Capítulo 29

Martes, 24 de abril de 2001

Sevilla

Había llovido toda la noche. El nuevo día amaneció limpio y refrescado. El sol jugaba con las gotas de agua de los árboles húmedos y los primeros jacarandas lucían con sus flores altas y púrpuras. Falcón se paró al verlos y bajó la ventanilla. Pocas veces había hecho algo así en la ciudad: encontrar en la naturaleza una expresión de las complejidades de la condición humana. Pero la hoja verde de las jacarandas, alta y frágil como un helecho, agitándose bajo el limpio cielo azul con los racimos de pálidas flores púrpura colgando en la mañana sin brisa, hablaba el mismo lenguaje: podía hablar a cualquiera de dolor.

Puso la radio del coche. Las noticias hablaban de Pepe Leal. Los medios intentaban crear una noticia a partir del hecho de que Pepe hubiera levantado la cabeza justo cuando estaba a punto de matar. Un periodista de toros habló de forma poco concluyente de la incomprensible distracción. Uno de los presentes habló de los flashes de las cámaras, de la gran cantidad de personas que intentaban captar el momento. Otra persona dijo que recordaba un flash muy potente. El periodista de toros escuchaba encantado. El mito había empezado. Falcón apagó la radio.

Cuando llegó a la Jefatura, los hombres ya se habían dispersado. Sólo quedaba Ramírez. Se estrecharon la mano. Ramírez lo abrazó y le dio el pésame. Le entregó un mensaje, que decía que el comisario Lobo quería verlo en cuanto llegara. Falcón tomó el ascensor al piso superior, mirando su vago reflejo en los paneles de acero inoxidable. Se sostenía con unos pocos hilos. No encontrarían resistencia en él.

Diez minutos después bajaba otra vez. Le habían quitado el peso del mando de los hombros. Le habían concedido dos semanas de permiso y a la vuelta tendría que someterse a una evaluación psicológica completa. Falcón no había dicho nada. No tenía con qué defenderse. Fue a su oficina y vació su mesa; no había en ella efectos personales, apenas algunas cartas que se guardó en el bolsillo, y el revólver de policía, que debía devolver a la armería, pero no lo hizo.

A las seis de la tarde asistió al funeral de Pepe Leal, en el que se presentó toda la comunidad taurina. Estaba Paco, inconsolable e incontrolable. Lloraba tapándose la cara con las manos, le temblaban los hombros, como si toda la tragedia le pesara encima de ellos. Todo el mundo lloraba. Los dolientes, los trabajadores del cementerio, los vendedores de flores, los mirones, los visitantes del cementerio. Y el dolor era auténtico, aunque no fuera por Pepe Leal. Era casi desconocido para aquellas personas. No era famoso. Javier sufría con los ojos secos entre lloros y lamentaciones, pero entendía para qué era todo aquel pesar. Se lamentaban de sus propias pérdidas: juventud, perspectivas, salud, talento… La muerte de Pepe Leal, al menos temporalmente, había destruido cualquier posibilidad. Por esa razón Javier lo consideraba de mal gusto y no quería llorar con ellos, y después tampoco quiso unirse a ellos sino que se fue a su casa herida y silenciosa y a la compasión de sus forzadas vacaciones.

Se sentó en el estudio, todavía con la chaqueta puesta, garabateando con un lápiz sobre un papel. Tenía ganas de salir de la ciudad. El cuerno de Biensolo había abierto un agujero en la Feria y Falcón saldría de la ciudad para sangrar por la muerte de Pepe. Sacó un mapa de España, colocó el lápiz sobre Sevilla y tiró tres líneas. Todas en dirección sur, y al sur de Sevilla no había nada más que un pequeño pueblo de pescadores llamado Barbate. Pero más allá de Barbate, al otro lado del Estrecho, estaba Tánger.

Sonó el teléfono y lo sobresaltó. No lo descolgó. No quería recibir más pésames.

A la mañana siguiente preparó una maleta en la que metió el diario que le quedaba por leer, buscó su pasaporte y cogió un taxi a la estación de autobuses, detrás del Palacio de Justicia. Cinco horas y media después embarcó en un ferry en Algeciras.

El trayecto en ferry duró una hora y media. Pasó casi todo el rato contemplando una versión marroquí de sí mismo en un grupo de chicos: inmigrantes ilegales que la policía devolvía a su país. Estaban alegres. Los turistas los saludaban y les regalaban cigarrillos. La policía era firme pero no cruel.

Tánger apareció entre la niebla sin despertarle un solo recuerdo El largo invierno lluvioso había dejado el campo circundante de un verde intenso y exuberante, de un color que él no asociaba con Marruecos. Había algo familiar en la cascada de casas blancas mugrientas dentro de las murallas de la ciudad antigua, que iba de la casbah hasta lo alto del acantilado de la Gran Mezquita en el extremo más bajo. Fuera de las murallas, la ville nouvelle se había extendido alrededor de la bahía. Intentó encontrar la vieja casa donde su padre había tenido el estudio, pero o bien quedaba oculta entre los bloques de pisos o había sido derribada para construirlos. El taxista lo llevó hasta el Hotel Rembrandt e intento cobrarle 150 dirhams, lo que comportó una desagradable discusión y una deshonrosa derrota por la que tuvo que pagar la mitad de esa cantidad. En la recepción, que conservaba el esplendor marmóreo de los años cincuenta, le dieron la llave de la habitación 422 y él mismo subió la maleta.

El hotel había sufrido durante el medio siglo transcurrido. A su habitación le faltaba un cristal en una de las puertas. La pintura se caía de las ventanas de metal. El mobiliario parecía haberse refugiado allí huyendo de un marido violento. Pero había una vista perfecta de la bahía de Tánger y Falcón se sentó en la cama y la miró boquiabierto mientras le pasaban por la cabeza ideas de desarraigo.

Salió a comer algo, recordando que en Marruecos se comía más temprano, pero descubrió que estaban dos horas adelantados respecto a la hora de España y a las seis de la tarde no había nada abierto. Fue caminando a la Place de France y luego pasó por delante del Hotel El Minzah hacia el Grand Zoco y entró en la medina por el mercado, que lo llevó a una calle no muy alejada de la catedral española. Desde allí intentó recordar el camino a la antigua casa familiar. Debió de recorrerlo mil veces con su madre. No se acordaba y enseguida se perdió en un laberinto de callejuelas hasta que, por casualidad, se encontró frente a una casa que reconocía.

Le abrió la puerta una criada que sólo hablaba árabe. La mujer desapareció, y se presentó en la puerta un hombre de unos cincuenta años y pico con túnica y babuchas de piel. Falcón le explicó quién era y el hombre se quedó asombrado. Había sido su propio padre quien había comprado la propiedad a Francisco Falcón. Lo invitó a entrar. El hombre, que se llamaba Mohammed Rachid, le mostró la casa, cuya estructura seguía igual, con la higuera en su sitio y la extraña habitación con la ventana en lo alto.

Rachid invitó a Falcón a cenar. Ante un inmenso plato de cuscús, Javier le contó que su madre había muerto en la casa y le preguntó si alguno de sus vecinos ya vivía allí en aquella época. El hombre mandó a un criado con instrucciones. El chico volvió a los pocos minutos con una invitación para tomar café en la casa de al lado.

La familia de los vecinos incluía a un anciano de setenta y cinco años que tenía treinta y cinco en la época de la muerte de la madre de Falcón. Recordaba muy bien el incidente porque casi todo lo que pasó había sucedido delante de su puerta.

—Lo raro del caso fue que se presentaron dos médicos —dijo el anciano— y no se ponían de acuerdo sobre cuál de los dos reconocería a la paciente. La verdad es que la paciente, su madre, ya estaba muerta y por eso su padre había llamado a su médico para que certificara la defunción.

»Su padre había venido a desayunar y encontró a su esposa muerta en la cama. Aturdido, llamó al único médico que conocía, que era el suyo. Un alemán. El médico de su madre, un español, pareció satisfecho con esto y estaba a punto de irse cuando la mujer rifeña, la doncella de su madre, salió de la casa y proclamo que su ama había sido envenenada. Tenía un vaso de algo en la mano, que afirmaba haber encontrado junto a la cama de su ama. Nadie la creyó y ella tomó la drástica decisión de beber un poco de líquido. Su padre le quitó el vaso de la mano y haciendo mucho teatro ella cayó al suelo. Todo el mundo quedó consternado, el médico español la examinó. Pero era una simulación. No estaba muerta. No había veneno. Y tomaron a la criada por una histérica».

Falcón no podía controlar el temblor de las manos ni siquiera uniéndolas. El sudor le bajaba por las mejillas y sentía acercárselas náuseas ante aquel ligero relato del drama. Se levantó con dificultades de los cojines del suelo y tiró la taza de café aún intacta. Mohammed Rachid se levantó para ayudarlo.

Los dos caminaron hasta la parada de taxis del Grand Zoco y un Mercedes baqueteado lo llevó al Hotel Rembrandt. Una vez fuera de la casa y de la medina, se había calmado, había podido controlar el pánico. El amable relato del anciano le había hecho recordarlo todo. El horror de aquella mañana. Su madre muerta en la cama y aquella rara agitación en la calle. Lo recordaba pero también tenía lagunas y no había querido que el anciano continuara porque… No sabía por qué. Sólo quería salir de allí lo antes posible.

Una vez en el hotel se metió en la cama en la oscuridad de la habitación y miró el mar sobre las luces de la ciudad y el puerto. Estaba desolado. Su cuerpo temblaba bajo un espasmo de soledad y toda la pena contenida por la muerte de Pepe salió a la superficie. Se echó de nuevo, encogió las rodillas en posición fetal e intentó serenarse, temeroso de que si se soltaba se fragmentaría sin posibilidad de arreglo. Unas horas después se desnudó. Tomó una pastilla para dormir, se tapó con la manta y se durmió.

Cuando se despertó ya era casi por la tarde. No había agua caliente. Se duchó con agua fría, lo que le hizo tomar conciencia de golpe de que estaba llorando silenciosamente y no podía parar. Sus brazos flácidos le colgaban a los costados y meneaba la cabeza de pesar. Había perdido el control de su cuerpo.

Fue caminando hasta la Place de France, donde tomó un café en el Café de París. De allí fue al consulado español y, tras mostrar su identificación, preguntó si había algún español que aún residiera en Tánger que hubiera vivido allí en los años cincuenta y sesenta. Le dijeron que fuera a un restaurante llamado Romero y preguntara por una tal Mercedes con ese apellido.

El restaurante estaba en un jardín encajonado entre dos calles que conducían a una rotonda. Le abrió la puerta un anciano con americana blanca y fez, cuyas dificultades respiratorias eran evidentes. Mientras se dirigían a la mesa se les echó encima un perro pequinés y Javier hizo una mueca ante su estridente ladrido.

Falcón pidió un bistec y preguntó por Mercedes Romero. El anciano le señaló una mujer rubia ya mayor, bien peinada, que mataba el tiempo en una mesita al otro lado del restaurante vacío. Falcón pidió al anciano que le diera a la mujer una nota de presentación, que escribió en una hoja de su agenda. El anciano se alejó, dejó la nota ante Mercedes, le comunicó el pedido y recibió dinero para ir a comprar el bistec.

Mercedes atravesó la habitación lentamente. Levantó al pequinés, le acarició el estómago y luego lo dejó debajo de una mesa vacía. Se sentó frente a Falcón y le preguntó si era el hijo de Francisco Falcón, lo cual Javier confirmó.

—No llegué a conocerlo —dijo la mujer—. Ni a Pilar, pero fui buena amiga de su madrastra, Mercedes, que tenía más o menos mi edad. Solía comer en el restaurante que mi familia tenía en el Grand Hôtel Ville de France. Estábamos muy unidas y su muerte fue un gran golpe para mí.

—Nunca la llamaba madrastra —dijo Falcón—. Siempre me refería a ella como mi segunda madre. Nos queríamos mucho.

—Sí, ella me dijo que le consideraba su propio hijo y que le habría gustado que siguiera los pasos de su padre. Esperaba que fuera incluso un artista mucho mejor que él.

—Entonces apenas tenía ocho años.

—Entonces no se acordará de esto —dijo ella, señalando detrás de él con la cabeza.

En un marco de la pared, sobre su cabeza, había un dibujo de una mujer. Debajo estaba escrito «Mercedes».

—No, no me acuerdo.

—Lo dibujó usted en el verano de 1963. Mercedes me lo dio como regalo de Navidad. Es de ella, por supuesto, no mío. Le pregunté por qué me lo regalaba y me dijo algo muy raro: «Porque sé que contigo estará seguro».

A Falcón se le saltaron las lágrimas. Había desistido de controlar sus emociones.

—Se ahogó —dijo—. Todavía recuerdo la noche en que se marchó y no volvió. Nunca recuperaron el cuerpo y creo que el no volver a verla nunca hizo que fuera más difícil. Vi a mi madre en el ataúd…

—¿Dónde está ahora su padre? —preguntó Mercedes.

—Murió hace dos años.

—A lo mejor recuerda a alguien más de aquella época. Al agente de su padre, Ramón Salgado.

Falcón asintió con la cabeza enfáticamente y le contó que Salgado había sido asesinado y que él era el inspector encargado de la investigación. Le contó por qué estaba en Tánger, pero entonces apareció el anciano con el bistec y la ensalada, respirando pesadamente encima del plato.

—Quizá si entonces hubiera sido inspector habría investigado el asunto de la muerte de Mercedes con más atención que la policía local.

—¿Por qué lo dice?

—No creo en los rumores, ya oigo suficientes en mi restaurante, pero en aquella época se habló mucho. Tanto como para que alguien que investigara en serio aquella tragedia hubiera hecho interrogatorios más a fondo de los que hizo.

—¿Qué está insinuando, señora Romero? —preguntó Falcón.

—No debería hablar mal de los muertos, pero Mercedes era amiga mía y me dolió mucho su muerte, especialmente en un accidente en el mar. Ella había pasado mucho tiempo en barcos. Milton, su marido, tenía uno. Había cruzado el Atlántico varias veces. Era una marinera muy experimentada. No cometía errores. Dijeron que el mar estaba encrespado aquella noche, que había tormenta en el estrecho, pero le aseguro que no era nada en comparación con las tormentas que ella había vivido en el Atlántico. Dijeron que había caído por la borda pero nunca me lo creí. No escuché los rumores que corrían de lo raro que era que su padre hubiera perdido a dos esposas. Aquello me daba asco. Pero tanto su padre como Ramón Salgado deberían haber respondido de sus actos en una vista oficial, por lo menos.

Falcón se levantó de la mesa, sin tocar el bistec, y salió del restaurante. No estaba dispuesto a escuchar aquello. Eso era lo que sucedía cuando alguien se hacía famoso. La gente se divertía especulando a costa suya. Bien. Pero él no pensaba participar. Volvió caminando al Hotel Rembrandt, subió corriendo a la habitación 422 y se echó en la cama, con una almohada apretada sobre los oídos y los ojos cerrados con fuerza.

Era de noche cuando se despertó y había una gran tormenta en el estrecho, sobre España. Se veían relámpagos a cientos de kilómetros, iluminando el inmenso cielo nocturno repleto de nubes. Fuera llovía. Encontró un restaurante y comió un tagine de cordero y bebió una botella de Cabernet Président. Volvió al hotel, se echó en la cama y se despertó vestido y sudado. Se desnudó y volvió a meterse en la cama. La lluvia azotaba las ventanas y las hacía temblar.

La mañana del viernes amaneció triste y húmeda. Le faltaba una información que seguramente sería aún más inútil que las demás. Pagó el hotel y tomó un taxi colectivo a Tetuán, que se estropeó por el camino de modo que no llegó hasta última hora de la tarde. Dio una vuelta rápida por la comunidad española de la ciudad, intentando encontrar a alguien que hubiera conocido a la familia González, que regentaba un hotel en los años treinta.

A las siete de la tarde había perdido a su guía en la medina y daba vueltas sin rumbo por las callejuelas, siguiendo carros repletos de menta fresca, hasta que topó con una visión en una calle estrecha que lo dejó totalmente paralizado por el pánico.

Un hombre con un carro cargado con lecheras de acero vertía leche en las calabazas de las mujeres, con las que ellas harían su yogur. El chorro de líquido blanco le produjo náuseas. La calma blanca de las calabazas llenas lo hizo volverse y echar a correr por las calles hasta salir de la medina.

Abandonó la esperanza de encontrar a alguien que le contara el «incidente» del diario de su padre. Encontró un hotel barato con un bar. Bebió cerveza y comió albóndigas con los marroquíes envueltos en humo de cigarrillos. Trabó conversación con ellos para no caer en sus pensamientos desesperados.

Aquella noche lo despertó un sueño, un sueño espantoso, que lo obligó a levantarse y pasear por la pequeña habitación. Había soñado con la nada, con una terrible blancura: un vacío amorfo y ardiente que no contenía recuerdos, ni pasado, ni presente ni futuro. Era el fin del tiempo y parecía reclamarle.