Extractos de los diarios de Francisco Falcón

2 de julio de 1948, Tánger.

Pongo óleo en la paleta. Lo esparzo con el pincel. Mezclo los colores. P. está echada en el diván. Desnuda. Su brazo descansa sobre un cojín rosa. Tiene los pies cruzados a la altura de los tobillos. Su cuerpo está hinchado por el embarazo. Lleva un collar, que yo le he apretado en el cuello (no le ha gustado) y he dejado colgando por su suave espalda. Aprieto el pincel en el lienzo. Resbala con naturalidad. El aceite empuja el cepillo. Me estoy acercando. Estoy muy cerca. Hay forma.

17 de noviembre de 1948, Tánger.

P. se ha puesto enorme con el embarazo, su vientre está tirante, los pechos con sus grandes pezones marrones se han separado y caen a los lados. Huele diferente. Algo lechoso. Me produce náuseas. No he probado la leche desde que era niño. El mero recuerdo de su grasa en la boca y la lengua y sus vapores de vaca llenando las cavidades de mi cabeza me da ganas de vomitar. P. se toma un vaso de leche caliente antes de acostarse. No puedo dormir con el vaso vacío en el dormitorio. No he trabajado desde agosto.

12 de enero de 1949, Tánger.

Tengo un hijo de 3850 kilos. Miro la cara roja y blanda y la mata de pelo negro y me da la sensación de que nos han dado un bebé chino por error. Los berridos del niño me penetran y me angustia pensar en esta presencia impresionante en la casa. P. quiere ponerle Francisco, lo que a mi me parece que va a ser un lío. Ella dice que le llamaremos Paco desde el principio.

17 de marzo de 1949, Tánger.

[…] ahora dirijo los proyectos de construcción de R. Trabajo con el arquitecto, un gallego melancólico de Santiago, cuyas oscuras ideas necesitan un poco de animación. Aporto luz a sus sólidas estructuras y él retrocede como un vampiro. Creo que el americano para el que construimos el hotel tiene ganas de besarme.

20 de junio de 1949, Tánger.

R. se ha casado hoy con su novia niña. Gumersinda (el nombre de su abuela, por tradición) tiene la cara y el carácter dulce de un querubín… R. es otro hombre cuando está con ella, tranquilo, respetuoso, atento y, supongo que esto lo resume todo, totalmente enamorado de la idea que ella representa. A ella apenas consigo sacarle un gritito. Me devano los sesos pensando temas de conversación —muñecas, bailes, cintas— y me siento como un lobo en su presencia.

1 de enero de 1950, Tánger.

Acabamos el hotel antes de Navidad y celebramos el Año Nuevo con una exposición de mis paisajes abstractos a la que acudió todo Tánger. Lo vendí todo el primer día. C. B. compró dos obras y me llevó aparte diciendo: «Esto está muy bien, Francisco, muy bien. Pero sabes que todavía estamos esperando». Le pregunto qué y me aclara: «Tu obra de verdad. Vuelve al cuerpo, Francisco. A la forma femenina. Sólo tú puedes hacerlo».

Esta tarde he sacado uno de los dibujos a carbón de P. y le he comentado lo que había dicho C. B. Está dispuesta a posar para mí. Mientras se desviste me siento como un cliente con una prostituta y me enfrasco en el dibujo cuya sencillez sigue siendo magnífica. P. dice: «Lista». Como diría una furcia. Me doy la vuelta. Sus hombros y sus brazos son pesados, sus pechos miran hacia los lados, su vientre cuelga sobre el matorral del pelo púbico. Sus muslos son gruesos, sus rodillas están caídas. Tiene un juanete en el pie derecho. El verde de sus ojos nada hacia mí como una marea de aceite de oliva. Mira hacia el antiguo dibujo. «Ya no soy yo», dice. Le pido que se vista. Se va. Miro el dibujo como un hombre que hubiera descubierto que no puede tirarse a una fulana. Lo guardo con los demás.

20 de marzo de 1950, Tánger.

R. me llama a casa para decirme que G. ha tenido un niño. El bebé era grande y el parto ha sido largo y arduo. Está muy nervioso.

11 de junio de 1950, Tánger.

P. está embarazada. Traslado el estudio fuera de casa para que tengamos más espacio. He encontrado un sitio en la bahía con luz del norte y que mira hacia España. Pongo una cama individual y una mosquitera. Cuelgo un lienzo en la pared pero no se me ocurre ningún color.

20 de julio de 1950, Tánger.

Llega C. furioso con un joven marroquí de la ciudad. No lo he visto (no es casualidad) desde mi vergonzosa noche de bodas. Me pregunta por qué no le había hablado de mi nuevo estudio. El chico prepara té. Nos sentamos y fumamos. El sopor se apodera de C. y se duerme. El chico y yo nos miramos y nos metemos debajo de la mosquitera. Me despierto más tarde y me encuentro a C. aún más rabioso y al chico acariciándose la cara donde C. le ha golpeado. Parece que C. se ha encaprichado con él y lo pone furioso encontrarlo comportándose como una furcia barata. No hay forma de calmarlo y se va con el chico, que se tapa la nariz con las dos manos y tiene manchas de sangre en la túnica blanca. La puerta se cierra. Miro mi lienzo vacío y decido que el rojo es el color.

15 de febrero de 1951, Tánger.

Tengo una hija rosada y plácida que es un alivio bien recibido después de Paco, cuyos primeros berridos fueron sólo el inicio de una larga campaña de exigencias interminables. Manuela (el nombre de la madre de P.) duerme constantemente y sólo se despierta para soltar burbujitas con la boca y beber leche.

8 de junio de 1951, Tánger.

Encuentro a C. en el Bar La Mar Chica, que se ha convertido en un local frecuentado por aristócratas y otras bellezas a altas horas de la madrugada. Dan dinero a Carmela, que los engatusa con los horrores de sus axilas, y no hacen ningún caso a su compañero, Luis, que es mucho mejor bailarín. No había vuelto a ver a C. desde el incidente del chico en mi estudio. No le han ido bien las cosas. Está borracho y tiene mal aspecto: agotado y demacrado. La anarquía de la depravación le ha pasado factura y lo ha dejado macilento. Suelta una arenga contra mí en inglés para que se entere todo el mundo. «Fíjense en Francisco Falcan: artista, arquitecto, contrabandista y legionario. El maestro de la forma femenina. ¿Sabían que vendió un cuadro a Barbara Hutton por mil dólares? No, una pintura no, un dibujo. Unos garabatos en carbón sobre papel y le cayeron mil billetes encima». Me siento. Es inofensivo, pero C. tiene su público y se envalentona. Sabe que son los que no quieren a Luis sino a Carmela, y les da el gusto. «Pero déjenme que les hable de Francisco Falcan y su profunda visión de la forma femenina. Es un impostor. Francisco Falcan no sabe nada de la forma femenina, pero es un experto en chicos; oh, sí, podría hablarles de los culos y los penes que ha saboreado. Esa es su auténtica especialidad y lo sé porque me utilizaba de macarra…». En ese punto, Luis se le acerca y le dice que se calle. Estoy blanco de rabia pero frío por fuera. C. no se calla sino que lanza su última arenga, que acaba con lo de mi noche de bodas. Luis lo agarra y lo echa del bar. No vuelven. Salgo, seguido del público que da por supuesto que, después de ver la mugre, ahora olerá la sangre. Luis se ha llevado a C. y a pesar de que me siento capaz de arrancar una palmera, me voy caminando a casa con calma.

12 de junio de 1951, Tánger.

Han encontrado muerto a C. en su casa de la medina, con la cabeza destrozada por los golpes. Encontraron al chico al que le rompió la nariz en el estudio junto al cadáver, con sangre en la ropa. Lo acusan del asesinato. Ese es el fin del sensualista: el beso ya no satisface, el tacto es demasiado delicado y por lo tanto con el tiempo sólo sirven las bofetadas y luego los puñetazos y finalmente la paliza.

18 de junio de 1951, Tánger.

He decidido pasar los meses de verano en el estudio. La casa está alborotada y huele a caca y leche. El ambiente está lleno de conversaciones tontas. Prefiero echarme aquí, bajo mi mosquitera, y dejar el mundo fuera, oír sólo al muecín llamando a los fieles a la plegaria para dividir mi jornada. Sus llamadas parecen proceder del estómago y resonar en su pecho antes de salir por su boca: más lastimero que el flamenco de Luis. El sonido siempre viene después del silencio y su misteriosa espiritualidad no necesita traducción. Cinco llamadas al día y siempre me conmueve.

2 de julio de 1951, Tánger.

En uno de los raros almuerzos a los que asisto estos días, P. me pregunta qué hago. Le lanzo una larga diatriba sobre pintar la llamada de los muecines como un paisaje abstracto y me interrumpe. Ha oído rumores maliciosos sobre depravación. Parece que los procedimientos de los juzgados han penetrado en su mundo de bebés. Insiste y yo me comporto como una ostra viva cuyo mundo frío y cerrado retrocede ante la intrusión de su hoja inquisidora. Le pido que pase por el estudio y vea el trabajo que hago. La convenzo de mi vida ascética. La he convencido de que hablo en serio. Soy un monstruo…, o al menos es lo que Paco cree. Se ríe y me agarra la cabeza mientras yo le muerdo el diminuto estómago. No conoce el miedo, este renacuajo.

5 de julio de 1951, Tánger.

Me despierto desorientado con un Mohammed cualquiera a mi lado y P. llamando a la puerta. Mando al chico al tejado y la dejo pasar. Preparo té. Me pide ver mi obra. Soy evasivo porque no tengo nada que enseñar. Me toca de una manera que me da a entender que no ha venido para eso. Estoy agotado después de toda una tarde de juegos y además estoy sucio. Se irrita con mis evasivas y vierte té de menta caliente sobre mi pie desnudo, doy saltos arriba y abajo y el chico se ríe en el tejado. Espero que no lo haya oído. P. se va poco después.

26 de agosto de 1951, Tánger.

Echo un vistazo a los años pasados hojeando estos diarios, y me quedo estupefacto con lo que encuentro. Ahora espero que no los lea nadie nunca. Si logro cierta fama con mi obra y estos diarios se hacen públicos, ¿cómo se clasificará mi genio? Se han vuelto confesiones, no diarios. No son las nobles notas que uno esperaría de un maestro exhausto, sino los indignos apuntes de un pícaro depravado. Pienso que fumo demasiado y que no paso bastante tiempo en buena compañía, aunque tampoco sabría dónde encontrarla. Paul Bowles, el americano que mencioné hace tiempo, ha tenido un cierto éxito con un libro que no me he tomado la molestia de leer. Intento encontrarle, pero siempre está fuera. Voy al Dean’s Bar, pero está lleno de borrachos y réprobos incapaces de tener una sola idea entre todos. El resto son turistas que tienen otras cosas en que pensar. Con el mundo de B. H. he perdido el contacto. C. B. no está. Dejó de relacionarme.

C. B. me dice que ha vendido dos de mis obras a una mujer muy rica de Texas. Es un cheque sustancial, me dice, pero yo esperaba un espacio en el MOMA. Intenta apaciguarme diciendo que Picasso le dijo una vez que «los museos son un montón de mentiras», lo que es fácil de decir cuando tú tienes cuadros en los mejores museos de todos los países del mundo occidental.

17 de octubre de 1951, Tánger.

R. me dice que G. vuelve a estar embarazada. Está a la vez feliz y aterrorizado después de la última vez. Me asombra que este monumento de rudeza pueda reducirse a la blandura de la masa.

Se estremece con el recuerdo del sufrimiento de ella. Cuando le cuento a P. lo del embarazo me mira con añoranza y entiendo por qué vino a verme al estudio en julio.

8 de febrero de 1952, Tánger.

R. ha vendido todos nuestros barcos a varios competidores y ellos han pagado el máximo del precio del mercado. También ha vaciado los almacenes y los ha alquilado a los mismos que nos han comprado los barcos. Estoy atónito, pero me asegura que el negocio del contrabando ha llegado a su fin, que hay negociaciones en marcha entre Estados Unidos y España. Los americanos quieren construir bases para contrarrestar la supuesta amenaza soviética. Franco se lo permitirá porque quiere mantenerse en el poder. Habrá un acuerdo comercial.

20 de abril de 1952, Tánger.

G. se puso de parto y fue mucho peor que el anterior. Fueron tantas las complicaciones que los médicos incluso preguntaron a R. a quién debían salvar: a la esposa o al hijo. Él eligió a G. porque no podría vivir sin ella. Después de esa decisión, G. se animó y el niño nació aparentemente sano. Este roce con la tragedia nos acerca más a P. y a mí y volvemos a los viejos tiempos y redescubrimos nuestra pasión. Por las tardes viene al estudio y yo trabajo y me echo con ella. Las pinturas son mejores que antes, pero todavía no han recuperado aquel momento perdido.

18 de noviembre de 1952, Tánger.

En la recepción del Hotel El Minzah conozco a Mercedes, la mujer española de un banquero americano. Su marido ha comprado obra mía en la galería de C. B. en Nueva York y por lo tanto ella me conoce como si fuéramos viejos amigos. Ha vivido en Estados Unidos varios años y parece muy moderna, no la típica española del otro lado del estrecho. La invito a mi estudio y ella llega al día siguiente con un Cadillac conducido por un chófer, al que despide. Preparo té. Se apoya en la barandilla del balcón y contempla el mar. Tiene una figura de chico, las caderas estrechas, los pechos pequeños y las piernas esbeltas y musculosas. Le muestro algunos paisajes abstractos de Tánger que he estado pintando, que para ella tienen elementos cubistas de Braque flotando en franjas de color violento, como ha visto en la obra de Rothko en Nueva York. Me encanta su inteligencia. Nos sentimos atraídos y no pasa mucho tiempo antes de que descubra de lo que es capaz ese cuerpecito prieto, o más bien su cabeza. Su forma de hacer el amor tiene algo de perverso. Cuando llega al orgasmo se pone tan frenética que nada más importa (por supuesto yo, contra quien ella empuja la pelvis, no) y aúlla como una loba. Caemos al suelo, donde ella se queda tumbada, con los ojos vidriosos, las mejillas encendidas, los labios blancos y una vena en el cuello, gruesa como una cuerda, palpitando con sangre carnal y oscura. Es estimulante encontrar tanta sofisticación junto a deseos animales tan básicos. Pero también entraña peligros. M. parece capaz de hacerme cruzar límites para llegar a zonas donde no hay límites. Es una ironía que no se me escapa, que estemos en Tánger, cautivos de la Zona Internacional de Marruecos, en el campo de batalla de África, donde se está creando una nueva sociedad. Una sociedad en la que no hay códigos. La comisión de gobierno de países europeos desconfiados por naturaleza ha creado un caos permisible en el que está surgiendo un nuevo grado de humanidad. Uno no ha de adherirse a las leyes habituales de la comunidad sino que sólo busca satisfacer las demandas del yo. Los negocios sin impuestos ni normas de la Zona Internacional se realizan al amparo de una sociedad que rechaza cualquier forma de moral. Somos un microcosmos del futuro del mundo moderno, una cultura en una probeta en el laboratorio del crecimiento humano. Nadie dirá: «Oh, Tánger, qué tiempos aquellos», porque todos estaremos en nuestro Tánger particular. Para eso hemos estado peleando como perros, por todo el mundo, las últimas cuatro décadas.

15 de marzo de 1953, Tánger.

R., después de vender todos los barcos de contrabando, se ha comprado un yate. Un juguete con el que pasearse y aparentar éxito. Yo también podría permitirme uno con el dinero de la sociedad y las ventas que hago en N. Y. a través de M., pero no me daría ninguna satisfacción. Tengo casi cuarenta años y bastante éxito, pero soy consciente de mi problema. Mi cabeza lo esquiva a la menor oportunidad. Nada de mi fortuna es resultado de mi propio esfuerzo. R. ha estructurado toda mi vida más o menos como en la Legión. P. fue mi musa, sin ella nunca habría hecho los dibujos al carbón. M. me ha construido una reputación entre los estadounidenses de modo que ahora vendo bien en N. Y. Pero soy una concha. Me golpean y sueno a hueco.

2 de abril de 1953, Tánger.

El éxito de Paul Bowles ha atraído a una multitud de escritores y artistas americanos a nuestra pequeña Utopía. Conocí a un hombre llamado William Burroughs, quien, me parece a mí, no ha hecho nada de especial excepto acarrear una inmensa reputación. Mató a su esposa en México en un juego de Guillermo Tell, en el que no dio en el vaso que ella se había colocado en la cabeza y la bala le hizo un agujero en el cerebro. El americano que me cuenta esa historia lo hace con una asombrada diversión, como si fuera algo de una película que acaba de ver. Miro por encima del asqueroso suelo del Bar La Mar Chica hacia donde está sentado W. B. dispuesto a dejarme fascinar por un asesino de esposas. Sólo veo a un empleado de banca, como tantos otros empleados de la ciudad, excepto que el cráneo de este parece el de la figura de El grito de Edvard Munch. Cuando nos presentan se lo digo y me dice: «No sabremos nunca cómo aquel desgraciado supo lo que le esperaba. Mierda. Y, ¿sabe?, así es como yo veo el cielo a veces…, justo así. Así…, como sangre. Como sangre y basta». Su magnetismo radica en el acceso que tiene a la brutalidad. La libera sobre la gente que no le gusta, pero creo que se reserva la ferocidad de verdad para sí mismo. Es como un animal aullando y pienso en el chico loco que R. vio hace años en el pueblo de la sierra, atado y encadenado al aire libre. Me ayuda a entender por qué pongo la pluma en el papel.

28 de junio de 1953, Tánger.

Tengo tres vidas. Con P. y con los niños soy decoroso. Mis parámetros se ajustan a las mentes pequeñas. Soy suave y aproximadamente alegre mientras el pecho se me abre con bostezos estruendosos. Miro a P., la madre perfecta, y no entiendo cómo pudo ser mi musa. Hago mi vida en el estudio. Las obras avanzan. Los paisajes de Tánger han evolucionado hacia algo diferente. Vastos cielos rojos sangran sobre inmensos continentes negros y en medio destaca una momentánea civilización. El trabajo es interrumpido por un sinfín de chicos que pasan para ganarse unas pesetas. Mi tercera vida es con M., mi compañera en sociedad y de perversión.

23 de octubre de 1953, Tánger.

C. B. nos invita a mí y a P. a una velada con B. H. No me apetece que esa vida se mezcle con la otra. Vamos al palacio de Sidi Hosni y como siempre esperamos a nuestra anfitriona entre su fabulosa riqueza. P. se aburre y C. B. se la lleva y, como el caballero que es, logra encantarla incluso con su precario español. Llega B. H. cuando ya estoy a punto de proponer que nos marchemos. Se acerca a nosotros y, después de conocer a P., tiene una idea. Nos acompaña a la sala custodiada por el inmenso nubio y entonces me doy cuenta de que nunca le he hablado a P. de la venta del dibujo. B. H. la lleva directamente a la pieza colocada en su lugar de honor junto al Picasso. P. parpadea como si hubiera visto sufrir a uno de sus hijos. Sé por la mirada verde que me dirige que lo considera una traición de la confianza. B. H., que ha bebido bastante, no es consciente de su dolor y es C. B. el que nos salva del apuro. Volviendo a casa, P. está callada mientras camina por la casbah, taconeando sobre los adoquines. Yo la sigo, pegado a su espalda como un pobre al que se ha negado una limosna.

19 de febrero de 1954, Tánger.

R. ha ido a Rabat y a Fez para hablar con los administradores franceses y marroquíes. Me pidió que fuera con él, pero estoy trabajando en unos cuadros abstractos enormes que espero que me introduzcan en lo que M. denomina la «Lista B» de artistas respetados. Ella desea que mi nombre se asocie a los del otro lado del Atlántico, como Jackson Pollock, Mark Rothko y Willem de Kooning. Cree que mi obra de paisaje es tan intensa como la de Rothko. Yo miro la obra de Rothko y veo que se acerca a su objeto desde un ángulo diferente. Apunta alto, buscando un elemento espiritual. Yo apunto a la oscuridad y la decadencia.

3 de marzo de 1954, Tánger.

R. ha vuelto de su viaje bastante animado con los burócratas. Me alarma diciéndome que se ha embarcado en un negocio con los marroquíes. Le digo que él no comprende la esencia furtiva de la mente marroquí: utilizan artimañas para hacer caer en una trampa al negociador más astuto. No me hace caso y me dice que no me preocupe. Yo no tendré nada que ver.

18 de junio de 1954, Tánger.

Paso por mi casa de la medina una tarde y me sorprende no encontrar a P. Los niños juegan en el patio. Paco hace de torero y, su hermanita, de toro. El hace florituras con su camisa y ella trota torpemente a través de él y sonríe encantada al verse al otro lado. No sé de dónde han sacado ese juego, porque Paco no ha visto nunca una corrida. Estoy distanciado de su vida. Pero ¿dónde está P.? No lo sabe nadie. Juego con los niños ofreciendo a Paco un toro ligeramente más peligroso. Me sorprende lo diestro que es con la camisa y comprendo en cierto modo el regocijo de Manuela. De todos modos, pronto me aburro y vuelvo a mi estudio.

20 de diciembre de 1954, Tánger.

Hemos tenido suerte de poder esquivar lo peor de la debacle. Los precios de las propiedades han caído en picado. Las esperanzas generales de que Tánger se convirtiera en un Mónaco de África se han desvanecido. Eso impulsa a R. a llevarse todo su capital a Suiza, donde abre una cuenta a mi nombre y deposita la fantástica suma de 80,000 dólares, que es la mayor parte de mis beneficios de nuestros diez años de sociedad. No tengo argumentos en contra y lo celebramos cenando. Es el final de una era. R. irá por su camino en los negocios. Al final de la comida nos abrazamos.

17 de mayo de 1955, Tánger.

P. ha venido a verme al estudio por primera vez desde hace mucho. Ha estado aquí tres días seguidos y hemos hecho el amor cada tarde. M. está en París con su marido y esporádicamente viene un chico al que tengo que mandar de vuelta con una propina. Me sorprende el ardor repentino de ella basta que me doy cuenta de que en ausencia de M. he estado más en casa y me he rehabilitado con mi familia.

Cuando P. se marcha me quedo tumbado bajo la mosquitera y la gasa suspendida me hace pensar en nacimiento, aguas que rompen, y me pregunto si no me han seducido para volver a ser padre.

11 de julio de 1955, Tánger.

Cómo convergen las cosas. Hoy he cumplido cuarenta años. P. me dice que volveré a ser padre. R. ha depositado otros 25,000 dólares en mi cuenta y la sociedad se ha disuelto oficialmente. El marido de M. le ha pedido el divorcio y está dispuesto a pagar una buena suma para conseguirlo (la razón es una jovencita texana de veintidós años). He dejado la abstracción y he vuelto al estilo figurativo. Quizá me ha inspirado De Kooning, que ha abandonado las pautas apretadas y caóticas de su Excavación y se ha vuelto más hacia Mujeres. O no. Quizá sólo estoy persiguiendo el sueño de C. B. por mí mismo. He trabajado hasta que me faltaba la luz. Estoy a punto de ir a cenar con mi familia. No siento nada más que una absoluta desesperación.

1 de noviembre de 1955, Tánger.

El mes pasado, el sultán Mohammed V volvió de su exilio en Madagascar, adonde lo mandaron los franceses hace tres años. Se espera que llegue aquí este mismo mes. Es el principio del fin, aunque nadie lo diría viendo a los expatriados. Hacen trampas mientras Roma arde, pero ¿a quién le importa? Yo ardo por M., que ha estado fuera varios meses por lo de su divorcio. Todos seremos consumidos por el fuego.

12 de enero de 1956, Tánger.

Otro hijo, al que he decidido llamar Javier, que es un nombre que siempre me ha gustado y no tiene nada que ver con la familia. Por primera vez miro a uno de mis hijos y siento, no tanto amor paternal, como una sensación brutal de esperanza. Este hijo, con sus puños apretados y sus ojos arrugados, por algún motivo, me hace pensar que son posibles grandes cosas. Es la única luz en mi cuadragésimo primer cumpleaños.

28 de junio de 1956, Tánger.

Estoy echado boca arriba bajo la mosquitera con Javier sobre el pecho. Tiene las piernas separadas como una ranita y me clava los dedos en el estómago. Con mi mano cubro toda su espalda. Duerme y ocasionalmente, inconscientemente, busca en mi pecho con la esperanza de encontrar leche. Qué pronto entra la desilusión en nuestras vidas.

Mientras trabajo lo dejo sobre una manta, le hablo mientras pinto, sobre mis ideas e influencias. Lentamente junta las manos y los pies como si se burlara de mí con un aplauso silencioso y perezoso. Lo miro y en mí se abren pequeñas grietas. Su cuerpecito blanco, sus grandes ojos marrones, su cabeza suave, todo confluye y me abro como si me introdujeran una palanca entre las costillas.