2 de noviembre de 1946, Tánger.
Ayer vino a verme un americano. Un pedazo de hombre. Se presentó como Charles Brown III y me pidió ver mi obra. Mi inglés ha mejorado desde que han aparecido tantos americanos en el Café Central. No quiero que hojee mis dibujos y le digo que tengo que preparárselos y que vuelva por la tarde. Eso me da tiempo de averiguar, a través de R., que es un representante de Barbara Hutton, la nueva reina de la casbah. Preparo las obras que le quiero mostrar y, cuando vuelve y entramos en la habitación, digo: «Todo está a la venta, excepto uno», que es el dibujo de P. Se rumorea que dentro del palacio de Sidi Hosni hay un mundo de riqueza que supera la imaginación de R. En las treinta habitaciones hay un reloj de chimenea de oro de Van Cleef & Arpéis por valor de 10,000 dólares la pieza. Cualquiera que se gaste un tercio de millón de dólares para saber la hora es que simplemente valora las cosas por su precio. «Ella no te comprará un dibujo por 20 dólares», dice R. «No sabe lo que es eso. Es tan poco como un centavo para nosotros». Le digo que no he vendido una sola obra en mi vida. «Entonces no deberías vender la primera por menos de 500 dólares». Me ha enseñado la técnica de venta y la he puesto en práctica. Sigo a Charles Brown por la habitación y le voy hablando, pero me doy cuenta de que lo único que le interesa es el dibujo de P. Finalmente pregunta: «Sólo por curiosidad, ¿cuánto vale el dibujo a carbón del desnudo?». Le digo que no está en venta. No tiene precio. Sigue insistiendo «sólo por curiosidad» y le digo que «no lo sé». Vuelve a mirarlo. Sigo las indicaciones de R. y no lo sigo sino que me quedo fumando en el otro extremo de la habitación y hago ver que me divierto, en lugar de lo que quisiera hacer, que es explotar como un balón de agua de modo que todo lo que quede de mi sea un charco de gratitud y una vejiga.
«Mire», dice, «todo es muy interesante. Me gusta. Lo digo en serio. Me gusta. Las formas entrelazadas en la tradición morisca. El caos. Los paisajes desiertos. Todos me dicen algo. Pero no estamos hablando de mí. Yo compro para clientes. Y eso es lo que quieren mis clientes. No quieren material intelectual… Las personas que vienen a Tánger no quieren eso. Vienen por… ¿cómo lo diría?: la promesa oriental».
«¿En el extremo noroeste de África?», apunto.
«Es un decir», explica. «Quiero decir que desean algo exótico, sensual y misterioso. Sí, lo misterioso es importante. ¿Por qué no está ese a la venta?».
«Porque es importante para mí. Es algo nuevo y reciente».
«Ya lo veo. Los otros dibujos son perfectos…, meticulosamente observados. Pero este…, este es diferente. Es muy estimulante…, y al mismo tiempo, prohibido. Quizá sea eso. La esencia del misterio es que muestra algo en sí mismo, seduce pero prohíbe el conocimiento definitivo».
Me pregunto si Charles Brown habrá fumado. Pero es sincero. Intenta de nuevo que le dé un precio. No me rindo. Me dice que su cliente debería ver la obra. No le permito que la saque de la casa. Acaba nuestra discusión con las palabras:
«No se preocupe, traeré la montaña a Mahoma».
Se va, después de estrechar mi mano húmeda. Tiemblo de excitación. Estoy sudando, me arranco la ropa y me echo desnudo en el suelo. Fumo un cigarrillo de hachís, uno de los veinte que me preparo cada mañana. Observo el dibujo de P. Estoy tan priápico como Pan y, como por telepatía, llega un chico enviado por C. y libera mi calor.
4 de noviembre de 1946, Tánger.
Paso dos días echado en mi habitación en un estado de despreocupación controlada. Mi oído está entrenado y perfectamente sintonizado para oír la más ligera llamada a mi puerta principal. Me duermo y cuando llega la llamada me despierto de golpe como si saliera de un barco hundido. Intento abrir la cerradura y vestirme al mismo tiempo. Doy una vuelta cómica mientras el criado espera junto a mi cama con un sobre. Es él quien me ha despertado. Rompo el sobre. Dentro hay una tarjeta grabada en oro de la señora Barbara Woolworth Hutton, que con su propio puño pregunta si puede visitar a Francisco González en su casa el 5 de noviembre de 1946 a las 2:45 de la tarde. Le muestro la tarjeta a R., que queda impresionado, se nota. «Tenemos un problema», dice. A R. le encantan los problemas, y por eso siempre los está creando. El problema es mi nombre.
«Nómbrame un González que haya hecho algo significativo en el mundo del arte», dice R.
«Julio González, el escultor», digo.
«Nunca he oído hablar de él», dice R.
«Trabajaba el hierro, con formas geométricas abstractas, y murió hace cuatro años».
«¿Sabes en qué me hace pensar Francisco González? En un vendedor de botones».
«¿Por qué botones?», pregunto, y él no me presta atención.
«¿Cómo se apellida tu madre?».
«No puedo utilizar el apellido de mi madre», digo.
«¿Por qué no?».
«Porque no puedo y basta».
«¿Cómo se llama?».
«Falcón», digo.
«No lo ves, esto es perfecto. Francisco Falcón. Desde ahora te llamarás así».
Intento decirle que no pienso hacerlo, pero no quiero darle más explicaciones y acepto mi suerte. Soy Francisco Falcón y tengo que reconocer que tiene algo…; aparte de ser aliterativo, tiene un cierto ritmo, como lo tienen Vicent Van Gogh, Pablo Picasso, Antoni Gaudí, incluso el más simple, Joan Miró… Todos tienen el ritmo de la fama. En Hollywood hace años que lo saben y por eso tenemos a una Greta Garbo y no Greta Gustafson y Judy Garland y no Frances Gumm, jamás Frances Gumm.
5 de noviembre de 1946, Tánger.
Vino como había prometido y yo estoy loco de alegría. Esta tarde no he fumado, de modo que el resplandor diamantino del momento no se pierde en la niebla del hachís. Llegó acompañada de Charles Brown, que parece enorme a su lado, y se comporta con gran deferencia. Me impacta la extraordinaria gracia y elegancia de la mujer, la perfección de su vestido, la suavidad de sus guantes, que podrían proceder de la piel de un niño de cinco años. Lo que más me gusta es su mirada natural de descontento. Su riqueza, que es como un aura que la envuelve, apartándola de los demás mortales, la ha vuelto exigente, pero creo que cuando cae…, cae de bruces. Sus tacones repiquetean lujosamente sobre mi suelo de mosaico. Ella dice: «A Eugenia Errázuriz le encantarían estas baldosas». Dios sabe quién es.
Estoy fascinado, pero me sorprendo a mí mismo hablando despreocupadamente de camino a la sala de exposición. He refinado la técnica de R. y esta vez el dibujo ni siquiera está a la vista. Ella echa un vistazo por la habitación colocando con cuidado un pie delante del otro. Charles Brown le murmura al oído, que yo imagino adornado con madreperlas. Ella escucha y asiente con la cabeza. La atraen las formas moriscas. Se mueve rápidamente por los desolados paisajes rusos. Se queda inmóvil ante los dibujos de Tánger. Se da la vuelta. Se ha quitado los guantes de niño que cuelgan lánguidamente de sus manos pequeñas y blancas. «Es una obra excelente», dice. «Interesante. Original. Bastante rara. Muy impresionante. Pero Charles dice que tiene algo que está muy por encima de estas obras, algo que tuvo la amabilidad de permitirle ver».
«Sé a lo que se refiere y ya le dije al señor Brown que no estaba a la venta. Me pareció inútil mostrárselo a usted».
«Sólo me gustaría verlo», dice. «No lo privaría de ninguna manera de algo que es tan importante para usted».
«Entonces de acuerdo», digo. «Sígame».
He colocado el dibujo de modo que esté perfectamente iluminado al final de un largo pasillo oscuro y apoyado en una antigua pared de ladrillo, debajo de un arco blanco; cuya textura ha sido formada por décadas de blanqueo. Esta parte de la casa es bastante oscura y sé que ella lo verá de golpe y se sentirá atraída por ella como una polilla. No me equivoco. Y creo que tampoco me equivoco diciendo que al ver el dibujo ella suelta un pequeño gemido sexual. Se acerca más a él y veo en sus ojos que está ensimismada. Mi trabajo ha terminado. Me aparto y la dejo mirar a solas. Se queda inmóvil diez minutos. Luego baja la cabeza y se da la vuelta. Cuando llegamos a la puerta tiene los ojos brillantes. «Muchas gracias», dice. «Espero que me haga el honor de ser mi invitado a cenar una de estas noches». Levanta la mano. Me inclino y se la beso.
6 de noviembre de 1946, Tánger.
El día empieza con una invitación a cenar de B. H. Una hora después llega Charles Brown. Le sirvo té de menta y fumamos. La conversación es larga y tortuosa e incluye preguntas sobre mi pasado, en las que miento como un bellaco pensando, sin reflexionar mucho, que es lo mejor, que así nadie me conocerá, ni siquiera yo mismo, y así mantendré el aura misteriosa que se convertirá en la marca de fábrica de mi obra. Me pierdo en esa idea: que incluso cuando esté muerto y se realice un esfuerzo de investigación laborioso para llegar al fondo de Francisco Falcón (ya está, la transformación ya está completa, lo he escrito sin pensar; Francisco González ha desaparecido), las capas de cebolla se desprenderán una tras otra y conducirán al meollo de la verdad. Pero, como sabe todo el mundo, la verdad de una cebolla es nada. Cuando se desprende la última capa de una cebolla no hay nada. Ni un pequeño mensaje. No hay nada. Yo soy nada. No somos nada. Darme cuenta de esto me proporciona una enorme fortaleza. Siento una oleada de libertad inmoral. Para mí no hay normas. Vuelvo a C. B. con un sobresalto. Me pregunta si he reconsiderado la posibilidad de vender. Digo que no. Me pide que me lo lleve a la cena para mostrarlo a los demás invitados. Eso sería psicológicamente debilitador, de modo que contesto que no. C. B. y yo vamos a la puerta y él dice: «Se da cuenta de que la señora Hutton está dispuesta a pagar una cantidad importante por su obra».
«Nadie duda del alcance de los recursos de la dueña del palacio Sidi Hosni», digo.
Se reserva el tiro de gracia para el último momento.
«Quinientos dólares», dice, y se aleja por el estrecho callejón, gira a la izquierda y se dirige hacia la Kasbah.
Tengo que hacer un gran esfuerzo para no llamarlo.
11 de noviembre de 1946, Tánger.
Tendría que haber escrito esto anoche, cuando la perfección de la velada todavía estaba fresca en mi cabeza. Volví a casa tan borracho y en tal estado de excitación que tuve que fumarme varias pipas de hachís para caer en un sueño espasmódico. Me he levantado con la cabeza espesa, y con una memoria más veleidosa que ceñida a los hechos.
Llego a la puerta del palacio Sidi Hosni y, tras enseñar mi invitación, un tanjawi con librea y pantalones blancos me hace pasar. Entro instantáneamente en un mundo de ensueño, donde paso de criado a criado y atravieso habitaciones y patios, en que el anterior propietario no ha escatimado ningún gasto. No recuerdo cómo se llamaba. ¿Blake? ¿Maxwell? A lo mejor las dos cosas.
El palacio se ha construido uniendo una serie de casas que están todas conectadas a una estructura central adonde me conducen.
El efecto es apabullante, mágico y misterioso. Es un microcosmos de la mente marroquí. El criado me acompaña a una habitación donde algunos invitados se comportan como si estuvieran en una fiesta, y otros como si estuvieran en un museo. Todos tienen razón. Yo llevo traje y corbata pero estoy bronceado por mi vida al aire libre, lo que me diferencia de las personas predominantemente blancas de la habitación. Una mujer está a punto de pedirme una bebida cuando se da cuenta en el último momento de que no llevo ni guantes ni fez. Para disimular me pregunta de qué madera está hecho el suelo. C. B. me rescata y me presenta a los invitados. Con cada presentación se levanta una conmoción hacia las arañas (que serán sustituidas por cristales venecianos) como un vuelo de palomas. Me doy cuenta de que esta cena se ha organizado para mí, para presentarme en sociedad, para halagarme. Alguien me da una copa. Es muy fuerte. El colosal C. B. me pone una mano en el hombro como si yo fuera una estatua suya de juventud y con un poco más de bronce encima pudiera llegar a formar un cuadrado tan grande como él. La anfitriona aún no ha aparecido. No estoy bien preparado para la ocasión, no por falta de lenguaje sino por falta de experiencia social. Se habla de Nueva York, Londres y París, de caballos, moda, yates, propiedad y dinero. Me cuentan cosas de nuestra anfitriona: que regaló su casa de Londres al gobierno de Estados Unidos, que la alfombra de la pared es de Qom, la marquetería de Fez, la cabeza de bronce de Benín. Lo saben todo del mundo de B. H., pero nadie había penetrado en el caparazón de su impresionante riqueza. Pero yo sí. Y por eso estaba allí. C. B. III había contado a todo el mundo, con muchas palabras, que yo había penetrado y lo había hecho con el dibujo a carbón más simple y al mismo tiempo más seductor, que decía más en sí mismo que el palacio interminablemente reformado, laboriosamente trabajado y lleno hasta los topes de Sidi Hosni. En aquella habitación recibí invitaciones a otros acontecimientos sociales así como algunas ofertas sexuales de mujeres. La misma depravación que gotea densa y oscuramente en los callejones del zoco Chico está presente aquí, tras las paredes doradas del hogar palaciego del viejo musulmán sagrado, Sidi Hosni.
B. H. se dirige directamente hacia mí, alargando la mano. Se la beso. Somos el centro de atención. Ella dice: «Quiero enseñarle algo». Salimos de la habitación. Se dirige a una puerta custodiada por un guardia, un nubio muy negro, que lleva pantalones blancos pero el torso desnudo. Ella abre la cerradura, el nubio empuja la puerta y entramos en su galería privada. Hay un Fragonard, un Braque, incluso un Greco. Un cuadro de ese horrible fraude que es Salvador Dalí, un Manet, un Kandinsky. Estoy asombrado. También hay dibujos. Veo un Picasso y otros que me dice que son de Hassan el Glaoui, el hijo del pacha de Marrakesh. Entonces llegamos al punto psicológico de la velada. B. H. me acompaña hasta un hueco de la pared. «Aquí», dice. «Quiero poner algo que resuma mis sentimientos acerca de Marruecos. La obra debe ser insinuante, aparente, pero inaprensible, estimulante y al mismo tiempo incomprensible, disponible pero prohibida. Debe atormentar como la verdad, pero que, en cuanto creas que ya la entiendes, se te escape». Esas no fueron sus palabras exactas, algunas son de C. B. y creo que otras las he aportado yo. B. H. terminó diciendo: «Quiero que su dibujo forme parte de esta colección». Era un asalto planificado. Sabía que tendría que rendirme. Si me resistía más podía aburrir a mi asaltante. Asentí con la cabeza. Acepto. Me tomó el brazo por el bíceps. Miramos fascinados el espacio en la pared. «Charles hablará con usted de los detalles. Deseo que sepa que me ha hecho muy feliz».
El resto de la velada transcurrió en una niebla, como vista a toda velocidad a través de un torrente de cristal veneciano. Algo tuvo que ver la contundencia de las bebidas alcohólicas. Cuando me marchaba, B. H. se había retirado hacía mucho, y C. B. me llevó aparte y me dijo que la señora Hutton quería ser muy generosa conmigo. «Le gusta compensar el genio. Me ha dado instrucciones para que no negocie y le dé esto». Era un cheque de mil dólares. Me prometió pasar por la mañana a recoger la obra. Ahora valgo como un reloj de chimenea de oro Van Cleef & Arpéis.
21 de diciembre de 1946, Tánger.
Sigo sin saber nada de Pilar, y estoy desesperado. Intento trabajar. Intento poner en la pintura lo que vi aquella tarde, pero no se plasma. Lo que era tan simple se ha vuelto complicado. Necesito que P. vuelva y me recuerde lo que vi aquel día. He dejado de relacionarme. Me aburre esa amabilidad. Estuve muy solicitado después de mi triunfo con B. H., pero la bestia hambrienta ha buscado nuevas presas. Me siento aliviado pero todavía un poco abrumado.
7 de marzo de 1947, Tánger.
He dejado de trabajar. Me siento frente a los siete dibujos empezados de P. sin ninguna idea en mi cabeza. Incluso he trabajado bajo la influencia del majoun. Tras una sesión volvía la realidad con la sensación de haber hecho algo bueno y encontré que había pintado siete lienzos de negro. Los colgué en una habitación blanqueada y los contemplé en un estado de absoluta desolación.
1 de junio de 1947, Tánger.
Me repugna mi propia rapacidad. Mi incapacidad de crear me ha provocado una necesidad de cambiar continuamente. Voy de un burdel a otro y persigo a nuevos jovencitos y me canso de ellos enseguida. Fumo hachís fuerte y me paso los días navegando como una bandera en el irritante cherqi que golpea las puertas sin cesar. Mis brazos están débiles, mi pene flácido. Paso noches enteras en el Bar La Mar Chica rodeado de borrachos, reprobos, idiotas y furcias. He dejado el majoun, porque bajo su influencia sólo revivo los viejos horrores: paredes manchadas de sangre, rampas de cadáveres, barro y sangre, carne y huesos blancos se producen en masa en mi cabeza.
1 de julio de 1947, Tánger.
Acabo borracho en el umbral de R., que me ha mandado a trabajar en los barcos.
1 de enero de 1948, Tánger.
Un nuevo año. A ver si es mejor que el anterior. Todavía no me atrevo a enfrentarme a los lienzos negros. Es la primera vez que escribo desde julio. Estoy en mejor forma física. Ya no estoy gordo pero no puedo deshacerme de esta sensación de desolación. He intentado encontrar a P. Incluso fui a Granada, donde descubrí que habían vendido la casa y la familia se había mudado a Madrid, pero nadie sabía dónde.
No tengo nada que contar. Las chabolas azotadas por el viento de las afueras de la ciudad no contienen la miseria que hay en mi cuerpo privilegiado. Extiendo los siete dibujos de P., esperando sentir una oleada de posibilidades. Pero sucede lo contrario.
Me han concedido el privilegio, se me ha permitido el enorme privilegio de mirar por la grieta, y he visto la esencia real de las cosas y las he contado y mostrado a los demás mortales. Pero P. formaba parte de eso, era mi musa y la he perdido. No volveré a pintar ni a dibujar. Estoy destinado al abrevadero sobre el que todos inclinan la cabeza: comer, trabajar, dormir.
25 de marzo de 1948, Tánger.
La he visto. En el mercado del Petit Zoco. La he visto. Por encima de miles de cabezas. La he visto. ¿Era ella?
1 de abril de 1948, Tánger.
¿Tan desesperado estoy que me aferró a un fantasma? Visito a todos los médicos de la ciudad para saber si la tienen empleada. Nada. R. quiere volver a mandarme con los barcos para no ver cómo me aplasto contra el suelo como un pájaro insolado.
3 de abril de 1948, Tánger.
Salgo de casa y me la encuentro en la calle, paseando arriba y abajo. Al verla, tengo que agarrarme a la puerta, las piernas no me sostienen. Le pido que pase. Ella no dice nada y cruza el umbral delante de mí. Su olor me llena el pecho y sé que me he salvado. El criado nos prepara el té. Ella no quiere sentarse ni siquiera cuando nos lo traen. Acaricia la cabeza al chico. Él se va como si lo hubiera tocado un ángel.
No sé cómo empezar. Es como si estuviera frente al lienzo y mi mano fuera hacia el rincón, hacia el otro lado, hacia el centro, sin dejar rastro. Sigo así durante horas y, cuando finalmente decido donde quiero tocar el lienzo blanco, no dejo rastro. No hay pintura en el pincel. Ahora es así como soy. Me obligo a hablar.
YO: Fui a buscarla a Granada… porque no sabía nada de usted.
Silencio.
YO: Me dijeron que su tía había muerto, que su madre estaba enferma y que todos se habían mudado a Madrid.
P.: Eso era verdad.
YO: No tenían su dirección. No pude ponerme en contacto con usted.
P.: Eso no era verdad.
Silencio.
YO: ¿Por qué no era eso verdad?
P.: Sabían perfectamente dónde estábamos. Mi padre se lo había dicho y también les había dicho que no se lo dijeran a nadie que se ajustara a su descripción: que procediera de Tánger y fuera preguntando por su hija.
YO: No lo comprendo.
P.: No quería que volviera a verlo.
YO: ¿Tiene esto que ver con…, es decir…, con los dibujos? ¿Sabe que existen? ¿Que usted posó para mí?
P.: No. Eso era un secreto entre usted y yo.
YO: Entonces ¿qué sucedió? No sé en qué puedo haberlo enojado. Sólo hablamos de mi espalda.
P.: Mi padre habla árabe.
YO: Por supuesto, vivía en Melilla. ¿Dónde está su padre? Quiero hablar con él.
P.: Mi padre ha muerto.
YO: Lo lamento.
P.: Murió seis meses después que mi madre.
YO: Habrá sufrido mucho.
P.: He pasado dieciocho meses de duelo. Me ha envejecido y endurecido.
YO: Está igual que siempre. No se le nota en la cara.
P.: Le estaba diciendo que mi padre hablaba árabe y, puesto que entendía algunos dialectos del Riff, le pidieron que dedicara una mañana a la semana a tratar a los pobres de las chabolas de las afueras de la ciudad. La americana, «la Rica», la señora Hutton, ponía el dinero para las medicinas y la comida. Se ofreció voluntario. Encontró las dolencias comunes en las personas desnutridas, pero también encontró una cantidad insólita de mutilaciones. Orejas que faltaban, dedos cortados, narices rasgadas. Nadie quería contarle cómo se habían hecho aquellas heridas hasta que trató a una mujer que había acudido la semana anterior con su hijo, quien había perdido una oreja. Se moría de vergüenza por ser tratada por un hombre, pero sufría tanto que cedió. Él le preguntó por su hijo y por qué nadie quería contarle lo que sucedía. «No quieren hablar porque es su propia gente la que les hace esto», dijo. Mi padre se quedó de piedra. Ella le contó que aquellos chicos robaban porque se morían de hambre y que tenían que arriesgarse para alimentar a sus familias y todas las muertes que había habido como consecuencia de ello. Mi padre quedó horrorizado y preguntó quiénes eran los que lo hacían. «Los hombres que custodian los almacenes».
Me callo. El interior de mi cuerpo está paralizado. Mi pecho es una cueva de hielo en la que sopla el viento más helado. Mi musa ha vuelto para contarme por qué no podrá volver a hablar conmigo.
P.: Trajeron a la consulta a un chico con una herida infectada. No era habitual pero el chico había conmovido a mi padre con su valor y su aceptación del dolor sin la menor queja. El chico se recuperó y mi padre le dio un empleo en la casa. Un día desapareció durante el almuerzo. Registramos la casa. Estaba escondido en el lavadero. No podía decir más que «¿Se ha ido ya?». Estaba aterrorizado. Le preguntamos de quién tenía miedo y sólo dijo: «El Marroquí». Al día siguiente sucedió lo mismo. Mi padre consultó su agenda y vio que los únicos pacientes del día habían sido el señor Cardoso, que tenía ochenta y dos años, y… usted.
»Al día siguiente se llevó al chico al Petit Zoco. Usted estaba sentado como siempre en el Café Central. Y el chico le dijo a mi padre que usted era El Marroquí.
No puedo moverme. Sus ojos verdes están fijos en mí. Sé que este es el momento decisivo. Lo sé porque la vida se desgarra como si las vidas de los dos estuvieran comprimidas en ese momento. Decido que lo ignoraré. Que mentiré. Como les he mentido a todos: a C. B., a la reina de la casbah, a la condesa de Tal y al duque de Cual. Mentiré. Soy Francisco Falcón. No. Él es Francisco Falcón. Yo ya no existo.
P.: ¿Fue responsable de lo que les pasó a esas personas?
Los ojos verdes me incitan, me suplican y sé que estoy perdido. Me miro las manos, que contienen el agua de la vida, y la veo burbujear y guiñar, riéndose de mí, mientras resbala entre mis dedos.
YO: Sí, lo hice yo. Soy culpable.
Ella no se va. Me mira y me doy cuenta de que he hecho lo correcto.
P.: Mis padres hicieron discretas investigaciones sobre la empresa para la que trabaja. Mi padre descubrió que fue legionario y contrabandista y que fue su capacidad para la violencia lo que inspiraba miedo a todos sus enemigos y competidores. Decidieron mandarme lejos. Fue una coincidencia que mi tía enfermara.
YO: Pero ¿por qué la obligaron a marcharse? ¿Por qué no le prohibieron simplemente verme?
P.: Porque sabían que estaba enamorada de usted.
Finalmente se sienta y pide un cigarrillo. Apenas puede sostenerlo. Se lo enciendo y se lo pongo entre los dedos. Ella mira fijamente el suelo. Se lo cuento todo. Le cuento el «incidente» (o al menos casi todo) que me alejó de mi familia y me hizo entrar en la Legión. Le cuento lo que hice en la guerra civil, en Rusia, en Krasni Bor. Le digo por qué me marché de Sevilla, lo que sucedió en Tánger…, todo. Le hablo de mi desolación. Le hablo de cómo encaja ella dentro de mí, que es mi estructura. Ella escucha. El cielo se oscurece. El viento se levanta. El criado trae más té de menta y una vela que tiembla con la corriente de aire. Sólo hay una cosa de la que no le hablo. Le cuento cosas horribles, pero no le hablo de los chicos. No se puede hablar de eso con una mujer. Mis confesiones han sido tan impresionantes que introducir la depravación en ellas me situaría más allá de la redención. Termino hablándole de mi trabajo. Que he dejado de trabajar. Que he sido incapaz de progresar con sus dibujos. Que la necesito para que vuelva a abrirme los ojos. Le pregunto si recuerda las últimas palabras que me dijo el día que la dibujé. Ella menea la cabeza. Yo le digo: «Ahora ya lo sabe».
Mientras escribo esto, ella está en mi cama, como una forma desdibujada tras la mosquitera. Una vela con una llama alta arde junto a ella. Duerme. Busco el carboncillo y el papel.
3 de junio de 1948, Tánger.
P. me ha dicho que está embarazada. Dejo los pinceles y nos echamos juntos en la cama con una presión tan grande en las gargantas que no puedo hablar sobre la plenitud de nuestro futuro y los hijos que tendremos.
18 de junio de 1948, Tánger.
Tras una ceremonia civil en la Legación Española y una breve misa en la catedral, P. y yo estamos casados. R. ha organizado una recepción en el Hotel El Minzah. Como se empieza a decir últimamente al estilo de la Riviera: le tout Tánger está aquí. Estamos rodeados de desconocidos en nuestra propia boda y nos vamos en cuanto podemos. Desaparecemos bajo la mosquitera con un cigarrillo de hachís. Flotamos en las caricias mutuas y hacemos el amor como marido y mujer por primera vez.
Está cansada y quiere dormir. Apoyo la cabeza en su vientre, y escucho cómo se duplican las células dentro. Tengo demasiada energía y me levanto para trabajar. Creo que es un día de buen augurio y dejo mi primera marca en el lienzo. Es un comienzo. Me pongo nervioso y decido salir a pasear por la medina hacia la casbah para contemplar mi futuro en el negro mar desde las fortificaciones. En el Petit Zoco me paran personas que quieren darme la enhorabuena e invitarme a una copa. Insisten mucho. C. está entre ellos. Hacía meses que no lo veía, le dejo que me invite a un whisky. Charlamos y bromeamos un rato y luego me despido. C. me sigue camino de la casbah. Me toma del brazo y me pregunta que por qué le evito, por qué sus chicos ya no son bien recibidos. Me dice que me he vuelto a congelar, que el matrimonio es para los abogados y los médicos, que la forma de vida burguesa es el enemigo del artista, le recuerdo quién es P. Hemos caminado a un paso tranquilo y ahora tira de mí hacia una casa. Me dice que es un bar y que le gustaría invitarme a una última copa. Nos sentamos en un patio y nos sirven una bebida. Alrededor del patio hay una galería, como un claustro. Sin que me dé cuenta, se encienden velas en la galería y de repente está llena de jovencitos. C. parlotea sobre la subversión de la sensualidad, la anarquía de la depravación. Yo no le escucho y miro la delineación muscular de los muslos de los chicos que caminan en la luz difusa. Estoy excitado. C. me pasa un cigarrillo. El hachís se funde en mi sangre como crema. Mis labios acarician el cigarrillo. La noche se despliega ante mí. Pasan flotando más chicos.
C. se va con uno de ellos. Tiran de mis brazos y me arrastran. Me desvisten. Me soban. Vencen mi resistencia con un masaje. Me rindo a su tacto.
Me despierto con los labios pegados a la espalda de un chico. Me visto rápidamente. Encuentro el patio. No veo a C. por ninguna parte. Vuelvo a casa caminando. Me desvisto en el baño y me froto los genitales basta que los tengo en carne viva. Desnudo, a los pies de la cama conyugal, miro a mi esposa dormida. ¿Qué clase de hombre soy?
Ella se agita bajo mi mirada y levanta la cabeza de la almohada. «Mi marido», dice, y sonríe. Toca la cama a su lado. Me echo. ¿Qué clase de hombre soy?