Extractos de los diarios de Francisco Falcón

7 de julio de 1956, Tánger.

Debería preocuparme más por lo que está ocurriendo. Sigo tomando café con R. en el Café de París y el tema de conversación siempre es Marruecos independiente y qué será de nosotros, los consumidores de loto, en Tánger. (Tal vez yo sea el único consumidor de loto y todos los demás viven simplemente en un paraíso fiscal). Pero tanto me da. Floto. Apenas necesito fumar porque mi estado natural parece ser siempre ligero como una pluma. Mi estudio, en el que Javier parlotea (nunca llora), es ambrosía. Me doy miedo porque mi mente se vuelve hacia la última hora de la noche, mientras mi pluma se entretiene con este diario y me dice: «Eres feliz». Pienso en ello e inmediatamente la satisfacción se contamina con ideas inquietantes. Sigo sin noticias de M. Hay tensión en la medina, como si las callejuelas estuvieran llenas de vapor de gasolina: una chispa y explotaría todo. La gente presiente la independencia. Están a punto de conseguirla y están convencidos de que significará que serán libres y ricos como los expatriados. La lentitud del progreso político hace emerger su rabia y frustración a la superficie.

18 de agosto de 1956, Tánger.

Tumultos en la medina, que se extienden al Gran Zoco. Ningún europeo o americano se aventura a salir a la calle. Se rompen ventanas y se saquean tiendas. Por la noche, las mujeres ululan, hacen un ruido que resulta aterrador para los europeos. Es animal y potencialmente salvaje, como la risa de las hienas o zorras en celo. Por la mañana, las calles están llenas de hombres y chicos que cantan la canción del Istiqlal (independencia) y hacen el saludo con los tres dedos (Alá, el Sultán, Marruecos). Retratos de Mohammed V se balancean por encima de una marea de humanidad y luego todo se pone feo otra vez. Me quedo en casa. P. está nerviosa, especialmente por las noches, y el efecto de la leche caliente ya no es tan calmante. Ahora la mujer rifeña mezcla la leche caliente con almendras trituradas, que calman el estómago y tranquilizan la mente. Funciona. Estas personas saben cosas que nosotros hemos olvidado.

26 de octubre de 1956, Tánger.

Ya está. Se ha derogado el estatuto de Tánger. El régimen internacional ha terminado, pero las condiciones económicas, monetarias, financieras y comerciales existentes en nuestra Utopía comercial seguirán en vigor hasta que el sultán plantee sus propias ideas. Los contactos de R. le aseguran que estas no serán muy distintas de las del antiguo régimen. El dinero puede más (incluso más que el clamor del orgullo nacional y el fervor islámico), aunque ya han prohibido la venta de alcohol a cincuenta metros de la mezquita, lo que ha puesto fin a todos los garitos de bebidas de la medina. R. no tiene intenciones de marcharse. Sigo viéndolo en el Café de París, pero ahora está rodeado de hombres con túnicas, feces y gafas de montura gruesa.

28 de octubre de 1956, Tánger.

Ahora sé por qué M. ha estado tan silenciosa. Un escritor americano (quien más quien menos es escritor hoy) que asegura ser amigo de De Kooning conoció a M. en una cena en N. Y. M. estaba con su nuevo marido, un filántropo y coleccionista de sesenta y nueve años llamado Milton Gardener. La noticia me deja asombrado y me siento como un tonto. Mi instinto me dice que he sido traicionado, pero luego me pregunto qué esperaba. No pienso dejar a P.

11 de junio de 1957, Tánger.

M. llegó hace tres días con su nuevo marido, cuyo nombre completo es Milton Rorschach Gardener IV. Nos conocimos en una función en el Hotel El Minzah. Estoy encantado y a la primera oportunidad intento llevarme arriba a M., a una de las habitaciones vacías, pero ella me pone en mi sitio rápidamente. Me presenta a M. G., que no es un viejo chocho sino un hombre alto, imponente e impresionante. Anda con bastón y tiene una rodilla que chasquea con un sonido metálico cuando la dobla. Me preguntan si pueden pasar por el estudio.

Llegan al día siguiente mientras estoy explicando mis nuevos paisajes figurativos entrelazados a Javier, al que ahora debo tener en un parque de madera. Algo que me preocupa es que al pintar estos paisajes humanos parece que esté dando a entender una maravillosa red de conexiones humanas, en la que no me parece que crea. M. mira a Javier, lo levanta en brazos y se lo lleva al porche. Es amor a primera vista por ambas partes. Mientras M. G. y yo hablamos no podemos evitar mirarlos, sintiéndonos como amantes rechazados en un baile.

A M. G. le gusta mi nueva obra pero ha visto el dibujo de P. de la colección de B. H. Me pregunta si he desarrollado aquella idea en pintura y dice: «Si no le importa que se lo diga, ahí es donde está su futuro».

M. me cuenta luego que el «dinero viejo» de M. G. procede del acero pero que su «dinero nuevo» lo ha hecho en el mercado de futuros. Parece ser que en esos mercados se puede apostar al precio futuro de un producto como trigo, azúcar o incluso panceta de tocino (no me parece un gran trabajo), y me doy cuenta de lo pequeño que se ha vuelto mi mundo. Por mi talento creo que el arte es importante pero veo que dependo de un pequeño grupo de personas ricas que compran mi obra, quienes a su vez hacen fortuna apostando fichas al tocino. Es como una epifanía, quizás una epifanía al revés, pero me veo a mí mismo como uno de los mercados de futuros de M. G. Mira mis pancetas y piensa si vale la pena invertir dinero en ellas. Le digo a M. que él debería comprar la Carcasa de Ternera de Chaim Soutine, y a ella no le parece gracioso pero creo que el viejo judío lituano se habría reído.

Si lo piensas, incluso los paisajes de Chaim Soutine eran como asaduras. Se lo digo a M. G., que dice: «Sí, auténticos despojos», pero no entiendo la broma y tiene que explicármela.

3 de septiembre de 1957, Tánger.

R. está contento con la Carta Real de Mohammed V, que entró en vigor hace pocos días. El mercado sigue siendo libre y las exportaciones e importaciones no están limitadas. La comunidad comercial está eufórica. Yo estoy profundamente deprimido. M. y M. G. se han marchado. Me compraron uno de los «paisajes humanos», algo es algo. Le regalé a M. una pintura muy pequeña de una hilera de carcasas colgadas en el refrigerador de un carnicero. Entre las carcasas hay un pequeño autorretrato. Estoy colgado cabeza abajo, con el tórax y el vientre abiertos, y un garfio en mi talón de Aquiles. M. me reprende por ser tan cínico pero se lo queda porque «sé que algún día serás famoso». Lo titulo Futuros en arte. Ahora le doy vueltas a mi broma tonta porque he tocado la despreciable verdad. No trabajo en un mundo sagrado.

Estoy en un mercado. Apuntamos a una verdad elevada cuando de hecho estamos todos presos en el fango del mercado.

Salgo del estudio e impulsivamente miro los dibujos de P. (que guardo en casa para no pasarme el día contemplándolos). Paseo arriba y abajo como si inspeccionara las tropas, hasta que me doy cuenta de que P. está en la habitación conmigo. Le digo que intento encontrar la forma de avanzar en esa obra. Ella dice en un tono profundo: «No podrás seguir con eso hasta que puedas ver más allá». Le pregunto qué quiere decir. «Sólo ves lo que hay ahí», dice, y se va dejándome igual que antes.