Me gustaría saber más de estas personas, pero R. no quiere soltar nada sobre eso. No sé si son pícaros que han visto una forma de ordeñar a un europeo vulnerable, o tradicionalistas auténticos que se rigen por un antiguo código de comportamiento y moral. R. dice que no entienden por qué no se divorcia de G. En su cultura sólo tienen que decirlo tres veces en voz alta y ya está hecho.

22 de enero de 1959, Tánger.

G. ha roto aguas y ha empezado un parto prolongado que P. describe como una contracción casi constante. P. está convencida de que el bebé no podrá sobrevivir al trauma. Llamo a R. a España. Él recibe la noticia en silencio. Doce horas después aparece en la casa, que está oscura como una tumba en una mañana melancólica de invierno. El médico español de cincuenta años y la comadrona hacen todo lo que pueden para sacar al bebé, pero está girado y atascado. El ambiente en la casa es de desesperación. Tiene un algo de cámara de tortura, con los gritos de G., las atenciones del personal médico y la negra y pesada desolación de todos. Tras cincuenta y dos horas nace el bebé. Pesa tres kilos. G. está tan agotada que si se durmiera demasiado profundamente podría irse para siempre. El médico suelta un monólogo furioso a R., que pregunta cuándo puede llevarse a G. «Puede que no salga de esta casa viva, pero lo sabrá dentro de una semana», dice.

7 de febrero de 1959, Tánger.

Bajo al puerto con los bolsillos llenos de dólares. Para G. es mejor viajar por un mar tranquilo que ir en coche a Ceuta por malas carreteras. La noche está tranquila. Los oficiales son maleables. Bajamos a G. al puerto en un viejo Studebaker y a subimos al yate que R. ha alquilado. Cuando están a punto de zarpar, un coche de policía llega al muelle y se ponen a discutir. Les confiscan los documentos, revocan el permiso para salir del puerto y tenemos que ir todos a la terminal para ser interrogados. Preguntamos por qué y nos quedamos de piedra cuando dicen que es por fraude y mencionan la empresa en que R. ha estado invirtiendo. R., creyendo que ha llegado el final, entrega doscientos dólares. La suma es tan grande que se hace un profundo silencio a partir del cual la situación puede derivar en una dirección u otra. Se guardan el dinero. Devuelven los documentos. Se concede el permiso y nos despiden con un saludo.

12 de febrero de 1959, Tánger.

Cuando ya se están marchando los legionarios que aposté frente a la casa de R., llega un grupo de marroquíes con la policía y una orden de registro. Echan la puerta de la casa de R. abajo y se llevan todo lo que contiene. Más tarde llega una carta a mi casa escrita en árabe, que no puedo leer. Me la llevo a la Legación Española, donde incluso el traductor palidece ante su contenido.

Soy Abdullah Diouri. Era socio de negocios de su amigo cuyo nombre no quiero ni escribir. Sabrá que ofendió imperdonablemente el honor de mi familia. Ha tratado a una de mis hijas como si fuera una prostituta. Su vida está acabada. Ninguna cantidad de dinero puede reparar el daño que se le ha hecho a ella y al nombre de mi familia. Debe saber que me he retirado del negocio en el que mis socios y yo habíamos invertido.

Dígale a su amigo que la familia de Abdullah Diouri será vengada y que el precio que cobraremos será el mismo que nos fue arrebatado. He perdido a una hija y mi familia ha sido deshonrada. Perseguiré a su amigo hasta los confines de la tierra y reclamaré el honor de mi familia.

La carta estaba escrita con una falta de afectación y una crudeza que le daba una total autenticidad. Los puntos encima y debajo de las líneas se habían añadido en tinta roja. El efecto era de manchas de sangre. Mando el original y la traducción a R., quien todavía no ha podido mover a G. del hospital de Algeciras, adonde llegó inconsciente después de la travesía.

17 de marzo de 1959, Tánger.

He estado demasiado ocupado con los problemas de R. estos últimos seis meses para darme cuenta de que ha terminado una era. Se ha acercado a mí sigilosamente y me ha abandonado en su ola espumosa. La partida de R. me ha afectado más de lo que creía. Me siento solo en su mesa del Café de París y las charlas suenan a lamento continuo. Las oficinas están cerrando. No puede cargarse alcohol ni tabaco en el puerto. Los hoteles están vacíos. Tenemos que usar el dirham. Las elegantes tiendas del Boulevard Pasteur han cerrado y las han alquilado marroquíes que venden porquerías a los turistas. Si no fuera por B. H. en el palacio Sidi Hosni, estaríamos completamente apartados del escenario mundial. No puedo trabajar. No hago más que copiar a De Kooning, aunque M. me escribe para decirme cuánto han admirado mi «paisaje humano» las personas invitadas al piso de M. G. Ni esas palabras pueden detener mi sensación de declive. Me siento como un antiguo romano, posbacanal, cansado y apático, que sufre el tedio y la ansiedad ante la desaparición del Imperio.

R. me dice que está viviendo en la sierra de Ronda. A G. le va bien el aire seco y puro.

18 de junio de 1959, Tánger.

El primer calor del verano es brutal. Mi cerebro es un hervidero de vacío. Me echo en las alfombras de mi estudio y tomo té y fumo. Duermo toda la tarde y me despierto a las ocho con una temperatura apenas soportable. De repente recuerdo que es el cumpleaños de P. y no le he comprado ningún regalo. Busco por los cajones y encuentro un cubo de ágata en un anillo barato de plata. Puede ser que lo haya olvidado M. Con un pedazo de papel de colores hago una especie de pistilo de flor. Lo meto en una caja y le pongo un muelle debajo para que salte cuando la abran. La ato con cinta roja y me voy a casa.

Terminamos de cenar a medianoche. Los niños están a punto de meterse en la cama cuando recuerdo mi regalo. Mando a Javier con la cajita. P. la abre con mucha ceremonia. Sale la flor y la tapa de la caja golpea la nariz de Javier. Todos están encantados, incluida P., pero luego veo que pone una expresión de total desconcierto. Aterrorizado, pienso que le he regalado uno de sus viejos anillos. Pero estoy seguro de que no era suyo. Lo habría visto. El momento pasa y ella se pone el anillo. La beso y noto que es el único anillo que lleva aparte de su alianza. Me sorprende, porque antes nunca se quitaba un anillo, el de plata con un pequeño zafiro, que le regalaron sus padres cuando se hizo mujer. Estoy a punto de preguntarle si lo ha perdido, pero la expresión de su cara cuando ha visto el cubo de ágata me ha dejado intranquilo.