Sábado 21 de abril de 2001
Galería de Salgado, calle Zaragoza, Sevilla
La galería estaba abierta pero vacía. Arriba, Ramírez y Greta estaban sentados juntos y repasaban las listas de artistas que ella le había dado el día antes. Greta miraba hacia abajo y hablaba. Él le admiraba la coronilla. Se separaron sobresaltados al ver a Falcón y este habría jurado haber oído el chasquido del elástico sexual. Le pidió a Greta que los dejara solos un momento.
—Hemos encontrado sangre —dijo Falcón, lo que captó la atención de Ramírez.
—¿En la casa de Salgado?
—En el suelo y en su boca.
—¿En su boca?
—Salgado mordió a Sergio cuando él le volvía a poner los calcetines en la boca.
Ramírez se echó hacia atrás y sonrió abriendo mucho los brazos.
—Ahora sólo tenemos que encontrarlo —dijo—. Al menos, el juez Calderón se alegrará de saber que, cuando lo encontremos, tendrá base para la acusación.
—Trabaje con Greta…
—Ha sido un placer.
—Hagan una lista de todos los artistas que utilizaban película o vídeo en sus obras con direcciones en Sevilla o Madrid.
—¿Madrid?
—Nos mandó algo desde Madrid. Puede que todavía tenga una dirección allí.
—¿Qué grupo de edad buscamos?
—Hasta los cuarenta y cinco para ir sobre seguro…, siempre que estén en forma y sanos —dijo Falcón—. ¿Conoce a alguien de Antivicio que pueda estudiar el material del ordenador de Salgado y darnos una opinión sobre su procedencia?
Ramírez asintió con la cabeza: siempre tenía favores pendientes. Concretaron el perfil de Sergio para asegurarse. Al marcharse, Falcón se dio la vuelta.
—Si Greta conoce a alguien de la lista que haya tenido algún tipo de educación francesa o haya vivido en Francia o el norte de África, subráyelos.
Falcón pasó por encima de la cinta policial colocada en la casa de Salgado y entró. La casa estaba vacía y, una vez desprovista de la actividad de una escena del crimen, sin vida. Ni siquiera tristeza. Sólo la esterilidad de un hombre con gustos prestados. Abajo habían repintado las paredes. No había objetos de adorno ni fotografías, ni desorden. El mobiliario era de líneas puras. Sólo había un cuadro colgado en la sala, un acrílico abstracto casi sin color. En la librería del estudio estaba la única fotografía de la casa: Francisco Falcón y Ramón Salgado, pasándose un brazo por los hombros y sonriendo.
Subió a la habitación del último piso, que daba a la pequeña azotea, por donde se creía que había entrado Sergio. Felipe y Jorge habían dejado la habitación exactamente como la habían encontrado. Incluso la llave de la puerta seguía en el suelo, donde estaba originalmente. Parpadeó al verla, llamó a Felipe por el móvil y le preguntó dónde había dejado la llave.
—La dejamos en la puerta para no arriesgarnos a que alguien le diera una patada en el suelo —contestó.
—En ese caso…, él ha vuelto —dijo Falcón.
—¿Dónde estaba la llave?
—En el suelo, junto a la puerta, donde la encontramos la primera vez —respondió Falcón—. ¿Para qué volvería alguien a la escena del crimen, Felipe?
—¿Porque se había olvidado algo?
—Eso significa que ha perdido algo —dijo Falcón, y una alta palmera del jardín vecino se balanceó con la brisa y agitó sus hojas.
A Falcón se le pusieron de punta los pelos de la nuca y aguzó los oídos. ¿Estaría todavía en la casa? De día no. Empezó a registrar metódicamente la casa. Estaba vacía. Volvió a la sala donde habían encontrado el cadáver de Salgado. Se quedó de pie frente a la mesa y revivió la escena en su imaginación.
Salgado se despertó cuando Sergio le estaba poniendo otra vez los calcetines en la boca. Le mordió. Sergio reaccionó pegándole tres veces en la cara. Luego se apartó, aguantándose el pulgar o el índice herido. ¿Adónde iría? La cocina era el lugar más cercano. Se acercó al fregadero, donde se arrancó el guante de látex y se limpió la herida. Probablemente estaba asustado y sangraba, y no tenía nada para taparse el corte; no encontraba tiritas.
Papel de cocina. Debió de arrancar un trozo de papel de cocina, se cubrió la herida y se fue al baño. Entonces estaría alterado, sus nervios ya no serían tan sólidos como antes. También debía de estar furioso. Seguramente deseaba terminar y largarse cuanto antes. Por lo tanto debió de volver junto a Salgado para montar el terrible dispositivo, hacer su llamada y contemplar cómo moría. Luego se marcharía, rápidamente.
¿Por qué había llamado por la mañana? ¿Estaba preocupado por algo? ¿Cuándo colgó? «Cuando le pregunté por el pulgar». ¿Era esa la respuesta? Seguramente. «Supo que yo no sabía que había sido otro dedo».
Por la mente de Falcón pasaron imágenes a toda velocidad. Rollos de memoria que desplegaban sus secretos. Su madre entrando en el cuarto de baño para bañarlo y fregarle la espalda con jabón. Estaba vestida para ir a una fiesta. Se quitaba los anillos y los dejaba en una concha en el borde de la bañera.
Falcón volvió al fregadero de la cocina. Ahora lo comprendía.
Por eso Salgado había recibido tres puñetazos en la cara. Se había agarrado al anillo. Debió de arrastrarlo por encima del nudillo y, cuando Sergio se quitó el guante, el anillo había caído al fregadero. ¿O no? Era un fregadero de acero inoxidable. El ruido de un anillo de metal contra el metal habría llamado su atención, pero si había caído directamente por el desagüe… Falcón metió los dedos en el agujero. Tenía un borde de goma alrededor. Insonoro. Habría ido a parar directamente a la trituradora de basura. Sacó su linterna. No había nada a la vista en el agujero. Volvió a llamar a Felipe y le preguntó por el fregadero, del que el forense admitió haber hecho sólo una somera inspección visual.
En un armario, debajo de la escalera, había una caja de herramientas poco usadas. Falcón tardó cuarenta minutos en desmontar la trituradora y arrancarla. Se la llevó directamente a la Jefatura. Felipe y Jorge seguían trabajando. Abrieron la unidad y desmontaron las amoladoras, que parecían atascadas. Rascaron toda la materia vegetal encima de un pedazo de vidrio, Jorge la desmenuzó y ahí estaba: un anillo de plata, abollado.
—Seguro que intentó sacarlo —dijo Felipe—. No pudo y decidió aplastarlo y así se atascó la trituradora. La única posibilidad que tenía era desmontarla, y lo dejó.
—¿Puede volver a darle forma para ver cómo es? —preguntó Falcón.
Felipe se puso a trabajar y casi inmediatamente pidió a Jorge que volviera a buscar entre la materia vegetal de los residuos. Había descubierto un engarce, de lo que se deducía que tenía que haber una piedra en alguna parte.
—Lo más curioso —dijo Felipe— es que estoy seguro de que este era un anillo de mujer originalmente. Mire…
Puso el anillo bajo el microscopio y cuando Falcón miró le indicó la banda del anillo.
—Se ha utilizado una plata de distinta calidad para ensancharlo —dijo Felipe—. Puede ver dónde fue cortado y se le insertó el nuevo metal. Está muy bien hecho. La única diferencia es el color de la plata.
—¿Qué sabe de plata?
Felipe negó con la cabeza. Jorge anunció que había encontrado la piedra. Era un pequeño zafiro. Montaron el anillo sobre un poco de plastilina y colocaron la piedra en su engarce.
—Es un anillo de mujer, sin ninguna duda —dijo Felipe.
—¿Por qué se pondría un hombre un anillo de mujer?
—¿Una amante? —propuso Felipe.
—Si una mujer le diera un anillo como prenda de amor, ¿se lo pondría? ¿Se tomaría la molestia de ensancharlo para ponérselo? —preguntó Falcón.
—No lo creo. Lo guardaría tal como es —contestó Jorge.
—Creo que es más probable que este anillo perteneciera a una mujer que murió —dijo Falcón—. Esto es una reliquia.
—Pero sigue sin responder a su pregunta —apuntó Felipe—. ¿Por qué un hombre llevaría un anillo de mujer? Ha de tener un significado.
—Ramírez lleva un anillo de mujer —dijo Jorge—. Pregúntele a él.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Nunca se ha preguntado por qué lleva ese anillo con tres pequeños diamantes engarzados en oro? Precisamente Ramírez. Yo se lo pregunté un día en un bar —dijo Jorge—. Era el anillo de su abuela. No tiene hermanas. Lo hizo ensanchar. Estaba muy apegado a su abuela.
—¿Qué nos dice eso de Sergio?
—Que no tiene hermanas —contestó el forense, y los ayudantes rieron.
—¿Conocemos a alguien que entienda de plata? —preguntó Falcón.
—Hay un joyero en la ciudad que nos ha ayudado otras veces. Ahora está retirado pero sigue teniendo un taller en la plaza del Pan. Aunque no sé si lo encontraremos allí un sábado por la noche.
El taller estaba cerrado y en los talleres cercanos nadie tenía la dirección o el teléfono del domicilio del joyero. Falcón probó con otros joyeros, pero o bien estaban ocupados o eran incompetentes. Volvió a la calle Zaragoza y esta vez llamó a la puerta de la galería, por si acaso Ramírez había avanzado con Greta. La puerta estaba cerrada. Las demás tiendas estaban cerradas para el almuerzo.
Sacó la bolsa de pruebas con el anillo dentro y le vino un recuerdo, rápido, centelleante como el ojo de un pez en el agua. Lo perdió en la penumbra y recordó que su padre decía que había ideas que valían algo, y eran las que venían de las profundidades y desaparecían. Volvió a guardarse la bolsa en el bolsillo. Una mujer que cerraba una tienda de al lado le dijo que seguramente Greta había ido a comer algo al Cairo.
Ramírez y Greta estaban en el bar, tomando unas tapas: calamares y pimientos rellenos de merluza. Tomaban cerveza. Sus rodillas se tocaban. Falcón enseñó el anillo a Ramírez. Este lo cogió y lo miró a la luz mientras Falcón le contaba cómo lo había encontrado.
—No volvió a buscarlo porque fuera valioso —dijo Ramírez—. La plata y el zafiro no son caros.
—Ha de tener un significado —dijo Falcón—. Por eso me ha llamado esta mañana. Quería saber si lo había encontrado.
—¿Cree que le preocupaba que hubiéramos comprendido su importancia?
—Sin duda tiene una historia. El mero hecho de que sea el anillo de una mujer ensanchado para un hombre ya presupone una historia.
—Pero ¿qué historia y cómo o por qué tendríamos que entenderlo?
—¿Recuerda la llamada en la que me dijo que tenía una historia que contar y que yo no podría detenerlo? —preguntó Falcón—. Esto forma parte de esa historia y creo que le hemos puesto la mano encima antes de tiempo. Si desentrañamos la historia del anillo sabremos demasiado de lo que hace. De algún modo nos llevará a él.
—Pero no lo sabemos —dijo Ramírez, desconcertado por la importancia que Falcón estaba adjudicando a aquella pequeña prueba.
—Pero lo sabremos —dijo Falcón, retrocediendo hacia la puerta—. Lo sabremos.
Salió a la calle con las caras de los dos grabadas en la mente. Greta parecía preocupada; Ramírez evidentemente pensaba que se había trastornado.
De vuelta en la casa de la calle Bailen fue directamente al estudio. Sabía que el resto de la casa no conservaba ninguno de los efectos de su padre. Encarnación la había vaciado unas semanas después de la muerte de Francisco Falcón. Subió las persianas de las ventanas y paseó en torno a las mesas desordenadas que había en el centro. Se esforzaba por recuperar el recuerdo que había tenido de su madre bañándolo después de quitarse los anillos. ¿Dónde estaban sus joyas? Sin duda las tendría Manuela. La llamó por el móvil. Ella le dijo que no había visto ninguna. Era demasiado pequeña para llevar joyas cuando la madre había muerto y más tarde, cuando le había preguntado a su padre a dónde habían ido a parar, él le confesó que las había perdido al marcharse de Tánger.
—¿Perdido? —preguntó Falcón—. Uno no pierde las joyas de su mujer.
—Ya sabes cómo nos llevábamos él y yo —dijo Manuela—. Él creía que sólo me interesaba el dinero, y por eso siempre que le pedía algo me obligaba a humillarme. Pero no le di ese gusto con las joyas de mamá. No tenían nada de especial, que yo recuerde.
—¿De qué te acuerdas?
—Le gustaban los anillos y los broches pero no los brazaletes o los collares. Decía que eran como las cadenas que te esclavizaban. Tampoco se perforó nunca las orejas, o sea, que llevaba pendientes de clip. No le gustaban las cosas caras y, como era muy morena, prefería la plata. Creo que el único anillo de oro que tenía era la alianza —dijo, como si hubiera previsto la pregunta—. ¿Por qué necesitas saber todo esto un sábado por la noche?
—Necesito recordar algo.
—¿Qué?
—Si supiera que…
—Bromeaba, Javier —dijo ella—. Tienes que tranquilizarte. Te tomas el trabajo demasiado… personalmente. Distánciate un poco, hijo. Paco me dijo que habías olvidado el almuerzo de mañana.
—¿Tú también vendrás?
—Sí, y llevaré a Alejandro y a su hermana.
Falcón intentó recordar los detalles de la dieta de la hermana de Alejandro y colgó. Fue al almacén donde había encontrado los diarios y buscó entre las cajas. No encontró nada. Lo único que descubrió que no había visto antes fue un rollo de cinco lienzos y, al abrirlo, un pequeño diagrama cayó entre las cajas. Extendió los lienzos en el estudio pero no los reconoció. No eran obra de su padre. Capas y capas de pintura acrílica que producían un efecto luminoso, como un claro de luna envuelto en nubes. Volvió a enrollarlos.
Se había hecho de noche y Falcón se sentó en el suelo, recordando que había olvidado comer e ir al funeral de Salgado. Se apoyó contra la pared, con las manos colgando entre las rodillas. Se estaba volviendo obsesivo. El caos del estudio de su padre parecía habérsele metido en la cabeza. Tenía la cabeza tan llena de recovecos como un enredo de sedales. Llamó a Alicia y le salió el contestador. No dejó mensaje.
Sacó un libro de la librería y se dio cuenta de que quedaba bastante espacio detrás. Su obsesión revivió. Buscó por todos los estantes hasta que detrás de los libros de arte encontró una caja de madera que recordaba haber visto en el tocador de su madre. Incluso recordaba sus deditos jugando con las joyas, un cofre del tesoro de un libro de aventuras.
La caja tenía un dibujo geométrico morisco en la tapa y los lados. No pudo abrirla a pesar de que no parecía tener cerradura. La estuvo manoseando durante una hora hasta que giró una pequeña pieza piramidal de madera y la tapa se levantó sola.
Ante las joyas, evocó el recuerdo de su madre con tanto realismo que acercó la cara a las alhajas para ver si, después de tantos años, quedaba algo de su olor. No quedaba nada. Los metales estaban fríos al tacto. Extendió las piezas sobre la mesa. Los pendientes de clip, racimos de uvas de plata negra, un broche en forma de cimitarra de plata con amatistas, un gran cubo de ágata engarzado en una banda de plata. Como había dicho Manuela, no había oro. La alianza estaría enterrada con ella.
Miró atentamente todas las piezas y esperó a que el recuerdo sagrado regresara, el que casi había recuperado ante la galería de Salgado. Lo único que recordó fue la concha llena de anillos y él metido en la bañera mientras la mano enjabonada de su madre subía y bajaba por sus diminutas costillas.