Capítulo 27

Domingo, 28 de abril de 2001

Casa de Falcón, calle Bailen, Sevilla

Juanita, la sobrina de Encarnación, fue la primera en llegar, a las once. Falcón seguía aturdido por un sueño inducido por somníferos. La pastilla adicional que se había tomado a las cuatro lo había dejado sepultado en cemento.

Se duchó y se puso unos pantalones grises que le iban tan grandes de cintura que tuvo que buscar un cinturón. La americana tampoco le caía bien en los hombros. Estaba adelgazando. Se vio las mejillas demacradas en el espejo, los ojos hundidos y oscuros. Se estaba convirtiendo en su propia idea de un loco.

En la cocina, Juanita se movía de un lado a otro con unas zapatillas de deporte negras altas que chirriaban en el suelo. Al inclinar la cabeza, le caía hacia delante un río de pelo negro. Falcón abrió la nevera, vio que estaba bien llena de fino y manzanilla, y bajó a la bodega a buscar vino tinto para tomar con el cordero asado.

La bodega estaba en la parte trasera de la casa, debajo del estudio. Falcón había utilizado aquel espacio cerrado como cámara oscura, pero no había estado allí desde que Inés se había ido. Su parafernalia de revelado seguía en un rincón. Había una cuerda colgada a través de la habitación todavía con las pinzas prendidas para colgar copias que secar. Echó de menos la excitación del revelado, la sábana blanca entrando en el líquido y, poco a poco saliendo de las aguas, con una cara que lo miraba. ¿Era eso lo que tenía en la cabeza? Todas aquellas imágenes que sólo necesitaban un líquido de revelado para que los recuerdos latentes tomaran forma, avanzaran por su inconsciente y resolvieran su caso.

Los estantes de metal para el vino estaban divididos en dos. Francés y español. Falcón nunca tocaba el vino francés, que eran botellas caras que había comprado por su padre. Pero aquel día se sentía con ánimo festivo. Los últimos párrafos que había leído de los diarios de su padre la noche anterior lo habían hecho llorar y se sentía dispuesto a brindar por la generosidad de su padre difunto. La intimidad se había reafirmado y se sentía capaz de perdonar por la depravación y la infidelidad de su padre. Sacó botellas de Cháteau Duhart-Milon, Cháteau Giscours, Montrachet, Pommard y Closdes-Ursules. Las subió al comedor y las colocó en una cómoda. Al volver de la bodega por segunda vez vio una urna, en la que no se había fijado nunca, en un nicho encima de la puerta.

La urna no tenía más de quince centímetros de alto y era demasiado pequeña para contener restos humanos. Dejó las botellas, se llevó la urna a la mesa de revelado y encendió la luz. El cierre era un simple cono de yeso sellado con cera. No había marcas en la urna, que era de barro sin esmaltar. Rompió la cera y abrió el cierre. Vertió parte del contenido sobre la mesa. Era de un blanco amarillento y granulado. Algunas de las piezas más grandes eran afiladas. Las removió con el dedo. También había algunas piezas marrones y de repente los granos le parecieron macabros, como si fueran de hueso triturado. Lo dejó sobre la mesa, sintiendo repugnancia.

* * *

Los primeros en llegar fueron Paco y su familia. Mientras las mujeres subían arriba y los niños se perseguían por la galería, Paco sacó un jamón entero que había traído de Jabugo en la sierra de Aracena. Buscaron un porta jamones en la cómoda y colocaron la pieza. Paco afiló un cuchillo largo y fino de trinchar y se puso a cortar trozos de jamón delgados como el papel mientras Javier llenaba las copas de fino.

Juanita puso una mesa en el patio con olivas y otros pinchos, Paco añadió una bandeja de jamón cortado. Llegó Manuela con su grupo y todos se quedaron en el patio, bebiendo fino y gritando a los niños que dejaran de correr. El único adulto que no le dijo a Javier que había adelgazado fue la hermana de Alejandro, que no era más gruesa que una mantis religiosa.

Paco estaba contento y animado con sus toros, que había entregado en perfectas condiciones aquella mañana para la corrida del día siguiente. Al retinto todavía se le veía la herida de la cornada pero estaba muy fuerte. Lo llamó Biensolo y la única pista que dio a Javier fue que las puntas de los cuernos estaban insólitamente torcidas y el espacio entre ellas era bastante estrecho. Intentar matarlo sería muy difícil, aunque inclinara mucho la cabeza.

A las cuatro se sentaron a comer el cordero asado. Manuela notó enseguida la calidad del vino y preguntó cuántas botellas más «tenía escondidas» su hermanito. Para distraer su atención, Javier le habló de la urna. Ella le pidió que se la enseñara y, cuando acabaron de comer y Paco encendió su primer Montecristo, Javier la subió de la bodega. Ella la reconoció enseguida.

—Qué raro —dijo ella—. No entiendo cómo papá pudo perder las joyas de mamá y en cambio esto ha llegado aquí de Tánger.

—Manuela, él nunca tiraba nada —replicó Paco.

—Pero es que esto es de mamá. Me acuerdo. La tuvo en el tocador, unos dos o tres días, un mes antes de morir más o menos. Le pregunté qué era, porque era distinto de todo lo que tenía sobre el tocador. Creía que era una poción de aquella rifeña que tenía como doncella. Me dijo que contenía el espíritu del genio puro y que nunca debía abrirse. Qué raro, ¿no?

—Te estaba tomando el pelo, Manuela —dijo Paco.

—Veo que lo has abierto —observó ella—. ¿Ha salido un genio?

—No —contestó Javier—. Parecían huesos y dientes triturados.

—Eso no suena muy espiritual —dijo Paco.

—Más bien macabro —repuso Javier.

—Habría dicho que después de ver tanta sangre podrías resistir unos huesos secos, hermanito —dijo Manuela.

—Pero ¿triturados? —preguntó él—. Me pareció algo violento.

—¿Cómo sabes que son humanos? Podrían ser huesos de vaca o yo qué sé.

—Pero ¿por qué el «espíritu del genio puro»? —inquirió Javier.

—¿No te acuerdas de quién se la dio? —preguntó Paco—. Fue papá… hace mucho tiempo. En aquella época pasaban cosas raras en casa. ¿No te acuerdas? Mamá encendió una hoguera en el patio. Volvimos de la escuela y había una mancha negra junto a la higuera.

—Javier era demasiado pequeño —dijo Manuela—. Pero es verdad, al día siguiente le regaló la urna. Y la otra cosa rara, aquella escultura tan bonita que le había regalado a mamá en su aniversario, desapareció. La tenía junto al espejo. A ella le encantaba aquella figura. Le pregunté dónde estaba y ella sólo dijo: «Dios te lo da y Dios te lo quita».

—Y entonces fue cuando empezó a ir a misa casi cada día —añadió Paco.

—Sí, antes sólo iba una vez a la semana —dijo Manuela—. Y también dejó de ponerse los anillos. Sólo se ponía aquel cubo de ágata barato que papá le había regalado por su cumpleaños. ¿De esto sí te acuerdas, hermanito?

—No, de nada.

—Papá te dio su regalo para que tú se lo entregaras en su cena de cumpleaños. Ella abrió la caja, la tapa se levantó de golpe y la flor de papel salió disparada y te dio en la nariz. Dentro de la flor estaba el anillo. Fue muy romántico. Mamá se emocionó. Recuerdo la cara que puso.

—Debía de saber que le sucedería algo pronto —dijo Paco—. Iba a misa continuamente, sólo se ponía aquel anillo que le había regalado papá… A mí me pasó lo mismo cuando me cornearon en La Maestranza.

—¿Qué es lo que fue lo mismo? —preguntó Javier, fascinado por aquellos recuerdos, incluso tocándose la nariz para intentar recordar la caja que lo había golpeado.

—Sabía que pasaría algo.

—¿Cómo? —preguntó el suegro de Paco, un escéptico empedernido.

—Lo sabía —afirmó Paco—. Sabía que se acercaba un momento importante y, como era joven y arrogante, di por supuesto que iba a ser un momento de grandeza.

—Pero ¿qué es lo que sabías? —preguntó el suegro.

—No lo sé —dijo Paco, gesticulando mucho—, tenía la sensación de que las cosas estaban encajando.

—Convergencia —dijo Javier.

—Los toreros siempre han sido muy supersticiosos —dijo el suegro.

—Sí, pero, bueno… Cuando arriesgas tanto la vida todo cobra significado —dijo Paco—. Las estrellas, los planetas…, todo.

—¿Alineándose para ti? —se burló el suegro.

—Estoy exagerando —dijo Paco—. Quizá sólo fue un sexto sentido. Puede que retrospectivamente le atribuya un gran significado a algo que, en pocos segundos, arruinó mi juventud.

—Lo siento, Paco —se disculpó el suegro—. No pretendía infravalorar…

—Pero era justo por eso por lo que quería ser torero —dijo Paco—. Amaba la claridad del peligro. A aquel nivel de conciencia era como vivir una vida cuadriculada. Lo que pasó fue que malinterpreté las señales. Nadie podría haber previsto el desastre. En toda la faena, el toro no había embestido hacia la derecha y entonces…, cuando estoy casi encima de los cuernos, va y embiste hacia la derecha. Bueno, tuve suerte de sobrevivir. Es como le dijo mamá a Manuela: Dios te lo da y Dios te lo quita. No hay razón.

Después de aquello, el almuerzo se dio por terminado y Manuela se fue con su grupo. La familia de Paco subió a echar una siesta. Javier y Paco se quedaron sentados con una botella de brandy. Paco estaba casi borracho.

—A lo mejor es que eras demasiado inteligente para ser torero —dijo Javier.

—Era malísimo en la escuela.

—Entonces es que a lo mejor pensabas demasiado para ser un buen torero.

—Ni hablar —dijo Paco—. Lo de pensar vino después. Cuando me destrocé la pierna tuve que aclararme la cabeza. Todas las perspectivas de mis momentos gloriosos, que nunca habían sucedido y nunca sucederían, se fueron al garete. Me quedé completamente vacío. Tuve pesadillas y todos creían que revivía el momento de angustia, pero para mí todo aquello pertenecía al pasado. Mis pesadillas eran sobre el futuro.

Paco se sirvió más brandy y empujó la botella hacia Javier, que negó con la cabeza. Paco hizo rodar un cigarrillo hacia él y Javier se lo devolvió.

—Siempre tan controlado —dijo.

—¿Es lo que piensas de mí? —preguntó Javier, casi a punto de echarse a reír.

—Oh, sí, a ti nada te afecta ni perturba tu calma. No como yo. Yo estaba apabullado. Mi pierna hecha una pena y sin futuro. Pero papá me salvó. Me instaló en la finca. Me compró ganado para empezar. Me puso en marcha y me dio un objetivo.

—Era un soldado. Entendía lo que sentían los hombres —dijo Javier, consciente de estar manipulando cosas sobre su padre por el bien de Paco.

—¿Sigues leyendo sus diarios?

—Casi todas las noches.

—¿Piensas en él de otra forma?

—Bueno, es completa y aterradoramente sincero en lo que escribe. Lo admiro por eso, pero sus confesiones… —dijo Javier, meneando la cabeza.

—¿De la época de la Legión? —preguntó Paco—. Los legionarios eran los más duros de todos, ya lo sabes.

—Participó en varias acciones brutales durante la guerra civil y en Rusia durante la segunda guerra mundial. Parte de la brutalidad que experimentó en aquellos años de guerra permaneció con él cuando se fue a Tánger.

—Nosotros nunca fuimos testigos —dijo Paco.

—Fue bastante despiadado en algunas de sus operaciones de negocios —explicó Javier—. Utilizaba la misma técnica que había empleado en la guerra: el terror. Y no dejó de hacerlo hasta que no se dedicó por completo a la pintura.

—¿Crees que la pintura lo ayudó?

—Creo que dejó mucha violencia en sus cuadros —dijo Javier—. Es famoso por los desnudos Falcón, pero mucha de su obra abstracta está empapada de vacío, violencia, oscuridad, decadencia y depravación.

—¿Depravación?

—Leer los diarios es como trabajar en una investigación criminal —dijo Javier—. Todo va saliendo gradualmente a la superficie. La vida secreta. La sociedad, y nosotros también, sólo veíamos lo que era aceptable, pero no creo que se deshiciera nunca del todo de la brutalidad. Le salía de otras maneras. Ya sabes cómo solía vender sus cuadros y luego subía directamente al estudio para pintar el cuadro que acababa de vender. Creo que eso era una forma de brutalidad. Siempre se reía el último.

—Tal como lo dices parece que no fuera muy buena persona.

—¿Buena? ¿Quién es bueno hoy? Todos somos complicados y difíciles —dijo Javier—. Papá simplemente tuvo dificultades peculiares en una época brutal.

—¿Cuenta por qué se alistó en la Legión?

—Es de lo único que no habla. Sólo se refiere a eso como «el incidente». Y teniendo en cuenta que habla de todo lo demás, debió de ser algo terrible. Algo que alteró su vida y que no llegó a asumir.

—Sólo era un chico —dijo Paco—. ¿Qué demonios te puede ocurrir a los dieciséis años?

—De todo.

Llamaron a la puerta.

—Debe de ser Pepe —dijo Javier.

Pepe Leal era alto y delgado como un junco. Esperaba en la puerta, erguido, con los pies juntos y la cabeza alta en una constante expectativa. Siempre estaba serio y llevaba traje y corbata en todas las ocasiones. Nunca se le había visto con vaqueros. Parecía un exalumno de una escuela privada y no un chico que estaba a punto de entrar en una plaza para matar con gracia y porte un toro de quinientos kilos.

Los dos hombres se abrazaron. Javier acompañó a Pepe al comedor y le rodeó los hombros con el brazo. Paco también lo abrazó. Se sentaron en un extremo de la mesa pero, como Javier ya había notado otras veces, el torero se mantuvo distante. No tenía nada que ver con el hecho de que estuviera en condiciones físicas perfectas, sólo bebiera agua y se sentara a varios centímetros de distancia de la mesa. Lo que lo diferenciaba era que él se enfrentaba regularmente al miedo y lo superaba. Y no se trataba de que finalmente hubiera alcanzado un estado permanente de falta de temor. Era humano. Cada vez que entraba en la plaza a arriesgar la vida, tenía que superar de nuevo el miedo.

Javier le había visto temblar y la cara pálida en las horas anteriores a la corrida, sentado en su habitación de hotel, sin rezar porque no era un torero religioso, y sin buscar a nadie para que le calmara los nervios. Era sólo un ser humano petrificado que no podía controlar su terror. Después se vestía y aquello era el principio del proceso. Mientras lo envolvían en su traje de luces, el uniforme de su profesión, el miedo se iba conteniendo. Ya no surgía de él, inundando la habitación con un contagio invisible. El traje de luces tenía ese efecto en él, le recordaba la tarde espléndida en que había tomado la alternativa y se había convertido en un torero de pleno derecho, o quizá sólo encerraba la nobleza de su profesión y el portador no podía evitar comportarse con la dignidad que exigía. Sin embargo no lo libraba del miedo, sólo lo contenía. Algunos toreros ni siquiera alcanzaban este nivel de contención y Javier los había visto en la plaza blancos y sudando, esperando su momento y rezando para que hubiera pasado.

—Te veo en forma, Pepe —dijo Paco—. ¿Cómo estás?

—Como siempre —respondió, alegremente—. ¿Y los toros?

—¿Te ha hablado Javier de Biensolo, el retinto?

Pepe asintió.

—Si te toca, te prometo que no tendrás que esperar más a que te lleguen los contratos. Madrid, Sevilla y Barcelona serán tuyas.

Pepe asintió otra vez, con los nervios demasiado a punto de estallar para hablar. Paco lo puso al día de los demás toros y, presintiendo que Pepe quería estar a solas con Javier, se disculpó para echar una siesta. Pepe se relajó unos dos milímetros en la silla.

—Parece que estés trabajando demasiado, Javier —dijo Pepe.

—Sí, estoy adelgazando.

—¿Podrás venir al hotel antes de la corrida?

—Por supuesto que lo intentaré. Estoy seguro de que mi investigación puede pasar sin mí un par de horas.

—Siempre me das ánimo.

—Ya no me necesitas —dijo Javier.

—Sí te necesito. Es importante para mí —reconoció Pepe.

—¿Cómo va el miedo?

—Como siempre. En eso soy muy regular. Mi nivel es fijo…, pero más alto que en otros —dijo.

—Me interesaría saber cómo controlas el miedo —dijo Javier, de repente, viendo una oportunidad.

—Del mismo modo que tú cuando te enfrentas a un hombre armado.

—Yo pensaba en un miedo diferente.

—Todo es miedo, tanto si estás a punto de morir como si alguien te dice: «¡Buu!».

—Tú eres el experto —dijo Javier, mientras reía y cogía a Pepe por el cuello, incapaz de resistir el afecto que sentía por el chico.

Puede que no fuera adecuado hablar de esto porque podía infectar su mente con tonterías.

—Cuéntame lo que te preocupa, Javier. Como has dicho, el miedo es mi especialidad. Me gustaría ayudarte.

—Tienes razón…, tenemos miedo de las cosas exteriores… Temes al toro, temes al hombre armado. Ambas cosas son imprevisibles. Pero sólo son momentos de miedo. Sentimos una aprensión terrible, pero nos enfrentamos a ellos y desaparecen.

—¿Lo ves? Sabes tanto como yo. Has aprendido a controlar el miedo a través de tu preparación, de tu voluntad de afrontar, de su inevitabilidad.

—¿La inevitabilidad?

—A ti el Estado te obliga a enfrentarte a criminales peligrosos en nombre de los ciudadanos de Sevilla. A mí me obliga el contrato a enfrentarme a un toro. Son responsabilidades inevitables que no podemos esquivar, o no podremos volver a trabajar. La inevitabilidad ayuda.

—Tu miedo al fracaso es mayor que tu miedo al toro.

—Si piensas en todos los soldados que lucharon en las guerras con el armamento más destructivo conocido por el hombre…, ¿cuántos de ellos eran cobardes? ¿Cuántos huyeron? Muy pocos.

—Quizás eso significa que tenemos una enorme capacidad para aceptar el destino.

—¿Por qué intentar controlar lo incontrolable? Mañana mismo podría dejar de ser torero porque me da miedo resultar herido y sin embargo seguiré cruzando calles, conduciré por carreteras y viajaré en aviones, donde podría encontrar fácilmente un final muy poco glorioso.

—Entonces es inevitable. ¿Y la voluntad de enfrentarse? —dijo Javier—. A mí esto me suena a arrogancia.

—Es que lo es. Somos arrogantes. Tenemos que serlo. No se trata de no tener miedo. Se trata de reconocerlo. De reconocer la debilidad y la voluntad de superarla.

—¿Habláis mucho de eso?

—Con algunos de los toreros más inteligentes. No es una profesión que destaque por tener grandes pensadores. Pero todos debemos enfrentarnos al miedo, incluso los mejores. ¿Qué contestó Paquirri cuando un periodista le preguntó qué era lo más difícil al enfrentarse al toro? «Escupir», dijo. «Nada más».

—La primera vez que tuve que enfrentarme a un hombre armado un superior me dijo: «Recuerde, Falcón, que el valor siempre es retrospectivo. Sólo tienes bastante cuando ya ha pasado».

—Eso es verdad —admitió Pepe—, y por eso podemos hablar de ello, Javier.

—Pero ahora estoy sometido a un miedo diferente, un miedo que nunca había experimentado antes. Vivo en un estado de miedo permanente y lo peor de todo es que no hay ni hombre armado ni toro. Da lo mismo lo valiente que sea, porque no tengo nada a lo que enfrentarme…, excepto a mí mismo.

Pepe hizo un gesto de preocupación. Quería ayudar. Pero Javier cambió de tema.

—Da igual —dijo—. No debería haberlo mencionado. Sólo quería saber si la profesión tenía sus trucos para que los toreros, que viven con el miedo, se engañen a sí mismos…

—No —aclaró Pepe—. En eso no nos engañamos nunca. Es lo más curioso. Necesitamos el miedo. Lo recibimos de buen grado, aunque lo odiemos, porque es el miedo lo que te ayuda a ver. Es el miedo lo que te salvará.