Lunes, 23 de abril de 2001
Plaza del Pan, Sevilla
A las ocho y media, Falcón ya estaba esperando frente a la joyería. El joyero llegó diez minutos después. Falcón lo siguió dentro del taller, que tenía las paredes llenas de relojes y los estantes repletos de relojes de pulsera. En el banco de trabajo había varias piezas desmontadas.
—¿No es usted joyero? —preguntó Falcón.
—Lo era —contestó el anciano—. Me jubilé. Creo que este es un buen trabajo para alguien de mi edad. Es bueno tener la vista puesta en el tiempo cuando te queda tan poco. ¿Qué me ha traído?
—Quiero que identifique la calidad de la plata de un anillo —dijo Falcón, al tiempo que le mostraba su identificación de policía.
El anciano se sentó, buscó una lupa y vació la bolsa de pruebas sobre un pedazo de terciopelo en el banco de trabajo. Encajó la lupa en el ojo y levantó el anillo.
—Lo han ensanchado —dijo inmediatamente—. Han utilizado plata de un grado distinto. El original es plata de ley, que es un 92.5 por ciento pura, mínimo. La otra plata es bastante menos pura. Se deduce del tono grisáceo del material. Es una aleación de un 20 por ciento aproximadamente, en lugar del 7.5.
—¿Dónde se puede encontrar esa clase de plata?
—No es de origen europeo. Nadie la aceptaría. Si me dijera que la había encontrado en Sevilla, o en Andalucía, diría que es probable que proceda de Marruecos. Allí utilizan mucho ese grado de plata y mucha llega aquí en forma de joyería barata. Cuando te quitas un anillo de estos te deja una señal verdosa o grisácea en el dedo. Es por el alto contenido de cobre de la plata.
—¿Qué me dice del anillo original? —preguntó Falcón—. ¿De dónde procede?
—No podría afirmarlo ante un tribunal porque no tiene sello, pero en mi opinión es español, de los años treinta. En aquella época, los padres tenían la costumbre de regalar anillos de plata a sus hijas al entrar en la edad adulta. No duró mucho. Ya no se ven.
En la Jefatura, Falcón fue directamente a ver a Felipe y Jorge en el laboratorio y les dio un pedazo de periódico que contenía una pequeña cantidad de sustancia triturada de la urna que había encontrado en casa. Les pidió que identificaran el material.
Ramírez y el resto del grupo lo esperaban en la oficina. Ramírez estaba repartiendo la lista que había elaborado a partir de los artistas que figuraban en la oficina de Salgado. Había más de cuarenta nombres, divididos en tres niveles de probabilidad.
—Son muchos nombres —dijo Falcón.
—No son sólo clientes de Salgado o artistas rechazados —explicó Ramírez—. La elaboró Greta con todas las personas de la zona de Sevilla que han hecho algún trabajo artístico utilizando película, vídeo o alta tecnología. Ahora está haciendo una lista de Madrid.
Ramírez le pasó seis páginas, que Falcón dejó sobre la mesa. Vio allí una carta dirigida a él pero no le prestó atención.
—Creo que deberían trabajar en esto por parejas —dijo Falcón—. Podría ser peligroso y podría estar esperándonos…, si es que está en la lista. Buscamos a un hombre, de 1.80 de estatura aproximadamente y unos setenta kilos de peso, con la tez morena. Podría tener sangre extranjera, probablemente norteafricana. Tiene conocimientos de francés y podría haber tenido una educación francesa en algún momento, aunque es español y lo habla perfectamente. La marca identificativa más importante en este momento es una mordedura en el dedo índice de la mano derecha y posiblemente los nudillos pelados de la mano izquierda.
Falcón levantó la bolsa de pruebas con el anillo dentro.
—Esto se encontró en la trituradora de basura del fregadero de la casa de Salgado. Es un anillo de mujer que ha sido ensanchado para que entrara en el dedo de un hombre. La plata utilizada para ensanchar el anillo es de menor calidad, posiblemente de origen norteafricano. Eso no significa que estemos buscando exclusivamente a un norteafricano. Posiblemente esté nacionalizado español y desde hace varias generaciones. Mantengan una mente abierta en este sentido. No quiero quejas por acoso racial. El inspector Ramírez dividirá la lista y les asignará su trabajo.
Ramírez se llevó a los hombres a la oficina exterior. Falcón abrió la carta que estaba sobre la mesa, que era una cita para ver al doctor David Rato en la Jefatura a las nueve y media. Llamó de nuevo a Ramírez y le preguntó quién era ese médico.
—Es el psicólogo de la policía —dijo Ramírez.
—Quiere verme.
—Será una evaluación de rutina.
—Sería la primera vez.
—Se las hacen a los superiores en situaciones de estrés elevado —dijo Ramírez—. A mí me hicieron una cuando maté a un sospechoso en un tiroteo hace tres años.
—Yo no he matado a nadie.
Ramírez se encogió de hombros. Falcón le recordó la reunión con el juez Calderón a mediodía. Ramírez se marchó, llevándose al resto del grupo. Falcón llamó a Lobo, cuya secretaria le dijo que estaría fuera todo el día. Empezó a sudarle la frente. Se apretó el pañuelo contra la cabeza como si estuviera herido. «Qué asco de sudor», pensó. Tenía las palmas de las manos húmedas. Fue al baño, se lavó la cara y las manos y se tomó un Orfidal.
El despacho del psicólogo estaba en una parte poco frecuentada de la Jefatura, en el segundo piso, con una vista diferente del aparcamiento. Lo hizo entrar inmediatamente. Se estrecharon la mano y se sentaron. El psicólogo tenía poco más de cincuenta años y llevaba un traje gris carbón con chaleco. Encima de la mesa, delante de él sólo había una hoja de papel.
—Nunca había visto al psicólogo de la policía —comentó Falcón.
—¿Qué me dice de las dos veces en Barcelona? —preguntó el médico.
A Falcón le invadió el pánico. Se había quedado en blanco. ¿Dos veces en Barcelona?
—Investigó una bomba colocada en un coche a raíz de la cual murió la hija de doce años de un político y también hubo un tiroteo en la oficina de un abogado que se saldó con la muerte de una madre de tres hijos.
—Por supuesto, discúlpeme. Me refería al tiempo que llevo en Sevilla.
El médico le realizó una exploración física, que incluía pesarlo y tomarle la presión. Luego volvió a sentarse detrás de su mesa.
—¿Por qué me ha hecho venir? —preguntó Falcón.
—Porque tiene entre manos un caso muy difícil, con asesinatos especialmente terribles.
—He visto cosas peores —mintió Falcón.
—En la Jefatura, todo el mundo piensa que es el peor caso que han visto.
—En Sevilla —puntualizó Falcón—. Antes de venir aquí estuve en Madrid.
—Pesa cinco kilos menos de su peso normal.
—Estos casos consumen mucha energía nerviosa.
—En aquellos dos casos de Barcelona, usted pesaba setenta y nueve kilos. Ahora está en setenta y cuatro.
—No he comido con regularidad.
—¿Se refiere a desde que se separó de su esposa?
Se abrió un pequeño abismo en cuanto Falcón fue consciente de los muchos factores que iban a tenerse en consideración.
—Mi criada me prepara las comidas. El problema es que no he tenido mucho tiempo para consumirlas.
—Tiene la presión alta. A sus años me parecería normal que la tuviera por encima de su habitual 12/7 pero ahora está en 14/8, lo que está en el límite, y se le ve ojeroso. ¿Duerme bien?
—Duermo muy bien.
—¿Toma alguna medicación?
—No —dijo tranquilamente.
—¿Ha notado algo diferente en sus funciones corporales? —preguntó Rato—. ¿Sudores, diarrea, pérdida de apetito?
—No.
—¿Qué me dice de las funciones mentales?
—Nada.
—¿Pensamientos cíclicos, pérdida de memoria, tendencias obsesivas… como lavarse muy a menudo las manos?
—No.
—¿Dolor de articulaciones? ¿Hombros, rodillas?
—No.
—¿Se le ocurre por qué todo el mundo dentro y fuera de la Jefatura podría haber manifestado preocupación por su comportamiento reciente?
Le entró todavía más pánico. La diarrea que acababa de negar de repente parecía una posibilidad.
—No se me ocurre —dijo.
—El estrés afecta a las personas de diferentes maneras, inspector jefe, pero lo básico es siempre lo mismo. Las formas ligeras de estrés, como exceso de trabajo junto con un problema en casa, pueden inducir reacciones físicas para obligarte a parar. No es raro tener dolor de rodilla. Las formas extremas de estrés desatan el mismo mecanismo atávico, conocido como «luchar o huir», que produce la adrenalina que te dará las fuerzas para defenderte o escapar. Ya no estamos en la selva, pero nuestra jungla urbana puede inducir la misma reacción. La presión combinada de un exceso de trabajo con detalles perturbadores, la muerte de un familiar y el divorcio de una esposa, pueden desencadenar una subida de adrenalina permanente. La tensión sube. Y se adelgaza porque se pierde el apetito. El cerebro se acelera. Cuesta conciliar el sueño. El cuerpo reacciona como si la mente hubiera topado con algo temible. Provoca sudoración, ansiedad, tendencias de pánico, seguidas de pérdida de memoria y pensamientos circulares obsesivos. Inspector jefe, tiene todos los síntomas de una persona que sufre un estrés fuerte. Dígame, ¿cuándo fue la última vez que se tomó una tarde libre?
—Me la tomaré hoy.
—¿Cuándo fue la última vez?
—No lo recuerdo.
—Desde que llegó a Sevilla hace casi tres años no se ha tomado ningún tiempo libre aparte de un par de semanas de vacaciones —dijo el doctor Rato—. ¿Tanto trabajo tenía antes de encargarse de esta última investigación?
La cabeza en blanco. El pánico se expandió en su pecho como éter.
—Se lo diré yo, inspector jefe —siguió Rato—. Investigó quince asesinatos el año pasado frente a los treinta y cuatro de su último año en Madrid.
—¿Adónde quiere ir a parar, doctor?
—¿Cree que se esconde en su trabajo?
—¿Que me escondo?
—Incluso en el trabajo duro que hace usted existen atractivos. Está la rutina. Está la estructura. Tiene colegas. Y no se acaba jamás, si usted no quiere. Puede llenar el tiempo con papeleo, me imagino.
—Es cierto.
—La vida real es complicada. Las relaciones no funcionan. Los amigos vienen y van. Y, a nuestra edad, algunos empiezan a morir. Tenemos que afrontar pérdidas, cambios y desilusiones, en todo eso hay la posibilidad de alegría. Sin embargo, sólo se logra estableciendo una relación. ¿Cuándo fue la última vez que tuvo relaciones sexuales?
Otra pregunta chocante, que casi impulsó a Falcón a levantarse y pasear por la habitación.
—Mi pregunta no tiene intención de ofenderlo —dijo el médico.
—No, por supuesto, es que no me habían preguntado eso desde que estaba en la universidad.
—¿Ningún amigo le ha hecho esa pregunta?
Amigos, pensó Falcón. O amigas. Casi se le escapó una lágrima ante la idea de que no tenía amigos. Parecía imposible que la vida se le hubiera ido escapando de aquel modo sin que él lo hubiera notado. ¿Cuándo fue la última vez que había hecho un amigo? Buscó en el vacío de su memoria hasta que pensó que Calderón podría haber sido un amigo.
—¿Cuándo fue la última vez que mantuvo relaciones? —preguntó de nuevo el médico.
—Con mi esposa.
—¿Cuándo se separaron?
—El año pasado —dijo Falcón, haciendo un esfuerzo.
—¿En qué mes?
—En mayo.
—Fue en julio, y por eso probablemente no se tomó vacaciones —dijo el doctor Rato—. ¿Cuándo hicieron el amor por última vez antes de separarse?
Falcón tuvo que calcularlo utilizando lo peor del álgebra. Si nos separamos en julio y no me había dejado tocarla durante dos meses, eso quiere decir mayo.
—Fue en mayo.
—Un año sin sexo, inspector jefe —dijo el médico—. ¿Cómo está su libido?
Falcón pensó que libido sonaba bien. Como una playa privada. Vamos a libido.
—¿Inspector jefe?
—Probablemente no muy bien, como ya se habrá imaginado.
Le vino la imagen de Consuelo Jiménez, de rodillas en la silla con la falda subida. ¿Era libidinoso aquello? Cruzó las piernas.
El doctor dio por terminada la reunión.
—¿Es todo? —dijo Falcón—. ¿No tiene nada que decirme?
—Redactaré un informe. No estoy autorizado a decirle nada. Esto está en manos de sus superiores. Yo no soy su jefe.
—Pero ¿qué va a decirles?
—No me está permitido hablar de eso.
—Deme una idea —dijo Falcón—. ¿«Enciérrenlo en un manicomio» u «Oblíguenlo a hacer vacaciones»?
—No es un cuestionario de respuestas múltiples.
—¿Va a recomendar que me hagan una evaluación psicológica a fondo?
—Esto es sólo una entrevista inicial que responde a inquietudes externas.
«Es cosa de Calderón», pensó Falcón. Por lo que ocurrió frente a su piso con Inés.
—Dígame qué va a poner en su informe.
—La reunión ha terminado, inspector jefe.
Fue más por suerte que por razonamiento como Falcón llegó a los toriles de La Maestranza, donde Biensolo estaba en el lote para que Pepe lo lidiara aquella tarde. Había estado a punto de atropellar a un ciclomotor al salir de la Jefatura, y se había salvado por los pelos de chocar contra la parte trasera de una carroza llena de turistas. Faltaban siete postes de las obras del paseo de Cristóbal Colón. No estuvo atento en el proceso de selección de los toros. Había rumores vagos del cuerno herido del n.° 484, que habían llegado hasta él, y los demás confidentes habían aprovechado su distracción para darle el lote que nadie quería. Llamó a Pepe al Hotel Colón y le dio la noticia.
Se fue a casa. No estaba para nada. Su concentración se agitaba como una bandera. Su memoria tamizaba ideas e imágenes dispares en su cerebro. Se arrastró hasta su habitación y se echó boca arriba en la cama. Su cuerpo temblaba con cada sollozo que levantaba sus hombros. La presión era demasiado grande. Las lágrimas resbalaban de su cara a la almohada. Luchó ahogándose contra la cosa enorme que quería salirle de la garganta. Luego se durmió. Sin pastillas. De puro agotamiento.
Lo despertó el móvil. Sentía los ojos como piedras calientes, los párpados pesados como cuero. Paco le dijo que estaban en el restaurante y que estaba a punto de comerse sus chuletillas. Se duchó como un prisionero atontado. Se vistió y sintió que había recuperado algo de su equilibrio. Incluso se sentía ligeramente positivo, como si la crisis hubiera reparado algún mecanismo vital.
Durante la Feria de Abril, la zona frente al Hotel Colón siempre estaba llena de gente. Los botones no paraban de recibir coches y minibuses y salían managers y promotores y miembros de los equipos. En los cafés de enfrente se apretujaban los admiradores. Aquel día había menos de lo normal porque no había grandes nombres en el cartel: Pepín Liria era el más famoso, seguido de Vicente Bejarano y el desconocido Pepe Leal.
Falcón subió a la habitación de Pepe. Uno de sus banderilleros estaba de guardia en el pasillo, con las manos en la espalda. Le abrió la puerta, como si estuvieran de duelo. Murmuró algo a Pepe y dejó pasar a Falcón.
Pepe estaba sentado en una silla en el centro de la habitación. Llevaba la camisa desabrochada y por fuera de los pantalones. No llevaba ni americana, ni corbata, ni zapatos, ni calcetines. Estaba despeinado como si se hubiera estado mesando los cabellos. Tenía una película de sudor en la frente y en el centro del pecho. Estaba blanco. Su miedo era evidente.
—No deberías verme así —dijo.
Bebió un sorbo de agua y abrazó a Javier, luego fue al baño y vomitó en la taza.
—Me has pillado en el peor momento —explicó—. Estoy llegando al fondo del miedo. Dentro de poco estaré balbuceando y dentro de media hora seré un hombre distinto.
Volvieron a abrazarse. Falcón captó el olor agrio de su vómito.
—No te preocupes por mí, Javier —dijo—. Todo va bien. Las cosas están saliendo. Lo siento. Hoy será mi día. La Puerta del Príncipe será mía.
Hablaba atropelladamente. Se abrazaron de nuevo y Falcón se marchó.
Tanto el bar como el restaurante hervían de gente. El ruido era cacofónico. Se metió en el comedor y besó y abrazó a todos antes de sentarse. Devoró el atún y las cebollas, mojó el pan en la salsa de pimientos asados, mordisqueó los finos huesos de las chuletillas y bebió copas de tinto Marqués de Arienzo. Se sentía lleno de nuevo, completo y sólido. Sus nervios estaban intactos. Que lo hubieran descubierto le había aportado cierto alivio. Ya le daba igual. Haber visto a Pepe tan asustado le había ordenado las ideas. Asumiría lo que fuera, incluido su destino.
A las cinco se abrieron paso por las cálidas calles hasta La Maestranza. El olor de cigarros baratos y caros se mezclaba con la colonia, la brillantina y el perfume. El sol todavía estaba alto y apenas corría una ligerísima brisa. Las condiciones eran casi perfectas. Ahora todo dependía de los toros.
El grupo se dividió. Paco y Javier tomaron sus asientos privilegiados de abonados en la sombra mientras que la familia se sentó en los asientos de sol y sombra. Paco y Javier estaban sentados dos filas por encima de la plaza, en las barreras. Paco le dio a su hermano un cojín con el blasón de la finca bordado. Se respiraba el ambiente de la España profunda. La multitud agitada, los Ducados y los puros, los hombres con el pelo peinado hacia atrás con brillantina ayudando a sus esposas vestidas de seda a subir las gradas hacia sus asientos. Una hilera de mujeres jóvenes con las tradicionales mantillas de encaje blanco sentadas detrás de la tribuna presidencial. Chicos con cubos de hielo llenos de cervezas y coca-colas subían y bajaban las gradas. El público recogía al vuelo las latas que les lanzaban y los chicos cobraban las monedas.
Los toreros salieron con sus cuadrillas, todos vestían trajes de luces y seguían a tres caballos pura sangre, altos y con manchas grises, que bajaban la cabeza obedeciendo a sus jinetes. Pepe Leal estaba perfectamente sereno y resplandecía en su traje azul marino y oro. Tenía la expresión seria de alguien que está dispuesto a hacer su trabajo.
Los caballos se retiraron, seguidos de las mulas, que arrastrarían al toro muerto fuera de la plaza, meneando la cabeza con sus pompones rojos. Los tres toreros efectuaron tres hermosos y lentos pases con sus capotes rosas. La expectación de la multitud aumentó. Los toreros se retiraron detrás de la barrera y dejaron a Pepe Leal, que se enfrentaría al primer toro, solo en la plaza con su capote.
Se abrió una puerta en la oscuridad. Silencio. Una voz gritó dando ánimos y el toro de media tonelada salió corriendo a la plaza. La multitud rugió. El toro miró a su alrededor, embistió, cambió de idea y se puso a trotar. Pepe llamó al toro, que pasó por su lado sin mostrar ningún interés por el capote y golpeó una de las barreras con los cuernos. Pepe lo obligó a retroceder, ejecutó dos medias verónicas y la multitud calló.
Una trompeta anunció a los picadores, que salieron con sus garrochas y los caballos protegidos y vendados. Pepe empujó al toro hacia uno de los picadores. Mientras el toro embestía al caballo, el picador se inclinó y picó al toro en la giba con la garrocha. El caballo levantó las patas delanteras. La multitud ovacionó la fuerza de la embestida del toro.
Los picadores salieron de la arena. La cuadrilla de Pepe se alineó con las banderillas y las clavaron eficazmente en el cuello del toro. Pepe salió para hacer su faena, y Javier y Paco se echaron hacia adelante para observar el acto final.
El nerviosismo y el desinterés por el capote que el toro había demostrado al principio se agudizaron aún más en la faena. Pepe empleó casi la mitad para convencer al toro de que se acercara a la muleta. Cuando finalmente el toro respondió, la banda tocó un pasodoble lento. Pepe se dispuso a matar al toro. Javier y Paco pensaron que había sido una buena actuación con un toro tan distraído. El público aplaudió, pero no se agitaron pañuelos pidiendo una oreja.
El primer toro de Pepín Liria no quería salir a la arena. Finalmente salió entre los rugidos del público, avanzó diez pasos y volvió atrás. Dio una vuelta, golpeando las barreras. El único momento bueno fue cuando, al correr hacia el capote, al toro se le clavó un cuerno en el suelo y dio una vuelta de campana de media tonelada.
El toro de Vicente Bejarano era fuerte, rápido y entraba al trapo. El público se rindió al animal, pero aquel no era el día de Bejarano. Era incapaz de conectar con la fiera y, aunque consiguió dar unos buenos pases, no llegó a controlar al toro.
A las siete menos veinte, el sol todavía brillaba sobre el público expectante cuando la puerta se abrió a la plaza y salió Biensolo trotando. No dio ninguna vuelta alocada, no cargó contra las barreras ni dio cabezadas inútiles. Echó un vistazo a la plaza y decidió que era suya.
El público murmuró, inseguro de aquel toro, preocupado porque pudiera saber más de lo que debiera. Pepe se acercó a él y bajó la capa hasta los pies. El toro percibió la intrusión y embistió, rápida y directamente, con la cabeza baja. Desde aquel momento, el público supo que aquel era el toro del día y que si Pepe podía controlarlo verían un espectáculo único.
—Este toro debería de haber sido para Pepín —dijo el hombre sentado junto a Paco.
—Usted observe —dijo Javier— y estará gritando con nosotros al final.
Pepe efectuó dos verónicas completas y una chicuelina con el capote. El público enloqueció de emoción. El torero y el picador hablaron y, cuando Biensolo cargó contra el lado protegido del caballo con tal violencia que tanto el hombre como el caballo salieron empujados contra la barrera, el público se puso a rugir. Aquello era un toro.
Paco agarró a Javier por el cuello y besó a su hermano en la frente.
—Eso es un toro, ¿no?
Uno de los banderilleros de Pepe sobresalía colocando las banderillas. Las puntas de los cuernos estaban prácticamente en sus axilas cuando se echaba adelante en su vertiginosa inclinación y hubo un momento en que la plaza se congeló, contuvo el aliento, cuando hombre y bestia fueron uno, antes de separarse milagrosamente.
Pepe salió para hacer su faena y el público calló en el silencio más puro de España. El silencio del respeto por el toro.
El toro, con la boca cerrada, las ancas tirantes, un hilo de sangre roja bajando por el lado derecho hacia la pata delantera, miró a Pepe, que desenroscó el paño hasta tener la muleta totalmente extendida en la palma de la mano. Se acercó al toro, apuntándole con la puntera de las zapatillas, y escondiendo la muleta detrás de él. El toro estaba tranquilo. A cuatro metros de distancia, Pepe giró un hombro hacia la bestia y lentamente sacó la muleta, como si dijera: «¿Puedo ofrecerte esto?». El toro la vio, corrió y bajó los cuernos. Parecía como si Pepe lo retuviera, forzándolo a bajar la marcha, de modo que, sólo cuando el morro topó con la muleta, Pepe le permitió seguir adelante, atrayéndolo, diciéndole que aquel era el camino real. Y era algo hermoso de ver, el giro lento y gradual del cuerpo de Pepe, flexible y fuerte como hierro forjado caliente.
Hizo pasar a Biensolo varias veces, y con cada pase la danza mejoraba, la relación se hacía más estrecha, el respeto mutuo aumentaba. Surgió tan lentamente que el público no notó que se había establecido la conexión, que el pacto estaba claro, que el hombre y la bestia actuarían hasta la única conclusión posible.
En ningún momento de la faena, Pepe intentó dominar demasiado porque eso era lo que había entendido del toro en cuanto Biensolo había salido a la arena. Aquel era el espacio del toro y él permitía que Pepe estuviera allí.
Efectuó sus naturales. Biensolo pasó como un trueno a su lado como si estuviera llevando todo el peso de España en sus cuernos. Luego Pepe se plantó ante el toro y, por detrás, le enseñó una punta de la muleta, apenas mayor que una baldosa de barro. Algunas mujeres del público no pudieron resistirlo y se oyeron grititos de miedo. El toro pasó a toda velocidad junto a la figura solitaria y las banderillas se inclinaron ligeramente en la brisa. Sin volverse, Pepe le mostró otra punta de la muleta y de nuevo Biensolo pasó por su lado. Incluso los hombres exclamaron ante eso. Paco tenía los puños apretados bajo los ojos. El hombre de su lado gritaba. Sabían lo que estaban viendo. El genio imposible del hombre y la bestia en su danza de la muerte.
El silencio era tan absoluto cuando Pepe fue a cambiar la espada recta por la espada curvada de matar que Javier creyó que podía oír el sonido de las zapatillas negras de Pepe sobre la arena de la plaza. El toro lo observó, con las patas delanteras ligeramente separadas, las patas traseras y el lomo relucientes de sangre, el torso agitado por la respiración, las banderillas meciéndose mortalmente en su lomo. Su compañero de baile volvió, la muleta bajo el brazo, la nueva espada letal a un lado. La larga sombra de Pepe encontró la cabeza del toro y caminó hacia él.
Los cuernos se levantaron. Sus mentes volvieron a conectar. El público, que sabía que si Pepe mataba a Biensolo lo recibiría todo —orejas, rabo, La Puerta del Príncipe—, tensó aún más su angustiado silencio. Pepe soltó la muleta. La vertió como un cubo de sangre. El toro asintió con la cabeza como si agradeciera su amable colaboración. Pepe miró la posición de las patas del toro y, con varios pases cortos, lo condujo hacia la barrera y entonces lo provocó con movimientos de la muleta hasta que lo tuvo justo con los cuernos apuntando al público de la sombra. Pepe, dando la espalda a Javier, se movió un poco como si no quisiera despertar a un niño dormido. Levantó la espada. Apuntó al objetivo, del tamaño de una moneda, entre las paletas del toro. Sus pies se levantaron del suelo de la plaza. Su cuerpo ya no era humano sino que había adoptado la forma de un ave brillante y zancuda.
El momento. La velocidad con que las dos fuerzas se unieron cortaba la respiración.
Pero algo fue mal. Pepe levantó la cabeza. La espada se clavó en el hueso y resbaló. El cuerno derecho se clavó en su muslo derecho y con un giro burlón Biensolo levantó al torero por los aires. Fue tan rápido que nadie se movió mientras Pepe caía de la triunfante cornada del toro. El cuerpo de junco cayó, roto como la víctima de un torturador, y el cuerno desapareció en su estómago. El toro embistió con la cabeza baja, un atavismo recordado puesto en marcha ahora que su pacto se había roto. Se lanzó contra los tablones de la barrera con un empujón brutal que dejó sin aliento a todo el público.
La cuadrilla de Pepe saltó la barrera rápidamente. El público rompió su silencio y las mujeres soltaron agudos lamentos. Javier bajó corriendo, saltando por encima de las cabezas de los horrorizados espectadores. Corrió hacia la barrera donde Pepe estaba encornado. El toro se cebó salvajemente en su presa con una nueva y espectacular energía. Pepe agarró el cuerno clavado en su estómago con ambas manos, como un general que hubiera visto el desastre y se suicidara. Su cara sólo expresaba un sentimiento de pesar.
La cuadrilla distrajo al toro. Del otro lado de la barrera aparecieron manos para levantar a Pepe. Las piernas sin vida, con una herida abierta sangrante por donde la arteria femoral soltaba sangre oscura y vital, se agitaban y golpeaban contra los tablones de madera.
El toro se apartó, se volvió rabioso hacia los capotes ondulantes que lo rodeaban y los miró a todos como un emperador victorioso pero impopular que tiene que aguantar la frivolidad del ritmo de la política.
Levantaron a Pepe por encima de la barrera, con los brazos extendidos y el estómago sangrante, y ver cómo lo llevaban de la arena a la enfermería provocaba tanta compasión como una pietá.
Javier corrió tras los seis hombres que sostenían a Pepe, que alargó una mano hacia él. Las noticias viajaban deprisa y no se molestaron en trasladarlo a la enfermería, sino que lo llevaron directamente a una ambulancia. Los enfermeros lo colocaron en una camilla y se lo llevaron.
Pepe llamó a Javier con una voz que era apenas un susurro.
Javier saltó dentro de la ambulancia detrás de un enfermero que estaba aplicando una compresa sobre la herida del estómago de Pepe. La ambulancia salió volando de la plaza. El otro enfermero le cortó el pantalón y metió la mano en la herida abierta del muslo de Pepe. Este arqueó la espalda y gritó de dolor. El enfermero pidió un torniquete. Alguien lanzó un paquete a Javier, que lo abrió y pasó el torniquete al enfermero que tenía las manos en la herida, intentando localizar la arteria.
Javier tomó la mano de Pepe y le colocó la cabeza sobre sus rodillas. No había sangre en la cara de Pepe, que estaba cubriendo la palidez de la muerte. Javier le agarró los hombros y le susurró al oído todo lo que pensó que podría ayudarlo a resistir.
La ambulancia corrió por Cristóbal Colón con la sirena aullando y se desvió por el paso subterráneo de la plaza de Armas. Pepe se pasó la lengua por los labios. Tenía la boca seca como el cartón por la catastrófica pérdida de líquidos, y la mano fría como carne muerta. El enfermero cortó la manga del traje de luces de Pepe y sacó una bolsa de sangre de la nevera. El otro enfermero pidió el torniquete. Javier se inclinó y le cerraron la arteria femoral. Javier se volvió para ayudar a colocar el litro de sangre en el brazo de Pepe. Gritó a Pepe que resistiera. Vio que intentaba hablar. Acercó el oído a sus labios. Incluso el aliento del chico estaba frío.
—Lo siento mucho —dijo Pepe.