Sábado 21 de abril de 2001
Casa de Ramón Salgado, El Porvenir, Sevilla
¿Cuál era el ingrediente de las píldoras para dormir que suprimían los sueños? ¿Era lo mismo que secaba la boca y revestía de felpa el cerebro? Falcón, echado en la oscuridad, se palpaba con los dedos la cara rígida como un boxeador que examina los daños de la noche anterior. ¿Y los agujeros negros en la memoria? La idea le recordó las palabras de Alicia de la noche anterior.
—Una neurosis es como un agujero negro en el espacio. Es extraño e inexplicable. ¿Cómo puede suceder algo tan catastrófico como la caída de una estrella? ¿Cómo puede ser tan doloroso algo que ha sucedido a un ser humano para que este se niegue a recordarlo, para que anule aquella parte del cerebro? —dijo—. Esta es algo más que una analogía, porque la estrella caída ejerce una atracción gravitatoria tan fuerte que constantemente atrae más materia a su mundo negativo. De la misma forma, la neurosis atrae todas las cosas positivas de la vida hacia ella, las consume y las negativiza. Usted me ha descrito algunas relaciones importantes de su vida, con su primera novia seria, Isabel Álamo, y su exesposa, Inés. Ambas fueron relaciones muy fuertes, en las que hubo pasión por ambas partes, pero no pudieron resistir la atracción gravitatoria del agujero negro que usted lleva dentro.
—Con Inés sólo se trataba de sexo. Ahora me doy cuenta —dijo Falcón.
—¿Ah, sí? —preguntó Alicia—. ¿No cree que es posible que fuera usted el que quería mantener la relación a ese nivel? El sexo se puede controlar. El amor es complejo.
—Sé que era sexo. Por eso ahora sufro estos celos ilógicos.
—El sexo suele consumirse por sí solo.
—Y así fue —dijo Falcón—. El sexo se consumió y no quedó nada.
—Excepto que usted sigue fascinado por ella. Sigue queriéndola. Una parte de usted no ha roto con ella…, que es una de las razones por las que no puede hablar de ella con el juez.
El pensamiento cíclico lo agotó. Estaba demasiado cansado para eso. Se levantó de la cama. El golpe seco del diario de su padre cayendo al suelo le recordó la lectura de la noche anterior. La compasión y el desprecio que sintió por él. Le asombraba la debilidad de su padre, la patética faceta de su personalidad que Javier desconocía por completo. Qué fuerte había sido su madre, cuan apasionada por creer en su padre y qué poco se lo había agradecido él con su sexualidad ambivalente e inquieta. El genio era un hombre frágil y una persona con instinto para lo inútil.
Se puso la ropa de correr y bajó. El contestador parpadeaba. Puso el único mensaje que le habían dejado mientras pensaba: «No me llama nadie, tengo cientos de mensajes en el trabajo y ninguno en casa». Era su hermano Paco diciéndole que el torero Pedrito de Portugal se había torcido un tobillo y había una plaza vacía para la tarde del lunes, el mismo día que él ponía sus toros. Estaba seguro de que le darían una oportunidad a Pepe.
Falcón corrió hasta el río y siguió por la orilla oscura hasta la Torre del Oro. Un corredor lo saludó al pasar por su lado y otro lo saludó con la mano. Se había convertido en un habitual desde que había dejado la aburrida bicicleta estática. Aquellos extraños canales se estaban abriendo. No había mencionado a Alicia sus vergonzosas lágrimas por la película de Ramón y Carmen. ¿De dónde procedía aquel sentimentalismo? Aquello no tenía cabida en su trabajo. La idea le detuvo en seco. Estaba sin aliento. Sin darse cuenta había corrido a toda velocidad para sacudirse aquellos pensamientos irritantes. ¿Por eso era policía? ¿Satisfacía su necesidad de observación objetiva de las crisis terribles de la vida? ¿Empezaba a entender algo? Volvió corriendo a casa, compró el ABC y buscó la esquela de Salgado.
Cuando se desnudó para ducharse, los beneficios de la carrera ya se habían evaporado. Tenía la espalda rígida de nervios y se le había abierto un hoyo en el estómago que tenía una terrorífica similitud con el agujero negro de Alicia. Todos sus pensamientos positivos parecían atraídos por él y eso lo asustó enormemente, la idea de que todo, incluida su cordura, pudiera caer allí dentro. Se tomó un Orfidal.
Falcón llamó a su hermano antes de que se fuera a los pastos a recoger los toros para llevarlos a la corrida del lunes en Sevilla.
—¿Cómo va tu pierna? —preguntó Falcón.
—La pierna está bien —contestó Paco—. ¿Alguna novedad?
—Todavía no.
—Oye, otra cosa —dijo Paco—. El domingo seremos ocho.
Silencio.
—Lo habías olvidado, ¿a que sí?
—Es que no paro —se disculpó Falcón—. ¿Te acuerdas de Ramón Salgado, el galerista de papá? Lo asesinaron ayer por la mañana. Tengo este y dos asesinatos más, o sea, que he estado…
—¿Han matado a Ramón Salgado? —preguntó Paco.
—Sí, señor. Su funeral es mañana por la tarde.
—No entiendo por qué iba alguien a molestarse.
—Pues ya ves.
—Bueno…, seremos ocho el domingo.
—Refréscame la memoria.
—Iremos a tu casa a comer, y nos quedaremos a pasar la noche. Al día siguiente iremos a comer al río y después a la corrida, y luego a cenar. Volveremos a la finca el martes por la mañana.
—Lo había olvidado.
—Más vale que llames a Encarnación.
Falcón colgó y llamó a Encarnación, quien dijo que prepararía las habitaciones y que no podría cocinar el domingo pero tenía una sobrina que sí podría. Le pidió que le dejara dinero y le dijo que aquella misma mañana compraría la comida. Falcón fue al cajero automático de la calle Alfonso XII y sacó 30,000 pesetas.
Cuando volvió a casa a las nueve, el teléfono sonaba. Era Pepe Leal, que llamaba para decirle que le habían dado la plaza de Pedrito de Portugal. Falcón le ofreció una cama, pero él prefería quedarse con su equipo en el Hotel Colón.
—Pasaré el domingo por la noche —dijo—. Y hablaremos. Puedes prepararme para el lunes y calmarme los nervios.
Falcón le hablo del famoso toro retinto de Paco y percibió la excitación del chico por la oportunidad que se le brindaba al fin.
A las nueve y media Falcón llamó a Felipe, el forense, para saber si habían descubierto algo. No había huellas en la casa de Salgado. Estaban trabajando con las muestras de sangre, pero por ahora todas pertenecían a Salgado. Falcón llamó al médico forense preguntándose qué había sido del informe de la autopsia. El médico forense no lo había redactado porque esperaba que llegaran los resultados de los análisis de sangre del laboratorio.
—Cuando examiné a la victima vi que tenía tres contusiones alrededor del ojo derecho —dijo—. Las demás contusiones estaban en la parte trasera lateral de la cabeza, y aquellas tres eran las únicas en la parte delantera. Además eran diferentes, no se habían hecho con algo duro y cortante sino con algo romo y blando, como un puño. El asesino lo había golpeado tres veces en la cara con la mano y no entiendo por qué. Por la forma de las marcas está claro que lo golpeó con la mano izquierda, pero sé que el asesino es diestro.
—¿Cómo lo sabe?
—Si fueras a cortarle los párpados a alguien que está atado a una silla te colocarías detrás de él y le echarías la cara hacia atrás. La incisión inicial con el bisturí en el ojo izquierdo de la víctima está hecha de izquierda a derecha y lo mismo en el ojo izquierdo.
—¿Entonces por qué cree que lo golpeó con la mano izquierda?
—Porque tenía la mano derecha ocupada.
—¿De qué forma?
—Atrapada en la boca de la víctima. Le estaba mordiendo.
—¿Lo puede probar?
—Después de dormirle con cloroformo para hacer su operación, le quitó los calcetines de la boca para que la víctima no se ahogara. Cuando la víctima despertó se los volvió a poner, pero o bien no fue bastante rápido o la víctima experimentó una acción refleja.
—Pero ¿cómo sabe todo eso?
—Encontré sangre en la boca de la víctima que no era suya y en los calcetines. La víctima es O+ y esta sangre es AB+. He ordenado que se realice un análisis de ADN.
Colgó y empezó a sonar el móvil. Era Felipe confirmando que una de las manchas de sangre era AB+. La posición de la mancha era a 1.20 metros de la pata frontal de la silla en dirección a la puerta. Mientras hablaba, empezó a sonar el teléfono fijo. Esta vez era Consuelo Jiménez.
—¿Quién le ha dado este número?
—Llamé a Jefatura y me dijeron que no había llegado.
—Ellos no le habrían dado este número y usted ya tenía mi móvil.
—Hace años que tengo este número. Ramón me lo dio como un favor —dijo ella—. Su padre y yo hablábamos de vez en cuando.
—¿Tiene algo que decirme del señor Carvajal?
—He leído en el periódico que Ramón Salgado ha sido asesinado por el mismo asesino que mató a mi marido. No me había dicho que le cortaron los párpados.
—Los periódicos están siendo sensacionalistas —dijo, y no añadió nada más.
—Ramón y yo éramos buenos amigos —dijo ella.
—Pero no tanto para recordar su nombre al inicio de la investigación.
—Estaba muy molesta por la intrusión del asesino en nuestra vida, quería impedir las intrusiones del investigador…, nada más.
—¿No se le ocurrió que la falta de información por nuestra parte puede haberle costado la vida a Ramón? —preguntó Falcón, estirando la verdad hasta el límite para provocar una respuesta emocional.
—Me dijo que había quedado con usted.
—¿Cuándo?
—Hemos hablado todos los días desde que Raúl fue asesinado —dijo ella—. ¿No ha visto el registro de llamadas?
—Todavía no he leído el informe.
—Ramón era un hombre muy sensible, y muy concienzudo, además.
—¿Cuándo le dijo que íbamos a vernos?
—Se suponía que habían quedado ayer para almorzar.
—¿Le dijo de qué pensaba hablar conmigo?
—No.
—No parece que fuera a implicarla a usted, ¿verdad?
—¿Por qué habría de hacerlo?
—¿Le habló de nuestro pequeño trato?
—No.
—Me daría información que apuntaría en dirección a los enemigos de Raúl y a cambio yo le permitiría pasar un día en el estudio de mi padre —dijo Falcón—. ¿Sabe por qué quería hacer eso? Me refiero a pasar un día en el estudio de mi padre. Me dijo que no era por razones comerciales.
—Estaba dedicado a su padre —dijo ella—. Toda la vida y el éxito de Ramón se debían a la fama de su padre.
—¿Qué era, entonces? ¿Deseaba comulgar con el espíritu de mi padre?
—El cinismo no le sienta bien, don Javier.
—¿Hasta qué punto conocía a Ramón… y desde cuándo?
—Unos veinte años.
—¿Sabía que había estado casado?
Silencio.
—¿Sabía que su esposa había muerto de parto?
Silencio.
—¿Sabía que en su…? —Falcón calló: de repente se dio cuenta de la futilidad de su ataque. Le pesaba el traje sobre los hombros.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Dígame lo que sabe de Ramón Salgado —dijo Falcón—. Yo lo conozco desde que tengo uso de razón. Incluso salgo en la película La familia Salgado del asesino. Pero ahora me doy cuenta de que no sabía nada de él, aparte de las poco interesantes apariencias de su existencia.
—Es increíble que no me contara que había estado casado —dijo ella—. Hablábamos de todo.
—Tal vez de todo no —dijo Falcón.
—Bien, por ejemplo, me contó que había matado a un hombre.
—¿Ramón Salgado había matado a alguien? —preguntó Falcón.
—Dijo que había sido un accidente…, un terrible accidente, pero que había matado a alguien y que le pesaba enormemente en la conciencia.
—¿Por qué le contaría una cosa así?
—Porque yo acababa de contarle todo de mí misma. Estaba borracha y deprimida después de mi segundo aborto y el fin de mi relación con el hijo del duque. Le hablé del otro aborto y cómo había ganado el dinero y…, bueno, se convirtió en una conversación muy personal.
—Son secretos muy importantes para compartirlos.
—Éramos dos personas solitarias y decepcionadas y nos abrimos el uno al otro en un café de la Gran Vía, bebiendo brandy.
—¿Le dijo cuándo había matado a aquel hombre?
—A principios de los sesenta en Tánger. Empujó a alguien en medio de una discusión de borrachos. El tipo cayó y se golpeó la cabeza con mala suerte y murió. Se echó tierra sobre el asunto. Pagó y salió del país.
—¿No cree que estuviera mintiendo?
—¿Por qué habría de admitir algo tan terrible como eso?
—¿Además de para hacerla sentir mejor a usted? Bueno, daría una cierta mística a Ramón…, algo de lo que su personalidad carecía totalmente.
—Sólo puedo decirle que usted no le oyó cuando lo contaba. No vio lo que le costó.
—De acuerdo —dijo Falcón—. Es verdad. Eso fue hace cuarenta años…
—Ya llegó tan lejos investigando el asesinato de Raúl —dijo ella—. Dijo que eran antecedentes. Pues aquí tiene más antecedentes.
—El problema ahora es que mis superiores y yo necesitamos algo concreto —dijo Falcón—. Ni siquiera puedo demostrar que su marido y Salgado estuvieran juntos en Tánger. Ni siquiera existe ese débil vínculo.
—Raúl presentó a Ramón a su padre. Le dio una carta de presentación para ir a visitarlo en Tánger.
—¿Qué pasó entre Raúl y mi padre? —preguntó Falcón, momentáneamente fascinado por la digresión—. Que yo sepa, una vez en Sevilla no volvieron a verse.
—No lo sé. Nunca me habló de ello. Se lo pregunté y no me prestó atención.
—De acuerdo —dijo Falcón, volviendo al tema—. Hábleme de la relación actual entre Ramón y su marido.
—¿De qué relación me habla?
—Ramón le presentó a Raúl, ¿o no?
—Hace doce años es actual para usted —dijo ella—. ¿Cuándo empieza la historia?
—¿Qué me dice de la Expo’92? Los nombres que le di estaban relacionados con…
—De eso sólo hace nueve años. Se está volviendo más moderno, inspector jefe.
—Si hubieran abusado de usted de niña, ¿cuánto tiempo cree que habría conservado el rencor?
Un silencio, tan profundo y prolongado que Falcón tuvo que preguntar si seguía allí.
—¿Qué nombres están relacionados y qué tienen que ver con abusos a niños? —preguntó ella, en ese momento enfadada.
—Eso forma parte de la investigación policial y tendrá que seguir siendo confidencial —dijo Falcón—. Pero ya conoce uno de los nombres… Eduardo Carvajal.
—Si está insinuando que mi marido o Ramón tenían algo que ver con una red de pedófilos tendrá que vérselas conmigo y mis abogados.
—Siga leyendo el periódico —dijo él, y la mujer le colgó de golpe.
A los pocos segundos sonó el móvil. Desde que había vuelto del cajero no se había movido del teléfono. Todo el mundo estaba convergiendo sobre él.
—¿Dónde está? —preguntó el comisario Lobo.
—No he podido salir de casa —dijo Falcón—. El teléfono no ha parado de sonar.
—Bien —dijo Lobo—. Estaré en uno de los cafés de la plaza de Armas, al fondo, cerca de la avenida del Cristo de la Expiración. Quince minutos.
Era la primera vez que Lobo lo citaba fuera de la oficina, y en un sitio como aquel. Sólo podía significar que aquello de lo que tenían que hablar era demasiado confidencial para las paredes de cemento con oídos de la Jefatura.
Falcón estaba en el patio cuando volvió a sonar el teléfono fijo. Volvió y acercó el auricular al oído. Silencio.
—Diga.
—¿Qué piensas ahora de Ramón Salgado, tío Javier?
—Hola, Sergio —dijo Falcón, lo único que se le ocurrió con la subida de adrenalina.
—No me llames así.
—Pues no me llames tío —dijo Javier.
—No has respondido a mí pregunta sobre la colección de Jerónimo Bosch de nuestro viejo amigo… Un lugar perfecto para guardarla, ¿no te parece?
—Era obscena, pero en este país ya tenemos leyes contra los abusos a niños y tenemos castigos adecuados y severos para los criminales. No es necesario que…
—Ya veo a dónde quieres ir a parar, inspector jefe. A Raúl le gustaban las jovencitas y a Ramón los chicos torturados…; muy interesante.
—¿Y a Eduardo Carvajal?
Silencio.
—Deja de matar, Sergio —dijo Falcón—. No es necesario que sigas.
—No he matado a nadie. No ha sido necesario.
—¿Cómo está tu pulgar? —preguntó Falcón, y la línea se cortó.
Falcón apoyó el receptor en la frente. Se le había escapado. Todas las preguntas y estrategias llegaron a su cabeza unos segundos tarde. Colgó de golpe y se fue a la cita con Lobo.
Mientras bajaba por la calle Pedro del Toro pensó en el silencio que había provocado la mención de Eduardo Carvajal. Era el silencio de alguien que nunca había oído el nombre y supo que había ido a parar a otro punto muerto.
La plaza de las Armas había sido la estación principal de Sevilla, pero ahora se había convertido en alojamiento de personas ociosas que paseaban por las tiendas, los cafés y los establecimientos de comida rápida del lugar. Lobo estaba solo en una mesa de un café cercano a la antigua entrada. Tenía dos tazas de café delante y llevaba un abrigo que era demasiado grueso para el tiempo que hacía.
—Parece agotado, inspector jefe —comentó Lobo.
—Acabo de hablar con nuestro asesino.
—¿Sigue divirtiéndose?
—No estaba preparado para hablar con él después de todas las llamadas que he recibido esta mañana —dijo Falcón—. Me confundió llamándome «tío» y ni siquiera tuve la presencia de ánimo de preguntarle de dónde había sacado mi número.
—¿Qué número?
—El teléfono de mi padre… Nunca se lo daba a nadie.
—Quizá lo encontró en casa de Ramón Salgado.
—Es posible.
Falcón lo puso al día de las llamadas. Lobo toqueteó el canto de la mesa con los dedos.
—Se mostró sorprendido por la conexión que había hecho usted —dijo Lobo.
—Admito que eso me ha puesto nervioso.
—Y nada nuevo de la señora Jiménez sobre la relación entre su marido y Carvajal, excepto que se puso furiosa ante la insinuación —dijo Lobo—. ¿Qué va a hacer ahora, inspector jefe?
—Creo que mandaré el ordenador a Antivicio, porque podría haber una relación con Carvajal en el material.
—La razón por la que estamos aquí podría tener algo que ver con eso —dijo Lobo—. El nombre de MCA Consultores me ha llegado a través de varias fuentes. Ha habido una filtración. ¿Ha hablado con alguien?
—Le mencioné los nombres de algunos directores a la señora Jiménez, pero no la empresa —contestó Falcón—. Y cuando vi el material del ordenador de Salgado decidí hablarle al juez Calderón de mi nueva teoría, que suponía mencionarle a MCA.
—Pues esa es nuestra filtración —dijo Lobo—. Así es como ha llegado al comisario León, lo cual es muy interesante.
—¿Cree que el juez Calderón se lo habrá contado al doctor Spinola o al fiscal jefe Bellido?
—¿Cómo cree que el juez Calderón llegó a juez antes de cumplir treinta y seis años? —preguntó Lobo.
—Parece muy capacitado.
—Lo está, pero además su padre está casado con la hermana más joven del doctor Spinola. Son familia.
—¿Y a usted quién le ha hablado de MCA? —preguntó Falcón.
—Todos estamos a merced de nuestras secretarias —dijo Lobo.
—¿Y cómo afectará esto a mi investigación?
—Pase lo que pase, nos llegará alguna indicación del grado de culpabilidad —dijo Lobo.